Entre la bibliofilia y la bibliomanía existe la misma diferencia que entre el apetito y la glotonería. Según la RAE, bibliofilia es la pasión por los libros, y especialmente por los raros y curiosos, mientras que bibliomanía es la pasión de tener muchos libros raros o los pertenecientes a tal o cual ramo, más por manía que para instruirse. Me temo que yo estoy a caballo entre ambos términos, pero más tirando hacia el lado bibliómano.
Me encantan los libros, me chiflan, me ponen, me fascinan e, incluso, ocasionalmente me obsesionan. Toda clase de libros, ficción y no ficción, y sin manías: me da igual bolsillo que cartoné, primeras ediciones o undécimas, encuadernación de lujo o tapas blandas cual septuagenario sin Viagra. No es que desdeñe los libros bonitos, y, puesto a elegir, prefiero una primera edición que la decimocuarta; pero lo que de verdad me importa es el contenido del libro. Esto suena bien, pero ahora empiezan los problemas.
Adquiero muchos más libros de los que puedo leer. Olvidémonos por el momento de la literatura y centrémonos en la no ficción. Soy adicto a los libros “peculiares”, cuando no abiertamente raros. Por ejemplo, y recurriendo sólo a los que tengo cerca mientras escribo esto, ahí veo el voluminoso tratado sobre los espejos de Jurgis Baltrusaitis, y más abajo Juego y artificio, de Alfredo Aracil, un ensayo sobre los autómatas del Renacimiento y la Ilustración, y un poco más allá, cerca de un tomo acerca de la medicina en la época romana, veo la deliciosa Guía de lugares imaginarios, y junto a ella Los jardines del sueño, de Kretzulesco-Quaranta... Bueno, supongo que os vais haciendo una idea. He leído completos muy pocos de esos libros peculiares, pero sí fragmentariamente y, desde luego, todos los he hojeado con deleite.
Luego tengo los libros de documentación y consulta. Diccionarios, decenas de diccionarios de todo tipo (¿qué corazón sensible rechazaría, por ejemplo, tener en su biblioteca el Diccionario ilustrado de los monstruos, de Izzi”?). Pero también manuales de supervivencia, historias de la moda, tratados de armas, libros sobre botánica, astronomía o aves, sobre esgrima, hipnosis, drogas, venenos, criptografía, ilusionismo, juegos, artes marciales, filatelia, demonología, insectos, antigüedades, arquitectura... en fin, un poco de todo. También compro libros que podríamos denominar de “potencial documentación”; es decir, obras que tratan sobre temas que, en principio, me importan un bledo, pero que quizá, por algún extraño motivo, un día puedan llegar a interesarme. Por ejemplo, un Tratado de castellología (antes de comprarlo ni siquiera sabía que existía la “castellología”) o una Historia de las diligencias en España. La verdad es que ambos títulos me han sido posteriormente de gran utilidad, pero sólo constituyen un par de excepciones entre los muchos libros que he comprado “por si acaso” y que jamás me servirán para nada.
Por otro lado, tengo las secciones temáticas. Cine, cómic, Historia –con un apartado especial dedicado, a la Historia Antigua, otro al Medioevo y otro a la II Guerra Mundial-, divulgación científica, arqueología bíblica, antropología, arte y diseño, literatura... sobre estos temas acostumbro a comprar muchos libros, sí señor. Y sobre decenas de temas más que son absolutamente aleatorios, por supuesto. Y luego está la ficción, claro... en fin, como decía hace tiempo un merodeador de Babel, ya no compro novelas, sino opciones de lectura.
Vamos, que adquiero muchos más libros de los que puedo llegar a leer, aunque no hiciera otra cosa que leer durante lo que me resta de vida. Lo cual se traduce en que, para desesperación de mi santa, tengo la casa atestada de libros. Una inmensa librería en el salón, dos grandes librerías en mi despacho, cuatro librerías medianas repartidas por los dormitorios de mis hijos y una pequeña librería en mi dormitorio. Todos los libros están, ay, distribuidos en dos filas por estante. Además, cuento con varias cajas atiborradas de libros en el trastero. ¿No es ésta una acumulación absurda? ¿A qué se debe esta estúpida manía?
Pues a tres motivos, amigos míos. En primer lugar, a que los nuevos títulos duran muy poco en las librerías. Al cabo de unos meses de ser editados, la mayor parte de los libros desaparece de los puntos de venta y no volverás a verlos jamás. Por eso, cada lanzamiento es una oportunidad única y, además, a tiempo limitado; así que en caso de duda, me lo compro. En segundo lugar, disfruto comprando libros; me encanta adquirir un nuevo ejemplar, leer la contraportada, hojearlo, olerlo, tocarlo... cada nuevo libro es un torbellino de sensaciones. Por último, y es triste confesar esto, en algún momento de mi infancia me torcí y acabé convirtiéndome en una urraca bibliómana.
Todo comenzó con la ciencia ficción. Debí de empezar a aficionarme a ella cuando tenía unos doce años. Mi padre había sido el impulsor y responsable de Futuro, la primera colección de cf en España, pero ése no fue el motivo. Mi hermano mayor, a quien podéis encontrar por aquí oculto bajo el alias de Big Brother, era aficionado a la ciencia ficción y compraba las colecciones de la época –los lejanos 60-. Nebulae, Vértice, Cenit, Más Allá... Un día me recomendó que leyera Los reyes de las estrellas, de Edmond Hamilton. La leí y me fascinó... En fin, es una novela malísima, pero yo sólo tenía doce o trece años. A partir de ese momento, comencé a recoger las novelas de ciencia ficción que mi hermano iba dejando tiradas por ahí y así me aficioné al género.
Pero, cuando tenía unos catorce o quince años, ocurrió algo fatal. Mi hermano, como hombre inteligente que es, no conserva los libros. Los lee (destrozándolos en el proceso), los amontona durante un tiempo y luego se deshace de ellos. Pues bien, una tarde vi a mi madre transportando una caja llena de libros de cf que le había dado mi hermano para que los tirase. Le salí al paso, me apoderé de la caja y me la llevé a mi habitación. Serían treinta o cuarenta libros, no más, pero mientras los contemplaba en silencio, una terrible idea germinó en mi cabezota: ¿y si iniciaba una colección de ciencia ficción? La verdad es que no poseo dotes de coleccionista; carezco de la paciencia, la disciplina, y la determinación necesarias. De hecho, creo recordar que jamás llegué a completar un álbum de cromos. Sin embargo, lo de la ciencia ficción me lo tomé muy en serio. Empecé a frecuentar la Cuesta de Moyano y cuanta librería de viejo se cruzaba en mi camino, y cada vez que iba a Barcelona me precipitaba al mercado de Sant Antoni en busca de títulos antiguos. Me convertí en un cazador-recolector de libros, y poco a poco mi colección de ciencia ficción creció y creció, y siguió creciendo hasta finales de los ochenta.
Y entonces se cruzó en mi camino La primera y la última humanidad, de Olaf Stapledon. O, mejor dicho, no se cruzó. Un amigo encontró una edición en español de los años treinta que yo ni siquiera sabía que existía... y me obsesioné con conseguir un ejemplar para mi colección. Lo busqué por todas partes, sufrí por que no lo encontraba, me desesperé, me obsesioné y, al cabo de unos meses, quizá un año, di con él. Y entonces comprendí algo: no lo iba a leer. Stapledon me aburre, no tenía la menor intención de leer La primera y la última humanidad. Me había vuelto loco buscando un libro que no pensaba leer... Así que, en un momento de lucidez, me dije: “se acabó esto de coleccionar ciencia ficción”. Y no sabéis el peso que me quité de encima.
En fin, supongo que así me convertí en un puñetero bibliómano. Pero volvamos al problema inicial: mi casa está llena de libros, ya no me caben en ningún lado, salvo que convenza a mis hijos acerca de las ventajas de una emancipación anticipada, aunque lo cierto es que, a juzgar por las ventosas que les han salido en los dedos, y el modo como las utilizan para adherirse férreamente a los muros, no les veo muy dispuestos a dejar el hogar paterno. Por otro lado, mi santa ha dejado meridianamente claro que sólo podré instalar librerías en el pasillo, la cocina y los baños pasando por encima de su cadáver. De modo que tengo un espacio limitado, una familia hostil y demasiados libros.
Pero, atención, todavía conservo mi vieja colección de ciencia ficción. Estoy hablando de unos 4.000 volúmenes, de lo cuales por lo menos 3.000 carecen por completo de interés. Pura literatura popular barata, basura de tercera clase. Podría quedarme sólo con los que me interesan realmente y deshacerme del resto, con lo que sacaría un dinerito y, lo más importante de todo, ganaría sitio para poder comprar y colocar más libros. Sólo de pensarlo se me hace la boca agua...
Pero no puedo, amigos míos, me resulta sencillamente imposible. La mera idea de deshacerme de tres cuartas partes de mi colección de ciencia ficción se me antoja tan éticamente reprobable como abandonar a mi anciana madre (si tuviese una anciana madre) en una gasolinera para irme a hacer turismo sexual a Tailandia. Se me parte el corazón. No puedo, no puedo... De modo que ahí seguirá mi vieja colección, ocupando un espacio que muy bien podría dedicar a otros fines, mientras títulos tan prestigiosos como Nipe el monstruo, Vikingo del espacio o Guerra Texas Israel acumulan melancólicamente polvo en un estante olvidado.
¿Y todo por qué? Porque los seres humanos nos creemos racionales, cuando lo que somos es básicamente emocionales. Y yo, en particular, además soy gilipollas.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
sábado, marzo 31
miércoles, marzo 21
12
Una de las cosas que más satisfacción me producen es descubrir la respuesta a cuestiones que siempre me han intrigado, aunque debo advertir que muchas de esas cuestiones parecen –y probablemente sean- una soplapollez. Por ejemplo, el doce. ¿Por qué es un número tan mítico, tan esotérico, por qué aparece tantas veces relacionado con lo sagrado? Los doce signos del zodiaco, las doce tribus de Israel, los doce patriarcas, los doce apóstoles, los doce dioses del Olimpo, las doce piedras Rosacruces, los doce nudos y las doce columnas masónicas, los doce trabajos de Hércules, los doce chakras, las doce puertas de la Jerusalén Celeste, las doce estrellas del Apocalipsis, las doce Sibilas... en fin, hay muchos ejemplos. Esto en cuanto a lo sagrado, pero el doce también aparece en lo profano: la docena. ¿Por qué, si nuestro sistema numérico es decimal, utilizamos habitualmente una medida duodecimal? Está claro que el doce tiene una inmensa importancia, simbólica y práctica, desde épocas muy remotas; pero ¿por qué, qué razón última se esconde tras el doce?
La respuesta más frecuente a esta cuestión es que el año comprende, más o menos, doce ciclos lunares. Por este motivo, los sacerdotes babilonios –grandes astrónomos- dividieron el año en doce meses (los primeros calendarios eran lunares) y la esfera celeste en doce casas zodiacales. De ahí a considerar sagrado el doce sólo hay un paso... pero esta respuesta no acaba de convencerme. La escritura, por ejemplo, aunque luego adquirió connotaciones sagradas, no fue un invento sacerdotal, sino de los burócratas sumerios, que necesitaban un método para registrar las transacciones comerciales. Es decir, su origen es práctico, no mágico. Y lógicamente cabe pensar lo mismo de los sistemas de numeración, aunque tenemos el problema de ignorar quien inventó el primero, pues hay ejemplos de primitivos métodos numéricos datados en el paleolítico e incluso quizá anteriores.
Pero volvamos a los babilonios. Utilizaban un sistema numérico sexagesimal; por eso ellos, que establecieron la forma de medir el tiempo que hoy seguimos usando, fijaron minutos de sesenta segundos y horas de sesenta minutos, y por eso dividieron la esfera celeste en 360 grados (6X60). Pero un sistema sexagesimal parece un tanto excesivo, demasiado complejo para su uso cotidiano, de modo que lo más probable es que ese sistema provenga de otro más sencillo. ¿Cuál? Hay diversas teorías al respecto, pero la más evidente es que los primitivos babilonios usaban un sistema duodecimal. A fin de cuentas, 60 es múltiplo de 12 (5X12=60), y fueron los babilonios quienes dividieron el día en 24 horas (12 de dia y 12 de noche) y el año, como dije antes, en doce meses.
Ahora bien, ¿por qué un sistema duodecimal? A lo largo de la historia, la mayor parte de los sistemas de numeración han estado basados en el cinco, el diez o el veinte. Y esto, como muchas otras medidas, está basado en peculiaridades del cuerpo humano; en concreto, nuestros dedos. Cinco dedos en una mano, diez en las dos y veinte si añadimos los pies. Porque desde épocas muy remotas, la gente ha utilizado los dedos para contar. Por eso a los números se los llama dígitos. En cualquier caso, el sistema más usado en el pasado y el presente es el decimal. Dos manitas; ése es el ábaco que nos ha otorgado mamá naturaleza.
¿En qué consiste básicamente un sistema de numeración? En dividir los números en grupos de n elementos. De diez en diez en el caso del decimal o de doce en doce en el caso del duodecimal. Pero, ¿cómo surge esto? Vamos a retroceder en el tiempo a épocas muy remotas; quizá al neolítico. Un tipo tiene un rebaño de ovejas; las lleva todos los días a pastar y al atardecer vuelve a encerrarlas en el corral. Pero, ¿están todas, no falta alguna? El pastor tiene un problema, porque todavía no se ha inventado ningún sistema de numeración, así que se sienta a pensar y finalmente encuentra la solución a partir de algo en lo que los seres humanos estamos particularmente bien dotados: la analogía simbólica. Se planta delante de la puerta del corral, comienza a encerrar al rebaño y, por cada oveja que pasa, baja un dedo de las manos. Una vez que los ha bajado todos, hace una muesca en un palo y vuelve a empezar. Cuando termina, compara las muescas con las del día anterior y así sabe si le faltan o no ovejas.
Nuestro buen pastor ha sentado, sin proponérselo, las bases para el sistema de numeración decimal. Pero no sólo ha hecho eso; también ha inventado un “registro de existencias” (los palos con muescas) y un sencillo método que permite contar cosas a quien no sabe contar (de hecho, él no sabe realmente contar).
Así pues, la forma en que ordenamos los números depende del método que empleaban nuestros más remotos antepasados para contar ovejas o lo que sea. Si usaban sólo una mano, la base seria cinco; si usaban las dos, el sistema sería decimal y si añadían los pies, vigesimal. Por cierto, el sistema de numeración vigesimal más conocido es el de los mayas, pero sin irnos tan lejos, podemos encontrar rastros de un arcaico sistema vigesimal en el idioma francés, donde, por ejemplo, 80 se llama quatre-vingts.
Entonces, ¿cómo podemos encajar el doce en todo esto? ¿Existe algún método para contar exactamente hasta doce usando los dedos? Pues sí, existe, y además basta con emplear una sola mano (un problema del primitivo “cómputo decimal” era que mantenía ocupadas las dos manos). Se trata de un antiquísimo método para contar basado no sólo en los dedos, sino en las articulaciones de los dedos. Es sencillo. Dejando aparte el pulgar, que vamos a utilizar como señalizador, los cuatro restantes dedos de una mano tienen cada uno de ellos tres articulaciones. Es decir, en total doce articulaciones. Si vamos a contar un rebaño, lo que hacemos es, cuando pasa la primera oveja, llevar el pulgar a la primera articulación del meñique; otra oveja y el pulgar se desplaza a la segunda articulación; otra más y saltamos a la tercera. Cuando pasa la cuarta oveja, cambiamos de dedo y ponemos el pulgar en la primera articulación del anular, y así sucesivamente hasta llegar a la última articulación del índice. Entonces hacemos la consabida muesca en el palo, que representa una docena exacta. Ahí tenemos el origen de nuestro mágico 12.
Es probable que, posteriormente, al coincidir esa cifra con el número de ciclos lunares anuales, el doce adquiriera carácter sagrado, pero su origen no es otro que una forma profana, práctica y cómoda de contar ovejas. Ya sé que esto, a más de uno, le parecerá una chorrada, y quizá lo sea, pero también es una demostración de que, tras cada mito, tras cada símbolo, se oculta una realidad distinta a la aparente. Y a mí me chifla averiguar esas realidades escondidas y enterradas por el paso del tiempo. En cierto modo, es como la labor de un detective; pero es que, si nos paramos a pensarlo, el trabajo de un arqueólogo o un antropólogo tiene mucho de detectivesco.
Ah, un último detalle. Está claro que gran parte de lo que he dicho en este post es puramente especulativo, pues no tenemos ningún registro de cómo surgieron los sistemas duodecimales. Pero no me negaréis, amigos míos, que si non è vero è ben trovato.
La respuesta más frecuente a esta cuestión es que el año comprende, más o menos, doce ciclos lunares. Por este motivo, los sacerdotes babilonios –grandes astrónomos- dividieron el año en doce meses (los primeros calendarios eran lunares) y la esfera celeste en doce casas zodiacales. De ahí a considerar sagrado el doce sólo hay un paso... pero esta respuesta no acaba de convencerme. La escritura, por ejemplo, aunque luego adquirió connotaciones sagradas, no fue un invento sacerdotal, sino de los burócratas sumerios, que necesitaban un método para registrar las transacciones comerciales. Es decir, su origen es práctico, no mágico. Y lógicamente cabe pensar lo mismo de los sistemas de numeración, aunque tenemos el problema de ignorar quien inventó el primero, pues hay ejemplos de primitivos métodos numéricos datados en el paleolítico e incluso quizá anteriores.
Pero volvamos a los babilonios. Utilizaban un sistema numérico sexagesimal; por eso ellos, que establecieron la forma de medir el tiempo que hoy seguimos usando, fijaron minutos de sesenta segundos y horas de sesenta minutos, y por eso dividieron la esfera celeste en 360 grados (6X60). Pero un sistema sexagesimal parece un tanto excesivo, demasiado complejo para su uso cotidiano, de modo que lo más probable es que ese sistema provenga de otro más sencillo. ¿Cuál? Hay diversas teorías al respecto, pero la más evidente es que los primitivos babilonios usaban un sistema duodecimal. A fin de cuentas, 60 es múltiplo de 12 (5X12=60), y fueron los babilonios quienes dividieron el día en 24 horas (12 de dia y 12 de noche) y el año, como dije antes, en doce meses.
Ahora bien, ¿por qué un sistema duodecimal? A lo largo de la historia, la mayor parte de los sistemas de numeración han estado basados en el cinco, el diez o el veinte. Y esto, como muchas otras medidas, está basado en peculiaridades del cuerpo humano; en concreto, nuestros dedos. Cinco dedos en una mano, diez en las dos y veinte si añadimos los pies. Porque desde épocas muy remotas, la gente ha utilizado los dedos para contar. Por eso a los números se los llama dígitos. En cualquier caso, el sistema más usado en el pasado y el presente es el decimal. Dos manitas; ése es el ábaco que nos ha otorgado mamá naturaleza.
¿En qué consiste básicamente un sistema de numeración? En dividir los números en grupos de n elementos. De diez en diez en el caso del decimal o de doce en doce en el caso del duodecimal. Pero, ¿cómo surge esto? Vamos a retroceder en el tiempo a épocas muy remotas; quizá al neolítico. Un tipo tiene un rebaño de ovejas; las lleva todos los días a pastar y al atardecer vuelve a encerrarlas en el corral. Pero, ¿están todas, no falta alguna? El pastor tiene un problema, porque todavía no se ha inventado ningún sistema de numeración, así que se sienta a pensar y finalmente encuentra la solución a partir de algo en lo que los seres humanos estamos particularmente bien dotados: la analogía simbólica. Se planta delante de la puerta del corral, comienza a encerrar al rebaño y, por cada oveja que pasa, baja un dedo de las manos. Una vez que los ha bajado todos, hace una muesca en un palo y vuelve a empezar. Cuando termina, compara las muescas con las del día anterior y así sabe si le faltan o no ovejas.
Nuestro buen pastor ha sentado, sin proponérselo, las bases para el sistema de numeración decimal. Pero no sólo ha hecho eso; también ha inventado un “registro de existencias” (los palos con muescas) y un sencillo método que permite contar cosas a quien no sabe contar (de hecho, él no sabe realmente contar).
Así pues, la forma en que ordenamos los números depende del método que empleaban nuestros más remotos antepasados para contar ovejas o lo que sea. Si usaban sólo una mano, la base seria cinco; si usaban las dos, el sistema sería decimal y si añadían los pies, vigesimal. Por cierto, el sistema de numeración vigesimal más conocido es el de los mayas, pero sin irnos tan lejos, podemos encontrar rastros de un arcaico sistema vigesimal en el idioma francés, donde, por ejemplo, 80 se llama quatre-vingts.
Entonces, ¿cómo podemos encajar el doce en todo esto? ¿Existe algún método para contar exactamente hasta doce usando los dedos? Pues sí, existe, y además basta con emplear una sola mano (un problema del primitivo “cómputo decimal” era que mantenía ocupadas las dos manos). Se trata de un antiquísimo método para contar basado no sólo en los dedos, sino en las articulaciones de los dedos. Es sencillo. Dejando aparte el pulgar, que vamos a utilizar como señalizador, los cuatro restantes dedos de una mano tienen cada uno de ellos tres articulaciones. Es decir, en total doce articulaciones. Si vamos a contar un rebaño, lo que hacemos es, cuando pasa la primera oveja, llevar el pulgar a la primera articulación del meñique; otra oveja y el pulgar se desplaza a la segunda articulación; otra más y saltamos a la tercera. Cuando pasa la cuarta oveja, cambiamos de dedo y ponemos el pulgar en la primera articulación del anular, y así sucesivamente hasta llegar a la última articulación del índice. Entonces hacemos la consabida muesca en el palo, que representa una docena exacta. Ahí tenemos el origen de nuestro mágico 12.
Es probable que, posteriormente, al coincidir esa cifra con el número de ciclos lunares anuales, el doce adquiriera carácter sagrado, pero su origen no es otro que una forma profana, práctica y cómoda de contar ovejas. Ya sé que esto, a más de uno, le parecerá una chorrada, y quizá lo sea, pero también es una demostración de que, tras cada mito, tras cada símbolo, se oculta una realidad distinta a la aparente. Y a mí me chifla averiguar esas realidades escondidas y enterradas por el paso del tiempo. En cierto modo, es como la labor de un detective; pero es que, si nos paramos a pensarlo, el trabajo de un arqueólogo o un antropólogo tiene mucho de detectivesco.
Ah, un último detalle. Está claro que gran parte de lo que he dicho en este post es puramente especulativo, pues no tenemos ningún registro de cómo surgieron los sistemas duodecimales. Pero no me negaréis, amigos míos, que si non è vero è ben trovato.
viernes, marzo 9
Series
Ya es un tópico afirmar que estamos en la edad de oro de las series de TV. De las series anglosajonas y, sobre todo, norteamericanas, porque las españolas... en fin, mejor no hablar. Bueno, pues últimamente he tenido la oportunidad de revisar un buen puñado de series que están emitiéndose actualmente y he llegado a la conclusión de que la mayor parte siguen siendo entre malas, mediocres, bobas y/o vulgares. Pero también es verdad que cada vez surgen más series originales, atrevidas y estimulantes; y no sólo eso: además tienen éxito de audiencia, lo cual es bueno y malo a la vez
Me apresuro a aclarar que hay unas cuantas series, según dicen excelentes, que nunca he seguido y a las que, a estas alturas, me da una pereza enorme intentar incorporarme. No he visto Los Soprano, ni El ala oeste de la Casa Blanca, ni A dos metros bajo tierra, ni 24, y tampoco veo CSI Las Vegas –que según mi buen amigo Julián Díez es de lo mejor que hay ahora en la tele-, Alias o Battlestar Galactica. Así que vamos a hablar de las series que me tienen enganchado o, al menos, que me interesan lo suficiente como para seguirlas.
Perdidos, lo confieso, me tiene enganchado. Me fascina su argumento -un cruce entre La isla misteriosa y El Señor de las Moscas protagonizado por adultos-, me gusta el casting, la realización, el tono... aunque... Bueno, he aquí un ejemplo de lo que puede ser morir de éxito. La primera temporada fue un bombazo, así que había que ordeñar la vaca prolongando la serie más allá de lo razonable. Se acaba de estrenar la tercera temporada en USA y hay previstas otras cuatro. ¿Siete temporadas perdidos en una isla? Demasiado, me parece. Ya en la segunda temporada se notó una más que marcada tendencia a estirarlo y embrollarlo todo en exceso, así que supongo que la cosa va a ir a peor. Ya veremos.
Algo parecido sucede con Mujeres desesperadas. Ese culebrón posmoderno trufado de humor ofreció una brillantísima primera temporada cuya trama se centraba en las razones del suicidio de una vecina de las cuatro protagonistas. El hecho de que el relato estuviese narrado en off por la suicida (al estilo de El crepúsculo de los dioses) añadía originalidad y garra al asunto. Pero, solucionado el misterio, la serie, en su segunda temporada, y lo que llevo visto de la tercera, ha derivado a una sucesión de subtramas cada vez más retorcidas e improbables que acaban resultando demasiado artificiales. Es cierto que aún conserva el humor y la ironía, que algunas de las historias que se entrecruzan siguen ofreciendo cierta brillantez, que ahí dentro están mis adoradas Teri Hatcher y Felicity Huffman, pero me temo que Wisteria Lane se está convirtiendo a marchas forzadas en la calle más rara y disparatada del mundo.
Recientemente engullí de seguido la primera temporada de Prison Break y quedé automáticamente enganchado. En muchos sentidos, es una serie modélica, pero sobre todo lo es en su ritmo narrativo. No paran de suceder cosas, no hay un segundo de descanso, de modo que el relato fluye a tal velocidad –e intensidad- que, sencillamente, no te permite pensar en las múltiples trampas de la trama. Por lo demás, la serie asume sin complejos los estereotipos del género carcelario, ofreciendo, de paso, unas dosis de violencia y testosterona raras veces vistas en un producto televisivo. Ahora está en antena la segunda temporada, pero esperaré a verla toda seguida, como hice con la primera. De todas formas, los protagonistas ya se han fugado, así que una serie carcelaria –que era lo que me gustaba- se ha convertido en una versión de El fugitivo –que ya no me gusta tanto-. Además, están previstas cinco temporadas... De nuevo, demasiado.
Una serie más humilde, pero no por ello menos estimable, es Medium, una producción centrada en los avatares de Allison Dubois, una madre de familia que trabaja como... eso, medium, para el fiscal del distrito. Aparte de estar protagonizada por mi también muy amada Patricia Arquette , la serie ofrece un tratamiento inteligente del tema y amplias dosis de sentido del humor. Los guiones -aunque de calidad irregular, como en toda serie- suelen tener un buen nivel y, lo que no deja de resultar sorprendente, muchos capítulos se adentran en la experimentación narrativa, jugando, por ejemplo, con los efectos de sonido, la banda musical o el montaje.
Y llegamos a la que sigue siendo, sin lugar a dudas, mi serie favorita: House. En fin, ya he hablado muchas veces acerca de esta sorprendente muestra de lo inteligente que puede llegar a ser la tele, así que no me enrollaré mucho. Sólo una observación: House, más allá de ser un muy estimable entretenimiento, es una serie mucho más seria de lo que parece. ¿Por qué? Pues por su premisa de partida, un personaje que es por definición tan sincero como políticamente incorrecto, motivo por el cual en esta serie se dicen cosas y se tratan temas que no se dicen ni se tratan en ningún otro sitio. Un soplo de aire fresco.
Por cierto, últimamente he detectado a Hugh Laurie interpretando papeles entre secundarios y muy secundarios en varias películas, como El hombre de la máscara de hierro, la segunda parte de 101 Dálmatas o El vuelo del Fénix... y, la verdad, no destaca lo más mínimo. He ahí el caso evidente de un actor que andaba buscando, y finalmente ha encontrado, su personaje perfecto.
Por último, el gran éxito de la temporada en USA: Héroes. Sólo he visto los cuatro o cinco primeros capítulos, pero creo que es una serie correcta, hábil, sobria y razonablemente respetuosa con la inteligencia del espectador. No obstante, tampoco es muy original que digamos, pues en el fondo se limita a llevar a la (pequeña) pantalla lo que los comics de superhéroes post-Moore llevan haciendo un par de décadas. Sin embargo, Héroes es una demostración perfecta de hasta qué punto la ficción televisiva lleva hoy en día ventaja al cine de Hollywood. Me explicaré.
Como cualquier aficionado a los comics sabe, en el mundo de los superhéroes hay un antes y un después de Watchmen. Para los que no sepan de qué hablo, Watchmen es una novela gráfica dibujada por Dave Gibbons, donde su guionista, Alan Moore, desarrolla –entre otras cosas- una historia hiper-realista basada en el mito del superhéroe, diseccionándolo desde una perspectiva política, moral, simbólica y psicológica. Es decir, un tratamiento naturalista del superhéroe. El caso es que, a partir de ese momento (1987), los comics de “superhéroes realistas” proliferaron como hongos en un otoño lluvioso. Era el nuevo estilo, y aunque ahora parezca un tanto ajado, sigue vigente en el universo de las viñetas superheroicas.
Bueno, pues si le echamos un vistazo al cine producido por los grandes estudios, encontraremos superhéroes hasta en la sopa: Superman, Batman, X-Men, Hulk, Spiderman, Los 4 Fantásticos, Daredevil, El Motorista Fantasma, Hell Boy, Blade... Pero, si os fijáis, todos son superhéroes clásicos pre-Moore. De hecho, con la excepción de la excelente El Protegido, de Shyamalan, no se ha producido ninguna película basada en superhéroes naturalistas post-Watchmen. Pero sí una serie de TV: Héroes. Lo cual es otra prueba de que hoy en día la ficción televisiva (norteamericana) arriesga más que el cine comercial (norteamericano).
En fin, amigos míos, quién le iba a decir a un amante incondicional del cine clásico americano que iba a acabar recuperándolo en la tan denostada caja tonta...
Cosas veredes. Sancho, que non crederes.
Me apresuro a aclarar que hay unas cuantas series, según dicen excelentes, que nunca he seguido y a las que, a estas alturas, me da una pereza enorme intentar incorporarme. No he visto Los Soprano, ni El ala oeste de la Casa Blanca, ni A dos metros bajo tierra, ni 24, y tampoco veo CSI Las Vegas –que según mi buen amigo Julián Díez es de lo mejor que hay ahora en la tele-, Alias o Battlestar Galactica. Así que vamos a hablar de las series que me tienen enganchado o, al menos, que me interesan lo suficiente como para seguirlas.
Perdidos, lo confieso, me tiene enganchado. Me fascina su argumento -un cruce entre La isla misteriosa y El Señor de las Moscas protagonizado por adultos-, me gusta el casting, la realización, el tono... aunque... Bueno, he aquí un ejemplo de lo que puede ser morir de éxito. La primera temporada fue un bombazo, así que había que ordeñar la vaca prolongando la serie más allá de lo razonable. Se acaba de estrenar la tercera temporada en USA y hay previstas otras cuatro. ¿Siete temporadas perdidos en una isla? Demasiado, me parece. Ya en la segunda temporada se notó una más que marcada tendencia a estirarlo y embrollarlo todo en exceso, así que supongo que la cosa va a ir a peor. Ya veremos.
Algo parecido sucede con Mujeres desesperadas. Ese culebrón posmoderno trufado de humor ofreció una brillantísima primera temporada cuya trama se centraba en las razones del suicidio de una vecina de las cuatro protagonistas. El hecho de que el relato estuviese narrado en off por la suicida (al estilo de El crepúsculo de los dioses) añadía originalidad y garra al asunto. Pero, solucionado el misterio, la serie, en su segunda temporada, y lo que llevo visto de la tercera, ha derivado a una sucesión de subtramas cada vez más retorcidas e improbables que acaban resultando demasiado artificiales. Es cierto que aún conserva el humor y la ironía, que algunas de las historias que se entrecruzan siguen ofreciendo cierta brillantez, que ahí dentro están mis adoradas Teri Hatcher y Felicity Huffman, pero me temo que Wisteria Lane se está convirtiendo a marchas forzadas en la calle más rara y disparatada del mundo.
Recientemente engullí de seguido la primera temporada de Prison Break y quedé automáticamente enganchado. En muchos sentidos, es una serie modélica, pero sobre todo lo es en su ritmo narrativo. No paran de suceder cosas, no hay un segundo de descanso, de modo que el relato fluye a tal velocidad –e intensidad- que, sencillamente, no te permite pensar en las múltiples trampas de la trama. Por lo demás, la serie asume sin complejos los estereotipos del género carcelario, ofreciendo, de paso, unas dosis de violencia y testosterona raras veces vistas en un producto televisivo. Ahora está en antena la segunda temporada, pero esperaré a verla toda seguida, como hice con la primera. De todas formas, los protagonistas ya se han fugado, así que una serie carcelaria –que era lo que me gustaba- se ha convertido en una versión de El fugitivo –que ya no me gusta tanto-. Además, están previstas cinco temporadas... De nuevo, demasiado.
Una serie más humilde, pero no por ello menos estimable, es Medium, una producción centrada en los avatares de Allison Dubois, una madre de familia que trabaja como... eso, medium, para el fiscal del distrito. Aparte de estar protagonizada por mi también muy amada Patricia Arquette , la serie ofrece un tratamiento inteligente del tema y amplias dosis de sentido del humor. Los guiones -aunque de calidad irregular, como en toda serie- suelen tener un buen nivel y, lo que no deja de resultar sorprendente, muchos capítulos se adentran en la experimentación narrativa, jugando, por ejemplo, con los efectos de sonido, la banda musical o el montaje.
Y llegamos a la que sigue siendo, sin lugar a dudas, mi serie favorita: House. En fin, ya he hablado muchas veces acerca de esta sorprendente muestra de lo inteligente que puede llegar a ser la tele, así que no me enrollaré mucho. Sólo una observación: House, más allá de ser un muy estimable entretenimiento, es una serie mucho más seria de lo que parece. ¿Por qué? Pues por su premisa de partida, un personaje que es por definición tan sincero como políticamente incorrecto, motivo por el cual en esta serie se dicen cosas y se tratan temas que no se dicen ni se tratan en ningún otro sitio. Un soplo de aire fresco.
Por cierto, últimamente he detectado a Hugh Laurie interpretando papeles entre secundarios y muy secundarios en varias películas, como El hombre de la máscara de hierro, la segunda parte de 101 Dálmatas o El vuelo del Fénix... y, la verdad, no destaca lo más mínimo. He ahí el caso evidente de un actor que andaba buscando, y finalmente ha encontrado, su personaje perfecto.
Por último, el gran éxito de la temporada en USA: Héroes. Sólo he visto los cuatro o cinco primeros capítulos, pero creo que es una serie correcta, hábil, sobria y razonablemente respetuosa con la inteligencia del espectador. No obstante, tampoco es muy original que digamos, pues en el fondo se limita a llevar a la (pequeña) pantalla lo que los comics de superhéroes post-Moore llevan haciendo un par de décadas. Sin embargo, Héroes es una demostración perfecta de hasta qué punto la ficción televisiva lleva hoy en día ventaja al cine de Hollywood. Me explicaré.
Como cualquier aficionado a los comics sabe, en el mundo de los superhéroes hay un antes y un después de Watchmen. Para los que no sepan de qué hablo, Watchmen es una novela gráfica dibujada por Dave Gibbons, donde su guionista, Alan Moore, desarrolla –entre otras cosas- una historia hiper-realista basada en el mito del superhéroe, diseccionándolo desde una perspectiva política, moral, simbólica y psicológica. Es decir, un tratamiento naturalista del superhéroe. El caso es que, a partir de ese momento (1987), los comics de “superhéroes realistas” proliferaron como hongos en un otoño lluvioso. Era el nuevo estilo, y aunque ahora parezca un tanto ajado, sigue vigente en el universo de las viñetas superheroicas.
Bueno, pues si le echamos un vistazo al cine producido por los grandes estudios, encontraremos superhéroes hasta en la sopa: Superman, Batman, X-Men, Hulk, Spiderman, Los 4 Fantásticos, Daredevil, El Motorista Fantasma, Hell Boy, Blade... Pero, si os fijáis, todos son superhéroes clásicos pre-Moore. De hecho, con la excepción de la excelente El Protegido, de Shyamalan, no se ha producido ninguna película basada en superhéroes naturalistas post-Watchmen. Pero sí una serie de TV: Héroes. Lo cual es otra prueba de que hoy en día la ficción televisiva (norteamericana) arriesga más que el cine comercial (norteamericano).
En fin, amigos míos, quién le iba a decir a un amante incondicional del cine clásico americano que iba a acabar recuperándolo en la tan denostada caja tonta...
Cosas veredes. Sancho, que non crederes.
sábado, marzo 3
Libros para Yepetta
Yepetta es una jovencísima merodeadora de Babel: tiene doce años…
Estoy seguro de que ahora más de uno habrá esbozado una sonrisa a medio camino entre la simpatía y la condescendencia, esa clase de sonrisa que los adultos jurásicos adoptamos cuando un niño interviene en nuestras reuniones de, eso, adultos jurásicos. Craso error, borrad esa sonrisa. Yepetta es una niña, sí, pero ser un niño no significa ser idiota, ni ser una medio-persona, no, qué va, qué va, ni mucho menos. De hecho, los niños superan a los adultos en muchos aspectos. Sus cerebros, por ejemplo, son infinitamente más versátiles que los nuestros, más “plásticos”, más moldeables. Su capacidad de asimilar y procesar experiencias e ideas nuevas nos deja, por comparación, a la altura de los fósiles. Son más rápidos que nosotros, más fuertes y adaptables; están hechos de futuro, así que podrán ser cualquier cosa que quieran ser, siempre que se lo propongan con la suficiente tenacidad. De modo que no os sintáis superiores a los niños, porque los niños, además, tienen magia, mientras que la mayor parte de nosotros, pobres adultos petrificados, perdimos la magia hace mucho, mucho tiempo (aunque, todo hay que decirlo, unos cuantos privilegiados hemos logrado conservar un poquito muy cerca del corazón y no muy lejos del cerebro). Qué envidia siento por Yepetta, qué envidia por sus mágicos doce años... Pese a que no todo es maravilloso a los doce años, lo sé, lo sé…
No conozco a Yepetta personalmente; un día se presentó aquí y me dijo que le había gustado mucho una de mis novelas. Sé que tiene doce años y que lleva una bitácora llamada El diario de Yepetta (que podéis visitar pinchando AQUÍ). Sé que le gusta mucho leer (y os pregunto: ¿alguna vez os ha vuelto a absorber tanto la lectura como cuando teníais doce años?), sé que le gusta mucho escribir (está escribiendo una novela) y sé que lo hace muy bien, porque eso se nota con sólo echarle un vistazo a su blog. También sé que tiene buenas amigas y que no se lleva nada bien con su profesor de literatura. (Por cierto, Yepetta, si ese profe no se da cuenta de lo especial que eres, entonces es un capullo que no merece tenerte como alumna).
Creo –no estoy del todo seguro- que Yepetta no estudia mucho, que está todo el día fantaseando, soñando despierta. Quizá me equivoque, pero es la impresión que he sacado leyendo algunas entradas de su blog. Si es así, me gustaría decirle a Yepetta dos cosas. En primer lugar que yo, a su edad, era igual que ella: un mal estudiante siempre en las nubes, leyendo a escondidazas, escribiendo relatos inacabados e imaginando realidades imposibles. Algunos de mis profesores pensaban que yo era un cabeza loca destinado al fracaso, pero los muy gilipollas se equivocaron, porque esas fantasías de mi infancia estimularon mi imaginación de adulto y eso me ha permitido hacer cosas, realizar actividades y trabajos, que ellos, los profes gili, ni siquiera podían imaginar. Pero también le diría a Yepetta que luego, unos años después, comprendí lo importante que es adquirir conocimientos. La cultura es el cimiento de nuestra personalidad, así que le sugeriría a Yepetta que procurara aprender cuántas más cosas mejor, pero no por estudiar, ni por las notas, sino por el inmenso placer de descubrir el mundo y la vida. Pero en fin, ¿quién soy yo para dar consejos? (NOTA: pues no, me equivoqué; Yepetta, según ella misma me ha aclarado, es una buena estudiante, así que olvidad lo que he dicho)
Y a lo que vamos, ¿por qué hablo de Yepetta? Pues porque la pobre Yepetta entró en este blog y, al poco, me puse a soltar rollazos políticos que no hicieron más que aburrirla, y con razón. Así que he decidido compensarla, y sólo se me ha ocurrido un modo: recomendarle algunos libros que me fascinaron durante mi infancia y adolescencia. Aunque, claro, la cosa no es sencilla; de entrada, Yepetta es una chica y yo un chico, pero es que además hace cuarenta y un años que no tengo doce años. ¿No serán recomendaciones de carroza? Seguro que sí; al menos algunas. Por ejemplo, lo primero que le recomendaría a Yepetta es que leyese Las aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton; pero sé que a los chicos de ahora no les gusta Guillermo -quizá porque esa Inglaterra rural de los años 30 que describen sus relatos les suena mucho más extraña y ajena que, por ejemplo, la Tierra Media-, así que no se lo recomiendo. Pero sí podemos empezar con algunos clásicos.
Julio Verne. ¿Te gusta Perdidos, Yepetta? Pues las novelas de Verne 20.000 leguas de viaje submarino y, sobre todo, su continuación, La isla misteriosa, son un precedente directo de esa serie de TV. Y luego tenemos Viaje al centro de la Tierra, una de las mejores novelas de aventuras jamás escrita. A continuación podemos pasar a Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes; no dejes de leer El sabueso de Baskerville, y también El mundo perdido, que no es de Holmes, pero es una maravillosa aventura con dinosaurios (no la confundas con la novela del mismo título y tema escrita por Michael Crichton, que es muy mala). Otro autor que te recomiendo es Jack London; por lo menos La llamada de la selva y Colmillo Blanco. Y Kipling; El libro de la selva es una gozada. Mmm... De pequeño me gustaba mucho James Oliver Curwood. Nómadas del Norte, Kazán, perro lobo, El Oso... Pero creo que se ha quedado muy anticuadito, así que tampoco te lo recomiendo, Yepetta.
Pero sí te recomiendo a H. G. Wells: La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau... Y a Stevenson, por supuesto; La isla del tesoro y El extraño caso del dr. Jekill y mr. Hyde. Y a Mark Twain; Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, desde luego, pero también sus relatos cortos de humor. Son graciosísimos. El viento en los sauces, de Keneth Grahame, es un libro precioso que contiene algunas de las mejores descripciones de la naturaleza que he leído.
Esto en cuanto a los clásicos. A la hora de hablar de autores más modernos, tengo un problema, Yepetta: cuando tenía tu edad leía mucha ciencia ficción, así que podría recomendarte un montón de libros de ese género, pero no es cuestión de marearte, así que voy a sugerirte sólo los que creo que te gustarán. En primer lugar, Flores para Algernon, de Daniel Keyes. Es una historia muy hermosa, y muy triste, que te hará llorar cuando llegues al final (yo lloré como una Magdalena). También te gustará El Pueblo, de Zenna Anderson, una serie de relatos fantásticos llenos de magia y de humanidad. Otra maravillosa novela es Estación de Tránsito, de Cliford D. Simak; y del mismo autor: Ciudad, una antología de relatos que te encantará, sobre todo si te gustan los perros. Y una divertidísima novela sobre viajes en el tiempo: Puerta al verano, de Robert Heinlein.
Bueno, querida Yepetta, no quiero volverte loca proponiéndote un montón de títulos. Sólo añadiré tres más, y no para que los leas ahora, sino dentro de unos años. No sé cuántos, porque todo depende de tu madurez como lectora; ya lo decidirás tú misma cuando llegue el momento. El primer título es Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, una antología de relatos llena de melancolía y poesía. El segundo título es El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, una extraordinaria novela que muestra, como ninguna otra, el espíritu de la adolescencia; así que cuando te sientas un poco adolescente, Yepetta, léela. Te gustará mucho, ya verás.
Y llegamos al último título, que no es un título, sino un autor: Jorge Luis Borges. Cuando cumplas, digamos, diecisiete años, Yepetta, lee Ficciones y El Aleph. Son dos antologías de relatos cortos y deberás leerlas muy despacio, con mucha atención, porque los escritores que hayas leído hasta entonces te habrán hecho soñar, pensar o sentir, pero Borges, sencillamente, te trasladará a otro universo, y esa es una experiencia que debe apreciarse con la edad y el estado de ánimo adecuados. Borges es pura magia.
Y esto... ¿es todo? No, claro que no. Sólo quería recomendarle a Yepetta un puñado de libros que me gustaron cuando tenía más o menos su edad, pero hay muchos más. En cualquier caso, estoy seguro de que los merodeadores de Babel sabrán corregir mis olvidos recomendándole nuevos y maravillosos títulos a la mágica Yepetta.
Estoy seguro de que ahora más de uno habrá esbozado una sonrisa a medio camino entre la simpatía y la condescendencia, esa clase de sonrisa que los adultos jurásicos adoptamos cuando un niño interviene en nuestras reuniones de, eso, adultos jurásicos. Craso error, borrad esa sonrisa. Yepetta es una niña, sí, pero ser un niño no significa ser idiota, ni ser una medio-persona, no, qué va, qué va, ni mucho menos. De hecho, los niños superan a los adultos en muchos aspectos. Sus cerebros, por ejemplo, son infinitamente más versátiles que los nuestros, más “plásticos”, más moldeables. Su capacidad de asimilar y procesar experiencias e ideas nuevas nos deja, por comparación, a la altura de los fósiles. Son más rápidos que nosotros, más fuertes y adaptables; están hechos de futuro, así que podrán ser cualquier cosa que quieran ser, siempre que se lo propongan con la suficiente tenacidad. De modo que no os sintáis superiores a los niños, porque los niños, además, tienen magia, mientras que la mayor parte de nosotros, pobres adultos petrificados, perdimos la magia hace mucho, mucho tiempo (aunque, todo hay que decirlo, unos cuantos privilegiados hemos logrado conservar un poquito muy cerca del corazón y no muy lejos del cerebro). Qué envidia siento por Yepetta, qué envidia por sus mágicos doce años... Pese a que no todo es maravilloso a los doce años, lo sé, lo sé…
No conozco a Yepetta personalmente; un día se presentó aquí y me dijo que le había gustado mucho una de mis novelas. Sé que tiene doce años y que lleva una bitácora llamada El diario de Yepetta (que podéis visitar pinchando AQUÍ). Sé que le gusta mucho leer (y os pregunto: ¿alguna vez os ha vuelto a absorber tanto la lectura como cuando teníais doce años?), sé que le gusta mucho escribir (está escribiendo una novela) y sé que lo hace muy bien, porque eso se nota con sólo echarle un vistazo a su blog. También sé que tiene buenas amigas y que no se lleva nada bien con su profesor de literatura. (Por cierto, Yepetta, si ese profe no se da cuenta de lo especial que eres, entonces es un capullo que no merece tenerte como alumna).
Creo –no estoy del todo seguro- que Yepetta no estudia mucho, que está todo el día fantaseando, soñando despierta. Quizá me equivoque, pero es la impresión que he sacado leyendo algunas entradas de su blog. Si es así, me gustaría decirle a Yepetta dos cosas. En primer lugar que yo, a su edad, era igual que ella: un mal estudiante siempre en las nubes, leyendo a escondidazas, escribiendo relatos inacabados e imaginando realidades imposibles. Algunos de mis profesores pensaban que yo era un cabeza loca destinado al fracaso, pero los muy gilipollas se equivocaron, porque esas fantasías de mi infancia estimularon mi imaginación de adulto y eso me ha permitido hacer cosas, realizar actividades y trabajos, que ellos, los profes gili, ni siquiera podían imaginar. Pero también le diría a Yepetta que luego, unos años después, comprendí lo importante que es adquirir conocimientos. La cultura es el cimiento de nuestra personalidad, así que le sugeriría a Yepetta que procurara aprender cuántas más cosas mejor, pero no por estudiar, ni por las notas, sino por el inmenso placer de descubrir el mundo y la vida. Pero en fin, ¿quién soy yo para dar consejos? (NOTA: pues no, me equivoqué; Yepetta, según ella misma me ha aclarado, es una buena estudiante, así que olvidad lo que he dicho)
Y a lo que vamos, ¿por qué hablo de Yepetta? Pues porque la pobre Yepetta entró en este blog y, al poco, me puse a soltar rollazos políticos que no hicieron más que aburrirla, y con razón. Así que he decidido compensarla, y sólo se me ha ocurrido un modo: recomendarle algunos libros que me fascinaron durante mi infancia y adolescencia. Aunque, claro, la cosa no es sencilla; de entrada, Yepetta es una chica y yo un chico, pero es que además hace cuarenta y un años que no tengo doce años. ¿No serán recomendaciones de carroza? Seguro que sí; al menos algunas. Por ejemplo, lo primero que le recomendaría a Yepetta es que leyese Las aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton; pero sé que a los chicos de ahora no les gusta Guillermo -quizá porque esa Inglaterra rural de los años 30 que describen sus relatos les suena mucho más extraña y ajena que, por ejemplo, la Tierra Media-, así que no se lo recomiendo. Pero sí podemos empezar con algunos clásicos.
Julio Verne. ¿Te gusta Perdidos, Yepetta? Pues las novelas de Verne 20.000 leguas de viaje submarino y, sobre todo, su continuación, La isla misteriosa, son un precedente directo de esa serie de TV. Y luego tenemos Viaje al centro de la Tierra, una de las mejores novelas de aventuras jamás escrita. A continuación podemos pasar a Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes; no dejes de leer El sabueso de Baskerville, y también El mundo perdido, que no es de Holmes, pero es una maravillosa aventura con dinosaurios (no la confundas con la novela del mismo título y tema escrita por Michael Crichton, que es muy mala). Otro autor que te recomiendo es Jack London; por lo menos La llamada de la selva y Colmillo Blanco. Y Kipling; El libro de la selva es una gozada. Mmm... De pequeño me gustaba mucho James Oliver Curwood. Nómadas del Norte, Kazán, perro lobo, El Oso... Pero creo que se ha quedado muy anticuadito, así que tampoco te lo recomiendo, Yepetta.
Pero sí te recomiendo a H. G. Wells: La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau... Y a Stevenson, por supuesto; La isla del tesoro y El extraño caso del dr. Jekill y mr. Hyde. Y a Mark Twain; Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, desde luego, pero también sus relatos cortos de humor. Son graciosísimos. El viento en los sauces, de Keneth Grahame, es un libro precioso que contiene algunas de las mejores descripciones de la naturaleza que he leído.
Esto en cuanto a los clásicos. A la hora de hablar de autores más modernos, tengo un problema, Yepetta: cuando tenía tu edad leía mucha ciencia ficción, así que podría recomendarte un montón de libros de ese género, pero no es cuestión de marearte, así que voy a sugerirte sólo los que creo que te gustarán. En primer lugar, Flores para Algernon, de Daniel Keyes. Es una historia muy hermosa, y muy triste, que te hará llorar cuando llegues al final (yo lloré como una Magdalena). También te gustará El Pueblo, de Zenna Anderson, una serie de relatos fantásticos llenos de magia y de humanidad. Otra maravillosa novela es Estación de Tránsito, de Cliford D. Simak; y del mismo autor: Ciudad, una antología de relatos que te encantará, sobre todo si te gustan los perros. Y una divertidísima novela sobre viajes en el tiempo: Puerta al verano, de Robert Heinlein.
Bueno, querida Yepetta, no quiero volverte loca proponiéndote un montón de títulos. Sólo añadiré tres más, y no para que los leas ahora, sino dentro de unos años. No sé cuántos, porque todo depende de tu madurez como lectora; ya lo decidirás tú misma cuando llegue el momento. El primer título es Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, una antología de relatos llena de melancolía y poesía. El segundo título es El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, una extraordinaria novela que muestra, como ninguna otra, el espíritu de la adolescencia; así que cuando te sientas un poco adolescente, Yepetta, léela. Te gustará mucho, ya verás.
Y llegamos al último título, que no es un título, sino un autor: Jorge Luis Borges. Cuando cumplas, digamos, diecisiete años, Yepetta, lee Ficciones y El Aleph. Son dos antologías de relatos cortos y deberás leerlas muy despacio, con mucha atención, porque los escritores que hayas leído hasta entonces te habrán hecho soñar, pensar o sentir, pero Borges, sencillamente, te trasladará a otro universo, y esa es una experiencia que debe apreciarse con la edad y el estado de ánimo adecuados. Borges es pura magia.
Y esto... ¿es todo? No, claro que no. Sólo quería recomendarle a Yepetta un puñado de libros que me gustaron cuando tenía más o menos su edad, pero hay muchos más. En cualquier caso, estoy seguro de que los merodeadores de Babel sabrán corregir mis olvidos recomendándole nuevos y maravillosos títulos a la mágica Yepetta.
Post Data: Ayer, cuando colgué esta entrada, olvidé mencionar dos libros que tenía mucho interés en recomendarle a Yepetta. Afortunadamente, se trata de un error fácil de corregir. El primer título, Yepetta, es Los cristales soñadores, de Theodore Sturgeon. Se trata de una especie de cuento de hadas duro y cruel, pero al mismo tiempo maravilloso y tierno. Te gustará. Y te gustará muchísimo, estoy seguro, una novela llamada La mansión de las rosas, de Thomas Burnett Swann. Lo malo es que quizá te cueste un poco encontrarla, ya que se editó en 1981, pero seguro que das con ella en Internet. Vale la pena que la busques, Yepetta, porque te va a encantar; además, así podrás iniciarte en un deporte muy estimulante: la caza de libros.