jueves, septiembre 1

Ofensas

 


            Un sabio refrán reza: “No ofende quien quiere, sino quien puede”. Es cierto; solo unas cuantas personas, las más próximas a mí, pueden herirme con palabras, porque me importa su opinión. Pero lo que me diga un desconocido, sencillamente me la trae al pairo. La mayor parte de la gente (casi ocho mil millones de personas) pueden insultarme, ponerme a parir o despreciarme, da igual: me resbala. Tampoco las ideas me ofenden, por muy monstruosas que sean. Pueden abochornarme, indignarme o darme vergüenza ajena; pero ¿ofenderme, como si fueran un agravio personal? De eso nada.

            En realidad, lo de las ofensas suena un poco decimonónico, de cuando el honor era lo más importante y se lavaba junto a la tapia de un convento, a sable o pistola. Un concepto de otros tiempos. Y, sin embargo, rabiosamente actual. De hecho, hay toda una generación a la que, si bien despectivamente, llaman los ofendiditos. Y es cierto: hoy en día no se puede abrir la boca, o pulsar el teclado, sin ofender a alguien.

            El otro día, en el programa de TV Real Time With Bill Maher, una ex-alumna de la universidad de Nueva York comentaba que en la parte trasera de su carné de estudiante había un teléfono de urgencia para denunciar ofensas. ¡De urgencia! Te ofenden y es como si te dispararan y necesitaras auxilio inmediato. Resulta entre ridículo y estremecedor.

            Vale, es cierto que mi libertad termina donde empieza la tuya. Pero ojo, donde empieza tu libertad, no tu susceptibilidad. La pregunta es ¿por qué sucede? Los nuevos censores socavan hasta tal punto la libertad de expresión que, para ser ofensivo, basta con discrepar aunque solo sea mínimamente del dogma políticamente correcto. ¿Cómo hemos llegado a esto?

            Siempre he pensado que las relaciones humanas se rigen por principios similares a los económicos. Por ejemplo, el valor de un producto depende de la relación entre la demanda y la oferta. Si el producto es muy demandado y hay pocas unidades, sube de precio. Y al revés: si es menos demandado y hay muchas unidades, el precio baja.

            Pues bien, con los hijos sucede lo mismo. Hace no mucho, pongamos que cuando yo era pequeño, la gente tenía un montón de hijos. Por ejemplo, la familia de Pepa, mi mujer, son ocho hermanos, y no se trataba de ninguna excepción. En 1960, el índice de natalidad era de 2,86. Actualmente es de 1’19; es decir, que cada pareja tiene una media de un hijo y un quinto de otro, muy por debajo de la tasa de reposición.

            El caso es que si, por ejemplo, tienes seis hijos, inconscientemente el valor de cada hijo disminuye. Si se muere uno es una tragedia, pero oye, te quedan cinco más. Ya, esto puede parecer una burrada, lo sé; pero no olvidemos que antiguamente se tenían muchos hijos porque más o menos la mitad la diñaban, y los supervivientes eran necesarios para cuidar a los padres en su vejez.

            Ahora supongamos que solo tienes uno o dos hijos. Si es uno y muere, la pérdida te destrozará. Si son dos y uno la palma, te destrozará igualmente y, además, volcarás todo tu afecto en el que queda y lo sobreprotegerás. Es decir, que cuando tienes pocos, el valor de cada hijo se multiplica. Es una cuestión numérica: en un caso tienes que repartir tu amor, tu atención, tu tiempo, tu dinero y tu esfuerzo entre seis, y en el otro solo entre uno o dos. Es evidente que en el segundo caso los hijos reciben más que en el primero. Conocéis el paradigma del hijo único, ¿verdad?, el típico niño consentido y mimado. Pues en cierto modo (y con frecuencia literalmente), ahora todos los niños se han convertido en hijos únicos.

            Y en esas estamos. Mi generación y las siguientes hemos tenido muy escasos hijos, de modo que los sobrevaloramos y los sobreprotegemos. Los mimamos y los malcriamos. Los debilitamos en definitiva. Muchos padres han educado a sus hijos intentando mantenerlos en capullos de algodón, libres de todo daño físico y emocional. Por ejemplo, los cuentos tradicionales, transformados para que el lobo no sea malo, o la mamá de Bambi no muera, o Hansel y Gretel no acaben en un horno. No vaya a ser que el niño se traumatice.

            En las pruebas deportivas de los coles, todos ganan medallas; desde el que llega primero a la meta hasta el que tropezó con sus propios pies a los dos metros de la salida. Porque nadie quiere frustraciones. Si el niño hace un dibujito, será el dibujo más hermoso del mundo, aunque en realidad sea una birria que ofende a la vista. Nada de animarlo a esforzarse más, no se vaya a cansar. Y, sobre todo, es vital huir del conflicto. Si el chico se porta mal, cualquier cosa antes que regañarlo. Adiós, problemas. Hola, síndrome del emperador.

            En resumen: se educa a los niños preparándolos para un mundo que no existe, un mundo sin tensiones ni conflictos. Pero las cosas no son así. En el mundo real siempre hay algún momento en el que se tiene que tragar mierda. Siempre hay frustraciones, líos e injusticias. Siempre hay que esforzarse, porque en la vida nada es fácil. Por eso, cuando los niños criados en burbujas crecen, se encuentran con una realidad muchas veces hostil para la que no están preparados. Y se frustran. Y, como tienen la piel muy delicada, se ofenden a la primera de cambio.

            En fin, no digo que todos los llamados millennials sean así, porque odio las generalizaciones y porque además sería mentira, pero muchos de ellos sí corresponden a ese patrón. Y son muy ruidosos.