El gran ritual del verano son las vacaciones, una ceremonia sagrada que comienza con un camino iniciático y concluye con el mito del eterno retorno. Mucha gente, la mayoría, pasa sus vacaciones en un lugar concreto; a veces, ese lugar siempre es el mismo e, incluso, tienen allí su segunda casa. Su segunda casa, su grupo de amigos, sus restaurantes favoritos, su playa, su paisaje, siempre lo mismo... Yo no podría veranear de esa manera; me moriría de aburrimiento. Para mí, las vacaciones son sinónimo de viaje. No me refiero a viajar a un sitio para quedarme allí todo el tiempo; hablo de viajar a un lugar que será el punto de partida para ir a otro, y luego a otro, y a otro, y a otro...
Durante este último lustro, mi familia y yo hemos veraneado así cada año. Hicimos primero un largo viaje en coche por Francia, recorriendo toda la costa atlántica y, en particular, la Bretaña, para acabar en Mont Saint Michel, uno de los lugares más hermosos y mágicos del mundo. El siguiente año regresamos a Francia y recorrimos el valle del Loira y Normandía. Me impresionó visitar el escenario del Desembarco, pisar la playa de Omaha, contemplar al natural lo que tantas veces había visto en el cine. Con las siguientes vacaciones comenzamos el circuito americano. Primero fuimos a Costa Rica; allí, tras un periplo fluvial que nos llevó a las selvas de Tortuguero, alquilamos un coche y recorrimos el país de arriba abajo (es un país pequeño). Aún recuerdo lo mucho que me impresionó ver el volcán Arenal, siempre en activo (a veces, de hecho, jodidamente activo). Al año siguiente fuimos a México; primero a DF y luego a Chiapas y Yucatán, siguiendo la ruta Maya. Cuando vi esas ciudades perdidas en medio de la selva (Palenque, Uxmal, Yachilan...), tuve la sensación de haber entrado en una de mis novelas de Jaime Mercader. El año pasado, por último, fuimos a Estados Unidos: Nevada, Utha, Arizona y el norte de California. Eso sí que fue meterse dentro de una película de John Ford.
Bueno, ésas son mis vacaciones ideales; siempre en movimiento, siempre viendo cosas nuevas. Y tengo planes para el futuro, todavía queda mucho por descubrir: las Islas Británicas, la Occitania, los países nórdicos, Perú, el norte de México, la costa Este norteamericana, Sudáfrica, toda Asia, en fin, el mundo entero...
Pero también hay lugares a los que me gusta regresar, como por ejemplo Galicia. Es curioso: nací en Barcelona y he vivido siempre en Madrid, pero no me considero de un sitio ni de otro, ni de ningún lugar en particular. Sin embargo, cuando voy a Galicia, me siento en casa, como si volviera al hogar. Es cierto que, desde la primera vez que fui con mis padres, en el 66 o 67, he vuelto allí muchas veces; incluso hice la mili en Pontevedra y en La Coruña, pero eso no explica la sensación de paz, de comunión con la tierra, que siento cada vez que piso Galicia. Es un mundo mágico.
Este año hemos optado por unas vacaciones tranquilas; nos vamos a Vivero, en la costa de Lugo. Saldremos mañana, así que dentro de un par de horas comenzarán los pequeños rituales: sacar la ropa, preparar el equipaje, escoger los libros que, definitivamente, me voy a llevar... en el fondo, esos son los momentos más felices de las vacaciones, cuando todo es promesa, cuando aún no hemos agotado ni un segundo del tiempo disponible, pero ya estamos disfrutándolo, cuando el viaje, la peregrinación, está a punto de empezar.
Así que me despido de todos vosotros, pero no sin daros antes un consejo. Un curioso libro de viajes: La Guía de la España mágica, de Juan García Atienza. No sé si conocéis a García Atienza; fue uno de los primeros escritores españoles de ciencia ficción, allá por los sesenta, dirigió una película que no estaba nada mal (Los dinamiteros) y luego se dedicó de lleno al esoterismo, las corrientes telúricas, los templarios, las vírgenes negras y todo eso. Personalmente, no creo en nada de ello, pero siempre que viajo por España llevo su Guía, porque Atienza nos descubre en ella lugares muy poco conocidos y muy llenos de magia y misterio, como por ejemplo el cementerio de Santa María a Nova, en Noia (La Coruña), uno de los recintos más enigmáticos que he visitado. Así que hacedme caso y, si viajáis por España, y aunque el esoterismo os deje tan fríos como a mí, llevad con vosotros el libro de García Atienza.
Y ahora, amigos míos, os digo adiós durante un par de semanas. Un lascivo beso para ellas y un viril abrazo para ellos. Sed malos.
Felices vacaciones.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
domingo, julio 16
martes, julio 11
Rituales de verano: la noche
Mis padres, José y Leonor, tenían los ritmos vitales desajustados. Mi padre se acostaba muy pronto, nunca más tarde de las doce, y solía levantarse a las siete de la mañana, mientras que mi madre se levantaba tardísimo y se iba a la cama más tarde aún. La verdad, no sé en qué tres momentos coincidieron despiertos en el tálamo para poder mandarle encargos a la cigüeña... Durante las siestas, supongo. El caso es que sus hijos –en particular el segundo y éste, su seguro servidor, el tercero- heredaron la nocturnidad de doña Leonor. Cuando yo era pequeño –digamos doce o trece años- y estaba de vacaciones, podía quedarme despierto hasta la hora que me viniese en gana. Muchas veces, cuando la programación de la única cadena de TV que había por aquel entonces tocaba a su fin, me sentaba junto a la ventana y leía un libro –quizá un ejemplar de Más Allá- al tiempo que, de vez en cuando, miraba hacia la calle.
Por aquel entonces –estoy hablando de mediados de los sesenta-, los porteros, después de cenar, solían sacar unas sillas junto a los portales y tomaban el (relativo) fresco de la noche mientras charlaban en torno a un botijo...
INCISO: éstas son las cosas que jamás les cuento a mis hijos para que no piensen que su padre procede del pleistoceno.
...Los porteros, tras un rato de cháchara, se iban a dormir; poco después, aparecían los basureros y, por último, los regadores con sus mangueras. Finalmente las calles quedaban desiertas. Entonces comenzaba la magia. En casa teníamos perros, y yo, como último mono oficial de nuestro hogar, era el encargado de sacarlos a pasear, así que salía con Bari y Tarik y comenzaba a recorrer las calles. No había nadie, ni peatones ni coches, pero los semáforos seguían funcionando, verde, naranja y rojo, una y otra vez, aunque no había nadie, salvo yo, para apreciar su intermitencia. No sé por qué, pero me fascinaban esas luces. Igual que me fascinaban las nubes de mosquitos que revoloteaban en torno a las farolas. O las ventanas iluminadas en plena madrugada; ¿por qué están despiertos los moradores de esas casas mientras todo el mundo duerme? No sé quiénes son, pero en cierto modo me siento hermanado a ellos, pues compartimos el tiempo secreto de la noche y estamos sujetos a las arcanas reglas de las fraternidad de los noctámbulos.
Algunas noches de verano te deparan sorpresas. Cuando vivía con mis padres, dormía frente a una ventana; una madrugada, serían las tres o las cuatro, algo me despertó. La Luna, una inmensa Luna llena, inundaba con su luz mi habitación. Era una claridad asombrosa, mágica. Me levanté, me asomé a la ventana y, contemplando la Luna, encendí un cigarrillo. Mis padres no me dejaban fumar, pero la noche era mi aliada, así que fumé lentamente, sumido en una incierta, aunque intensísima, sensación de plenitud y felicidad. Rosa Montero dijo una vez que toda persona tiene una Luna en su vida; pues bien, aquélla fue mi Luna y aquél mi mejor cigarrillo.
¿Y las estrellas? La luz eléctrica es genial, pero al inventarla Edison nos robó las estrellas. Las ciudades no tienen estrellas, así que hay que salir de ellas y alejarse mucho, mucho, para poder contemplar el mayor espectáculo que nos ofrece la naturaleza: el firmamento. Hace unos cuantos años –no demasiados- yo me encontraba en la sierra de Madrid con unos amigos. El cielo estaba cuajado de estrellas; nos fumamos un canutito y me tumbé sobre la hierba para contemplar el cielo nocturno. La Vía Láctea se distinguía con nitidez, el firmamento parecía una cúpula tachonada de diamantes. Era muy hermoso. Entonces se me ocurrió una idea un tanto perturbadora: siendo la Tierra esférica, no existe arriba ni abajo. Por tanto, ese firmamento que yo asumía como una bóveda, podía contemplarse también como un abismo. Lo miré, pues, como si fuera un abismo y os juro que jamás he experimentado tanto vértigo. Aunque reconozco que fue un mareo agradable. Cósmico, diría yo.
Recuerdo que cuando era muy pequeño –seis o siete años- vi una lluvia de estrellas. No sé dónde, ni cuándo; sólo sé que era verano y el cielo estaba lleno de estrellas fugaces. Todos los veranos, allá entre finales de julio y comienzos de agosto, la Tierra cruza la trayectoria del cometa Swift-Tuttle y un montón de partículas, minúsculos escombros cometarios, se precipitan a la Tierra convertidas en meteoritos que arden por la fricción con la atmósfera. Son las Perseidas, también conocidas como Lágrimas de San Lorenzo. Según he leído en Internet, para esta misma madrugada (es 11 de julio) está prevista la primera oleada de Perseidas. En Madrid el cielo está nublado; mala suerte. Aunque, por otro lado, nunca te puedes fiar de un astrónomo. Hace años, me encontraba de vacaciones en los Pirineos, en Jaca, cuando me enteré de que estaba prevista la mayor lluvia de estrellas del siglo. El acontecimiento comenzaría a eso de las tres de la madrugada, así que esa noche dejé a mi mujer durmiendo tranquilamente, cogí el coche y me fui a la cima de una puñetera montaña para hincharme de ver estrellas fugaces. Vi tres y creo que una de ellas me la imaginé. Regresé a Jaca con cara de capullo y considerando la posibilidad de dinamitar algún observatorio astronómico.
Es curioso, las noches de invierno parecen vueltas hacia dentro, mientras que las de verano son expansivas. Son noches ligeras, con sabor a horchata y olor a madreselva, noches de estrellas, de ginebra y de miel. ¿No tenéis a veces la sensación de que las cosas valiosas se os escapan, como el agua entre los dedos, de que lo realmente importante fluye a vuestro alrededor sin que os deis cuenta, mientras concentráis toda vuestra atención en lo accesorio? Eso, al menos, me sucede a mí; tengo la sensación de que extravío los veranos y los inviernos, de que dejo escapar las primaveras y los otoños; estoy y no estoy al mismo tiempo, veo y no veo, siento y no siento. Creo que he perdido el sabor de las noches de verano...
No sé, supongo que me estoy haciendo viejo.
Por aquel entonces –estoy hablando de mediados de los sesenta-, los porteros, después de cenar, solían sacar unas sillas junto a los portales y tomaban el (relativo) fresco de la noche mientras charlaban en torno a un botijo...
INCISO: éstas son las cosas que jamás les cuento a mis hijos para que no piensen que su padre procede del pleistoceno.
...Los porteros, tras un rato de cháchara, se iban a dormir; poco después, aparecían los basureros y, por último, los regadores con sus mangueras. Finalmente las calles quedaban desiertas. Entonces comenzaba la magia. En casa teníamos perros, y yo, como último mono oficial de nuestro hogar, era el encargado de sacarlos a pasear, así que salía con Bari y Tarik y comenzaba a recorrer las calles. No había nadie, ni peatones ni coches, pero los semáforos seguían funcionando, verde, naranja y rojo, una y otra vez, aunque no había nadie, salvo yo, para apreciar su intermitencia. No sé por qué, pero me fascinaban esas luces. Igual que me fascinaban las nubes de mosquitos que revoloteaban en torno a las farolas. O las ventanas iluminadas en plena madrugada; ¿por qué están despiertos los moradores de esas casas mientras todo el mundo duerme? No sé quiénes son, pero en cierto modo me siento hermanado a ellos, pues compartimos el tiempo secreto de la noche y estamos sujetos a las arcanas reglas de las fraternidad de los noctámbulos.
Algunas noches de verano te deparan sorpresas. Cuando vivía con mis padres, dormía frente a una ventana; una madrugada, serían las tres o las cuatro, algo me despertó. La Luna, una inmensa Luna llena, inundaba con su luz mi habitación. Era una claridad asombrosa, mágica. Me levanté, me asomé a la ventana y, contemplando la Luna, encendí un cigarrillo. Mis padres no me dejaban fumar, pero la noche era mi aliada, así que fumé lentamente, sumido en una incierta, aunque intensísima, sensación de plenitud y felicidad. Rosa Montero dijo una vez que toda persona tiene una Luna en su vida; pues bien, aquélla fue mi Luna y aquél mi mejor cigarrillo.
¿Y las estrellas? La luz eléctrica es genial, pero al inventarla Edison nos robó las estrellas. Las ciudades no tienen estrellas, así que hay que salir de ellas y alejarse mucho, mucho, para poder contemplar el mayor espectáculo que nos ofrece la naturaleza: el firmamento. Hace unos cuantos años –no demasiados- yo me encontraba en la sierra de Madrid con unos amigos. El cielo estaba cuajado de estrellas; nos fumamos un canutito y me tumbé sobre la hierba para contemplar el cielo nocturno. La Vía Láctea se distinguía con nitidez, el firmamento parecía una cúpula tachonada de diamantes. Era muy hermoso. Entonces se me ocurrió una idea un tanto perturbadora: siendo la Tierra esférica, no existe arriba ni abajo. Por tanto, ese firmamento que yo asumía como una bóveda, podía contemplarse también como un abismo. Lo miré, pues, como si fuera un abismo y os juro que jamás he experimentado tanto vértigo. Aunque reconozco que fue un mareo agradable. Cósmico, diría yo.
Recuerdo que cuando era muy pequeño –seis o siete años- vi una lluvia de estrellas. No sé dónde, ni cuándo; sólo sé que era verano y el cielo estaba lleno de estrellas fugaces. Todos los veranos, allá entre finales de julio y comienzos de agosto, la Tierra cruza la trayectoria del cometa Swift-Tuttle y un montón de partículas, minúsculos escombros cometarios, se precipitan a la Tierra convertidas en meteoritos que arden por la fricción con la atmósfera. Son las Perseidas, también conocidas como Lágrimas de San Lorenzo. Según he leído en Internet, para esta misma madrugada (es 11 de julio) está prevista la primera oleada de Perseidas. En Madrid el cielo está nublado; mala suerte. Aunque, por otro lado, nunca te puedes fiar de un astrónomo. Hace años, me encontraba de vacaciones en los Pirineos, en Jaca, cuando me enteré de que estaba prevista la mayor lluvia de estrellas del siglo. El acontecimiento comenzaría a eso de las tres de la madrugada, así que esa noche dejé a mi mujer durmiendo tranquilamente, cogí el coche y me fui a la cima de una puñetera montaña para hincharme de ver estrellas fugaces. Vi tres y creo que una de ellas me la imaginé. Regresé a Jaca con cara de capullo y considerando la posibilidad de dinamitar algún observatorio astronómico.
Es curioso, las noches de invierno parecen vueltas hacia dentro, mientras que las de verano son expansivas. Son noches ligeras, con sabor a horchata y olor a madreselva, noches de estrellas, de ginebra y de miel. ¿No tenéis a veces la sensación de que las cosas valiosas se os escapan, como el agua entre los dedos, de que lo realmente importante fluye a vuestro alrededor sin que os deis cuenta, mientras concentráis toda vuestra atención en lo accesorio? Eso, al menos, me sucede a mí; tengo la sensación de que extravío los veranos y los inviernos, de que dejo escapar las primaveras y los otoños; estoy y no estoy al mismo tiempo, veo y no veo, siento y no siento. Creo que he perdido el sabor de las noches de verano...
No sé, supongo que me estoy haciendo viejo.
sábado, julio 8
Rituales de verano: el gazpacho
Esta mañana he preparado gazpacho. Porque, no sé si lo sabéis, soy un cocinero bastante aceptable. Lo de la cocina, en mi caso, no se trata de ese típico capricho masculino que consiste en aprender a preparar dos o tres platos dejando la cocina hecha unos zorros. No, qué va; lo mío fue necesidad. Veréis, mi madre murió cuando yo tenía 17 años y mi padre la siguió dos años después, así que con 19 primaveras me vi huérfano y viviendo con mi hermano Eduardo, que a sus 29 años acababa de separarse y se hallaba inmerso en una galopante carrera hacia el alcoholismo. Sólo vivimos juntos un par de años, pero creo que durante ese tiempo conseguimos batir algún record mundial de vida desordenada.
Cuando comenzamos nuestra convivencia, mi hermano –que a fin de cuentas era mayor que yo, estableció un reparto de tareas por el cual a mí me tocaba hacer las camas y a él cocinar. El problema radicaba en que cocinar, para Eduardo, era sinónimo de abrir latas y descongelar, de modo que al cabo de unos meses le dije que mejor nos ocupábamos cada uno de lo nuestro, porque estaba hasta las pelotas de la fabada Litoral y del pescado Findus. Decisión que me planteó un nuevo problema: yo tampoco sabía cocinar. Así que decidí aprender. En casa, heredado de mis padres, había un libro de cocina llamado precisamente Libro de Cocina de la Sección Femenina... sí, sí, la Sección Femenina del Movimiento Nacional. Sin lugar a dudas, se trata del mejor libro que conozco para aprender a cocinar (muy superior en ese sentido al de Simone Ortega). Es elemental, minucioso y claro; perfecto para el aprendizaje. Además, las recetas –todas de cocina tradicional y casera- están francamente bien. De hecho, tras la dictadura, el libro se ha reeditado varias veces, aunque ya sin citar a la “Sección Femenina”. Bueno, el caso es que aprendí a cocinar con ese libro, lo cual le plantea a un izquierdista como yo el terrible conflicto de deberle aunque sólo sea un ápice de agradecimiento a Pilar Primo de Rivera. Cielo santo...
En fin, desde entonces hasta ahora he cocinado muchos platos, pero hubo dos en los que desde el principio busqué la perfección: el cocido madrileño y el gazpacho. Si os portáis bien, cuando llegue el invierno os daré mi receta del cocido; pero ahora, como estamos en verano y habéis sido unos angelitos, os hablaré de mi gazpacho.
El gazpacho es básicamente tomate; por tanto, el tomate debe ser muy bueno. Si usáis el soso tomate que venden normalmente en las fruterías, el gazpacho saldrá insípido. Lo mejor es usar la modalidad raf (aunque es muy cara), pero desgraciadamente la temporada del raf apenas coincide con la del gazpacho. Así pues, os recomiendo que uséis el tomate pera canario o la variedad en rama. Y, sobre todo, la variedad kumato, un delicioso tomate pequeño y oscuro que, además, es de lo más exótico, pues proviene de las Islas Galápagos (sabe a Darwin). Como el gazpacho es una cuestión de proporciones, éstas son las que considero más afortunadas:
Tomate kumato: kilo y medio
Pepinos: dos
Pimiento verde: uno
Cebolleta: dos
Dientes de ajo: dos
Pan duro: media baguette
Aceite de oliva virgen: medio vaso
Vinagre de Modena: chorrito al gusto
Comino molido: una cucharadita colmada
Sal y pimienta
Todo ello se mezcla con agua (medio litro más o menos) y se tritura bien triturado. Si usáis una batidora muy potente, como la de la Thermomix por ejemplo, no hará falta pelar los tomates, que siempre es un coñazo (pero pasadlo todo dos veces). No olvidéis servirlo muy frío.
Todavía no lo sabéis, pero os acabo de regalar el mejor gazpacho del mundo, lo cual me aproxima en santidad a Francisco de Asís y a la madre Teresa. Por otro lado, la cocina, junto con la literatura, son las únicas artes que, al regalarse a los demás, pasan a formar parte de la esencia del obsequiado. Si hacéis mi gazpacho y os lo tomáis, seréis en parte mi gazpacho.
Es decir: sencillamente perfectos.
Cuando comenzamos nuestra convivencia, mi hermano –que a fin de cuentas era mayor que yo, estableció un reparto de tareas por el cual a mí me tocaba hacer las camas y a él cocinar. El problema radicaba en que cocinar, para Eduardo, era sinónimo de abrir latas y descongelar, de modo que al cabo de unos meses le dije que mejor nos ocupábamos cada uno de lo nuestro, porque estaba hasta las pelotas de la fabada Litoral y del pescado Findus. Decisión que me planteó un nuevo problema: yo tampoco sabía cocinar. Así que decidí aprender. En casa, heredado de mis padres, había un libro de cocina llamado precisamente Libro de Cocina de la Sección Femenina... sí, sí, la Sección Femenina del Movimiento Nacional. Sin lugar a dudas, se trata del mejor libro que conozco para aprender a cocinar (muy superior en ese sentido al de Simone Ortega). Es elemental, minucioso y claro; perfecto para el aprendizaje. Además, las recetas –todas de cocina tradicional y casera- están francamente bien. De hecho, tras la dictadura, el libro se ha reeditado varias veces, aunque ya sin citar a la “Sección Femenina”. Bueno, el caso es que aprendí a cocinar con ese libro, lo cual le plantea a un izquierdista como yo el terrible conflicto de deberle aunque sólo sea un ápice de agradecimiento a Pilar Primo de Rivera. Cielo santo...
En fin, desde entonces hasta ahora he cocinado muchos platos, pero hubo dos en los que desde el principio busqué la perfección: el cocido madrileño y el gazpacho. Si os portáis bien, cuando llegue el invierno os daré mi receta del cocido; pero ahora, como estamos en verano y habéis sido unos angelitos, os hablaré de mi gazpacho.
El gazpacho es básicamente tomate; por tanto, el tomate debe ser muy bueno. Si usáis el soso tomate que venden normalmente en las fruterías, el gazpacho saldrá insípido. Lo mejor es usar la modalidad raf (aunque es muy cara), pero desgraciadamente la temporada del raf apenas coincide con la del gazpacho. Así pues, os recomiendo que uséis el tomate pera canario o la variedad en rama. Y, sobre todo, la variedad kumato, un delicioso tomate pequeño y oscuro que, además, es de lo más exótico, pues proviene de las Islas Galápagos (sabe a Darwin). Como el gazpacho es una cuestión de proporciones, éstas son las que considero más afortunadas:
Tomate kumato: kilo y medio
Pepinos: dos
Pimiento verde: uno
Cebolleta: dos
Dientes de ajo: dos
Pan duro: media baguette
Aceite de oliva virgen: medio vaso
Vinagre de Modena: chorrito al gusto
Comino molido: una cucharadita colmada
Sal y pimienta
Todo ello se mezcla con agua (medio litro más o menos) y se tritura bien triturado. Si usáis una batidora muy potente, como la de la Thermomix por ejemplo, no hará falta pelar los tomates, que siempre es un coñazo (pero pasadlo todo dos veces). No olvidéis servirlo muy frío.
Todavía no lo sabéis, pero os acabo de regalar el mejor gazpacho del mundo, lo cual me aproxima en santidad a Francisco de Asís y a la madre Teresa. Por otro lado, la cocina, junto con la literatura, son las únicas artes que, al regalarse a los demás, pasan a formar parte de la esencia del obsequiado. Si hacéis mi gazpacho y os lo tomáis, seréis en parte mi gazpacho.
Es decir: sencillamente perfectos.
viernes, julio 7
Ja soc aqui
Esta semana he estado en Elda, Alicante, participando junto a Elia Barceló y Fernando Marías en un taller de literatura. He ahí la causa de mi silencio. Pero ya he vuelto, amigos míos; el ruido ha regresado. ¿Que qué tal por Elda?... Pues muy bien; Elia es un encanto y Fernando Marías, a quien no conocía, ha resultado ser un tipo fenomenal y muy divertido. ¿Os lo podéis imaginar? Tres escritores juntos y el nivel de ego no alcanzó en ningún momento la zona roja. Estoy por llamar al Guinness.