miércoles, julio 27

Noruega



El Paraíso.

Dicen que Noruega es uno de los países más bellos del mundo. Es cierto, lo es. También dicen que los Noruegos son uno de los pueblos más civilizados del planeta. Es cierto, lo son. Igualmente aseguran que la mayor parte de los noruegos son altos y rubios. Y es cierto, altos y rubios son.

De hecho, creo que es la primera vez que Pepa y yo estamos en un país donde pasamos inadvertidos por nuestro aspecto, pues parecemos nativos. Con esto quiero decir que Pepa y yo no parecemos españoles. Ella mide 1’75 de altura, es rubia y tiene la piel clara y los ojos azules; yo mido 1’92, tengo el pelo blanquigris, la piel clara y los ojos azules; con frecuencia en España nos confunden con extranjeros. Pero en Noruega parecemos productos autóctonos. O no del todo, porque según nos comentó un noruego, más bien parecemos suecos. ¿Cuáles son las diferencias entre noruegos y suecos? Ni puta idea.

Con todo, cuando al día siguiente de nuestra llegada recorrimos Oslo, tuve la alarmante sensación de encontrarme en medio de una apoteosis nazi, con todo el mundo a mi alrededor tan rubio, tan alto y tan ario... No sé, temía que de repente se pusieran a cantar todos el Die Fahne hoch y, hala, a invadir Polonia. Aunque, claro, luego recordé que los pobres noruegos fueron invadidos por las hordas Hitler, y que fue su resistencia quien, en 1944, en la región noruega de Telemark, hundió el navío que transportaba el agua pesada necesaria para que los nazis desarrollaran la bomba atómica.




Oslo es una ciudad agradable, de casas bajas (la mayor parte de madera, como en todo el país), avenidas amplias y muchos árboles (dicen que en realidad no es una ciudad con árboles, sino un bosque con casas). Por lo demás, no hay nada que destacar monumentalmente. De hecho, tienen el palacio real más pobretón que he visto en mi vida. Y eso ejemplifica una característica del país: Los Noruegos son un pueblo muy rico (los segundos más ricos del mundo) gracias al petróleo del Mar del Norte, pero antes de que en los 70 comenzaran a explotar esos yacimientos, eran más bien pobres. Y eso les ha convertido en gente muy sobria. Merodeando por Noruega no se perciben muchos lujos. Entendedme, es una sociedad muy rica, sofisticada y avanzada, muy tecnológica (estés donde estés hay cobertura telefónica y conexiones wi-fi por doquier), pero, por ejemplo, las habitaciones de los hoteles, incluso en los cinco estrellas, son de una aplastante sobriedad. Tienen lo necesario y nada más, y no se gastan un céntimo en decoración y diseño. Todo parece un poco rústico, para que me entendáis. En realidad, creo que los noruegos son uno de los pueblos que más en comunión vive con la naturaleza; no dominándola, sino adaptándose a ella. En cualquier caso, no olvidemos que el país tiene menos de cinco millones de habitantes.


Me sorprendió el clima; esperaba que fuese como el del norte de Escocia (estábamos más o menos en la misma latitud), pero qué va, la temperatura era más cálida en Noruega y con mucho menos viento. Tampoco nos llovió demasiado e incluso disfrutamos de varios días de sol radiante (justo en los alrededores de Bergen, que tiene fama de ser uno de los lugares más lluviosos del planeta). La verdad es que disfrutamos de un clima en general agradable, sobre todo para gente que, como yo, odia el calorazo.


Nos habían asegurado que Noruega era muy cara. Mentira: Noruega es carísima, absurda, desmedida y demencialmente costosa. Vale, pensé yo, iluso de mí, comeremos sólo comida basura, que nunca puede ser muy cara. Así que el primer día, en Oslo, fuimos a un Friday’s, un restaurante de una conocida cadena de comida tex-mex. Pedimos nachos, palitos de mozarella, dos hamburguesas y cuatro cocacolas. Total: ¡cien euros! Todavía me duele. No obstante, es posible viajar a Noruega sin demasiada pasta. La clave consiste en hospedarse en cabañas de alquiler (las hay por todas partes y los precios son razonables) y comprar la comida en los supermercados.




Es un país bellísimo, ya lo he dicho. Miles de kilómetros cuadrados de bosque –sobre todo de pinos y abetos-, muchísimos lagos, algunos inmensos, altas montañas salpicadas de neveros, una infinidad de ríos, torrentes y cascadas. Es como un territorio de cuento de hadas. Y los fiordos, claro; el mar inundando los valles entre unas cumbres a las que el adjetivo “abruptas” les viene como anillo al dedo. Visitamos cinco: el Hardanger, el Bjørn, el Sogne, el Loen y el Geiranger. Quizá este último sea el más impresionante de todos (es patrimonio de la humanidad), pero por desgracia también es el que está más lleno de turistas. En cualquier caso, todos los fiordos que vimos son alucinantemente hermosos y en los cuatro primeros apenas había gente ni tráfico. De hecho, Noruega es un país muy despoblado. Los pueblos son pequeños, unas cuantas casas de madera (generalmente pintadas de rojo oscuro, o de rojo y blanco, o de blanco, o de amarillo albero) muy distanciadas las unas de las otras, con su iglesia de madera y poco más. Dada la orografía del país, las carreteras son una constante sucesión de curvas donde no se puede pasar de 80 por hora, pero el firme suele ser bueno... aunque no siempre, y a veces la calzada es demasiado estrecha. Hay cantidad de túneles; uno de ellos, de 11 kilómetros, es el más largo que hemos recorrido en nuestras vidas. También es frecuente que tengas que montarte en un ferry para proseguir el viaje, porque la alternativa es dar un rodeo de cientos de kilómetros.


¿Sabéis cuál es la única pega que le encuentro al país? Que es demasiado bonito; mires adonde mires, todo es bellísimo. Y por eso, al cabo de unos cuantos días, acabas anestesiándote un poco ante tanta belleza. Aunque en realidad nunca llega a pasar eso, porque siempre encuentras algo inesperado y alucinante. Como recorrer el bellísimo valle de Flam en tren, como Bergen (donde visitamos una interesantísima casa-museo del Hansa), como la Escalera de los Trolls (una vertiginosa carretera de montaña llena de revueltas), como los túmulos vikingos de Balestrand, como el mirador de Dalsnibba, como la iglesia medieval de Lom (¡una iglesia de madera del siglo XII!), como el glaciar Jostedalsbreen... Me hizo mucha ilusión ir allí, porque nunca había visto un glaciar. Es curioso, cuando se viaja por Noruega uno tiene cierta sensación de intemporalidad; el paisaje casi virgen, las casas de madera iguales a las de hace un siglo, la casi total ausencia de artefactos modernos a la vista.... Fue una experiencia muy “verniana”; sobre todo porque gran parte de la última novela que he escrito -La isla de Bowen, una historia al estilo de Julio Verne- transcurre en Noruega.


En cuanto a la gente, aparte de rubia y alta es amable y muy bien educada; los españoles les caemos bien, quizá porque suelen pasar las vacaciones en nuestro país. Todos sin excepción hablan inglés (y algunos español). La mayor parte de los turistas son suecos y alemanes, aunque también hay bastantes holandeses y checos. Y, por supuesto, de vez en cuando (sobre todo en Bergen y en Geiranger) autobuses llenos de japoneses, latinoamericanos, italianos, etc. ¿Los más molestos y ruidosos? Los norteamericanos y los españoles. Una plaga ante la que, de repente, me sentí de lo más ario, porque me entraron unas ganas enormes de meterlos a todos en un campo de exterminio.




También hay (me voy a poner masculinamente vulgar) cantidad de tías buenas. ¿Todas las noruegas son guapas? No, of course. Pero abundan las guapas, vive dios. Casi todas tienen el pelo rubio o castaño claro (algunas se tiñen de moreno) y los ojos azules o verdes. Se ven muchas jóvenes preciosas por la calle, o trabajando de camareras, o en la recepción de los hoteles, por todas partes; y con no poca frecuencia te tropiezas con bellezones de quedarte con la boca abierta. Además, no sólo es que sean guapas: también tienen unos cuerpos de quitar el hipo. Pero, ojo, me refiero a las jóvenes, porque no envejecen bien. En general, pasados los 40, pierden muchísimo. En unos casos, adoptan cierta apariencia a lo Miss Piggy, y en otros es como si esas facciones, de porcelana en la juventud, se endurecieran con la madurez, masculinizándose. Además, como señaló Pepa, a partir de cierta edad dejan de cuidarse. Muchas se cortan el pelo en media melena y no se lo tiñen; van con canas, sin maquillaje y vestidas con escaso gusto. ¿Y los noruegos? No me fijé mucho, la verdad, pero reconozco que vi a tres o cuatro tipos realmente guapos, así que supongo que también abundan los macizorros.




En fin, amigos míos, ha sido un viaje de lo más estimulante que Pepa y yo hemos disfrutado muchísimo. Nos ha encantado Noruega; tanto que no descartamos volver en un futuro para recorrer el norte del país, desde Trondheim hasta la isla Spitsbergen, más allá de Cabo Norte. Yo, por mi parte, ya tengo material mental para maquinar una nueva novela. No sé si sobre vikingos en el siglo diez u once, o sobre la liga Hanseática en el siglo XVII. Ya veremos.


La serpiente.


De no ser por lo caro que es y por los rigores climáticos, Noruega sería el país perfecto para vivir en él, un paraíso. Pero, como en todo paraíso, había una serpiente; en este caso, la serpiente se llama Anders Behring Breivik, tiene 32 años, los ojos azules y es alto, rubio y ario.




Pepa y yo regresamos a Oslo, procedentes de Lillehammer, el pasado viernes 22 de julio. Llovía mucho; de hecho, fue el día más lluvioso de nuestra estancia en Noruega. Llegamos al hotel a eso de las tres menos veinte de la tarde; se trataba del hotel Continental, en la calle Startinsgate, en el centro de Oslo, muy cerca del Palacio Real, del Parlamento y de la zona gubernamental de la ciudad. Como al día siguiente debíamos devolver el coche de alquiler muy temprano y teníamos que llenar el depósito, usamos el navegador para ir a una gasolinera. Estaba a dos kilómetros de distancia, así que recorrimos todo el centro de la ciudad, cargamos gasolina, regresamos al hotel y dejamos el coche en el garaje.


Pero había un problema con nuestra habitación, así que nos pidieron que esperáramos unos minutos. Yo me quedé en el bar del hotel y Pepa fue a una tienda cercana para comprar prensa española. Entonces, a eso de las tres y media, un tremendo estampido resonó en la
calle.



No era la primera vez que oía ese sonido. En dos ocasiones, en el pasado, había escuchado en la lejanía el estruendo de sendos atentados de ETA en Madrid. Eso ha sido una bomba, pensé automáticamente. Algunos clientes del hotel y yo nos levantamos, alarmados, y salimos a la calle, pero no parecía pasar nada; la gente caminaba normalmente y no se advertía el menor signo de alarma. Regresé al bar y me senté. Seguía convencido de que había oído un bombazo, pero... qué demonios, era imposible; estaba en Oslo, la ciudad más tranquila del mundo. Antes, al ir por gasolina, habíamos visto en el Palacio Real un cambio de guardia muy historiado; quizá era una fiesta, pensé, san Olaf o algo así, y a lo mejor tenían la costumbre de celebrarla con un cañonazo... Poco después regresó Pepa y comentamos extrañados lo del estruendo.


Finalmente, se solución el problema de la habitación. El hotel estaba lleno y no tenían libre la habitación normalucha que habíamos reservado, así que, por el mismo precio, nos dieron la Suite Presidencial. Jamás he dormido en un sitio más lujoso. Entonces, cuando nos estábamos instalando, un amigo de Madrid nos mandó un SMS diciendo que, según la BBC, en Oslo se había producido un atentado. En el hotel nadie sabía nada todavía. Como aún no habíamos comido, fuimos a un restaurante cercano y nos sentamos en la terraza. Todo parecía normal, pero al poco una camarera nos dijo que tenían que cerrar el establecimiento, pues la policía iba a desalojar el centro de la ciudad.




Hay algo que quiero señalar: durante las dos semanas que Pepa y yo deambulamos por el suroeste de Noruega sólo vimos dos policías, en Bergen. El día del atentado, después del estallido de la bomba, transcurrió por lo menos una hora hasta que empezamos a oír sirenas de policía y ambulancia, y como mínimo tres cuartos de hora más hasta que empezaron a desalojar el centro de la ciudad. Y nosotros estábamos (acabo de comprobarlo en el plano) a cuatro manzanas del lugar del atentado. No, no se cubrió precisamente de gloria la policía noruega.

Pepa y yo comimos en un restaurante (chino) algo alejado del centro y regresamos al hotel, a nuestra suite presidencial. En el hotel vimos agentes de seguridad privada, pues no había suficiente policías. Podría creerse que estando allí, en el centro de la acción, fuimos testigos privilegiados del suceso, pero no. Como todo el mundo, nos fuimos enterando de los acontecimientos por TV, en la BBC y la CNN, y así descubrimos, alucinados, que el auténtico atentado se estaba produciendo en la isla Utoya, y vimos cómo la lista de muertos crecía minuto a minuto. Fue terrible y, al mismo tiempo, increíble. ¿Cómo un hombre solo pudo desatar todo ese terror? Aún no le encuentro explicación. Al día siguiente, muy temprano, nos dirigimos al aeropuerto, que está a 50 km. de Oslo, para regresar a España. No había especiales medidas de seguridad.

Me gustaría comentar dos cosas respecto a ese terrible suceso. En primer lugar, me parece detectar cierto implícito retintín en los medios de comunicación, como si no acabara de desagradar del todo que los noruegos, tan guapos y tan ricos ellos, salieran de una puñetera vez de su inocencia. Personalmente, lo único que espero es que los noruegos no cambien.

En segundo lugar, el abogado de Breivik va a alegar locura. ¿Está loco Breivik? Lo primero que uno piensa es que un tipo capaz de cometer todas esas atrocidades debe de estar como un cencerro, pero yo no estoy tan seguro. Recordemos otro hecho ocurrido en Noruega y al que me he referido antes. El 20 de febrero de 1944, un grupo de saboteadores de la resistencia noruega hundió mediante cargas explosivas el transbordador Hydro que transportaba el agua pesada necesaria para fabricar la bomba atómica nazi. En el atentando murieron cuatro alemanes y catorce civiles noruegos totalmente inocentes. Sin embargo, pese a la matanza, hoy consideramos a esos saboteadores unos héroes, aunque en su momento los nazis debieron de pensar sobre ellos lo mismo que hoy pensamos sobre Breivik.


Pero los motivos eran muy distintos, objetaréis. En un caso se trataba de luchar contra la barbarie nazi y en el otro de un cruel y sinsentido asesinato múltiple. Y es cierto, las razones son importantes, pero seguro que hay muchos ultras en Noruega y el resto de Europa que consideran a Breivik un héroe y un mártir. ¿Están todos locos? Lo dudo, no es cuestión de patologías, sino de creencias irracionales, de culto a ciertas palabras peligrosas.

Breivik es un fundamentalista cristiano, un nacionalista de ultraderecha y un xenófobo. Eso significa que su mente estaba regida por tres “grandes palabras peligrosas”: DIOS, PATRIA y RAZA. ¿Sabéis por qué esos términos son peligrosos? Porque los tres se refieren a conceptos más grandes, valiosos e importantes que el ser humano. Y, por tanto, en su nombre se puede matar a cuantos hombres, mujeres y niños le vengan a uno en gana, pues hay un bien o poder mayor que lo justifica. El propio asesino lo dijo: no le importaba convertirse en un monstruo porque sus actos eran necesarios para conseguir un fin superior.

¿Está Breivik loco? No creo; sólo es un gilipollas con excesiva iniciativa que se ha tomado demasiado en serio las palabras equivocadas.



 

martes, julio 5

Mitos



Supongo que todos tenemos lugares míticos, sitios que nunca hemos visitado pero que, por las razones que sean, permanecen en nuestra mente rodeados por una aura de magia y misterio. Generalmente, al menos en lo que a mí respecta, esos lugares míticos se conformaron durante la niñez. Por ejemplo, siendo pequeño leí en un Reader's Digest la historia y las peculiaridades de Mont Saint-Michel, y desde entonces soñé con visitar esa abadía. Y acabé visitándola. De hecho, ya he estado en muchos de mis lugares míticos: Stonehenge, Glastonbury, Carnac, Cnosos, la Acrópolis, Micenas, las tierras altas de Escocia, el Gran Cañón, Teotihuacán, Chichén Itzá, las selvas tropicales, los Andes, Laponia, California...y aún me quedan muchos por visitar. Pero hay tres a los que, lo reconozco, me da miedo viajar, precisamente porque temo que me decepcionen. Y eso a pesar de que son tres de mis mitos favoritos. O precisamente por eso.

 El primero es el Tíbet. Cuando era niño leí Tintín en el Tíbet y El tercer ojo, de Lobsang Rampa, vi en TV Horizontes perdidos, de Capra, y desde entonces quedé tan hechizado por ese mundo del Himalaya que durante mucho tiempo devoré cuantos libros sobre el Tíbet caían en mis manos (Alexandra David-Neal, Heinrich Harrer, Michel Peissel...). Y, claro, siempre soñé con viajar allí. Lo malo es que el viaje era carísimo, y luego tuve hijos pequeños, y luego, cuando ya pude plantearme realizar el viaje, vi un documental en TV que mostraba los enormes cambios que habían realizado los chinos en el Tíbet, y se me cayeron las pelotas al suelo. Me decepcionó más que cuando supe que Lobsang Rampa no era un lama, sino un chalado inglés llamado Cyril Henry Hoskin. Cuando en 1950 los chinos invadieron el Tíbet, decidieron acabar con esa cultura y lo han conseguido. El Tíbet de mis sueños ya no existe.


El segundo lugar es Irlanda. Me enamoré de esa isla a través de las películas de John Ford (El hombre tranquilo, El delator, La salida de la luna...), luego descubrí sus leyendas y su mitología, y finalmente me atrapó su música. En cualquier caso, sé que la Irlanda que hay en mi mente es irreal, que no existe y probablemente nunca ha existido. Aún así, iré allí.


El tercer lugar es Argentina. Veréis, la primera revista de ciencia ficción en español se llamaba Más Allá, duró 48 números y fue publicada en Argentina entre 1953 y 1957. Cuando yo tenía once o doce años había unos cuantos viejos ejemplares de Más Allá en mi casa, probablemente comprados por mi padre o mi hermano mayor. Hojeando uno de ellos vi un cuento llamada Un rifle para el dinosaurio (de Sprague de Camp), una historia de viajes en el tiempo con una maravillosa ilustración de un T. Rex, y como me chiflaban los dinosaurios leí el cuento. Así comenzó mi afición a la ciencia ficción, y por supuesto leí todos los ejemplares de Más Allá que encontré (hoy tengo la colección completa).


Pero ocurría una cosa curiosa. En primer lugar, el español en que estaba escrita esa revista no era exactamente igual al español de Madrid. Además, en la sección de cartas al director aparecía gente que vivía en Córdoba, en Rosario, en La Rioja, en Mendoza... Ciudades como las españolas, pero que no eran españolas. Era algo así como un universo paralelo, el reflejo invertido en un espejo (algo que tenía sentido, porque cuando aquí es verano, allí es invierno, y viceversa). Creo que, en cierto modo, el sentido de la maravilla de la ciencia ficción se mezcló con la imagen mental que me había forjado de Argentina.


Luego estaban los tangos. Mi padre era muy aficionado a ellos y los ponía con, a mi modo de ver, excesiva frecuencia. No, los tangos no incrementaron mi amor por Argentina. Entendedme, no tengo nada contra ellos, pero acabé harto de oírlos. El caso es que, dada su afición por el tango, mi padre escribió para la SER una serie de programas dedicados a la vida de Carlos Gardel. El actor que interpretaba a Gardel era otro Carlos, de apellido Acuña, también cantante de tangos. Fue el primer argentino que conocí, un tipo muy simpático que hablaba con acento raro. Dada su amistad con mi padre, Acuña le regaló varios objetos de artesanía argentina, entre ellos unas calabazas para tomar mate y unas pipetas de plata para chuparlo. Y mate, por supuesto. Lo probé; oscila entre lo desagradable y lo repugnante. Cuestión de gustos, queridos merodeadores argentinos, no os enfadéis conmigo. El caso es que el mate tampoco incrementó mi amor por Argentina. No obstante, charlando con mi padre y con Acuña descubrí la mítica del gaucho, la Pampa infinita, las boleadoras... Cómo molan las boleadoras...


Entonces, cuando yo tenía 17 o 18 años, un amigo me regaló Ficciones y El aleph, de Borges, y mi mundo cambió. O, al menos, cambió mi concepción de la literatura. Leer a Borges era, y es, como entrar en un universo paralelo. Creo que Borges es el escritor que más admiro, el que más he releído... y era argentino. Pasaron los años y, en 1974, asistí al espectáculo de un grupo musical-humorístico llamado Los Luthiers. Pocas veces me he reído tanto en mi vida y desde entonces he asistido a todos los espectáculos que el grupo ha dado en Madrid. Los Luthiers son argentinos. ¿Cómo no voy a enamorarme de un país que cuenta con la más rica tradición de literatura fantástica en castellano, un país que ha dado gente tan talentosa y querida para mí como Borges y Los Luthiers (y Bioy Casares, y Pablo de Santis, y Héctor Alterio, y Quino, y Cortazar, y Oesterheld, y Fontanarrosa, y Posse, y Ocampo, y Solano López, y Roth, y Campanella...).


Sí, adoro Argentina... pero nunca he ido allí. En parte porque sólo podría hacer ese viaje en verano, cuando allí es invierno, aunque no es esa la verdadera razón. Lo cierto es que, en mi interior, espero encontrar una Argentina donde haya un aleph en cada trastero, donde toda la gente sea tan ingeniosa como Daniel Rabinovich o Joaquín Salvador, donde los gauchos sorban mate con aire taciturno en medio de una llanura desmedida, donde viejos criminales nazis aún se ocultan, donde lo sobrenatural está a la vuelta de la esquina. Y esa Argentina sólo existe en mi imaginación. Pero aún así, iré.


El próximo sábado, Pepa y yo partiremos para Oslo y después merodearemos durante quince días por los fiordos. Noruega es otro de los lugares míticos de mi niñez. Por los vikingos, por supuesto, y por las auroras boreales, pero creo que sobre todo por Thor Heyerdahl. Joder, con ese nombre o se es aventurero o va uno por la vida con cara de capullo. De niño me alucinaban sus historias, sobre todo el viaje de la Kon-tiki y Aku Aku. El único problema es que Heyerdahl fue un explorador tropical; pero no importa, porque hay un montón de exploradores noruegos polares, como Amundsen, Nansen, Ingstad, Larsen o Resvoll-Holmsen, que era una mujer. Eso por no hablar de Erik el Rojo, que también tenía un nombre que invitaba a la aventura.


Siempre me han fascinado los países nórdicos, en particular Noruega. De hecho, parte de la última novela que he escrito -La isla de Bowen- se desarrolla en Noruega, aunque más al norte de donde vamos a ir, en Trondheim, Havoysund (cerca del Cabo Norte) y Svalbard. Me habría encantado visitar Svalbard; es un archipiélago, la última tierra firme antes de llegar al Polo Norte. Dos terceras partes de su superficie están cubiertas por nieve perpetua y glaciares, y la única isla habitada es Spitsbergen, aunque sólo hay unos pocos cientos de personas en un poblacho inmundo, un par de minas, la Svalbard Global Seed Vault y tres o cuatro estaciones científicas. Debe de ser uno de los lugares más extraños, remotos y solitarios del mundo; de hecho, para recorrerlo por tu cuenta necesitas un permiso especial e ir acompañado por alguien armado, pues los ataques de osos polares son frecuentes. Sí, me habría encantado visitar Spitsbergen, pero había que elegir: o el Ártico o los fiordos. Otra vez será.


Bueno, amigos míos, ésta es la última entrada antes de irme de vacaciones. Reconozco que los diez post que escribí sobre mi hermano me han dejado un poco desfondado. No es que me supusieran ningún esfuerzo, los escribí muy rápido, pero parece ser que la intensidad emocional era mayor de lo que suponía, porque después de redactar el último, sencillamente ya no sabía sobre qué escribir; todo lo que se me ocurría me parecía una gilipollez. Me quedé... no sé, como vacío, al menos en lo que al blog respecta. Pero no os preocupéis, estas vacaciones nórdicas seguro que me refrescarán y a finales de julio volveré lleno de energía vikinga para seguir escribiendo las chorradas de siempre.


Feliz verano, merodeadores de Babel.