Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
sábado, febrero 23
Premio El Templo de las Mil Puertas para La isla de Bowen
Ayer, viernes 22, en la FNAC de Callao, tuvo lugar la entrega de los premios que concede la revista on line El Templo de las Mil Puertas, especializada en literatura juvenil. Son cuatro categorías: mejor novela extranjera perteneciente a una saga, mejor novela española perteneciente a una saga, mejor novela extranjera independiente y mejor novela española independiente. Todo ello referido a las obras publicadas el año anterior, claro.
Pues bien, el jurado ha tenido la amabilidad de concederle el premio a la mejor novela española independiente del año 2012 a La isla de Bowen. Estoy encantado, porque es un premio otorgado por gente muy joven; y ya sabía que mi novela funcionaba bien con los adultos, pero ahora sé que también funciona con los menos añosos.
El acto de entrega estuvo muy bien y la gente fue extremadamente amable. Cuando asisto a alguno de estos actos no puedo evitar acordarme de esos carcamales que van por ahí echando pestes de los jóvenes actuales, diciendo que no hacen nada, que carecen de intereses y valores, y esa clase de chorradas. La gente que sostiene esto o es ignorante o es gilipollas, porque basta con echar un vistazo por la blogsfera para ver la intensa actividad cultural que desarrollan muchísimos jóvenes. Como dije al recibir el premio, ellos son el auténtico galardón.
En fin, que muchas gracias a los responsables de El Templo de las Mil Puertas. Me han dejado el ego niquelado.
martes, febrero 12
100 años con José Mallorquí
Hoy, doce de febrero de 2013, se cumplen cien años del nacimiento de José Mallorquí, escritor de novela popular, guionista de radio y cine, y mi padre. El pasado 7 de noviembre escribí un post conmemorando el 40 aniversario de su muerte; una conmemoración ésa, la de una muerte, que siempre tiene un sabor amargo. Pero celebrar un nacimiento ha de ser un acto feliz. Hace cien años mi padre nació en Barcelona; no fue un hijo deseado, su padre, casado con otra mujer, no le reconoció. Su madre, una humilde cocinera, nunca se ocupó demasiado de él. Pero, teniéndolo todo en contra, mi padre llegó muy alto y muy lejos. Su nombre brilló con gran intensidad antes de empezar a desvanecerse y, aparte de su gran talento, fue un hombre bueno, generoso y entrañable. Hoy quiero recordarle en sus mejores momentos, pero no hablando de él, sino de su guarida. Una guarida similar a la que don César de Echagüe utilizaba para convertirse en El Coyote, y que mi padre empleaba para dejar de ser Pepe y transformarse en el famoso escritor José Mallorquí.
Hay lugares especiales, mágicos, donde las leyes del espacio y del tiempo se trastocan; lugares donde al entrar te ves transportado a un universo distinto. Uno de esos lugares era el despacho de mi padre, situado en su casa de la calle Españoleto.
Era una habitación muy grande, de unos cuatro metros de ancho por diez de largo (en realidad eran dos habitaciones unidas tirando el tabique que las separaba). Se trataba de un piso antiguo, así que el techo era muy elevado. El despacho tenía dos puertas; la principal, que conducía al salón, y otra al fondo, dando al pasillo. Sólo había una ventana, con vistas a la calle. La mesa de trabajo –grande, vieja, de madera, con muchos cajones y tiradores de bronce- estaba situada frente a la puerta principal; a la derecha (según te sentabas) estaba la ventana y la izquierda había una pequeña mesa auxiliar de acero con una máquina de escribir eléctrica (Olivetti y luego IBM), que era donde realmente trabajaba mi padre. Detrás de la mesa grande se alzaba una librería con la enciclopedia Espasa, y otras dos librerías más pequeñas a izquierda y derecha. También había un sillón de trabajo, un viejo mueble archivador, dos butacas y un par de sillas.
Al fondo, en lo que antes fue una habitación independiente, había otro escritorio, de metal. No sé qué narices pintaba ahí, porque nadie lo usaba, pero ahí estaba, con su correspondiente máquina de escribir... Ahora que lo pienso, puede que en algún momento lo utilizara mi hermano Eduardo cuando ayudaba a mi padre, pero desde que tengo memoria esa mesa estuvo casi siempre vacía. En ese tramo del despacho había dos enormes librerías, una frente a la otra, y al fondo un gran armario.
¿Os hacéis una idea? Bien, ahora imaginaos ese despacho absolutamente abarrotado de cosas y en el más caótico de los desórdenes. Pilas de folios (en realidad guiones de radio), de libros y de revistas amontonándose por todas partes, en el suelo, sobre las mesas, sobre las sillas y sobre una de las butacas, porque la otra la usaba mi padre para leer. Por supuesto, todas las librerías estaban atestadas de libros y papeles.
Un despacho grande y desordenado, vale; pero ¿qué tiene eso de especial? Pues lo que había dentro. Comencemos por la parte noble, la zona donde trabajaba mi padre. Frente al escritorio había una librería con decenas de álbumes; era la colección de sellos de mi padre, que era un notable filatélico. De pequeño me pasaba horas mirando aquellos sellos con una lupa, sellos antiguos de países tan remotos que yo ni siquiera conocía. Y no hay que olvidar la Espasa, toda una fuente de datos curiosos.
A la izquierda, colgando de la pared, había doce láminas enmarcadas; eran reproducciones de estampas coloniales de la Norteamérica de los siglos XVIII y XIX. Y yo, de pequeño, también me pasaba las horas muertas contemplándolas, transportándome con la imaginación ese mundo tan exótico y lejano. Bajo las láminas, sobre el cubrerradiador, había miniaturas de cañones antiguos, reproducciones de estatuillas precolombinas, puntas de flecha prehistóricas, calabazas para beber mate, una pipa de opio... En esa zona del despacho, por todas partes, se veían objetos curiosos: puñales gurkas formando una panoplia sobre la puerta, idolillos polinesios, cuchillos lapones, una espada india, una máscara antigás, revólveres antiguos en pequeñas vitrinas (entre ellos, el mítico Colt 45), reproducciones de radiadores de coches clásicos a escala, una surtida colección de pipas (mi padre fumaba en pipa), un látigo húngaro, una silla de montar mexicana a escala, un rifle del somatén... Sobre el escritorio, dos extraños recuerdos de la guerra: un trozo de hierro retorcido que servía de pisapapeles, pero que en realidad era metralla de una bomba (me ponía los pelos de punta). Y un cenicero de acero que en realidad no era un cenicero, sino parte del pistón del motor de un barco de guerra. Ahora, mientras escribo, ambos objetos descansan sobre el escritorio frente a mí.
También había sorpresas ocultas. En la librería que estaba a la derecha de la Espasa, dentro de un armarito, mi padre guardaba ingentes cantidades de tabaco de pipa. Solía hacer sus propias mezclas, así que había tabaco de muchas clases. Aún recuerdo el olor; me encantaba. Y había cartones de cigarrillos; americanos, ingleses, egipcios... Ignoro qué pintaban ahí, porque mi padre no fumaba cigarrillos, pero durante la preadolescencia distraje más de un paquete para dar mis primeros pasos en la adicción a la nicotina. En el armarito de la librería gemela situada a la izquierda, había una colección de botellines de whisky. Mi padre solía iniciar colecciones que luego abandonaba (salvo los sellos), y entre ellas estaban esos botellines. Durante mi primera juventud, solía dar buena cuenta de ellos; me bebía uno y lo ponía en las filas de atrás, donde no se veía. Al final sólo estaban llenos los botellines de la primera fila.
Al fondo del despacho había, como he dicho, dos grandes librerías atestadas de libros de documentación, la mayor parte de ellos en inglés. Sobre Estados Unidos, sobre el Oeste, sobre armas, sobre historia, sobre fotografía, sobre arqueología, sobre cine... En la librería de la izquierda, mi padre guardaba una colección encuadernada del National Geographic comenzada en los años 40. De niño, yo solía coger algún tomo y contemplar las fotos de lugares remotos de aquellas revistas que olían a aventura. En esas librerías también había otra cosa muy especial de la que hablaré más adelante. Ahora volvamos la mirada hacia el sancta sanctorum del despacho: el armario que se alzaba al fondo del todo.
Era de madera marrón oscuro, grande, con tres cuerpos. Sobre él había unas láminas enmarcadas con imágenes de pájaros exóticos sudamericanos, y encima del armario un montón enorme de latas de cerveza de diversos países apiladas. Porque a mi padre le había dado por coleccionarlas también, pese a que no le gustaba la cerveza. Al principio las guardaba llenas, pero con el paso del tiempo la cerveza fermentó y las latas comenzaron a explotar. A partir de entonces, mi padre las vaciaba haciendo dos pequeños agujeros en el parte superior. Por entonces yo debía de rondar los 18 años y me gustaba la cerveza, así que mi padre, antes de vaciar las latas, las metía en la nevera y me daba a beber el contenido. En una tarde podía tomarme tres o cuatro cervezas... Pero muchas veces no eran la cerveza ligera a la que estamos acostumbrados, sino cervezas norteñas de alta graduación, así que con frecuencia, gracias a mi padre, acababa pillando una simpática cogorza.
Volviendo al armario, mi padre sólo utilizaba el cuerpo de la izquierda para guardar su ropa, en concreto los abrigos y las chaquetas. Y algo más: bebidas alcohólicas; por ejemplo, dos cajas de botellas de whisky. ¿Por qué y para qué había comprado todo ese alcohol? Ni idea, porque mi padre era absolutamente abstemio. Ah, en esa parte también acumulaba material de aseo de reserva. Utilizaba after shave y colonia Old Spice, de modo que a eso olía todo el armario: a Old Spice.
En los otros dos cuerpos, mi padre guardaba sus cosas más valiosas y personales. Por ejemplo, sus relojes. Le encantaban, tenía muchos; de hecho, en cuanto te descuidabas te regalaba un reloj. También almacenaba ahí sus máquinas de fotografiar. Tenía muchas, muy sofisticadas y muy caras. Mi padre siempre fue excesivo en sus aficiones. Recuerdo también una entonces modernísima radio multi-banda (si no me equivoco, en aquella época de la dictadura estaban prohibidas). Con ella se podían captar emisoras de todo el mundo (aparte de la emisora de la policía), pero hacía falta una antena exterior que no teníamos. Lo que hacíamos era conectar la radio mediante un cable a un radiador, para que todas las tuberías de la calefacción sirvieran de antena (sorprendentemente, funcionaba bastante bien). Ahora, con Internet, captar una radio de, qué sé yo, Afganistán, por ejemplo, no tiene nada de sorprendente. Pero en los años 60 era mágico.
En ese armario había muchas cosas, aunque citaré sólo una más: su colección de armas cortas. A mi padre, el hombre más pacífico del mundo, le encantaban las armas. Aparte de las históricas, debía de tener alrededor de una docena de pistolas automáticas, todas en perfecto estado de uso y con abundante munición. Mi padre había practicado el tiro olímpico durante su juventud, pero hacía décadas que lo había abandonado, así que no tenía licencia para aquel arsenal. Aunque en aquellos tiempos todo era un poco raro, porque sus dos principales proveedores de armas ilegales eran un inspector de policía y un militar, ambos fans suyos.
Cuando mi padre se ponía a trabajar, el despacho era un lugar vedado. Prohibido molestarle. Cuando no estaba, se suponía que no debíamos entrar allí. Pero yo lo hacía con frecuencia, me fascinaba ese lugar tan lleno de cosas raras. Me gustaba su olor, una mezcla de tabaco de pipa y Old Spice. Me gustaba la luz, la claridad del primer tramo de la habitación y las penumbras del fondo. Me gustaba aquella acumulación de libros. Me gustaba el desorden. Me gustaba todo. Y muy especialmente aquellas armas prohibidas. De pequeño, cuando no había moros en la costa, abría el armario tabú y empuñaba todas y cada una de las pistolas.
Un inciso: Supongo que pensaréis que mi padre estaba loco al dejar al alcance de un niño un montón de armas y municiones. El caso es que tomó una precaución: desde que me enseñó, siendo yo muy pequeño, la primera pistola, me metió en la cabeza que antes de manipular un arma debía comprobar si había balas en el cargador o en la recámara. Me enseñó cómo hacerlo y yo lo hacía siempre que cogía una pistola. Pero estaba un poco loco, sí.
Como decía antes, en el despacho, en una de las librerías, había otra cosa muy interesante: una nutrida pila de Playboys. Por aquel entonces, esa revista, como todas las revistas eróticas, estaba archiprohibida en España. ¿Qué hizo mi padre? Suscribirse a la edición americana, así que periódicamente llegaba al correo, junto con el Time, el Newsweek o el National Geographic, el último número de Playboy. Un tesoro para un adolescente de la España franquista, qué queréis que os diga.
Ahora que lo pienso, en el despacho de mi padre encontraba alcohol, tabaco, armas de fuego, sexo... Y también drogas, porque por aquel entonces las anfetaminas se vendían en las farmacias sin receta, y mi padre solía consumirlas para poder darse panzadas de trabajo; de modo que en un cajón de su mesa siembre había un botecito o dos de Profamina (aunque yo sólo le cogí una vez, para preparar un examen). La verdad es que teniendo cerca un despacho así no es raro que haya salido como he salido. Es broma; eran otros tiempos y, bueno, sí, mis padres eran un poco raros.
Durante mis primeros 19 años de existencia, la banda sonora de mi vida fue el tecleo de la máquina de escribir de mi padre. Para mí, ese sonido, el impacto de los tipos contra el papel, era dulce, melancólico y evocador. El sonido que acompañaba al trabajo de mi padre. El sonido que procedía de su despacho, de aquel lugar prodigioso y mágico.
¿Habéis leído El aleph, de Jorge Luis Borges? Quizá sea su cuento más conocido. Narra la historia de un hombre que en el sótano de la casa de un amigo encuentra un aleph, “un punto en el espacio que contiene todos los puntos”. Un punto que contiene el universo. Pues bien, el despacho de mi padre era para mí un aleph. Y también un reflejo de su dueño. Caótico, imaginativo, fascinante, contradictorio, apacible, complejo, curioso, reservado, expansivo, interesante, cálido...
Supongo que conocéis la teoría de los múltiples universos. Me gustaría creer que es real, y que en alguno de esos infinitos mundos, llenos de infinitos despachos prodigiosos, mi padre no murió y hoy cumple cien años.
En tal caso, feliz cumpleaños, papá, estés en el universo que estés.
martes, febrero 5
Culebrón
Me había propuesto no hablar de política durante una temporada, dedicarme a escribir sobre literatura, cine o cualquier clase de asuntos ligeros e intrascendentes (como mis libros), pero es que tal y como está el patio resulta casi inmoral no hacerlo. Aunque realmente no voy a hablar de política, sino de mierda, porque eso es lo que más abunda ahora.
Recuerdo un comentario del embajador inglés en Argentina durante la época de los Perón, Juan Domingo y Evita. Decía que la primera impresión que tuvo de ese país fue que todo el mundo estaba esperando a que llegaran los músicos, porque aquello era un opereta. Pues bien, yo estoy esperando a que llegue la pausa para los anuncios, porque esto se parece cada vez más a un culebrón barato. Un culebrón ambientado en una república bananera, con ricos y malvados hacendados, autoridades corruptas, venganzas cruzadas, héroes con pies de barro, desamores, capataces crueles, mentiras, conspiraciones, jornaleros pobres (pero honrados), chantajes, pasiones desatadas... Falta un poco de sexo, lo reconozco, pero también hay algún que otro adulterio.
Hablemos, por ejemplo, de la Primera Familia Española. El Padre, según todas sus biografías, se crió en el seno de una familia sin demasiados posibles (porque el abuelito había tenido que salir por piernas del país); sin embargo, pese a que tampoco tiene un sueldo de tirar cohetes, ahora posee, según dicen, una fortuna que supera los mil millones de euros. ¿De dónde ha salido esa pasta? Silencio. La Madre, un tanto estirada, lleva años sin hablarse con el Padre, porque al parecer éste tiene la entrepierna demasiado alegre y muchas amigas dispuestas a compartir dicha alegría. El Hijo Mayor se casó con una divorciada de clase inferior, así que el Padre no soporta a su Nuera. La malhumorada Hija Mayor se casó con un... no sé cómo definirlo... bueno, con un tipo de la supuesta alta sociedad del que no tardó en divorciarse. La Hija Menor se casó con un Apuesto Deportista, y todo el mundo dijo “Ohhhhh...” con una bobalicona sonrisa en los labios. La encantadora pareja demostró pronto su naturaleza emprendedora creando unas cuantas empresas... que sirvieron para apropiarse ilícitamente de dinero público y evadir impuestos. Al Apuesto Deportista, que no parece tener muchas luces, de momento le han pillado, pero en cuanto a su señora esposa... Es curioso, la Hija Menor formaba parte de al menos una de las empresas ladronas, y desde luego se beneficiaba del botín, y además su secretario personal está implicado en el chanchullo; sin embargo, no sólo no ha sido imputada, sino que ni siquiera la han llamado a declarar. ¿Por qué? Pues porque el Apuesto Deportista le ha dado al juez su palabrita del niño Jesús de que su señora esposa estaba ahí en plan florero y no se enteraba de nada. Y, claro, ya sabemos el inmenso valor que tiene la palabra del Apuesto Deportista. Por lo demás, el Padre, en plena crisis, se largó con (según dicen) su actual "amiga" a cazar paquidermos (pese a ser presidente de honor, o algo así, de una reputada organización defensora de la naturaleza), y va el pobre hombre y se rompe una cadera, con lo que sale a la luz la juerguecita que se estaba marcando. Luego, el Padre pidió perdón y dijo que no volvería a ocurrir, aunque no aclaró qué era lo que no volvería a ocurrir. ¿No volvería a irse de cacería? ¿No volvería a romperse la cadera? ¿No volvería a mamonear en plan ricachón mientras su pueblo las pasa canutas? ¿O no volverían a pillarle?
En fin, si ése es nuestro más preclaro ejemplo de familia, ¿cómo serán las familias disfuncionales? El caso es que les pagamos nosotros, con nuestros impuestos.
En cuanto al gobierno y el partido que lo sustenta... Aclaremos antes algo: cuando había corrupción en el PSOE, los políticos socialistas eran unos corruptos. Cuando hay corrupción en el PP, TODOS los políticos son unos corruptos. Pues no, mira, ya estoy harto de eso. Claro que hubo corrupción en el PSOE, pero ahora estamos hablando de la derecha, es el turno del PP. ¿Y qué puedo decir sobre este gran partido de los valores cristianos? Que al final todo se reduce a lo de siempre, a repartirse la pasta en sobrecitos secretos; una pasta muy rica, porque al no dejar constancia contable no hay que tributarla, así que te la puedes quedar enterita. Qué vulgaridad, qué miseria moral... Y ahora se hacen los ofendidos, y nos aseguran que en su organización no hay nada ilegal; y nos lo tenemos que creer, claro, porque su palabra tiene un inmenso peso probatorio. Casi tanto como la palabra del Apuesto Deportista. Porque no olvidemos que el señor Presidente de Gobierno, que ahora se muestra de lo más contundente defendiendo su honorabilidad y la de su partido, empleó esa misma contundencia para defender la honorabilidad del señor Bárcenas o del señor Camps, y para afirmar que del Prestige sólo salían unos hilillos de plastilina o que los atentados del 11M eran obra de ETA. Un tipo de lo más fiable, como puede verse.
Ah, pero también van a hacer un auditoria externa. Sobre la contabilidad A, claro, que ésa ya sabemos que está bien (por eso es A); pero no sobre la contabilidad B, que es oculta (por eso es B). Nos toman por tontos y lo malo es que a lo mejor lo somos. En fin, no hago más que repetir lo que ya todo el mundo sabe. Pero lo peor, lo que más me retuerce las tripas, es que todo esto no se ha hecho público por la intervención directa de la justicia, o cualquier otro organismo estatal, sino porque a un chorizo le han pillado con el carrito del helado y, recurriendo al chantaje para eludir la cárcel, ha puesto el ventilador delante de la mierda.
Entre tanto, la señora Ana Mato, tan pija y tan ministra de sanidad ella, se dedicó durante años a aceptar prebendas y regalos (un Jaguar, por ejemplo) de una trama de corrupción organizada, aunque ella alega que en realidad eso sólo tiene que ver con su ex marido, Jesús Sepúlveda, ex alcalde de Pozuelo (al ladito de donde vivo) e imputado por corrupción. Porque claro, doña Ana jamás se preguntó por qué le regalaban bolsos de Vuitton, quién pagaba las fiestas de cumpleaños de sus hijos o cómo podían llevar ese ritmo de vida con tanto fasto y tanto viaje. Pobre, es tan ingenua... Pero también es ministra de sanidad, y ayer escuché que la sanidad pública no pagará ciertos tratamientos contra el cáncer, porque son demasiado caros. Guay. Eso quiere decir que habrá gente que la palme de un tumor porque el dinero que podría pagar su tratamiento ha sido desviado, entre otras cosas, para pagar el coche, los bolsos, las fiestas y las vacaciones de la ministra de sanidad. ¿Estoy siendo demagogo? Nooooo, porque el dinero que costeaba la obsequiada vida de la señora Mato procedía de una trama corrupta, la Gurtel, que lo robaba (en connivencia con ciertos políticos del PP) de las arcas públicas. Así que “Ana Mato”, compinche también de los recortes en sanidad, debería cambiarse el nombre por “Ana Mata”. A todo esto, el ex marido de la señora Mata, digo Mato, don Jesús Sepúlveda, imputado en delitos de corrupción, sigue a sueldo del PP en calidad de asesor. Y como hay gente increíblemente suspicaz que podría considerar esto un poco rarito, va Carlos Floriano, vicesecretario general de organización del PP, y dice que su partido no puede echar a Jesús Sepúlveda porque el estatuto de los trabajadores le «ampara» y «los imputados no pueden ser despedidos legalmente». Esto, aparte de ser mentira y una gilipollez, va y lo dice el representante de un partido que ha modificado la legislación laboral para facilitar el despido de cientos de miles de trabajadores. La monda.
Decidme, ¿este país no es un culebrón?
Ah, pero nos olvidamos de los pobres aunque limpios y honrados jornaleros. El pueblo, vosotros y yo. Qué malos son los políticos y qué buenos somos nosotros, ¿verdad? Pues bien, cuando las masas decidieron entregarle todo el poder, todo todito todo, a la derecha, ¿qué coño esperaban? ¿Sabéis que el PP recibe diez veces más dinero en donaciones que el PSOE (y hablo sólo de las legales)? ¿Y no os preguntáis por qué? Pues porque las grandes empresas subvencionan con generosos donativos a la derecha. Pero las empresas no dan dinero porque sí, a fondo perdido; invierten. Invierten en el PP para que, estando éste en el poder, favorezca sus intereses (que no son precisaamente los intereses de los pobres jornaleros). Prueba de ello es que lo primero que hizo el PP al llegar al poder, aupado por las masas de jornaleros, fue dictar una ley laboral que le permite a los malvados hacendados hacer lo que les salga del pijo con los pobres jornaleros.
Ay, es que nos engañaron con un programa electoral más falso que la sonrisa de Camps. Qué ingenuos somos los jornaleros... Pero, joder, todo el mundo sabe que la derecha representa a los intereses de los ricos; ¿qué demonios esperaban los pobres jornaleros cuando votaron a la diestra con encendido entusiasmo? ¿Y qué coño esperaban ciertas comunidades cuando votaron en masa a políticos corruptos? ¿Y por qué nos escandalizamos tanto ahora, que las cosas van como el culo, pero apartábamos la vista cuando soplaban vientos de bonanza? ¿Y por qué nos sentíamos tan orgullosos de todos los aeropuertos, autopistas, AVEs y edificios monumentales que florecían por doquier, que tan innecesarios eran y que tanta corrupción han generado, en vez de haber exigido que esa pasta se invirtiese en educación y ciencia, que es lo que nos habría proporcionado un futuro? Y ahora mismo, en este preciso instante, ¿por qué, aunque echamos pestes de los políticos y del gobierno, seguimos esperando que sean ellos los que nos resuelvan todos los problemas? ¿No os dais cuenta de que no lo van a hacer?
Permitidme una disquisición: el problema no es que haya más o menos personas corruptas, sino las muchas posibilidades que da el sistema para corromperse. Si existe el menor resquicio para la corrupción, habrá cola para beneficiarse de ello, aquí y en Tombuctú. Así pues, el problema no es la democracia, sino una democracia mal hecha, y el problema no son la política ni los políticos, sino la mala política y los malos políticos. Y tampoco el problema son los ciudadanos, sino los ciudadanos desinformados y con una ética personal poco democrática.
Para que el mal prospere, basta con que las personas buenas no hagan nada. Eso es lo que ha ocurrido en este país bananero: que las personas buenas han permanecido pasivas y el mal ha prosperado.
Y, creedme, esto sólo tendrá solución si las personas buenas comienzan a trabajar, con inteligencia y determinación, para cambiar las cosas. En caso contrario, deberemos conformarnos con ser meros comparsas de un culebrón barato.
En lo que a mí respecta, estoy deseando que llegue la pausa de los anuncios, porque tengo la imperiosa necesidad de ir al cuarto de baño. Para vomitar.