El otro día compré un libro llamado Dios no existe (Debate, 2009), de Christopher Hitchens. El título no deja lugar a dudas: se trata de un libro sobre ateismo; de hecho, es una recopilación de textos ateos de diversos autores, desde Lucrecio hasta Salman Rushdie, pasando por Mark Twain o Ian McEwan. El año anterior, la misma editorial había publicado otra obra del mismo autor, Dios no es bueno (Debate, 2008), un alegato acerca de lo perjuicios causados por la religión a lo largo de la historia. Ese mismo año se editó La Biblia del ateo (Seix Barral 2008), de Joan Konner, una antología de máximas ateas. Un año antes, apareció El espejismo de Dios (Espasa, 2007), un vigoroso ensayo ateo escrito por Richard Dawkins. Otro año atrás, se publicó Tratado de ateología (Anagrama, 2006), de Michel Onfray. Y tres años antes se editó Por qué no soy musulmán (Ediciones del Bronce 2003), de Ibn Warraq, un ejercicio de ateismo orientado contra el Islam.
Paralelamente, han aparecido otros dos libros que, si bien no se centran en el ateismo, atacan las creencias pseudocientíficas y supersticiosas tan en boga en nuestro tiempo: Por qué creemos en cosas raras (Alba 2008), de Michael Shermer, y Los nuevos charlatanes (Ares y Mares 2008), de Damian Thompson. Ambos títulos critican, sobre todo, la pseudomística de baratillo de la New Age, las falsas medicinas como la homeopatía o la reflexoterapia, lo paranormal, las experiencias cercanas a la muerte, las abducciones OVNI y todas esas chaladuras, pero también dedican muchas páginas a combatir ciertos aspectos de la religión, como el furibundo ataque integrista contra el darwinismo basado en la impostura del “diseño inteligente”.
Yo diría que, en los últimos seis años, se han editado en nuestro país más libros sobre ateismo que durante el resto de nuestra democracia (antes, durante el franquismo, sencillamente estaban prohibidos). ¿Por qué este repentino interés por el pensamiento ateo? O, mejor aún, ¿por qué de repente los ateos se dedican a defender públicamente sus ideas? En realidad, es extraño, pues los ateos suelen ser poco dados al proselitismo. Todo ateo, generalmente en la juventud, ha pasado por un periodo durante el cual discutía con cualquier religioso que se le ponía delante. No obstante, el ateo pronto descubre que esas discusiones son inútiles, no conducen a nada y acaban resultando tediosas, así que el ateo decide callarse y no discutir salvo que le toquen mucho las narices. Además, el ateo sabe que los vientos de la historia le son favorables; las sociedades occidentales son cada vez más laicas, el peso de la religión cada vez es menor, así que basta con sentarse tranquilamente y confiar en que el proceso siga su curso.
El problema es que las religiones (particularmente las diversas ramas del cristianismo) también han advertido su decadencia y han decidido pasar al contraataque. Es evidente que los estamentos religiosos, aliados con los sectores políticos más conservadores –sean los neo-con de Bush o el PP de Aznar-, iniciaron una ofensiva en toda la regla para ocupar más nichos de poder en la sociedad. Y no me voy a molestar en ofrecer ejemplos, porque podéis encontrarlos en todos los medios de comunicación. Así pues, el despertar de los ateos, que no sólo puede constatarse por la proliferación de libros sobre el tema, sino también por acciones públicas como la de los autobuses con el lema “probablemente dios no existe”, no es en realidad un ataque contra la religión, sino una defensa del laicismo ante la ofensiva teísta.
Otra cuestión es, y ya centrándonos en España, cómo se plantea la iglesia católica esa ofensiva. Algunas de las cosas que hace las entiendo; no las comparto, pero las entiendo; sin embargo, otras... no sé, es como si hablaran y actuaran seres de otro planeta, o de otro tiempo. Por ejemplo, nuestro ínclito cardenal Antonio Cañizares ha declarado recientemente: "No es comparable lo que haya podido pasar en unos cuantos colegios" -en relación con los abusos a menores cometidos en escuelas católicas irlandesas entre los años 50 y 80- "con los millones de vidas destruidas por el aborto".
No pretendo iniciar un debate sobre el aborto; es un tema delicado y, en realidad, a nadie le gusta la idea de abortar, aunque algunos pensemos que es un derecho inalienable de la mujer. No obstante, no es lo mismo un aborto que un asesinato, igual que no es lo mismo partir por la mitad una semilla que talar un árbol. Incluso los propios antiabortistas aceptan implícitamente que no es lo mismo. De hecho, cuando una mujer sufre un aborto natural, es un disgusto, sí, una desilusión, pero nadie organiza un funeral ni se viste de luto. Y en el caso de los abortos provocados, muy pocos antiabortistas se atreven a pedir que las mujeres que han abortado sean castigadas con penas similares a las de los asesinos.
Pero el señor Cañizares ve las cosas de otra forma. Para él, la destrucción de embriones es un pecado horrible, pues no solo es asesinato, sino que además las víctimas son pobres seres inocentes e indefensos. Por el contrario, abusar sexualmente de unos cuantos miles de niños... en fin, nadie ha muerto, ¿verdad? El señor Cañizares sostiene que interrumpir el desarrollo de un organismo no consciente, un puñado de células en proceso de formación, es mucho más grave que destruir moral y psicológicamente a un niño. ¿Esa es la clase de ética que pretende vendernos la jerarquía católica? Así les va.
Pero vamos a suponer que el señor Cañizares tiene razón; aceptemos que el aborto es el crimen más execrable que pueda cometerse, una atrocidad por la cual las mujeres que abortan y los médicos que las asisten deberían arder en la hoguera. Vale, la pregunta es: ¿le resta eso ni un ápice de gravedad al delito de abusar sexualmente de un menor? Ya que hay abortos, ¿barra libre y monaguillos para todos?
A veces, los comentarios de algunos religiosos hacen más en pro del ateismo que todos los libros del mundo.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
viernes, mayo 29
jueves, mayo 21
Buenas malas novelas
Un amable merodeador de Babel, Arturo Villarrubia, sugería llevar el juego de la anterior entrada al terreno literario; es decir, confeccionar una lista de buenos malos libros, de novelas que reconocemos como bodrios, pero que por algún motivo nos gustan. Me pareció buena idea, así que me puse a redactar una lista y... cuando sólo había anotado cuatro títulos me quedé paralizado, inmerso en un mar de dudas. No sabía si las obras que había elegido eran malas o buenas, no lograba encontrar baremos adecuados. Lo que era fácil aplicado al cine resultaba jodidamente trabajoso referido a la literatura. Pero, ¿por qué?
De entrada, no es lo mismo una novela que una película. Y eso que se parecen mucho, no os creáis que no; la narrativa es, en líneas generales, similar, tienen importantes elementos comunes (argumento y personajes, sin ir más lejos), y lo uno se puede convertir en lo otro (y lo otro en lo uno) sin demasiada dificultad, como demuestran las innumerables obras literarias adaptadas a la gran pantalla. Pero hay una diferencia básica: una novela es producto del trabajo de una única persona, el escritor, mientras que una película es fruto de un colectivo. Es decir, puede que una película tenga un argumento soso y una dirección plana, pero a lo mejor contiene una interpretación de quitar el hipo, o la fotografía es la pera, o la música maravillosa... Hay gran cantidad de elementos que influyen en la percepción de un film, y algunos de ellos pueden ser tan poderosos como para cambiar la apreciación acerca del conjunto.
Sin embargo, el escritor es omnipresente; él crea el argumento, diseña los personajes, les da voz, pone las luces, construye los decorados, lo hace todo: por tanto, si el escritor es un maula, eso afectará a todos los aspectos de la novela. O no, porque un escritor puede, por ejemplo, construir magníficos argumentos y ser flojo en el diseño de personajes, o ser brillante con los diálogos y un tarugo con las descripciones, o tener una prosa bellísima pero ni idea de narrar. En efecto, una novela puede gustarte (o disgustarte) sólo en parte; de hecho, sucede con frecuencia. Ahora bien, ¿cómo pondero esos elementos para evaluar la calidad global, teniendo en cuenta que debe tratarse de un texto que considero malo pero que al mismo tiempo me gusta los suficiente como para leerlo? Porque, ojo, una película se ve en un par de horas, pero una novela requiere mucho más tiempo; vale, no tenemos inconveniente en perder ciento veinte minutos en una nadería, pero ¿y veinticuatro horas?
Hay cosas que no le perdono a un texto escrito, pero sí podría eventualmente aceptar de una película. Por ejemplo, los personajes. Soy incapaz de leer novelas con personajes planos y/o inconsistentes, sencillamente me desconecto; sin embargo, una película con malos personajes puede ofrecerme un espectáculo visual trepidante a cambio. ¿Qué puede ofrecerme una novela para compensar unos caracteres mal compuestos? ¿Un gran argumento? Una trama sin personajes no me interesa. Entonces, ¿la prosa? Pues mira, ese es quizá el baremo más usado para juzgar la calidad de un texto. Así pues, podríamos confeccionar una lista de buenas malas novelas escogiendo textos escritos con una prosa digamos que meramente funcional, pero muy bien narrados, con personajes sólidos y argumentos imaginativos. Lo que pasa es que, si hacemos eso, la lista puede acabar siendo inmensa. Además, no creo que la prosa sea el elemento sine qua non para determinar la calidad de un libro. En mi opinión, tratándose de novela el factor clave es la técnica narrativa, aunque ni siquiera eso puede considerarse una norma general, pues hay verdaderas obras maestras con muy poquita narrativa dentro.
En cierta ocasión, mi buena amiga y gran escritora Care Santos me comentó que estaba leyendo los cuentos de Robert Bloch. Ella no tenía por aquel entonces mucha experiencia con la literatura de género –en concreto, no conocía a ese escritor- y, comentando la calidad de esos relatos, recuerdo que dijo: “no sé si son comida basura o maravillosas delicatessen, pero me encantan”. Y es que, según el punto de vista que se escoja, un mismo texto puede ser un bodrio o una pequeña obra maestra. Si encima nos movemos en la nebulosa zona de los buenos-malos la cuestión se vuelve aún más compleja.
Pero hay algo más: creo que, de algún modo, le exigimos menos al cine que a la literatura. Parece como si al cine, al ser un espectáculo, se le permitiera ser entretenido sin poner en duda su calidad, mientras que calificar a una novela de entretenida es ponerla automáticamente bajo sospecha. Diríase que el cine es un arte menor que, por tanto, puede consumirse con cierta ligereza, mientras que la literatura es un arte sublime que requiere para su consumo adoptar una expresión adusta y proveerse de grandes dosis de tenacidad. Por ejemplo, muchos intelectuales no tienen ningún reparo en reconocer que adoran el cine clásico de Hollywood y confiesan que les encantan los western de John Ford. Pues bien, ¿cuántos de esos intelectuales admiradores de Ford han leído aunque sólo sea una novela del oeste? Y quien dice western, dice thriller, ciencia ficción o cualquier otro género. De hecho, nadie tiene nada contra el cine de género, pero la literatura de género sigue levantando suspicacias en los círculos académicos.
A todo esto debe añadirse que, mientras que sí veo más de una vez las mismas películas, rara vez releo una novela. Por tanto, hay novelas que leí cuando era muy joven y me encantaron, pero que quizá ahora me pareciesen un pestiño, así que no puedo fiarme mucho de mi memoria ni de la huella que esas novelas dejaron en ella. En resumen, que no he podido confeccionar una lista de buenas malas novelas, así que comentaré brevemente los escasos títulos que había barajado.
En primer lugar, no una novela, sino un escritor: Keith Laumer. Se trata de un autor de ciencia ficción de segunda fila que acabó sus días literalmente como un cencerro. Hace mucho tiempo, leí varias obras suyas: El largo crepúsculo, La jaula infinita, Catástrofe planetaria, Un resto de memoria, Mundos de Imperio y puede que alguna otra que ahora no recuerdo. Casi todas son muy parecidas; sus protagonistas suelen ser superhombres amnésicos, o mesías oscuros, que van descubriendo poco a poco sus extraordinarios poderes, así como que forman parte de alguna confusa conspiración a escala cósmica. En fin, cuando leía esas novelas sabía con certeza que eran malas, pero había algo en ellas que me divertía profundamente. Vamos, que me están entrando ganas de releer alguna...
Otro candidato para la lista: Dune, de Frank Herbert. Sé que por decir esto más de uno me va a poner a parir, pero es lo que pienso, amigos míos. Herbert era un famoso escritor de ciencia ficción, pero un pésimo escritor. Era muy malo, de verdad, tenía una prosa espantosa, utilizaba recursos baratos, carecía de sentido del ritmo, no tenía ni idea de componer personajes y sus argumentos eran delirantes o, simplemente, aburridos. Pero en cierta ocasión escribió una novela, tan mal escrita como todas las otras, aunque con un argumento resultón (algo así como una novela “de Ruritania” en ambiente futurista). La cosa, muy larga, tenia toques místicos, un mundo y una mitología más o menos coherentes y un protagonista en plan “emperador de todas las cosas”. Lo llamó Dune, lo publicó y tuvo un éxito del copón bendito. En fin, la novela es tan mala como todas las suyas (luego se multiplicó en una inacabable serie aún más espantosa), pero también es divertida, tiene su punto, lo suficiente como para hacer olvidar lo mal escrita que está. Una buena mala novela, vamos.
En tercer lugar, otro autor; mejor dicho, dos autores: Douglas Preston y Lincoln Child. Esta pareja escribe género de terror, thrillers más o menos sobrenaturales, algún que otro tecnothriller e incluso novelas de aventuras. Son novelas absolutamente carentes de cualquier pretensión, simples entretenimientos, a veces malos sin paliativos; pero ocasionalmente consiguen pergeñar relatos muy divertidos que respetan la inteligencia del lector. Novelas como The Relic, Los asesinatos de Manhattan o la serie protagonizada por el agente Pendergast son ideales para pasar un buen rato sin grandes complicaciones.
Por último, El Padrino, de Mario Puzo. Y aquí se me desmontó el tenderete, porque no estoy nada seguro de que El Padrino sea una mala novela. La verdad es que no sé lo que es; igual se trata de un clásico contemporáneo, vete tú a saber. O bazofia populachera, depende del punto de vista. ¿Veis como no es fácil?
De entrada, no es lo mismo una novela que una película. Y eso que se parecen mucho, no os creáis que no; la narrativa es, en líneas generales, similar, tienen importantes elementos comunes (argumento y personajes, sin ir más lejos), y lo uno se puede convertir en lo otro (y lo otro en lo uno) sin demasiada dificultad, como demuestran las innumerables obras literarias adaptadas a la gran pantalla. Pero hay una diferencia básica: una novela es producto del trabajo de una única persona, el escritor, mientras que una película es fruto de un colectivo. Es decir, puede que una película tenga un argumento soso y una dirección plana, pero a lo mejor contiene una interpretación de quitar el hipo, o la fotografía es la pera, o la música maravillosa... Hay gran cantidad de elementos que influyen en la percepción de un film, y algunos de ellos pueden ser tan poderosos como para cambiar la apreciación acerca del conjunto.
Sin embargo, el escritor es omnipresente; él crea el argumento, diseña los personajes, les da voz, pone las luces, construye los decorados, lo hace todo: por tanto, si el escritor es un maula, eso afectará a todos los aspectos de la novela. O no, porque un escritor puede, por ejemplo, construir magníficos argumentos y ser flojo en el diseño de personajes, o ser brillante con los diálogos y un tarugo con las descripciones, o tener una prosa bellísima pero ni idea de narrar. En efecto, una novela puede gustarte (o disgustarte) sólo en parte; de hecho, sucede con frecuencia. Ahora bien, ¿cómo pondero esos elementos para evaluar la calidad global, teniendo en cuenta que debe tratarse de un texto que considero malo pero que al mismo tiempo me gusta los suficiente como para leerlo? Porque, ojo, una película se ve en un par de horas, pero una novela requiere mucho más tiempo; vale, no tenemos inconveniente en perder ciento veinte minutos en una nadería, pero ¿y veinticuatro horas?
Hay cosas que no le perdono a un texto escrito, pero sí podría eventualmente aceptar de una película. Por ejemplo, los personajes. Soy incapaz de leer novelas con personajes planos y/o inconsistentes, sencillamente me desconecto; sin embargo, una película con malos personajes puede ofrecerme un espectáculo visual trepidante a cambio. ¿Qué puede ofrecerme una novela para compensar unos caracteres mal compuestos? ¿Un gran argumento? Una trama sin personajes no me interesa. Entonces, ¿la prosa? Pues mira, ese es quizá el baremo más usado para juzgar la calidad de un texto. Así pues, podríamos confeccionar una lista de buenas malas novelas escogiendo textos escritos con una prosa digamos que meramente funcional, pero muy bien narrados, con personajes sólidos y argumentos imaginativos. Lo que pasa es que, si hacemos eso, la lista puede acabar siendo inmensa. Además, no creo que la prosa sea el elemento sine qua non para determinar la calidad de un libro. En mi opinión, tratándose de novela el factor clave es la técnica narrativa, aunque ni siquiera eso puede considerarse una norma general, pues hay verdaderas obras maestras con muy poquita narrativa dentro.
En cierta ocasión, mi buena amiga y gran escritora Care Santos me comentó que estaba leyendo los cuentos de Robert Bloch. Ella no tenía por aquel entonces mucha experiencia con la literatura de género –en concreto, no conocía a ese escritor- y, comentando la calidad de esos relatos, recuerdo que dijo: “no sé si son comida basura o maravillosas delicatessen, pero me encantan”. Y es que, según el punto de vista que se escoja, un mismo texto puede ser un bodrio o una pequeña obra maestra. Si encima nos movemos en la nebulosa zona de los buenos-malos la cuestión se vuelve aún más compleja.
Pero hay algo más: creo que, de algún modo, le exigimos menos al cine que a la literatura. Parece como si al cine, al ser un espectáculo, se le permitiera ser entretenido sin poner en duda su calidad, mientras que calificar a una novela de entretenida es ponerla automáticamente bajo sospecha. Diríase que el cine es un arte menor que, por tanto, puede consumirse con cierta ligereza, mientras que la literatura es un arte sublime que requiere para su consumo adoptar una expresión adusta y proveerse de grandes dosis de tenacidad. Por ejemplo, muchos intelectuales no tienen ningún reparo en reconocer que adoran el cine clásico de Hollywood y confiesan que les encantan los western de John Ford. Pues bien, ¿cuántos de esos intelectuales admiradores de Ford han leído aunque sólo sea una novela del oeste? Y quien dice western, dice thriller, ciencia ficción o cualquier otro género. De hecho, nadie tiene nada contra el cine de género, pero la literatura de género sigue levantando suspicacias en los círculos académicos.
A todo esto debe añadirse que, mientras que sí veo más de una vez las mismas películas, rara vez releo una novela. Por tanto, hay novelas que leí cuando era muy joven y me encantaron, pero que quizá ahora me pareciesen un pestiño, así que no puedo fiarme mucho de mi memoria ni de la huella que esas novelas dejaron en ella. En resumen, que no he podido confeccionar una lista de buenas malas novelas, así que comentaré brevemente los escasos títulos que había barajado.
En primer lugar, no una novela, sino un escritor: Keith Laumer. Se trata de un autor de ciencia ficción de segunda fila que acabó sus días literalmente como un cencerro. Hace mucho tiempo, leí varias obras suyas: El largo crepúsculo, La jaula infinita, Catástrofe planetaria, Un resto de memoria, Mundos de Imperio y puede que alguna otra que ahora no recuerdo. Casi todas son muy parecidas; sus protagonistas suelen ser superhombres amnésicos, o mesías oscuros, que van descubriendo poco a poco sus extraordinarios poderes, así como que forman parte de alguna confusa conspiración a escala cósmica. En fin, cuando leía esas novelas sabía con certeza que eran malas, pero había algo en ellas que me divertía profundamente. Vamos, que me están entrando ganas de releer alguna...
Otro candidato para la lista: Dune, de Frank Herbert. Sé que por decir esto más de uno me va a poner a parir, pero es lo que pienso, amigos míos. Herbert era un famoso escritor de ciencia ficción, pero un pésimo escritor. Era muy malo, de verdad, tenía una prosa espantosa, utilizaba recursos baratos, carecía de sentido del ritmo, no tenía ni idea de componer personajes y sus argumentos eran delirantes o, simplemente, aburridos. Pero en cierta ocasión escribió una novela, tan mal escrita como todas las otras, aunque con un argumento resultón (algo así como una novela “de Ruritania” en ambiente futurista). La cosa, muy larga, tenia toques místicos, un mundo y una mitología más o menos coherentes y un protagonista en plan “emperador de todas las cosas”. Lo llamó Dune, lo publicó y tuvo un éxito del copón bendito. En fin, la novela es tan mala como todas las suyas (luego se multiplicó en una inacabable serie aún más espantosa), pero también es divertida, tiene su punto, lo suficiente como para hacer olvidar lo mal escrita que está. Una buena mala novela, vamos.
En tercer lugar, otro autor; mejor dicho, dos autores: Douglas Preston y Lincoln Child. Esta pareja escribe género de terror, thrillers más o menos sobrenaturales, algún que otro tecnothriller e incluso novelas de aventuras. Son novelas absolutamente carentes de cualquier pretensión, simples entretenimientos, a veces malos sin paliativos; pero ocasionalmente consiguen pergeñar relatos muy divertidos que respetan la inteligencia del lector. Novelas como The Relic, Los asesinatos de Manhattan o la serie protagonizada por el agente Pendergast son ideales para pasar un buen rato sin grandes complicaciones.
Por último, El Padrino, de Mario Puzo. Y aquí se me desmontó el tenderete, porque no estoy nada seguro de que El Padrino sea una mala novela. La verdad es que no sé lo que es; igual se trata de un clásico contemporáneo, vete tú a saber. O bazofia populachera, depende del punto de vista. ¿Veis como no es fácil?
jueves, mayo 14
Mis malas películas favoritas
Hace tiempo, oí decir que Casablanca era la mejor mala película de la historia del cine y, si te paras a pensarlo, es verdad. La película de Curtiz es un cúmulo de topicazos sentimentaloides, con un Marruecos de guardarropía, diálogos imposibles y personajes de una pieza. De hecho, cuentan que el rodaje fue un caos donde nadie estaba muy seguro de saber de qué iba el asunto y el guión se improvisaba día a día. Y sin embargo, por una prodigiosa conjunción de factores, ahí tenemos una película inmortal con, quizá, el mejor final de la historia del cine (junto con el de El tercer hombre, me apresuro a afirmar).
No es Casablanca, por supuesto, el único caso de buena mala película. Ahí tenemos, por ejemplo, todos los films de los Hermanos Marx; el más cuidado de ellos, Una noche en la ópera, no pasa de mediocre y el resto son, cinematográficamente hablando, entre malos y muy malos. Pero, ¿eso qué importa? ¿Qué más da que la historia sea idiota, el guión inexistente y la dirección plana? El verdadero espectáculo son Groucho, Harpo y Chico, ellos impregnan de genialidad cada fotograma de sus películas y todo lo demás pasa a un segundo plano. O, ya en plan trash, podemos citar las películas hongkonesas de Bruce Lee. Son los films más cutres que he visto, pero a mí me fascinan. En cuanto aparece Lee toda la mugre se desvanece, y cuando se pone a repartir estopa suenan las campanas de gloria.
Aunque, claro, eso de Bruce Lee puede que sea una aberración exclusivamente mía. Porque todos, lo confesemos o no, tenemos unas cuantas buenas malas películas en nuestro altarcito particular dedicado al dios del mal gusto. Aunque, cuidado, no se trata de películas generalmente tildadas de bodrios que a nosotros nos parezcan buenas; no, son películas que nosotros mismos reconocemos como malas, pero que, por algún motivo, nos gustan.
Esto viene a cuento porque la semana pasada pillé en uno de los canales digitales una de mis malas películas favoritas; estaba empezada y ya la había visto dos o tres veces, pero me quedé viéndola hasta el final. Se trata de Velocidad terminal (Deran Serafian, 1994), protagonizada por Charlie Sheen y Natassia Kinski. Podríamos definir esta película como un Hitchcock macarra; de hecho, comienza de forma casi idéntica a Vértigo, sólo que en plan paracaidismo. Es la típica historia de hombre inocente que, por azar, se ve implicado en una conspiración que amenaza una y otra vez su vida. En este caso, la trama va de un rollo de espionaje escasamente original, está narrada de forma plana y contiene todos los tópicos imaginables. Pero hay algo en ella que me gusta. Puede que sea porque las secuencias aéreas están bien rodadas y resultan emocionantes, o porque la Kinski está jartá de buena, o porque Sheen me cae bien (es un actor limitado, pero capaz de burlarse de sí mismo), o porque es una producción sin pretensiones, o por su sentido del humor, o porque James Gandolfini aparece en un papelito secundario... no lo sé, pero, pese a lo mala que es, siempre me quedo mirándola.
Tras ver una vez más Velocidad terminal, me pregunté si había otras malas películas que me gustasen y, en pocos minutos, encontré cinco. Seguro que hay más, pero mi memoria es un desastre; en cualquier caso, permitidme compartir con vosotros mis vergüenzas. Por ejemplo, tenemos una exótica película llamada Hechizo letal (Cast a deadly spell, Martin Campbell 1991). Su argumento transcurre en 1948, en un Nueva York alternativo donde todo el mundo practica la magia menos el protagonista, un detective al estilo Marlowe llamado Lovecraft. Nuestro hombre recibe el encargo de buscar un libro misterioso (el Necronomicon, cómo no) y tendrá que enfrentarse a Primigenios, zombis, sucubos y todo tipo de monstruosidades. Vamos, un cruce entre los Mitos de Chtulhu y El Halcón Maltés. En realidad, se trata de una película producida para TV, pero como quedó resultona, decidieron proyectarla en cines, aunque en España se distribuyó directamente en video. El caso es que el acabado final es más bien cutre y los efectos especiales de barraca de feria (lo cual, por otro lado, le brinda cierto encanto). Pero Fred Ward está muy bien en su papel de detective cínico y duro, la idea es atractiva y el guión, aunque no saca todo el partido posible a sus planteamientos, está dotado de un juguetón sentido del humor. Una simpática buena mala película en definitiva.
Algo raro debe de pasarme con Martin Campbell, porque hay otra película suya en mi lista de malas-buenas: Límite vertical (2000). El asunto va de alpinismo: dos hermanos escaladores, chico y chica, están enemistados a causa de la muerte de su padre en un accidente de montaña (la hermana culpa al hermano). El chico deja de escalar, pero la chica sigue haciéndolo y, tiempo después, dirige una expedición para coronar el K2, la segunda montaña más alta del planeta. Hay un accidente y la chica queda atrapada, entonces su hermano organiza una cordada para rescatarla. En fin, la película es un cóctel de tópicos lleno de insensateces y escenas absurdas. Y sin embargo, tiene algo, un no sé qué, que la salva de la quema; quizá sea su curioso punto de vista sobre el alpinismo. Veréis, cuando se piensa en el Himalaya y en la escalada, lo que a uno le viene a la cabeza es soledad y silencio; pues bien, nada más lejos de la realidad. Tal y como muestra Campbell, durante la época de escalada las principales montañas del Himalaya están hasta arriba de alpinistas; una comunidad de pirados que viven por encima de los cuatro mil metros de altura. Puede que sea esa inusual visión del alpinismo lo que le presta cierto atractivo a la cinta, o las espectaculares escenas de escalada, o algún que otro personaje atractivo, como el escalador-zen que interpreta Scott Glenn, o la presencia de ese bomboncito llamadoIzabella Scorupco... o a lo mejor la peli es una mierda absoluta y yo me he vuelto tonto.
La siguiente película de mi lista es Temblores (Ron Underwood, 1989). Un pequeño pueblo de Nevada, situado en medio del desierto, se ve acosado por unos monstruosos gusanos gigantes. La verdad es que no estoy nada seguro de incluir esta película en la lista; porque si bien no cabe duda de que se trata de una serie B (al estilo de las de los 50), ya es más dudoso que sea una mala película. Lo cierto es que tanto el guión como la realización saben sacar partido a la premisa de partida (si no puedes fiarte del suelo que pisas, no puedes fiarte de nada), los efectos especiales son muy apañados para el presupuesto que se manejaba, la cinta está presidida por un tonificante sentido del humor y son más que notables las interpretaciones de Kevin Bacon y Fred Ward. Así que, después de todo, quizá no sea una mala cinta. Examinando las críticas que he encontrado en Internet, he podido comprobar que la opinión está dividida: algunos la consideran una bobada y otros un clásico menor. Todo lo que puedo decir al respecto es que a mí me parece muy divertida.
Bueno, si con la anterior película tenía dudas sobre su calidad, en lo que respecta a la que voy a citar ahora no albergo ninguna, porque, amigos míos, se trata nada más y nada menos que de una peli de ¡Jean Claude Van Damme! Me refiero a Blanco humano (John Woo 1993). De entrada, aclararé que, de todos los musculitos reparteleches que han pululado por el cine internacional, hay dos que no soporto: Segal y Van Damme. Me sacan de quicio con esa rígida inexpresividad achulada suya. No obstante, en el caso de Blanco humano... Veréis, la película es tan insensata que se inspira en un clásico indiscutible del cine fantástico, nada más y nada menos que en El malvado Zaroff (Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel, 1932). La cosa va de un grupo que organiza cacerías humanas para millonarios; las piezas son ex-soldados vagabundos. Un día, la hija de uno de esos vagabundos comienza a buscar a su desaparecido padre, contrata a Van Damme, y la “ambición belga”, repartiendo bofetadas a diestro y siniestro, acaba con la organización. Como veis, una bobada de argumento nada original. Sin embargo, el director es John Woo, un realizador muy torpe a la hora de elegir los proyectos en que se embarca, pero un maestro de las secuencias de acción. Así que las secuencias de acción de la película están excelentemente coreografiadas (cabe destacar la casi surrealista pelea en el almacén del Mardi Grass). Por otro lado, jamás antes había ofrecido Jean Claude Van Damme un aspecto tan decididamente macarra, lo cual es muy apropiado, pues el belga siempre ha sido precisamente eso, un macarra. Además, la ambientación en los pantanos de Nueva Orleans confiere a la cinta un tono adecuadamente malsano. Y Lance Henriksen compone un excelente villano. Y Yancy Butler tiene unos ojos preciosos...
Y por fin llegamos al último título de esta breve lista: Warlock, el brujo (Steve Miner, 1989). Debo confesar que sólo la he visto una vez cuando la pasaron por TV, así que no la recuerdo muy bien. El argumento narra la historia de un brujo que, condenado a la hoguera en el siglo XVII, reaparece en Los Ángeles del siglo XX dispuesto a vengarse; para ello, busca los tres fragmentos de un grimorio capaz de destruir la Tierra. Pero le sigue a través del tiempo un cazador de brujos medieval que finalmente acabará con él gracias a la ayuda de una chica hechizada por Warlock. Se trata de una serie B muy serie B, pero rodada con inteligencia y sentido del humor. Julian Sands compone un correcto malvado, los efectos especiales están manejados con sobriedad e ingenio y está dirigida con ritmo y convicción. Pero una de las cosas que más me llamaron la atención de esta película es la clase de brujería que muestra; no se emplea alta magia al estilo del Necronomicon, ni un rollo altisonante inventado para la ocasión; por el contrario, los personajes usan conjuros y hechizos extraídos del folclore popular (por ejemplo, si cortas con un cuchillo de plata la huella de la pisada de alguien, le dejarás cojo), lo cual confiere a la cinta un divertido tono entre ingenuo y rural. De nuevo las críticas de Internet se muestran divididas y de nuevo me limito a afirmar que a mí me divirtió.
Bueno, pues se acabó la lista. ¿Alguna sugerencia?
No es Casablanca, por supuesto, el único caso de buena mala película. Ahí tenemos, por ejemplo, todos los films de los Hermanos Marx; el más cuidado de ellos, Una noche en la ópera, no pasa de mediocre y el resto son, cinematográficamente hablando, entre malos y muy malos. Pero, ¿eso qué importa? ¿Qué más da que la historia sea idiota, el guión inexistente y la dirección plana? El verdadero espectáculo son Groucho, Harpo y Chico, ellos impregnan de genialidad cada fotograma de sus películas y todo lo demás pasa a un segundo plano. O, ya en plan trash, podemos citar las películas hongkonesas de Bruce Lee. Son los films más cutres que he visto, pero a mí me fascinan. En cuanto aparece Lee toda la mugre se desvanece, y cuando se pone a repartir estopa suenan las campanas de gloria.
Aunque, claro, eso de Bruce Lee puede que sea una aberración exclusivamente mía. Porque todos, lo confesemos o no, tenemos unas cuantas buenas malas películas en nuestro altarcito particular dedicado al dios del mal gusto. Aunque, cuidado, no se trata de películas generalmente tildadas de bodrios que a nosotros nos parezcan buenas; no, son películas que nosotros mismos reconocemos como malas, pero que, por algún motivo, nos gustan.
Esto viene a cuento porque la semana pasada pillé en uno de los canales digitales una de mis malas películas favoritas; estaba empezada y ya la había visto dos o tres veces, pero me quedé viéndola hasta el final. Se trata de Velocidad terminal (Deran Serafian, 1994), protagonizada por Charlie Sheen y Natassia Kinski. Podríamos definir esta película como un Hitchcock macarra; de hecho, comienza de forma casi idéntica a Vértigo, sólo que en plan paracaidismo. Es la típica historia de hombre inocente que, por azar, se ve implicado en una conspiración que amenaza una y otra vez su vida. En este caso, la trama va de un rollo de espionaje escasamente original, está narrada de forma plana y contiene todos los tópicos imaginables. Pero hay algo en ella que me gusta. Puede que sea porque las secuencias aéreas están bien rodadas y resultan emocionantes, o porque la Kinski está jartá de buena, o porque Sheen me cae bien (es un actor limitado, pero capaz de burlarse de sí mismo), o porque es una producción sin pretensiones, o por su sentido del humor, o porque James Gandolfini aparece en un papelito secundario... no lo sé, pero, pese a lo mala que es, siempre me quedo mirándola.
Tras ver una vez más Velocidad terminal, me pregunté si había otras malas películas que me gustasen y, en pocos minutos, encontré cinco. Seguro que hay más, pero mi memoria es un desastre; en cualquier caso, permitidme compartir con vosotros mis vergüenzas. Por ejemplo, tenemos una exótica película llamada Hechizo letal (Cast a deadly spell, Martin Campbell 1991). Su argumento transcurre en 1948, en un Nueva York alternativo donde todo el mundo practica la magia menos el protagonista, un detective al estilo Marlowe llamado Lovecraft. Nuestro hombre recibe el encargo de buscar un libro misterioso (el Necronomicon, cómo no) y tendrá que enfrentarse a Primigenios, zombis, sucubos y todo tipo de monstruosidades. Vamos, un cruce entre los Mitos de Chtulhu y El Halcón Maltés. En realidad, se trata de una película producida para TV, pero como quedó resultona, decidieron proyectarla en cines, aunque en España se distribuyó directamente en video. El caso es que el acabado final es más bien cutre y los efectos especiales de barraca de feria (lo cual, por otro lado, le brinda cierto encanto). Pero Fred Ward está muy bien en su papel de detective cínico y duro, la idea es atractiva y el guión, aunque no saca todo el partido posible a sus planteamientos, está dotado de un juguetón sentido del humor. Una simpática buena mala película en definitiva.
Algo raro debe de pasarme con Martin Campbell, porque hay otra película suya en mi lista de malas-buenas: Límite vertical (2000). El asunto va de alpinismo: dos hermanos escaladores, chico y chica, están enemistados a causa de la muerte de su padre en un accidente de montaña (la hermana culpa al hermano). El chico deja de escalar, pero la chica sigue haciéndolo y, tiempo después, dirige una expedición para coronar el K2, la segunda montaña más alta del planeta. Hay un accidente y la chica queda atrapada, entonces su hermano organiza una cordada para rescatarla. En fin, la película es un cóctel de tópicos lleno de insensateces y escenas absurdas. Y sin embargo, tiene algo, un no sé qué, que la salva de la quema; quizá sea su curioso punto de vista sobre el alpinismo. Veréis, cuando se piensa en el Himalaya y en la escalada, lo que a uno le viene a la cabeza es soledad y silencio; pues bien, nada más lejos de la realidad. Tal y como muestra Campbell, durante la época de escalada las principales montañas del Himalaya están hasta arriba de alpinistas; una comunidad de pirados que viven por encima de los cuatro mil metros de altura. Puede que sea esa inusual visión del alpinismo lo que le presta cierto atractivo a la cinta, o las espectaculares escenas de escalada, o algún que otro personaje atractivo, como el escalador-zen que interpreta Scott Glenn, o la presencia de ese bomboncito llamadoIzabella Scorupco... o a lo mejor la peli es una mierda absoluta y yo me he vuelto tonto.
La siguiente película de mi lista es Temblores (Ron Underwood, 1989). Un pequeño pueblo de Nevada, situado en medio del desierto, se ve acosado por unos monstruosos gusanos gigantes. La verdad es que no estoy nada seguro de incluir esta película en la lista; porque si bien no cabe duda de que se trata de una serie B (al estilo de las de los 50), ya es más dudoso que sea una mala película. Lo cierto es que tanto el guión como la realización saben sacar partido a la premisa de partida (si no puedes fiarte del suelo que pisas, no puedes fiarte de nada), los efectos especiales son muy apañados para el presupuesto que se manejaba, la cinta está presidida por un tonificante sentido del humor y son más que notables las interpretaciones de Kevin Bacon y Fred Ward. Así que, después de todo, quizá no sea una mala cinta. Examinando las críticas que he encontrado en Internet, he podido comprobar que la opinión está dividida: algunos la consideran una bobada y otros un clásico menor. Todo lo que puedo decir al respecto es que a mí me parece muy divertida.
Bueno, si con la anterior película tenía dudas sobre su calidad, en lo que respecta a la que voy a citar ahora no albergo ninguna, porque, amigos míos, se trata nada más y nada menos que de una peli de ¡Jean Claude Van Damme! Me refiero a Blanco humano (John Woo 1993). De entrada, aclararé que, de todos los musculitos reparteleches que han pululado por el cine internacional, hay dos que no soporto: Segal y Van Damme. Me sacan de quicio con esa rígida inexpresividad achulada suya. No obstante, en el caso de Blanco humano... Veréis, la película es tan insensata que se inspira en un clásico indiscutible del cine fantástico, nada más y nada menos que en El malvado Zaroff (Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel, 1932). La cosa va de un grupo que organiza cacerías humanas para millonarios; las piezas son ex-soldados vagabundos. Un día, la hija de uno de esos vagabundos comienza a buscar a su desaparecido padre, contrata a Van Damme, y la “ambición belga”, repartiendo bofetadas a diestro y siniestro, acaba con la organización. Como veis, una bobada de argumento nada original. Sin embargo, el director es John Woo, un realizador muy torpe a la hora de elegir los proyectos en que se embarca, pero un maestro de las secuencias de acción. Así que las secuencias de acción de la película están excelentemente coreografiadas (cabe destacar la casi surrealista pelea en el almacén del Mardi Grass). Por otro lado, jamás antes había ofrecido Jean Claude Van Damme un aspecto tan decididamente macarra, lo cual es muy apropiado, pues el belga siempre ha sido precisamente eso, un macarra. Además, la ambientación en los pantanos de Nueva Orleans confiere a la cinta un tono adecuadamente malsano. Y Lance Henriksen compone un excelente villano. Y Yancy Butler tiene unos ojos preciosos...
Y por fin llegamos al último título de esta breve lista: Warlock, el brujo (Steve Miner, 1989). Debo confesar que sólo la he visto una vez cuando la pasaron por TV, así que no la recuerdo muy bien. El argumento narra la historia de un brujo que, condenado a la hoguera en el siglo XVII, reaparece en Los Ángeles del siglo XX dispuesto a vengarse; para ello, busca los tres fragmentos de un grimorio capaz de destruir la Tierra. Pero le sigue a través del tiempo un cazador de brujos medieval que finalmente acabará con él gracias a la ayuda de una chica hechizada por Warlock. Se trata de una serie B muy serie B, pero rodada con inteligencia y sentido del humor. Julian Sands compone un correcto malvado, los efectos especiales están manejados con sobriedad e ingenio y está dirigida con ritmo y convicción. Pero una de las cosas que más me llamaron la atención de esta película es la clase de brujería que muestra; no se emplea alta magia al estilo del Necronomicon, ni un rollo altisonante inventado para la ocasión; por el contrario, los personajes usan conjuros y hechizos extraídos del folclore popular (por ejemplo, si cortas con un cuchillo de plata la huella de la pisada de alguien, le dejarás cojo), lo cual confiere a la cinta un divertido tono entre ingenuo y rural. De nuevo las críticas de Internet se muestran divididas y de nuevo me limito a afirmar que a mí me divirtió.
Bueno, pues se acabó la lista. ¿Alguna sugerencia?
jueves, mayo 7
El resto es silencio
Quizá no lo sepáis –lo cual significaría que no seguís con atención este vuestro blog, pues ya hemos hablado de ello otras veces-, pero a comienzos de los años 90 surgió la mejor y más amplia generación de escritores españoles de fantasía y ciencia ficción. Empleo el término “generación” no porque esos autores tuvieran una edad similar (algunos eran insultantemente jóvenes y otros, como yo, galanes maduros), sino en el sentido de que todos nos pusimos a escribir cf & fantasía durante esa década.
Hay algunos aspectos curiosos en esa generación. En primer lugar, todos –creo que sin excepción- velamos nuestras primeras armas literarias en el entorno del fandom. Para los no iniciados, aclararé que fandom es una contracción de fanatic kingdom, el “reino de los aficionados”; o una caterva de frikis, según el punto de vista. De hecho, por aquel entonces no existía ninguna publicación profesional y la mayor parte de nuestros primeros escritos aparecieron en fanzines y ediciones semiprofesionales. En segundo lugar, esa generación protagonizó una pequeña revolución en el panorama del fantástico español. Hasta entonces, los escasos escritores españoles dedicados al género, salvo honorables excepciones, se dedicaban a copiar los modelos anglosajones con mayor o menor fortuna; pero la generación de los 90 –no sin cierto debate interno- optó por desprenderse de los arquetipos foráneos y, respetando la tradición del género, buscar una voz propia, un punto de vista distinto. Es decir, el nuestro: español o, quizá más apropiadamente, europeo. Por último, gran parte de los autores de los 90, que comenzaron escribiendo relatos de muy pura cf y fantasía, han ido apartándose poco a poco del “núcleo duro”, derivando hacia temáticas mestizas y géneros afines (histórico, thriller, juvenil, aventuras, etc.)
Uno de esos autores de los 90 es Rodolfo Martínez. Se trata de un excelente narrador, con una dilatada producción -entre la que cabe destacar su tetralogía dedicada a Sherlock Holmes- y ganador de numerosos premios, como por ejemplo el Minotauro (para visitar su blog Escrito en el agua pinchad AQUÍ). Pues bien, aparte de todo eso, Rodolfo Martínez –Rudy para los amigos- es un aficionado al género muy activo, como demuestra, por ejemplo, su pertinaz colaboración con la Semana Negra de Gijón. Pues bien, entre sus múltiples actividades, Rudy ha encontrado tiempo para promover un sitio de Internet llamado El resto es silencio. Se trata de una página personal donde va incluyendo poco a poco sus relatos favoritos de otros escritores españoles dedicados al fantástico. Algo así como una antología on line en constante ampliación (en el momento de escribir estas líneas hay nueve cuentos). La verdad es que me parece una iniciativa de lo más interesante y una buena oportunidad para disfrutar (y de forma gratuita, oiga) de algunas joyas autóctonas de nuestro género favorito. Si queréis visitar El resto es silencio pinchad AQUÍ.
Ah, por pura amabilidad Rudy ha escogido uno de mis relatos. Pero no os inquietéis; el resto de los seleccionados son buenos escritores.
Hay algunos aspectos curiosos en esa generación. En primer lugar, todos –creo que sin excepción- velamos nuestras primeras armas literarias en el entorno del fandom. Para los no iniciados, aclararé que fandom es una contracción de fanatic kingdom, el “reino de los aficionados”; o una caterva de frikis, según el punto de vista. De hecho, por aquel entonces no existía ninguna publicación profesional y la mayor parte de nuestros primeros escritos aparecieron en fanzines y ediciones semiprofesionales. En segundo lugar, esa generación protagonizó una pequeña revolución en el panorama del fantástico español. Hasta entonces, los escasos escritores españoles dedicados al género, salvo honorables excepciones, se dedicaban a copiar los modelos anglosajones con mayor o menor fortuna; pero la generación de los 90 –no sin cierto debate interno- optó por desprenderse de los arquetipos foráneos y, respetando la tradición del género, buscar una voz propia, un punto de vista distinto. Es decir, el nuestro: español o, quizá más apropiadamente, europeo. Por último, gran parte de los autores de los 90, que comenzaron escribiendo relatos de muy pura cf y fantasía, han ido apartándose poco a poco del “núcleo duro”, derivando hacia temáticas mestizas y géneros afines (histórico, thriller, juvenil, aventuras, etc.)
Uno de esos autores de los 90 es Rodolfo Martínez. Se trata de un excelente narrador, con una dilatada producción -entre la que cabe destacar su tetralogía dedicada a Sherlock Holmes- y ganador de numerosos premios, como por ejemplo el Minotauro (para visitar su blog Escrito en el agua pinchad AQUÍ). Pues bien, aparte de todo eso, Rodolfo Martínez –Rudy para los amigos- es un aficionado al género muy activo, como demuestra, por ejemplo, su pertinaz colaboración con la Semana Negra de Gijón. Pues bien, entre sus múltiples actividades, Rudy ha encontrado tiempo para promover un sitio de Internet llamado El resto es silencio. Se trata de una página personal donde va incluyendo poco a poco sus relatos favoritos de otros escritores españoles dedicados al fantástico. Algo así como una antología on line en constante ampliación (en el momento de escribir estas líneas hay nueve cuentos). La verdad es que me parece una iniciativa de lo más interesante y una buena oportunidad para disfrutar (y de forma gratuita, oiga) de algunas joyas autóctonas de nuestro género favorito. Si queréis visitar El resto es silencio pinchad AQUÍ.
Ah, por pura amabilidad Rudy ha escogido uno de mis relatos. Pero no os inquietéis; el resto de los seleccionados son buenos escritores.
lunes, mayo 4
La conspiración del cerdo
El verano pasado compré un libro muy divertido, La sociedad de la mentira (Zenith 2008), cuyo subtítulo reza: “La guía definitiva para conocer todas las teorías de la conspiración”. Por supuesto, eso es exagerado, no están todas las teóricas conspiraciones, porque la conspiromanía, catalizada por Internet, posee una capacidad infinita para ver maquinaciones secretas en todas partes. El libro es divertido, una lectura de WC perfecta, no porque arroje luz alguna sobre el entramado oculto de la sociedad, sino porque muestra la cantidad de insensateces que puede inventarse la gente, y la capacidad de la gente para creerse insensateces, cuanto más gordas mejor. Tengo un amigo, por ejemplo, conspirólogo de pro, para el que cualquier atentado terrorista es siempre fruto de un plan secreto del gobierno. Oyéndole, se diría que jamás ha habido terrorista alguno que actuase por iniciativa propia.
¿Por qué cree la gente en todas esas chorradas? En el fondo, es lógico. La gente considera que el poder miente, y lo considera porque es verdad: el poder –cualquier clase de poder- miente. De ahí a pensar que si miente en equis temas, por qué no va a mentir siempre, sólo hay un paso. Si a eso le añadimos unas buenas dosis de paranoia (la perturbación mental de nuestra época), obtenemos conspiromanía en estado puro. Además, no hay nada más sencillo que defender una conspiración, aunque sea careciendo de la menor prueba, porque precisamente la falta de pruebas demuestra que la conspiración existe y se mantiene con éxito en secreto. Un argumento similar serviría para defender la existencia de hombres invisibles. ¿Acaso los ves? No, luego existen.
Lo sorprendente es que las teorías de la conspiración no proliferan sólo en los sectores menos cultos de la población, sino en todas las capas sociales. Por ejemplo, la publicidad subliminal; dado que me dediqué durante muchos años a la publicidad, no era infrecuente que alguien, en algún momento, me sacase a colación el tema de la publicidad subliminal, ante lo que yo siempre respondía: “la publicidad subliminal no existe”. Y siempre me lo rebatían, aportando multitud de casos que demostraban la realidad de esa perversa técnica de persuasión oculta. De nada valía que les dijese que en toda mi vida como publicitario jamás había visto un anuncio subliminal, ni que, aunque la publicidad subliminal funcionase (que no lo hace), resultaría inútil, pues sería incapaz de generar algo tan básico como el recuerdo (y la imagen) de marca. Daba igual, la publicidad subliminal existe, precisamente porque, como ocurre con los hombres invisibles, no la vemos.
Y sin embargo, la publicidad subliminal es un mito. El término lo creó en 1957 James Vicary, un asesor publicitario cuya empresa estaba a punto de irse a la bancarrota. Para intentar reflotar el negocio, Vicary se inventó los resultados de un supuesto experimento. Según él, durante la proyección de una película había intercalado de vez en cuando un fotograma con la imagen de una Coca-cola (según otras versiones con el mensaje “tienes sed, bebe Coca-cola”, y según otras no se trataba de Coca-cola, sino de palomitas). El cine funciona a 24 fotogramas por segundo y un solo fotograma aislado no puede ser percibido conscientemente. Pero, siempre según Vicary, sí puede percibirlo nuestro subconsciente, y los resultados de su inexistente experimento demostraban que la venta de Coca-cola en el bar del cine se había incrementado en un 18% (un 58% en la versión de las palomitas). Es decir, que emitiendo mensajes por debajo de los límites de la percepción humana, esos mensajes se infiltrarán en nuestro subconsciente obligándonos a hacer algo que, de otro modo, no habríamos hecho. Algo así como si esos mensajes fueran virus informáticos y nosotros ordenadores con patas.
Una bonita (aunque quizá un tanto simplista) teoría, que por fortuna es totalmente falsa. En 1962, el mismo Vicary confesó en una entrevista para Advertising Age que se lo había inventado todo, que nunca hubo tal experimento, que la publicidad subliminal era un cuento. Pues bien, eso es algo que sabe cualquier publicitario, y sin embargo no solo me he encontrado a un montón de personas cultas (incluyendo a algún que otro psicólogo) dispuestas a defender a capa y espada la existencia de la publicidad subliminal, sino que además la Ley General de Publicidad la prohíbe, lo que es igual de absurdo que prohibir caminar por la calle siendo invisible.
Volviendo a las conspiraciones en general, aclararé mi punto de vista. Creo que existen conspiraciones secretas de tamaño reducido; muchas, un huevo. Creo, igualmente, que existen conspiraciones secretas de tamaño medio, pero también creo que esas conspiraciones acaban conociéndose siempre y, por tanto, dejando de ser secretas. Ahora bien, lo que no creo en absoluto es en las conspiraciones a nivel global, no creo que nadie, ninguna persona ni ningún grupo, dirija en secreto los destinos de la humanidad. Y no lo creo por dos motivos. En primer lugar, porque resulta evidente que la humanidad, la civilización, es un caballo desbocado sin jinete alguno que lo guíe. En segundo lugar, porque los seres humanos somos falibles por naturaleza. La seguridad de un secreto es inversamente proporcional al número de personas que lo conocen; entonces, ¿podría existir una gran conspiración oculta a nivel mundial, en la que estén implicadas cientos de personas, sin que nadie la cague o se vaya de la lengua? Ni de coña, no me lo creo.
O, al menos, eso pensaba hasta ahora. Veréis, me parece muy extraño eso de la fiebre del cerdo (o como la llamen ahora); al principio, se nos pusieron a todos de corbata, parecía que se avecinaba una nueva peste negra, pero luego, conforme pasaban los días, nos hemos ido enterando de que los índices de mortalidad de esta gripe son inferiores a los de una gripe normal. Sin embargo, los periódicos, la radio, los telediarios, en todas partes se aireaba la palabra “pandemia” como si fuese el nombre del quinto jinete del Apocalipsis. Pero, coño, pandemias de gripe las hay todos los años, y cada año esa enfermedad se lleva por delante (según la OMS) a entre millón y millón y medio de personas en todo el mundo, sin que, a causa de ello, a nadie le dé por salir a la calle con traje de buzo para prevenir la infección.
Y antes de la gripe del cerdo fue la gripe del pollo, que nos hizo estremecer de miedo ante la mera visión de una gallina, y antes aún la enfermedad de las vacas locas... Por cierto, podríamos escoger otros animales para bautizar a las epidemias que supuestamente nos van a masacrar. La viruela del tigre estaría bien, o la neumonía del águila imperial, o incluso el sarampión del ornitorrinco, que tiene su punto exótico, pero vacas locas, pollos, cerdos... Joder, pillas eso y no solo enfermas, sino que además quedas como un patán; porque, vamos a ver, te dicen que alguien se ha muerto de la gripe del cerdo y, de algún modo, piensas que se lo merecía. A saber lo que habría hecho con el cerdo.
Volviendo por segunda vez al tema conspiratorio, durante toda la Guerra Fría nos acojonaron con la amenaza de una catástrofe nuclear, luego nos acojonaron y acojonan con el terrorismo, acto seguido, nos acojonan con sucesivas pandemias de enfermedades con nombre granjero, actualmente está muy de moda el acojonamiento por una crisis que ríete tú de la del 29... ¿Acaso va a tener razón Michael Moore cuando sostiene que a los gobiernos les interesas tener a sus ciudadanos constantemente atemorizados por asuntos que en realidad no son los que de verdad deberían atemorizarle? ¿Existe una conspiración mundial del miedo? Da miedo sólo de pensarlo, ¿verdad? A veces, tengo la sensación de vivir en una novela de Philip K. Dick.
¿Por qué cree la gente en todas esas chorradas? En el fondo, es lógico. La gente considera que el poder miente, y lo considera porque es verdad: el poder –cualquier clase de poder- miente. De ahí a pensar que si miente en equis temas, por qué no va a mentir siempre, sólo hay un paso. Si a eso le añadimos unas buenas dosis de paranoia (la perturbación mental de nuestra época), obtenemos conspiromanía en estado puro. Además, no hay nada más sencillo que defender una conspiración, aunque sea careciendo de la menor prueba, porque precisamente la falta de pruebas demuestra que la conspiración existe y se mantiene con éxito en secreto. Un argumento similar serviría para defender la existencia de hombres invisibles. ¿Acaso los ves? No, luego existen.
Lo sorprendente es que las teorías de la conspiración no proliferan sólo en los sectores menos cultos de la población, sino en todas las capas sociales. Por ejemplo, la publicidad subliminal; dado que me dediqué durante muchos años a la publicidad, no era infrecuente que alguien, en algún momento, me sacase a colación el tema de la publicidad subliminal, ante lo que yo siempre respondía: “la publicidad subliminal no existe”. Y siempre me lo rebatían, aportando multitud de casos que demostraban la realidad de esa perversa técnica de persuasión oculta. De nada valía que les dijese que en toda mi vida como publicitario jamás había visto un anuncio subliminal, ni que, aunque la publicidad subliminal funcionase (que no lo hace), resultaría inútil, pues sería incapaz de generar algo tan básico como el recuerdo (y la imagen) de marca. Daba igual, la publicidad subliminal existe, precisamente porque, como ocurre con los hombres invisibles, no la vemos.
Y sin embargo, la publicidad subliminal es un mito. El término lo creó en 1957 James Vicary, un asesor publicitario cuya empresa estaba a punto de irse a la bancarrota. Para intentar reflotar el negocio, Vicary se inventó los resultados de un supuesto experimento. Según él, durante la proyección de una película había intercalado de vez en cuando un fotograma con la imagen de una Coca-cola (según otras versiones con el mensaje “tienes sed, bebe Coca-cola”, y según otras no se trataba de Coca-cola, sino de palomitas). El cine funciona a 24 fotogramas por segundo y un solo fotograma aislado no puede ser percibido conscientemente. Pero, siempre según Vicary, sí puede percibirlo nuestro subconsciente, y los resultados de su inexistente experimento demostraban que la venta de Coca-cola en el bar del cine se había incrementado en un 18% (un 58% en la versión de las palomitas). Es decir, que emitiendo mensajes por debajo de los límites de la percepción humana, esos mensajes se infiltrarán en nuestro subconsciente obligándonos a hacer algo que, de otro modo, no habríamos hecho. Algo así como si esos mensajes fueran virus informáticos y nosotros ordenadores con patas.
Una bonita (aunque quizá un tanto simplista) teoría, que por fortuna es totalmente falsa. En 1962, el mismo Vicary confesó en una entrevista para Advertising Age que se lo había inventado todo, que nunca hubo tal experimento, que la publicidad subliminal era un cuento. Pues bien, eso es algo que sabe cualquier publicitario, y sin embargo no solo me he encontrado a un montón de personas cultas (incluyendo a algún que otro psicólogo) dispuestas a defender a capa y espada la existencia de la publicidad subliminal, sino que además la Ley General de Publicidad la prohíbe, lo que es igual de absurdo que prohibir caminar por la calle siendo invisible.
Volviendo a las conspiraciones en general, aclararé mi punto de vista. Creo que existen conspiraciones secretas de tamaño reducido; muchas, un huevo. Creo, igualmente, que existen conspiraciones secretas de tamaño medio, pero también creo que esas conspiraciones acaban conociéndose siempre y, por tanto, dejando de ser secretas. Ahora bien, lo que no creo en absoluto es en las conspiraciones a nivel global, no creo que nadie, ninguna persona ni ningún grupo, dirija en secreto los destinos de la humanidad. Y no lo creo por dos motivos. En primer lugar, porque resulta evidente que la humanidad, la civilización, es un caballo desbocado sin jinete alguno que lo guíe. En segundo lugar, porque los seres humanos somos falibles por naturaleza. La seguridad de un secreto es inversamente proporcional al número de personas que lo conocen; entonces, ¿podría existir una gran conspiración oculta a nivel mundial, en la que estén implicadas cientos de personas, sin que nadie la cague o se vaya de la lengua? Ni de coña, no me lo creo.
O, al menos, eso pensaba hasta ahora. Veréis, me parece muy extraño eso de la fiebre del cerdo (o como la llamen ahora); al principio, se nos pusieron a todos de corbata, parecía que se avecinaba una nueva peste negra, pero luego, conforme pasaban los días, nos hemos ido enterando de que los índices de mortalidad de esta gripe son inferiores a los de una gripe normal. Sin embargo, los periódicos, la radio, los telediarios, en todas partes se aireaba la palabra “pandemia” como si fuese el nombre del quinto jinete del Apocalipsis. Pero, coño, pandemias de gripe las hay todos los años, y cada año esa enfermedad se lleva por delante (según la OMS) a entre millón y millón y medio de personas en todo el mundo, sin que, a causa de ello, a nadie le dé por salir a la calle con traje de buzo para prevenir la infección.
Y antes de la gripe del cerdo fue la gripe del pollo, que nos hizo estremecer de miedo ante la mera visión de una gallina, y antes aún la enfermedad de las vacas locas... Por cierto, podríamos escoger otros animales para bautizar a las epidemias que supuestamente nos van a masacrar. La viruela del tigre estaría bien, o la neumonía del águila imperial, o incluso el sarampión del ornitorrinco, que tiene su punto exótico, pero vacas locas, pollos, cerdos... Joder, pillas eso y no solo enfermas, sino que además quedas como un patán; porque, vamos a ver, te dicen que alguien se ha muerto de la gripe del cerdo y, de algún modo, piensas que se lo merecía. A saber lo que habría hecho con el cerdo.
Volviendo por segunda vez al tema conspiratorio, durante toda la Guerra Fría nos acojonaron con la amenaza de una catástrofe nuclear, luego nos acojonaron y acojonan con el terrorismo, acto seguido, nos acojonan con sucesivas pandemias de enfermedades con nombre granjero, actualmente está muy de moda el acojonamiento por una crisis que ríete tú de la del 29... ¿Acaso va a tener razón Michael Moore cuando sostiene que a los gobiernos les interesas tener a sus ciudadanos constantemente atemorizados por asuntos que en realidad no son los que de verdad deberían atemorizarle? ¿Existe una conspiración mundial del miedo? Da miedo sólo de pensarlo, ¿verdad? A veces, tengo la sensación de vivir en una novela de Philip K. Dick.