martes, febrero 7

+lagri+

En la anterior entrada hablábamos de las ficciones que nos hacen llorar y olvidé la peor de todas, el cuento más sádico, cabrón y desalmado que jamás se ha escrito: La vendedora de cerillas, de ese hijo de la grandísima puta que era Hans Christian Andersen. El argumento del cuento es muy sencillo: en Nochebuena, una paupérrima niñita intenta, sin excesivo éxito, vender cerillas por las calles. Cae la noche y empieza a nevar. La niña intenta protegerse del frío encendiendo cerillas, una detrás de otra, hasta que se le acaban. Entonces, se muere de frío. Eso es todo, la pormenorizada y perversa descripción de la agonía y muerte de una pobre criatura. Mi abuela Julia, que también era un poco hija de puta, me lo leía con cierta frecuencia y yo, por aquel entonces un tierno infante de no más de cinco o seis años, lloraba a moco tendido cada vez que lo oía. Joder, ¿y se supone que esa cumbre del sadismo literario es una lectura apropiada para niños? Pero, por favor, si es pura pornografía sentimental; deberían mantenerla alejada de cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. Pero, en fin, el caso es que entre Hans Christian y doña Julia, malditos sean ambos, me hicieron llorar a moco tendido.
Pero, sadismos aparte, el asunto es interesante. Repasando mi propia experiencia, y comparándola con los comentarios de los excelsos visitantes de este blog, he descubierto que todos hemos llorado más en el cine que leyendo. Y eso significa que el cine puede generar una mayor intensidad emotiva que la literatura. O, mejor dicho, que el cine genera emotividad más fácilmente que la literatura. Julián Díez ofrece una explicación que expongo literalmente:
“Yo creo que los libros hacen llorar menos porque podemos imponer el ritmo de acceso al relato. E, inconscientemente, supongo que cuando la cosa se está poniendo difícil hacemos una interrupción y retomamos. Es sólo una teoría”.
Julián tiene razón, pero hay más razones. El cine posee la inmensa ventaja de contar con la música entre sus herramientas narrativas, y eso es una bomba atómica en lo que a emotividad se refiere. Por otro lado, el lenguaje gestual es mucho más empático que la palabra escrita; a fin de cuentas, un buen actor es aquel que mejor logra transmitir emociones con su interpretación.
No obstante, Llamero señala que no ocurre lo mismo con el humor. “Los libros, en cambio, los identifico más con la carcajada: en serio, con muchos me parto de risa y quienes me rodean me miran... Bueno, ya sabéis: con esa cara”. Es cierto; yo me he reído por igual con libros y películas. Pero es que quizá el humor contiene, o puede contener, un elemento intelectual que el drama no posee. Pongamos el caso del terror. Que yo recuerde, nunca me ha dado miedo un libro; puede haberme provocado malestar, cierta inquietud, incluso asco, pero miedo jamás. Sin embargo, me he hecho caquita encima con más de una película (por ejemplo, viendo Alien, el octavo pasajero). No sé, quizá el cine sea más apropiado para transmitir emociones básicas, como la pena y el miedo, mientras que la literatura es más adecuada para los sentimientos más complejos, como el humor.
Curiosamente, lo que nos hace llorar cambia con el tiempo. Supongo que si ahora leyera por primera vez La vendedora de cerillas, me limitaría a pensar que su autor es un sádico pederasta a quien deberían recluir de por vida en una institución para enfermos mentales peligrosos, pero no lloraría. Me cabrearía en seco. Care Santos comenta algo muy interesante: “Nunca fui muy llorona, pero últimamente no hay quien me reconozca. Cualquier cosa que implique una madre y un hijo me ablanda hasta la lágrima”. A mí me sucede exactamente lo mismo. Por ejemplo, la primera vez que vi La fuerza del cariño me pareció un melodramón infumable lleno de trampas sentimentales (y lo es, claro que lo es). Sin embargo, la segunda vez que la vi (en TV) yo ya era padre y hubo una secuencia que, esa vez sí, me hizo llorar. Debra Winger está en la cama de un hospital, enferma de cáncer. Va a morir. Cuando su hijo, de trece o catorce años, se entera, reacciona de una forma terriblemente normal: se enfada con ella; de algún modo, la culpa de morirse y del dolor que le va a causar a él por ello. En un momento determinado, el chaval le grita: “¡Te odio!”. Y ella, una espléndida Debra Winger, se le queda mirando con intensidad y un inmenso amor y le responde: “Escucha: sé que eso es mentira. Sé que me quieres. Recuérdalo: sé que me quieres”. Incluso ahora, mientras escribo esto, los ojos, malditos traidores, se me humedecen. ¿Podéis imaginar mayor gesto de amor y altruismo? Ella sabe que, cuando muera, ese “te odio” amargará para siembre la vida de su hijo, y por eso su única preocupación es asegurarse de que el muchacho comprenda que ella no le cree, que sabe que él la quiere y que ese “te odio” ha sido olvidado un segundo después de pronunciarse.
Buff, creo que los años me están volviendo un blanducho...
En fin, el bueno de Julián se avergüenza por haber derramado lágrimas con Tomates verdes fritos, película que, por cierto, también hace llorar a Pepa, mi mujer (pero, claro, Pepa llora hasta con La Casa de la Pradera, como ella misma reconoce). Pues bien, hijos míos, cada Navidad, cuando reponen Qué bello es vivir, de Capra, y llega el final de la película, con todo ese montón de buenos sentimientos desatados, lloro como una Magdalena. Año tras año, reposición tras reposición. Y no os podéis imaginar lo gilipollas que me hacen sentir cada una de esas puñeteras lágrimas.
Bueno, ahora demos un paso más. Cristian preguntaba si la música nos puede hacer llorar y yo no sabría qué responder. Creo que, al menos en mi caso, la música por sí misma no. Sin embargo, la música posee un inmenso poder de asociación, así que muchas veces una melodía me ha recordado determinado momento de mi vida, o a una persona, y eso ha humedecido mis ojos. Pero creo que la razón es el recuerdo evocado, no la música en sí.

Sin embargo, hay impresiones estéticas que sí me han hecho derramar un par de lágrimas. Por ejemplo, cuando vi por primera vez Mont Saint Michel, en Normandía. O la plaza de San Marcos, en Venecia, al atardecer. O la Alhambra, mirando hacia el Albaicín, con el aire impregnado de azahar...

¿Y vosotros? ¿Qué tal mezcláis las lágrimas con la arquitectura, los paisajes, la danza, la pintura o lo que sea? ¿También lloráis sin argumento?

6 comentarios:

Felideus dijo...

La música tiene la cualidad de ser un arte capaz de acompañarnos e incluso atacarnos en contra de nuestra voluntad, de imponerse. Es decir, nadie me obliga a ir al cine, ni a leer algo o a mirar un cuadro. Pero si alguien pone la música lo suficientemente alto se meterá en mi vida, con o sin permiso.
La música me emociona por asociación. Se puede hacer el amor y escuchar música al mismo tiempo y cada vez que escuches esa melodía recordarás una emoción un olor, un tacto.
Cuando murieron en un accidente los padres de un buen amigo mío, pasamos la noche bebiendo y escuchando cierta canción, la favorita de sus padres, una y otra vez. Soy incapaz de escuchar esa melodía sin llorar a moco tendido...

Felideus dijo...

Y con respecto a lo de llorar por una emoción estética, como contemplar un paisaje o una arquitectura increíble, depende mucho de mi estado emocional. Si estoy quemado en mi trabajo, harto de la rutina urbana, lloraré en Florencia como un niño...

sfer dijo...

Más sobre la crueldad de determinados cuentos infantiles en el número de enero de CLIJ (189), en el artículo de Blanca Álvarez ("Pulgarcito", la magia y el poder).

Os pongo solo un fragmento: "La desgracia, la calamidad y el horror, forman parte de nuestra vida, resultan cotidianas, conocidas y cercanas. El mundo, en múltiples ocasiones, se presenta ante los niños como una casa de chocolate envenenada. Sin embargo, no les leemos a "Pulgarcito", nos parece obsceno "Barba Azul", incorrecto "Piel de Asno"... Los obligamos a vivir encerrados en una esquizofrenia compleja entre lo correcto y manipulado y lo oculto y negado que podría servirles como modelo."

Ya sabes, César... a agradecer a tu abuela que no te convirtiera en un esquizoide perdido :)

Anónimo dijo...

Me apasiona la música clásica, a veces he sentido su magía y son momentos inolvidables. Me gustaría explicarlo, pero no sé si sabre hacerlo. Me siento como dentro de la música como un diàlogo que no necesita palabras,es una sensación muy placentera es un estado de Armonia , como si todo encajase perfectamente. (Cuando en la realidad nunca ocurre). Es parecido a esa sensación que alguna vez he tenido cuando te estás despertando y tienes todo el sueño en décimas de segundo y desaparece poco apoco siendo cosciente que no vas a poder recuperar ese estado de "entendimiento". Lo curioso es que eso me pasa cuando el sueño hace referencia a situaciones personales.
En cuanto a lo que decis, que al ser padre se sienten las mismas cosas de diferente manera, pienso que tenéis razón. Pero no creo que sólo en una dirección, me explico, sientes cosas diferente como padre , pero a la vez revives situaciones que tu has vivido como hijo y ahora ésas las interpretas como adulto. Eso es lo que yo interpreto cuando tú hablas de la escena de la madre moribunda y el hijo enfadado. Puede que nos falten diálogos (como esos) en nuestra vida y que cuando los vemos en la pantalla tendemos a rompernos.En esas ocasiones lo mejor es llorar y llorar.

Anónimo dijo...

Lloro mirando peces de colores. Me recuerdan las cajas Alpino de mi plumier.

Anónimo dijo...

La patetica de Tchaicokski, o Rachmaninov (sus sinfonías, o los conciertos para piano y orquesta). Reconozco que me ponen un nudo en la garganta. De hecho, creo que no hay mejor obra -literaria o musical, o cinematográfica - que aquella en la que no puedes dejar de contener la respiración. Y Oh mio bambino Caro, de Callas?.
Y todos esos libros en los que maldices que terminen y te gustaría condenar al escritor a una condena perpetua?.
Me asalta al coco Erase una Vez America, cuando muere uno de los chavalillos mafiosos, y la sensación final de De Niro de haber sido despojado de todo por su mejor amigo. En fin, sni, snif