Más allá de las discusiones sobre matices filosóficos, ateos y agnósticos estamos de acuerdo en no aceptar las “verdades reveladas”. No creemos en libros sagrados, ni en profetas, ni en mesías: por tanto, tampoco aceptamos la moral subyacente a estas creencias. Con frecuencia, la gente religiosa suele considerar que los ateos (donde digo ateo digo también agnóstico) somos personas sin moral, lo cual no es cierto. El ateo se mantiene fiel a la única moral que puede aceptar: la humanista; es decir, aquella ética cuyo eje es el ser humano y no una ficticia, arbitraria y pintoresca divinidad. Y, si queréis mi opinión, la moral del ateo es más firme que la del religioso, pues éste decide portarse bien por temor a ofender a un dios que puede castigarle eternamente, mientras que el ateo opta por el bien a causa, exclusivamente, de sus principios; por respeto a sí mismo y a sus semejantes. Lo cual no quiere decir, claro, que los ateos sean buenos y los religiosos malos, ni viceversa; de todo hay en todas partes.
Conviene aclarar que con este post no pretendo debatir sobre las sutiles diferencias entre ateismo y agnosticismo, ni tengo la mentor intención de convencer a creyente alguno de nada. No, mi propósito es otro. Dejadme explicaros cómo entiendo yo el ateismo...
Mi infancia transcurrió en medio del nacional-catolicismo franquista, así que a los trece o catorce años me aparté de la religión, sobre todo para huir de aquel asfixiante mundo tridentino de sotanas y sacristía (estudiar en los Maristas también ayudó). Apartarme de lo religioso fue más una reacción que una reflexión, pero unos años después, a los 17 ó 18, leí Por qué no soy cristiano, de Russell y me convertí en agnóstico. Así me mantuve durante muchos años, ignorando altivamente la religión, hasta que a mediados de los ochenta, mi afición a la antropología me llevó a interesarme por el fenómeno religioso, sobre todo por el cristianismo. Leí mucho al respecto (entre otras obras, la Biblia, cosa que no han hecho el 99% de los católicos), reflexioné mucho y acabé convertido en un pacífico ateo contradictoriamente fascinado por la religión.
A mi modo de ver, un ateo (o agnóstico) es alguien racional y escéptico que exige (y se exige) pruebas par creer en algo. Hace poco, un amable merodeador comentaba que, a su modo de ver, la fe era mucho más profunda que la filosofía (que la razón). Ese comentario es una prueba del abismo que separa a creyentes de no creyentes; a mí la fe me parece extremadamente superficial. Creer en algo sin pruebas es fácil; basta con querer creértelo, y la historia demuestra que los seres humanos son capaces de creer en cualquier cosa, por absurda que sea. La razón, sin embargo, exige rigor y esfuerzo, y además se corre el riesgo de topar con respuestas que a uno no le gustan. Cuando hablo de razón no me refiero, por supuesto, al mecanicismo dieciochesco, sino a una lógica, muchas veces difusa, que tenga en cuenta la naturaleza profundamente emotiva del ser humano.
El ateo no acepta una moral dogmática basada en la revelación, sino una moral racional centrada en el ser humano; como decía antes, una moral humanista cuyo resumen sería la Declaración de los Derechos Humanos. El ateo es un librepensador que aboga por la libertad de expresión y niega que haya temas tabú o asuntos sagradamente intocables. El ateo respeta, no las creencias ajenas, sino el derecho de cualquiera a creer en lo que le venga en gana. Es cierto que los ateos tenemos cierta propensión, sobre todo durante la juventud, a discutir con los creyentes; al menos, yo lo hacía. Pero esos debates hueros acaban cansando y, con el tiempo, los ateos solemos renunciar a toda suerte de proselitismo. Si a la gente le da por creer en Yahvé, en Cristo o en el Becerro de Oro, es asunto suyo mientras que no den la murga. Fatigada tolerancia se le llama a eso.
Por lo demás, los ateos y agnósticos no nos organizamos, no interactuamos, no nos reunimos, no seguimos rituales ni tenemos órganos de expresión. Estamos dispersos, aquí y allá, incomunicados, como si no tuviéramos ningún objetivo en común.
Las religiones organizadas, sin embargo, no actúan así. Dado que las distintas iglesias se consideran en posesión de la Verdad Absoluta y del Bien Supremo, tienden a expandirse hasta ocupar todos los nichos sociales, todos los estamentos. Su pretensión es imponer sus creencias y su moral a todo el mundo, ser uno de los pilares básicos de la sociedad, y esto es algo que la historia ha demostrado y sigue demostrando. Salvo escasas excepciones, las religiones son expansivas. Afortunadamente, desde hace un par de siglos el laicismo comenzó a extenderse por occidente y la separación de iglesia y Estado devino en una explosión de desarrollo social, científico y cultural. Pero las religiones, en particular la católica, se resisten a perder el poder y la relevancia social que ostentaban antaño.
Hace poco hemos sabido que el Vaticano se propone “recuperar” a tres países de vieja tradición católica: Italia, Francia y España. Es decir, la guerra de los obispos contra el gobierno socialista, en alianza con la derecha más cavernícola, no es un asunto meramente local, sino fruto de una estrategia. Así pues, en los últimos años hemos visto cómo la iglesia católica, representada por la conferencia episcopal y su radio de cabecera, atacaba ferozmente al laicismo, al aborto, al divorcio, al matrimonio homosexual, a la asignatura de educación para la ciudadanía y a todo cuanto oliese a modernidad y tolerancia; al mismo tiempo, por supuesto, cobraba y cobra alegremente las inconstitucionales subvenciones que le apoquina el Estado; es decir, nosotros con nuestros impuestos. Paralelamente, desde sectores de la política y de la judicatura se han organizado auténticas cruzadas contra determinados avances sociales y científicos, como ha ocurrido con el acoso a las clínicas abortivas, la campaña contra la clonación terapéutica o la cruzada contra la sedación terminal, por el aquel de la eutanasia. La última ocurrencia de la conferencia episcopal ha sobrevenido hoy mismo al emitir un comunicado en el que se aconseja "a los católicos y los ciudadanos que quieran actuar responsablemente" que apoyen "con su voto" a aquellos partidos que no reconozcan "explícita ni implícitamente a una organización terrorista como interlocutor político".
¿Por qué hace esto la iglesia? Muy sencillo: porque puede, porque es una institución organizada que, pese a su cada vez más escasa influencia social, aún tiene capacidad para movilizar a cientos de miles de personas, así como para que sus opiniones sean recogidas y amplificadas por los medios de comunicación. Ese es su mayor poder: la organización.
Porque las estadísticas están en su contra. Es cierto que la mayoría de los españoles se declaran católicos (76 %); sin embargo, sólo un 27 % se declara practicante, lo que significa que aproximadamente un 49 % de la población está compuesto por no practicantes, católicos sui generis que no siguen las doctrinas de la iglesia y cuya religiosidad tiene más de costumbre que de auténtica fe. En cuanto a los descreídos, su número ronda el 20 %. Si la estadística la aplicamos a los menores de 30 años, los resultados son mucho más desfavorecedores para la iglesia, lo cual le augura un negro futuro.
Pero hoy por hoy, la capacidad de influir sobre alrededor de un 30 % de la población resulta un arma muy poderosa que la iglesia no se corta ni un instante en utilizar. No obstante, la voz de un 20 % de descreídos tiene un gran peso... o lo tendría si los descreídos tuviéramos voz. Pero no la tenemos.
Los ateos y agnósticos jamás nos hemos organizado; ¿para que íbamos a hacerlo? Las creencias unen, las no-creencias no. A fin de cuentas, los descreídos abogamos por una sociedad laica donde la religión pertenezca al ámbito privado y quede excluida del público, y eso es lo que se supone que tenemos, ¿no?... Pues, en fin, con el Estado subvencionando a la iglesia, o con la religión en la escuela pública, sinceramente lo dudo mucho. Pero eso no importa; lo realmente grave es que la iglesia católica ha iniciado una intensa campaña en contra del laicismo social. Y eso nos afecta a todos los no creyentes.
Y me da rabia, sí, cuando veo que los obispos llenan una plaza con defensores de la familia cristiana en contra de otras formas de matrimonio sin que ninguna voz, salvo la poco creíble de algunos partidos políticos, se alce en su contra. Me jode que la jerarquía católica exprese su ideología a través del altavoz de los medios de comunicación mientras los librepensadores permanecemos mudos. Me dan por culo aquellos que no paran de exigir respeto para sus absurdas creencias y son incapaces de respetar a los que no las comparten.
Entonces me pregunto: ¿no será el momento de organizarse? ¿No sería oportuna una plataforma nacional que agrupase a todos los ateos y agnósticos y permitiese hacer oír nuestra voz? No estoy hablando de luchar contra la religión, ni de anticlericalismo (que siempre ha sido la excusa victimista perfecta para los religiosos), sino de defender el laicismo.
Bueno, amigos míos, éste era el motivo de la mini-encuesta: conocer la ideología religiosa de los merodeadores de Babel. Ahora, comprobado que la inmensa mayoría sois no-creyentes (¡rojos, que sois todos unos rojos!), me interesaría mucho conocer vuestra opinión respecto a lo expresado en esta entrada. ¿La sociedad laica corre peligro? ¿Sería conveniente –o posible- organizarse?...
Es vuestro turno.
Conviene aclarar que con este post no pretendo debatir sobre las sutiles diferencias entre ateismo y agnosticismo, ni tengo la mentor intención de convencer a creyente alguno de nada. No, mi propósito es otro. Dejadme explicaros cómo entiendo yo el ateismo...
Mi infancia transcurrió en medio del nacional-catolicismo franquista, así que a los trece o catorce años me aparté de la religión, sobre todo para huir de aquel asfixiante mundo tridentino de sotanas y sacristía (estudiar en los Maristas también ayudó). Apartarme de lo religioso fue más una reacción que una reflexión, pero unos años después, a los 17 ó 18, leí Por qué no soy cristiano, de Russell y me convertí en agnóstico. Así me mantuve durante muchos años, ignorando altivamente la religión, hasta que a mediados de los ochenta, mi afición a la antropología me llevó a interesarme por el fenómeno religioso, sobre todo por el cristianismo. Leí mucho al respecto (entre otras obras, la Biblia, cosa que no han hecho el 99% de los católicos), reflexioné mucho y acabé convertido en un pacífico ateo contradictoriamente fascinado por la religión.
A mi modo de ver, un ateo (o agnóstico) es alguien racional y escéptico que exige (y se exige) pruebas par creer en algo. Hace poco, un amable merodeador comentaba que, a su modo de ver, la fe era mucho más profunda que la filosofía (que la razón). Ese comentario es una prueba del abismo que separa a creyentes de no creyentes; a mí la fe me parece extremadamente superficial. Creer en algo sin pruebas es fácil; basta con querer creértelo, y la historia demuestra que los seres humanos son capaces de creer en cualquier cosa, por absurda que sea. La razón, sin embargo, exige rigor y esfuerzo, y además se corre el riesgo de topar con respuestas que a uno no le gustan. Cuando hablo de razón no me refiero, por supuesto, al mecanicismo dieciochesco, sino a una lógica, muchas veces difusa, que tenga en cuenta la naturaleza profundamente emotiva del ser humano.
El ateo no acepta una moral dogmática basada en la revelación, sino una moral racional centrada en el ser humano; como decía antes, una moral humanista cuyo resumen sería la Declaración de los Derechos Humanos. El ateo es un librepensador que aboga por la libertad de expresión y niega que haya temas tabú o asuntos sagradamente intocables. El ateo respeta, no las creencias ajenas, sino el derecho de cualquiera a creer en lo que le venga en gana. Es cierto que los ateos tenemos cierta propensión, sobre todo durante la juventud, a discutir con los creyentes; al menos, yo lo hacía. Pero esos debates hueros acaban cansando y, con el tiempo, los ateos solemos renunciar a toda suerte de proselitismo. Si a la gente le da por creer en Yahvé, en Cristo o en el Becerro de Oro, es asunto suyo mientras que no den la murga. Fatigada tolerancia se le llama a eso.
Por lo demás, los ateos y agnósticos no nos organizamos, no interactuamos, no nos reunimos, no seguimos rituales ni tenemos órganos de expresión. Estamos dispersos, aquí y allá, incomunicados, como si no tuviéramos ningún objetivo en común.
Las religiones organizadas, sin embargo, no actúan así. Dado que las distintas iglesias se consideran en posesión de la Verdad Absoluta y del Bien Supremo, tienden a expandirse hasta ocupar todos los nichos sociales, todos los estamentos. Su pretensión es imponer sus creencias y su moral a todo el mundo, ser uno de los pilares básicos de la sociedad, y esto es algo que la historia ha demostrado y sigue demostrando. Salvo escasas excepciones, las religiones son expansivas. Afortunadamente, desde hace un par de siglos el laicismo comenzó a extenderse por occidente y la separación de iglesia y Estado devino en una explosión de desarrollo social, científico y cultural. Pero las religiones, en particular la católica, se resisten a perder el poder y la relevancia social que ostentaban antaño.
Hace poco hemos sabido que el Vaticano se propone “recuperar” a tres países de vieja tradición católica: Italia, Francia y España. Es decir, la guerra de los obispos contra el gobierno socialista, en alianza con la derecha más cavernícola, no es un asunto meramente local, sino fruto de una estrategia. Así pues, en los últimos años hemos visto cómo la iglesia católica, representada por la conferencia episcopal y su radio de cabecera, atacaba ferozmente al laicismo, al aborto, al divorcio, al matrimonio homosexual, a la asignatura de educación para la ciudadanía y a todo cuanto oliese a modernidad y tolerancia; al mismo tiempo, por supuesto, cobraba y cobra alegremente las inconstitucionales subvenciones que le apoquina el Estado; es decir, nosotros con nuestros impuestos. Paralelamente, desde sectores de la política y de la judicatura se han organizado auténticas cruzadas contra determinados avances sociales y científicos, como ha ocurrido con el acoso a las clínicas abortivas, la campaña contra la clonación terapéutica o la cruzada contra la sedación terminal, por el aquel de la eutanasia. La última ocurrencia de la conferencia episcopal ha sobrevenido hoy mismo al emitir un comunicado en el que se aconseja "a los católicos y los ciudadanos que quieran actuar responsablemente" que apoyen "con su voto" a aquellos partidos que no reconozcan "explícita ni implícitamente a una organización terrorista como interlocutor político".
¿Por qué hace esto la iglesia? Muy sencillo: porque puede, porque es una institución organizada que, pese a su cada vez más escasa influencia social, aún tiene capacidad para movilizar a cientos de miles de personas, así como para que sus opiniones sean recogidas y amplificadas por los medios de comunicación. Ese es su mayor poder: la organización.
Porque las estadísticas están en su contra. Es cierto que la mayoría de los españoles se declaran católicos (76 %); sin embargo, sólo un 27 % se declara practicante, lo que significa que aproximadamente un 49 % de la población está compuesto por no practicantes, católicos sui generis que no siguen las doctrinas de la iglesia y cuya religiosidad tiene más de costumbre que de auténtica fe. En cuanto a los descreídos, su número ronda el 20 %. Si la estadística la aplicamos a los menores de 30 años, los resultados son mucho más desfavorecedores para la iglesia, lo cual le augura un negro futuro.
Pero hoy por hoy, la capacidad de influir sobre alrededor de un 30 % de la población resulta un arma muy poderosa que la iglesia no se corta ni un instante en utilizar. No obstante, la voz de un 20 % de descreídos tiene un gran peso... o lo tendría si los descreídos tuviéramos voz. Pero no la tenemos.
Los ateos y agnósticos jamás nos hemos organizado; ¿para que íbamos a hacerlo? Las creencias unen, las no-creencias no. A fin de cuentas, los descreídos abogamos por una sociedad laica donde la religión pertenezca al ámbito privado y quede excluida del público, y eso es lo que se supone que tenemos, ¿no?... Pues, en fin, con el Estado subvencionando a la iglesia, o con la religión en la escuela pública, sinceramente lo dudo mucho. Pero eso no importa; lo realmente grave es que la iglesia católica ha iniciado una intensa campaña en contra del laicismo social. Y eso nos afecta a todos los no creyentes.
Y me da rabia, sí, cuando veo que los obispos llenan una plaza con defensores de la familia cristiana en contra de otras formas de matrimonio sin que ninguna voz, salvo la poco creíble de algunos partidos políticos, se alce en su contra. Me jode que la jerarquía católica exprese su ideología a través del altavoz de los medios de comunicación mientras los librepensadores permanecemos mudos. Me dan por culo aquellos que no paran de exigir respeto para sus absurdas creencias y son incapaces de respetar a los que no las comparten.
Entonces me pregunto: ¿no será el momento de organizarse? ¿No sería oportuna una plataforma nacional que agrupase a todos los ateos y agnósticos y permitiese hacer oír nuestra voz? No estoy hablando de luchar contra la religión, ni de anticlericalismo (que siempre ha sido la excusa victimista perfecta para los religiosos), sino de defender el laicismo.
Bueno, amigos míos, éste era el motivo de la mini-encuesta: conocer la ideología religiosa de los merodeadores de Babel. Ahora, comprobado que la inmensa mayoría sois no-creyentes (¡rojos, que sois todos unos rojos!), me interesaría mucho conocer vuestra opinión respecto a lo expresado en esta entrada. ¿La sociedad laica corre peligro? ¿Sería conveniente –o posible- organizarse?...
Es vuestro turno.