En alguna ocasiones –no muchas, es cierto- he utilizado esta tribuna para abriros mi corazón y mostraros alguna de las miserias que en él anidan. Supongo que esta suerte de estriptease me sirve a mí de catarsis y a vosotros... bueno, a vosotros no os sirve de nada, salvo para darle gustito a ese pequeño cotilla que todos llevamos dentro. En esta ocasión voy a desnudar de nuevo mi alma, aunque me temo que el resultado no va a conducir a ninguna catarsis, sino a la vergüenza. Mi vergüenza en estado puro y vuestra vergüenza ajena.
Durante una larga década, de 1981 a 1991, trabajé en agencias de publicidad como creativo. Supongo que la palabra “publicitario” (o “publicista”, como equivocadamente llaman a los publicitarios quienes no conocen el medio) evoca en vuestras mentes la imagen de un individuo rodeado de bellísimas modelos que se toca las narices mientras consume sofisticados cócteles en locales de moda y se pone ciego de farlopa esnifada en el WC mediante billetes de quinientos euros enrollados. Pues bien, ese estereotipo es tan falso como las tetas de Pamela Anderson, aunque no tan grande. Bueno, algo hay –o hubo- de cierto en lo de la farlopa, pero por lo demás, sólo puedo decir que en publicidad básicamente se trabaja mucho, muchísimo, demasiado. Os juro que jamás he currado tanto en mi vida como cuando trabajé en publicidad. Es cierto que los sueldos eran espléndidos y que se contaba con ciertas ventajas, como viajar en primera u hospedarte en hoteles de lujo, pero nada de eso suponía satisfacción alguna, porque cuando se trabaja en publicidad uno vende su alma y, lo que es peor, también su privacidad y su tiempo libre. Cuando uno trabaja en publicidad, todo es publicidad.
Y no os creáis que ese trabajo consiste sólo en pergeñar sutiles estrategias y desarrollar grandes campañas, no, ni mucho menos. La mayor parte de la labor de un creativo consiste en sacar adelante folletos, catálogos, sales folder, pequeñas inserciones... en fin, basurilla. Además, y esto es aún peor, al menos el ochenta por ciento del trabajo realizado por un creativo, por bueno que sea, no verá jamás la luz, morirá en el papel, será inútil. Algo muy frustrante, os lo juro.
Pero hay algo más. Hace unos meses me dio por recordar mi pasado publicitario y me di cuenta de que, después de dieciocho años alejado del medio, ya no quedaba absolutamente nada de mi trabajo. Los anuncios, por propia naturaleza, son productos con fecha de caducidad. Raro es el spot que se emite más de dos temporadas seguidas y las estrategias publicitarias, algo más duraderas, cambian conforme se alteran las circunstancias del mercado. Así pues, hoy ya no queda ni rastro, ni la más mínima huella, de los diez años de duro trabajo que dediqué a la publicidad. Es como si jamás hubiera pasado por allí.
Bueno, eso creía yo hasta que, hace unos días, vi un episodio de los Simpson en el que Lisa (o Bart, no recuerdo) tenía una pesadilla en la que se le aparecían todos los osos famosos de la ficción, desde Teddy Bear hasta Yogui, pasando por Winnie the Pooh. Entonces, de repente, apareció en pantalla uno de los Osos Amorosos y comprendí que estaba equivocado; ahí, delante de mis narices, se hallaba mi legado a la posteridad.
Me explicaré. Corría el año 1983 o 1984; yo era copy (redactor) en la agencia de publicidad Grey. Una de las cuentas que tenía asignadas era la de General Toys, un fabricante multinacional de juguetes entre cuyos productos se encontraban las figuritas y maquetas de Star Wars. Pues bien, un buen día me llegó un encargo; General Toys España iba a lanzar en nuestro país una colección de muñecos y accesorios llamados Care Bears. Se trataba de una serie de figuras con forma de oso de peluche; cada figura tenía asignado un símbolo diferente relacionado con su cometido, que siempre era una buena acción: ayudar a dormir, quitar el miedo, decir la verdad... En fin, unos juguetes vomitivamente cursis. Pues bien, mi trabajo consistía en encontrarles un nombre español. Como la palabra “care” no tiene una buena traducción literal a nuestro idioma, había que buscar un nombre pegadizo con connotaciones más o menos próximas a su significado original.
Como sin duda habéis adivinado, esa es precisamente la clase de trabajo-basurilla al que antes me refería. Dado que me pagaban precisamente por hacer esas gilipolleces, me puse a la labor y redacté una lista con posibles nombres alternativos. Sólo recuerdo uno, el que finalmente aceptó el cliente: Osos Amorosos. En fin, lo hice y me olvidé por completo del asunto.
Hasta que hace unos días vi el episodio de los Simpson y me di cuenta de que esas dos palabras, Osos Amorosos, eran todo lo que quedaba de una década de duro trabajo. ¿Os podéis hacer una idea de lo deprimente que es esto? Esa rima ridícula capaz de provocar rubor en un chaval de siete años no excesivamente espabilado. Y, además, la imagen que evoca ese nombre... Al menos yo, no puedo evitar imaginarme a un enorme oso pardo dándome lujuriosos lengüetazos mientras frota sus partes pudendas contra mi pierna (fracturándome la tibia de paso). Lo dicho: deprimente.
En fin, al menos me queda el consuelo de que en Hispanoamérica se les llama “Cariñositos” a esos bichos repelentes (vaya nombrecito también), de modo que mi vergüenza se circunscribe al entorno de nuestro país. No obstante, ya por siempre será una dolorosa carga para mí ser consciente de que, cuando yo muera, cuando mi nombre sea olvidado y mis novelas se conviertan en polvo, todavía habrá por ahí una absurdas figuras con aspecto de osos pederastas de cuyo nombre, Osos Amorosos, yo soy el autor. Y nadie lo sabrá.
Afortunadamente.
Durante una larga década, de 1981 a 1991, trabajé en agencias de publicidad como creativo. Supongo que la palabra “publicitario” (o “publicista”, como equivocadamente llaman a los publicitarios quienes no conocen el medio) evoca en vuestras mentes la imagen de un individuo rodeado de bellísimas modelos que se toca las narices mientras consume sofisticados cócteles en locales de moda y se pone ciego de farlopa esnifada en el WC mediante billetes de quinientos euros enrollados. Pues bien, ese estereotipo es tan falso como las tetas de Pamela Anderson, aunque no tan grande. Bueno, algo hay –o hubo- de cierto en lo de la farlopa, pero por lo demás, sólo puedo decir que en publicidad básicamente se trabaja mucho, muchísimo, demasiado. Os juro que jamás he currado tanto en mi vida como cuando trabajé en publicidad. Es cierto que los sueldos eran espléndidos y que se contaba con ciertas ventajas, como viajar en primera u hospedarte en hoteles de lujo, pero nada de eso suponía satisfacción alguna, porque cuando se trabaja en publicidad uno vende su alma y, lo que es peor, también su privacidad y su tiempo libre. Cuando uno trabaja en publicidad, todo es publicidad.
Y no os creáis que ese trabajo consiste sólo en pergeñar sutiles estrategias y desarrollar grandes campañas, no, ni mucho menos. La mayor parte de la labor de un creativo consiste en sacar adelante folletos, catálogos, sales folder, pequeñas inserciones... en fin, basurilla. Además, y esto es aún peor, al menos el ochenta por ciento del trabajo realizado por un creativo, por bueno que sea, no verá jamás la luz, morirá en el papel, será inútil. Algo muy frustrante, os lo juro.
Pero hay algo más. Hace unos meses me dio por recordar mi pasado publicitario y me di cuenta de que, después de dieciocho años alejado del medio, ya no quedaba absolutamente nada de mi trabajo. Los anuncios, por propia naturaleza, son productos con fecha de caducidad. Raro es el spot que se emite más de dos temporadas seguidas y las estrategias publicitarias, algo más duraderas, cambian conforme se alteran las circunstancias del mercado. Así pues, hoy ya no queda ni rastro, ni la más mínima huella, de los diez años de duro trabajo que dediqué a la publicidad. Es como si jamás hubiera pasado por allí.
Bueno, eso creía yo hasta que, hace unos días, vi un episodio de los Simpson en el que Lisa (o Bart, no recuerdo) tenía una pesadilla en la que se le aparecían todos los osos famosos de la ficción, desde Teddy Bear hasta Yogui, pasando por Winnie the Pooh. Entonces, de repente, apareció en pantalla uno de los Osos Amorosos y comprendí que estaba equivocado; ahí, delante de mis narices, se hallaba mi legado a la posteridad.
Me explicaré. Corría el año 1983 o 1984; yo era copy (redactor) en la agencia de publicidad Grey. Una de las cuentas que tenía asignadas era la de General Toys, un fabricante multinacional de juguetes entre cuyos productos se encontraban las figuritas y maquetas de Star Wars. Pues bien, un buen día me llegó un encargo; General Toys España iba a lanzar en nuestro país una colección de muñecos y accesorios llamados Care Bears. Se trataba de una serie de figuras con forma de oso de peluche; cada figura tenía asignado un símbolo diferente relacionado con su cometido, que siempre era una buena acción: ayudar a dormir, quitar el miedo, decir la verdad... En fin, unos juguetes vomitivamente cursis. Pues bien, mi trabajo consistía en encontrarles un nombre español. Como la palabra “care” no tiene una buena traducción literal a nuestro idioma, había que buscar un nombre pegadizo con connotaciones más o menos próximas a su significado original.
Como sin duda habéis adivinado, esa es precisamente la clase de trabajo-basurilla al que antes me refería. Dado que me pagaban precisamente por hacer esas gilipolleces, me puse a la labor y redacté una lista con posibles nombres alternativos. Sólo recuerdo uno, el que finalmente aceptó el cliente: Osos Amorosos. En fin, lo hice y me olvidé por completo del asunto.
Hasta que hace unos días vi el episodio de los Simpson y me di cuenta de que esas dos palabras, Osos Amorosos, eran todo lo que quedaba de una década de duro trabajo. ¿Os podéis hacer una idea de lo deprimente que es esto? Esa rima ridícula capaz de provocar rubor en un chaval de siete años no excesivamente espabilado. Y, además, la imagen que evoca ese nombre... Al menos yo, no puedo evitar imaginarme a un enorme oso pardo dándome lujuriosos lengüetazos mientras frota sus partes pudendas contra mi pierna (fracturándome la tibia de paso). Lo dicho: deprimente.
En fin, al menos me queda el consuelo de que en Hispanoamérica se les llama “Cariñositos” a esos bichos repelentes (vaya nombrecito también), de modo que mi vergüenza se circunscribe al entorno de nuestro país. No obstante, ya por siempre será una dolorosa carga para mí ser consciente de que, cuando yo muera, cuando mi nombre sea olvidado y mis novelas se conviertan en polvo, todavía habrá por ahí una absurdas figuras con aspecto de osos pederastas de cuyo nombre, Osos Amorosos, yo soy el autor. Y nadie lo sabrá.
Afortunadamente.