lunes, noviembre 24

Sueños



            Por lo general, no recuerdo mis sueños. Y es una pena, porque me gusta soñar; de hecho, algunos de los sueños que sí recuerdo se cuentan entre las mejores producciones audiovisuales que he contemplado.

            Hace muchos años (veinte o así), escribí un cuento que giraba en torno a los sueños (El hombre dormido, en la antología El círculo de Jericó), y para ello tuve que documentarme mucho. ¿Y sabéis qué fue lo que más me sorprendió? Pues que nadie tenía ni puta idea de por qué soñamos, ni de qué son exactamente los sueños. Y, sin embargo, por algún motivo desconocido soñar es muy importante.

            Veréis, no soñamos durante todo el rato que permanecemos dormidos, sino sólo el 25 % de ese tiempo, unas dos horas por noche, y no de forma continuada, sino a intervalos. Cuando dormimos, pasamos por cinco fases, y es en la quinta, llamada REM (por las siglas de Rapid Eye Movement), cuando tienen lugar los sueños. La fase REM también se conoce como sueño paradójico, porque en ella el cerebro se activa como si estuviéramos despiertos, aunque en realidad estamos roques. El sueño REM dura un rato y luego se desconecta, llevándonos a la fase anterior, llamada sueño profundo. Y vuelta a empezar. Normalmente, cada noche pasamos por entre cuatro y siete periodos de ensoñaciones. ¿Vosotros recordáis los sueños? Supongo que muchos contestaréis que sí. Y os equivocaréis en parte, porque sólo podemos recordar los sueños ocurridos en la fase REM previa a despertarnos. El resto de los sueños de la noche se pierden como lágrimas en la lluvia.

            Decía antes que los sueños son importantes, y en efecto lo son: para la salud mental. Se han realizado experimentos de privación de la fase REM; se monitorizaba el sueño de una serie de personas y, cuando llegaban a la fase paradójica, se les administraba un estímulo que no llegaba a despertarles, pero que les hacía saltar a la fase anterior. Es decir, se impedía que soñasen, pero manteniéndoles dormidos. Pues bien, al cabo de tres días los sujetos comenzaron a experimentar ansiedad, irritabilidad y dificultades de concentración. Y algo sorprendente: nada más dormirse, entraban en sueño paradójico sin pasar por las cuatro fases anteriores como es lo normal. Era como si el cerebro necesitara imperiosamente el estado REM. ¿Por qué? Ni idea.

            Hay muchas hipótesis acerca de los sueños, algunas incluso parcialmente comprobadas; pero ninguna explica de forma convincente la razón de esas producciones en tecnicolor que nos asaltan por las noches. ¿Por qué nuestros sueños tienen argumentos, aunque sean surrealistas? ¿Por qué a veces los sueños son tan increíblemente coherentes? ¿Por qué las pesadillas? No voy a enumerar las hipótesis, porque sería un coñazo, pero sí comentar una, de lo más sugerente y de lo más equivocada: la freudiana. Los sueños como mensajes encriptados del subconsciente.

            Sólo he leído un libro de Freud, La interpretación de los sueños. Me pareció una de las muestras de arbitrariedad más grandes que me he echado a la cara. Las  claves que plantea el libro para desentrañar los símbolos oníricos son porque sí, porque Freud lo dice, no están basadas en el menor proceso empírico. Además, eso supuestos símbolos suelen ser de lo más elementales; por lo general, cualquier cosa oblonga que aparezca en un sueño es una polla, y toda cosa cóncava un coño. Aunque, claro, a veces un puro es sólo un puro. En fin, que hay muy poca ciencia en la teoría del viejo Sigmund.

            No obstante, resulta literariamente muy atractiva. Los sueños como mensajes en clave, el psiquiatra como detective de la mente. Es mentira, pero también es de lo más sugerente. No me extraña que el psicoanálisis haya influido tanto en muchos creadores. Ahí tenéis a los surrealistas y los Dadá, las películas de Hitchcock o de Buñuel, los cuadros de Dalí o de Magritte, novelas como Tigre, tigre de Alfred Bester o El lobo estepario de Herman Hesse...

            ¿Tienen que ver los sueños con la creatividad? Ni puta idea. En fin, está claro que la privación de sueños disminuye la capacidad creativa (porque disminuye la concentración), pero nada indica que una sobreabundancia de sueños mejore la creatividad. Es decir, los sueños son siempre imaginativos, pero eso no significa que sean creativos, porque la creatividad es la imaginación enfocada a resolver problemas. Aunque, claro, hay constancia de sueños reveladores. Por ejemplo, el químico Kekulé andaba de cabeza porque no lograba descubrir la estructura molecular del benceno, hasta que un noche soñó con una serpiente mordiéndose la cola y comprendió que las moléculas de benceno tenían forma de anillo.

            En lo que a mí respecta, jamás he encontrado en los sueños la solución a ningún problema. Sin embargo, si me han proporcionado intensas imágenes que posteriormente he usado en mis relatos. Pero no estoy seguro de que eso sea creatividad.

            Al principio decía que no suelo recordar mis sueños, pero últimamente sí, no sé por qué. Más o menos desde hace un mes recuerdo parcialmente mis sueños, y lo curioso es que todos los sueños que tengo van de lo mismo: de ciudades. Recorro ciudades que en el sueño me resultan familiares, pero que en realidad no conozco de nada. A veces esas ciudades son, supuestamente, Madrid, pero un Madrid que nada tiene que ver con el que conozco. Otras veces son ciudades anónimas e igual de desconocidas. El caso es que, en mis sueños, por el motivo que sea, me dedico a deambular por ciudades extrañas que suelen tener dos características: me muevo por entornos degradados, con edificios abandonados y calles desiertas; y la estructura de las ciudades es cambiante, así que si intento volver sobre mis pasos llego a lugares distintos. Pero no se trata de pesadillas, ni hay nada que me inquiete. Simplemente, voy de un lado a otro, aunque los lados adonde voy cambian constantemente de apariencia y localización.

            ¿Por qué sueño repetidamente con eso? Es como si mi cerebro quisiera decirme algo... pero, coño, entonces mi cerebro se explica fatal. ¿Qué significa caminar por ciudades desconocidas, si es que tiene algún significado? Porque en mis sueños ni siquiera estoy perdido; en ellos sé dónde estoy y sé adónde voy, así que no pueden atribuirse a la metáfora onírica de la típica crisis de identidad ni nada parecido. Recorro ciudades, eso es todo. De hecho, la sensación que tengo es que esos sueños no significan absolutamente nada. Pero entonces, ¿por qué se repiten? Es como si se me hubiera rayado el cerebro. Además, ¿por qué de repente empiezo a recordar los sueños y precisamente estos? Se diría que por algún motivo son lo suficientemente importantes como para ocupar un lugar en mi memoria, aunque lo mire como lo mire me parecen una tontería.

            Antes dije que nadie sabe por qué soñamos, pero hay una hipótesis encantadora: Soñamos para no aburrirnos mientras dormimos. Quien sabe, a lo mejor esa es la razón. Y resulta que yo mato el tiempo paseando en sueños por la noche.

            La verdad es que no sería de extrañar, porque entre la niñez y los treinta y tantos años tuve numerosos episodios de sonambulismo. Caminaba dormido. De hecho, no solo caminaba, sino que también hablaba y hacía cosas más o menos complejas. Pero, claro, una cosa es soñar que caminas, y otra muy distinta caminar de verdad mientras sueñas. Eso sí que es raro. E inquietante, porque el hecho de que tu cuerpo actúe en ocasiones con absoluta independencia de la mente consciente resulta, no sé, fantasmagórico.

            Pero curiosamente el sonambulismo no tiene que ver con los sueños, porque los episodios no se producen en fase REM (que es cuando se sueña), sino en la etapa anterior, el sueño profundo. Así que el sonámbulo no está representando en la vida real un sueño, sino que se encuentra en un estado intermedio del que, al salir, no recuerda absolutamente nada. ¿Qué habré hecho yo caminado dormido? Igual soy un asesino en serie y no me he enterado... Otra cosa curiosa es que el sonambulismo es hereditario. Lo sé porque lo he leído, y porque mi hijo Pablo también es sonámbulo. Pero no un serial killer, que yo sepa.

            Perdonad una entrada tan poco interesante, pero es que me tienen muy intrigado esos sueños recurrentes. Igual se debe a que este último año he viajado mucho y estoy trasladando esa experiencia a los sueños... En fin, no sé. Y en el fondo da igual; seguiré disfrutando de ese turismo nocturno mientras dure y luego me olvidaré del asunto. O no, e igual escribo alguna historia sobre eso. Vete tú a saber. Es lo bueno de ser escritor: cualquier cosa puede servirte para algo.

           


miércoles, noviembre 12

Magical Political Show



 
            No sé si lo recordaréis, pero hace unos meses dije que no iba a volver a hablar de política nacional, porque me indignaba demasiado y me daban unos berrinches tremendos. Bueno, pues he cambiado; no de idea, sino de sentimientos. Ahora, el panorama patrio no me produce indignación, sino... risa. Toda esta mierda empieza a parecerme divertida. ¿Pero cómo es posible que me divierta tamaño desastre? ¿Habré fumado algo raro? Pues sí, he fumado algo raro, pero no es por eso. Permitidme que me explique.

            Alguien dijo –y si no lo dijo nadie, lo digo yo ahora- que la diferencia entre drama y comedia es el ritmo. El drama es lento, la comedia es rápida. De hecho, la risa, en sí misma, es más rápida que el llanto. Las lágrimas requieren cierto proceso, necesitan algo de tiempo para florecer, pero la carcajada explota, es instantánea. Vale, al grano: según esa idea, si cogemos un drama, cualquier drama, y aceleramos su tempo interno, obtendremos una comedia.

            Bueno, pues eso es lo que está pasando en nuestro país: que el drama se está acelerando a marchas forzadas. Prácticamente cada día nos desayunamos con un nuevo caso de corrupción política. ¿Cuántos van hasta ahora? Ni idea; dudo que alguien lo sepa. Pero lo gracioso no es esa multiplicación de corruptelas destapadas, sino lo que sucede después. Tras cada caso que sale a la luz, los presuntos culpables reaccionan siguiendo exactamente el mismo guion:

            1. Convocar una rueda de prensa o emitir un comunicado para proclamar su absoluta, meridiana y prístina inocencia.
           2. Asegurar que se trata de una conspiración política contra ellos.
            3. Anunciar que se querellarán contra quienes han puesto en duda su honorabilidad e intachable reputación.

            Luego, los siguientes pasos varían un poco. Algunos se enrocan y no se mueven de dónde están (¿Dimitir?; eso es un nombre ruso). Otros renuncian a sus cargos en el partido, pero ni de coña a su acta de diputado o de concejal, si es que la tienen. A continuación, el silencio, a ver si la opinión pública se olvida de ellos (salvo Esperanza Aguirre, cuya táctica es hablar, hablar y hablar, no vaya a ser que se olviden de ella).

            Bueno, pues las primeras veces que escuchas este reiterativo discurso, te indignas. Vaya morro tienen estos, te dices con el ceño fruncido. Pero al cabo de un tiempo comprendes que en realidad eso es como el gag una y otra vez repetido que emplean algunos humoristas. Por ejemplo, en las películas de los hermanos Marx, Harpo siempre hacía lo mismo: se acercaba a un extraño, le cogía una mano y colgaba de ella su pierna. La gracia está en la repetición; desde el principio de la película sabemos que Harpo lo va a hacer, pero no en qué momento; así que cuando finalmente lo hace nos descojonamos. Por lo gracioso del gesto, pero sobre todo como reacción expansiva ante las expectativas cumplidas. Y los políticos corruptos, igual que Harpo, nunca nos defraudan: tarde o temprano nos cogerán la mano y colgarán de ella su pierna. Y si somos gilipollas, se la sostendremos. Lo cual, claro, será aún más gracioso.

            Luego está la cómica simultaneidad de opuestos. Me explicaré. Creo que fue Chaplin quien lo dijo: un borracho que se comporta de forma desinhibida, haciendo el payaso y cometiendo torpezas, no tiene ni pizca de gracia. Pero un borracho que finge que no lo está e intenta mantener la dignidad, eso sí que tiene gracia. Adoptar una actitud orgullosa y digna, cuando todo lo que haces es ridículo, resulta descacharrante.

            Por ejemplo, un caso reciente, el del presidente de Extremadura, José Antonio Monago. Le pillan habiendo hecho treinta y dos viajes a Canarias, pagados por el erario público (o sea, por todos nosotros), para verse con una amiga, y el tío reacciona siguiendo el guion habitual: inocencia, conspiración, querellas. Yo, por casualidad, le escuché y, joder, era la pura imagen de la dignidad ofendida. Pero al día siguiente, ¡tan solo 24 horas después! (esa es la aceleración a que me refería antes), Monago dice que va a pagar los viajes de su bolsillo. Pero, vamos a ver, ¿no eran viajes oficiales? Entonces, ¿por qué va a pagarlos? Ridículo, ¿verdad? Y gracioso, si te paras a pensarlo. Como ridícula y graciosa es la reacción de sus compañeros de partido, arropándole entre ovaciones.

            Porque esa es otra parte del guion habitual: lo que hacen los partidos. En primer lugar, defensa a ultranza y unánime del corrupto, mucho poner la mano en el fuego por él y mucho confiar en su innegable ética y buen nombre. Luego, cuando las evidencias de corrupción se hacen más palpables, viene el respeto a las decisiones de los jueces y el silencio. Finalmente, al llegar las imputaciones, los compañeros de partido sufren una repentina amnesia sobre el corrupto. ¿Bárcenas? ¿Quién es Bárcenas?

            Otra cómica impagable es Esperanza Aguirre. Resulta que su mano derecha cuando ella era presidenta de la Comunidad de Madrid, Francisco Granados, está en prisión por dirigir una trama corrupta. Resulta que el 14 % de los miembros de su lista electoral (incluida ella misma) están imputados por diversas causas penales, igual que ni se sabes cuántos alcaldes y concejales de su partido en Madrid. Resulta que, siendo ella presidenta de la comunidad, y presidenta del PP madrileño, Madrid se ha convertido en una de las comunidades más corruptas de España, que ya es decir.

            Bueno, pues cuando sale a la luz lo de Granados y la Red Púnica, la Espe convoca una rueda de prensa y pide perdón. Como si te hubiera pisado sin querer y dijera Huy, lo siento, y ya está, eso es todo. Porque cuando le preguntan si no piensa dimitir de la presidencia del PP madrileño, por ser responsable en última instancia (al menos in vigilando) de tanta basura, ella dice que no, que de ninguna manera. Que eso sería como abandonar el barco cuando se hunde (barco que ella misma ha contribuido a hundir), y porque tiene buenas ideas para acabar con la corrupción.

            ¡Cáspita! Eso es como si Jack el Destripador dijese: Dejadme solucionar a mí el problema del maltrato a las mujeres, que tengo mucha experiencia sobre ese asunto. Para mearse de risa, no me digáis que no.

            En fin, renuncio a seguir poniendo ejemplos. Hay demasiados, y la mayor parte son chistes malos. Aunque los hay geniales, como el sketch de Cospeal sobre la indemnización en diferido de Bárcenas. Lo más divertido que he visto desde las empanadillas de Martes y 13. Eso por no hablar de tantas sufridas e inocentes esposas, desde Ana Mato hasta Cristina de Borbón, que, en su candidez, jamás se dieron cuenta de que sus maridos eran unos golfos apandadores, ni de que buena parte de los lujos que las rodeaban estaban pagados con dinero robado. Ellas interpretan el papel de “chica tonta” de la telecomedia, como Lisa Kudrow en Friends. ¿Y qué me decís de Tomás Gómez soltando la lagrimita por su amigo traicionero, al que le había legado el puesto de alcalde de Parla, pero sin plantearse en ningún momento que debía dimitir por haber promocionado a un corrupto, algo que él mismo le exigía (justamente) a la Espe? ¿Y el discursete en ¿inglés? de Ana Botella para defender la candidatura olímpica de Madrid? Esa sí que es una monologuista cachonda, y no la Sarah Silverman. ¿Y la surrealista kermesse de los independentistas catalanes?...

            Vale, stop, que he dicho que no iba a poner más ejemplos. El caso es que los políticos españoles, cuando les coges el punto, son muy divertidos. De hecho, sus tipologías cómicas se corresponden con las de los hermanos Marx que antes citaba.

            Está el Estilo Groucho, todo palabrería, cuyo ejemplo más evidente es Esperanza Aguirre. Luego tenemos el Estilo Chico, que era el más anodino de los tres hermanos famosos; aquí metemos a Mariano Rajoy. A continuación, el Estilo Zeppo. ¿Y quién narices era Zeppo? Pues veréis, los hermanos Max no eran tres, sino cinco. Zeppo trabajó en las primeras películas, pero no como cómico, sino como galán. Galán soso. ¿Y cuál es nuestro galán soso? Pedro Sánchez, of curse. Después está el Estilo Gummo, que era el hermano Marx que nunca actuó y, por tanto, desconocido. En este apartado entrarían todos esos políticos, que seguro que son unos cachondos, pero no les conoce ni dios. Hay muchos candidatos, pero no sé cómo se llaman.

            ¿Y el estilo Harpo? Aquí hay un problema; Harpo fingía ser mudo, y no existen políticos mudos (en todo caso, políticos sin micrófono). Cristóbal Montero, por aspecto ridículo –y por estar a punto en cualquier momento de colgar su pierna de tu mano-, podría formar parte de esta tendencia, pero es que habla demasiado. Igual que Pablo Iglesias, que es muy slapstick; pero el tío no veas cómo le da a la sinhueso. En fin, no hay Harpos en nuestro panorama político. Una pena.

            Pero estoy siendo injusto. Los Hermanos Marx eran unos genios del humor, mientras que nuestros políticos (de acuerdo, no todos, pero sí la mayoría de los conocidos) son entre canallas de tercera y patéticos. Mezquinos personajillos sin interés alguno. Intentan interpretar un drama de Shakespeare, pero les sale una comedieta de Alfredo Landa.

            En fin, soy consciente de que la progresiva degradación de nuestras instituciones sólo conduce al desastre. Entonces, ¿de qué me río? De nada, en realidad. Pero, ¿sabéis?, la  risa es mucho más sana que los berrinches.

            Y, además, a veces tienen gracia los condenados, no me digáis que no.

jueves, noviembre 6

La canción secreta del mundo


 
            No sé si lo sabéis, pero como justo castigo por ganar el Premio Nacional de Literatura Juvenil debo ser, durante dos años, miembro del jurado que elige dicho galardón. De hecho, ya lo fui el pasado 14 de octubre, cuando se convocó la reunión para elegir al premiado de este año.

            Permitidme explicaros cómo es el asunto. El jurado está formado por 14 miembros: los premiados de las dos últimas ediciones y representantes de distintas instituciones relacionadas con la cultura. Cada jurado debe proponer como candidatas un máximo de tres obras. La lista final nos llegó a a últimos de agosto, así que disponíamos de mes y medio para comprar (luego nos abonarán los costes) y leer un porrón de títulos. Acabé hasta las narices, reafirmado en mi convicción de no ser jurado de nada (salvo, quizá, de desfiles de modelos de ropa interior femenina; pero, desgraciadamente, nunca me lo han propuesto).

            Bien, el primer problema fue elegir mis novelas candidatas, porque no leo literatura juvenil. Así que me puse en contacto con mi buena amiga Nerea Marco, una de las almas mater de la revista electrónica El Templo de las Mil Puertas, para que me recomendara algunos títulos. La amable Nerea así lo hizo, manifestándome su preferencia por una novela en concreto, precisamente la  que había ganado el premio que concede su revista a la mejor obra juvenil española: La canción secreta del mundo, de José Antonio Cotrina.

            Vaya, pensé, yo conozco a Cotrina, aunque muy poco. Le conocía, sobre todo, de nombre, porque Cotrina es un escritor surgido, como yo, del fandom de la ciencia ficción. Pero, por algún motivo, jamás había leído nada suyo, ni siquiera un cuentecito. De hecho, pensaba que había comenzado a escribir con posterioridad a mí; pero no, en realidad pertenece, igual que este vuestro seguro servidor, a la llamada Generación de los 90. En fin, qué despistes los míos.

            El caso es que compré su novela. Y, tras un breve estremecimiento (tiene 666 páginas; un número muy apropiado, por cierto), la leí. Y me quedé con la boca abierta, porque no me esperaba algo así. Veréis, suelo sostener que una novela juvenil, para ser buena, tiene que ser, ante todo, una buena novela a secas. Pues bien, La canción secreta del mundo es, en mi opinión, una excelente novela que puede ser disfrutada por todo tipo de lectores, jóvenes o adultos, con la única condición de que tengan el estómago preparado para obras de ese género. ¿Y cuál es el género de la novela de Cotrina? El dark fantasy, la fantasía oscura. Pero que muy, muy, muy oscura. Oscurísima, creedme.

            Imaginaos que en nuestro mundo, el mundo real, se oculta otro mundo, un universo regido por la magia que alberga en su seno la más absoluta y tenebrosa perversidad. Ariadna es una joven amnésica que vive, en nuestro mundo, con una familia de acogida sencillamente perfecta. La chica tiene un novio, Marc, que es un encanto, y todo le va bien. Hasta que un día se presenta en su vida Evan, un misterioso y atractivo joven que fue su pareja en ese pasado que ella no recuerda.

            ¿Un triángulo de amor adolescente? Pues sí. Y pues no, porque nada de lo que sucede a continuación se parece lo más mínimo a las clásicas historias románticas. Ariadna descubre, por las malas, que en realidad ella no pertenece a nuestro mundo, el de la luz, sino al otro mundo, el de la oscuridad. Es una virago. ¿Y qué es eso? Bueno, ¿sabéis esas historias en las que un joven normalucho descubre que tiene poderes increíbles y es el elegido para salvar a la humanidad? Bueno, pues en el caso que nos ocupa, exactamente todo lo contrario. Ariadna tiene las manos manchadas de sangre. De mucha sangre. Y no voy a seguir contando el argumento, porque en la historia hay varios giros de tuerca que no quiero espoilear (menuda palabreja).

            La novela tiene muchos méritos; prosa elegante y fluida, personajes bien perfilados, buen ritmo, originalidad, giros de trama... Pero lo más llamativo es la descripción de ese mundo lóbrego y oscuro, sucio y cruel, un mundo literariamente trabajado con minuciosidad de orfebre, un mundo imaginario del todo coherente. Un auténtico alarde de imaginación e ingenio.

            Aunque lo que más agradecí fue la ausencia de concesiones. Conforme me iba acercando al final del texto, cruzaba los dedos y rogaba que Cotrina no se sacase de la manga un final feliz. Y no lo hizo. El final es amargo, como exigía el devenir de la historia. Nada de miel; todo hiel.

            Antes he dicho que se trata de una fantasía muy oscura. ¿Hasta qué punto? Pues bien, la novela comienza con un siniestro personaje deambulando por un paisaje dantesco y cargando a la espalda con un saco lleno de... bebés muertos. Y eso sólo es el aperitivo de las muchas atrocidades que vendrán después. Sin embargo, no se trata de horrores gratuitos, ni de morbo barato. La canción secreta del mundo desprende una poderosa aura poética; una poesía extraña y perturbadora que provoca intensas emociones en el lector.

            Aunque, lo reconozco, no una poesía apta para todos los paladares. Dos escritoras amigas leyeron la novela por mi recomendación y a ambas les gustó mucho, pero les pareció muy dura. Una de ellas me confesó que tuvo que espaciar la lectura, porque el texto le provocaba pesadillas. Pero eso está bien, ¿no? A fin de cuentas, la función del arte es inducir sentimientos en quienes se exponen a él.

            Bueno, ¿y qué pasó en la reunión del jurado? Pues que las dos únicas personas que defendimos la novela fuimos Laura Gallego y yo. Tras leer todas las obras candidatas, me reafirmé en que la mejor, con diferencia, tanto en calidad literaria como en complejidad, era la de Cotrina; pero cuando la defendía, el resto del jurado me miraba como si me hubiera vuelto loco. En realidad, ya me lo imaginaba. Hay géneros –el dark fantasy, por ejemplo, o el terror- que aún se consideran literariamente malditos, qué le vamos a hacer. Al final me consolé, porque la novela ganadora fue mi segunda favorita: Prohibido leer a Lewis Carroll (Anaya, 2013), de Diego Arboleda con divertidísimas ilustraciones de Raúl Sagospe. Una fantasía victoriana con mucho humor, un delicioso texto que, tengáis la edad que tengáis, os recomiendo.

            Pero, sobre todo, os recomiendo La canción secreta del mundo (Editorial Hidra, 2013), de José Antonio Cotrina. Olvidaos de que es una novela juvenil, porque no lo es, al menos en el sentido peyorativo del término. Si os gusta el género fantástico, si os embriagan las ensoñaciones poética -por muy oscuras que sean-, si disfrutáis con la buena narrativa, si no os dan miedo las emociones fuertes, si os apetece pasear por un fascinante universo ficticio, entonces La canción secreta del mundo es vuestra novela. Salvo que tengáis el estómago delicado, en cuyo caso manteneos alejados de ella.

            Ah, quizá alguno piense que hablo así de bien de esta novela porque soy amiguete del autor. Pues no; sólo he visto a Cotrina dos veces en mi vida, y las dos este año. La primera en febrero, cuando di una charla en Vitoria invitado por el ayuntamiento, y luego a finales de septiembre en el Festival de Fantasía de Fuenlabrada. En fin, me parece un tío muy majo, pero aún no somos amigos, sino tan solo conocidos. Por tanto, mis comentarios son sinceros y mi recomendación también.