martes, julio 29

Mientras agoniza


 
            Desde hace unos días, mi hermano mayor, José Carlos, está ingresado en un hospital, aquejado de una grave crisis respiratoria causada por la enfermedad de Parkinson. Hará cosa de un par de horas he hablado por teléfono con mi sobrina Leonor y me ha dicho que su padre está agonizando. Los médicos dijeron que no superaría la pasada noche, pero él sigue ahí. Aún en la debilidad es fuerte.

            He tenido que cortar la llamada, porque no podía dejar de llorar. Llevo mucho rato derramando lágrimas. No lo había hecho hasta ahora; es como si hubiera abierto una espita y no pudiera cerrarla. Me siento confuso...

            José Carlos está sedado; le suministran morfina para que no sufra, porque debe de ser horrible morir ahogándose.

            No sé por qué escribo esto, no tiene sentido. Estoy en mi despacho, solo, y no puedo trabajar, no puedo concentrarme, aunque debería hacerlo, debería seguir con mi novela, para ser otras personas en otros lugares donde no sucede lo que está sucediendo... Pero no puedo. Y tampoco puedo no hacer nada, así que escribo este estúpido texto.

            Fui al hospital el viernes pasado. Mi hermano había experimentado una leve mejoría y estaba consciente. Al verle, fue como un mazazo; estaba tan desvalido... parecía un bebé enorme. Estuve con él una hora o así, hasta que me pidió que me fuese, porque quería descansar. Al marcharme, hice algo que nunca hacía. Le cogí de la mano y le besé en la frente. No solía besarle; nos abrazábamos, nos dábamos un apretón, pero no nos besábamos, no sé por qué. Pero me inspiraba tanta ternura que no pude evitar besarle. Ignoraba que ese beso iba a ser una despedida definitiva. Pero me alegro de que haya sido así, trasmitiéndole mi cariño...

            Apenas veo la pantalla del monitor, oculta tras una bruma de lágrimas. ¿”Bruma de lágrimas”? ¿Es que ni ahora puedo dejar de ser escritor, coño? ¿Es que no puedo dejar de pulsar el teclado ni siquiera en estas circunstancias? ¿Por qué tengo que transformarlo todo en letras, palabras y frases? Y si lo hago, ¿por qué pretendo que sean bonitas? Esto no tiene nada de bonito, no debería intentar convertirlo en literatura. Pero es lo que sé hacer; quizá sea ésta la forma en que digiero las cosas. Palabrería; puede que eso sea todo: puñetera palabrería, bla-bla-bla sin sentido.

            Pero a  veces, las palabras son alfileres que se clavan en la piel. Perros que te muerden. Sal en la herida. Joder, qué mierda...

            Big Brother. Ese es el nick que utiliza José Carlos para merodear por Babel. Gran Hermano, como el personaje de 1984, de esa ciencia ficción suya que tanto ama. Su herencia en mí, él me transmitió la afición por ese género. Big Brother. Un nick adecuado; es mi hermano y es grande, tan alto como yo pero mucho más voluminoso.

            Creo que hablar en presente de él me tranquiliza. No quiero hacerlo en pasado, no quiero. De repente, tengo la sensación de que mientras escriba esto, mi hermano vivirá. Quizá si no dejara de escribirlo nunca, hablando de él en presente, entonces no moriría...

            Estoy divagando, perdonadme.

            Sólo he encontrado en Internet una foto de mi hermano, la que tenéis ahí arriba. Es de hace muchos años, más de treinta, y se le va haciendo una de las cosas que más le gustaban.

            Estoy mal; lo siento, ahora no soy un buen anfitrión. Colgaré este texto en el blog, porque quiero estar ocupado haciendo algo, porque no quiero pensar. Ni puedo. Disculpad el mal rollo.

jueves, julio 24

Viajes de papel


 
 
            Hay muchas formas de encarar las vacaciones. Algunos, la mayoría, se trasladan a un lugar de playa, o montaña, y allí se apalancan, sin apenas moverse de donde están. Otros hacen lo mismo, pero tienen su propia casita, adonde van todas las vacaciones. Esta última opción me desconcierta: ¿Ir siempre al mismo lugar, año tras año? Me parece un coñazo, pero para gustos los colores.

            Otra alternativa son los viajes organizados. Te llevan de un lado para otro y te dicen lo que puedes y/o debes hacer. Ahora te montas en un autobús, ahora tienes cinco minutos para hacer fotos, ahora haces compras, ahora te culturizas con una visita guiada a tal monumento, ahora te diviertes... Quienes practican este tipo de viaje parecen pistoleros del oeste haciendo muescas en la culata de su revolver. Me los imagino con una libretita, tachando destinos a toda leche. ¿Taj Mahal? Check. ¿La Alhambra? Check. ¿Mont Saint Michel? Check. ¿El Gran Bazar? Check. ¿Hoy es martes? Entonces esto es Bélgica. Los cruceros son una variante acuática, y a la larga claustrofóbica, de esta clase de vacaciones.

            Pero hay toda suerte de opciones. Dedicarte a practicar tu afición favorita (surf, escalada, cazar mariposas, lo que sea). Ser tan hijo de puta como para hacer turismo sexual. Asistir a conciertos y actividades culturales. Irte a tu pueblo, con los parientes... ¿Sabéis cuál es la mía? Irme a un país, coger un vehículo y recorrer una zona a mi aire, parándome donde y cuando me apetece, y yéndome a otro lugar cuando me venga en gana.

            Mi límite para apalancarme en un sitio, por estupendo que sea, es de una semanita. Al cabo de ese tiempo empiezo a ponerme nervioso y me entran unas ganas enormes de salir pitando. De hecho, cuando mis hijos eran muy pequeños y tenía que pasar todas las vacaciones en el mismo lugar, me dedicaba a hacer constantes excursiones por los alrededores. Pero bueno, sólo se trata de mis gustos personales.

            ¿Sabéis lo que siempre me ha irritado? La pedante diferenciación entre “viajero” y “turista”. Creo que esto lo inició Paul Bowles en su novela El cielo protector, donde decía: “No se consideraba un turista. Él era un viajero. Explicaba que la diferencia reside, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de unos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud de un punto a otro de la tierra”.

            Bueno, dejando aparte que eso más bien es un nómada, el problema de esa distinción es que es deshonesta. Porque al decir “viajero” estamos pensando en la forma más sublime de eso, de viajero (un Indiana Jones o un Marco Polo cualquiera), mientras que al decir “turista” nos imaginamos la forma más abyecta de turista, con pantaloncitos cortos, chanclas y un porrón de sangría. Pero hay muchos tipos de turismo. Además, en definitiva, o vives en un sito (y no eres ni turista ni viajero), o trabajas provisionalmente allí, o estás de paso para echar un vistazo, con lo cual ni viajero ni leches: eres un turista.

            En cualquier caso, queda muy bien, muy elitista, muy snob, decir: “No soy un turista: soy un viajero”. Anda y que te den... Porque el sentido que se le pretende dar a la palabra “viajero” es equívoco, un sentido que en realidad sólo correspondería a los exploradores y los aventureros, que se juegan la piel en el viaje. Todo lo demás es una forma u otra de turismo.

            Por cierto, ¿sabéis de dónde viene la palabra “turismo”? Pues de Grand Tour, una costumbre de los jóvenes aristócratas ingleses que consistía en realizar una largo viaje por Europa tras acabar sus estudios para complementar su formación (algo así como el Erasmus). Comenzó en el siglo XVII y su objetivo era familiarizarse con la cultura clásica y renacentista. Al principio se centraba en dos países, Francia e Italia, a los que se añadieron Alemania y Austria. En el siglo XVIII la costumbre se extendió a los hijos de la burguesía. Más tarde, en el XIX, con el Romanticismo, el Grand Tour se amplió a Grecia, Turquía y España. Y ya en el siglo XX la costumbre se democratizó para convertirse en lo que ahora conocemos como turismo.

            Pero bueno, de lo que quería hablar es de una forma especial de turismo: los viajes de papel. Me fascinan los mapas, me chiflan los atlas. De pequeño, me metía en el despacho de mi padre, cogía algún National Geographic y el mapa que incluía, y comenzaba a seguir una ruta. No sabía inglés, así que me centraba en las fotos y los nombres. Yucatán, Moka, Tierra de Baffin, Isla Kodiak, Samarcanda, Bahía de Cook, Zanzíbar... Esos nombres exóticos eran como píldoras para soñar.

            Mucho después, he tenido que documentarme sobre geografía para escribir algunas novelas. Por ejemplo, en La piedra inca, el protagonista (Jaime Mercader) realiza un largo viaje desde Cartagena de Indias hasta la selva amazónica de Perú. Para describirlo, usé mapas, libros e Internet, que es utilísimo para estas cosas. Me lo pasé bomba. En el caso de La catedral, ambientada en la Edad Media, el prota debía viajar de Navarra a la Bretaña francesa. Primero hice el viaje sobre el mapa, y después, en verano, dediqué las vacaciones a hacerlo físicamente, en coche. Fue interesante comparar sueños con realidad (en ese caso, ganó la realidad).
 
 

            ¿Os gusta, como a mí, viajar sobre el papel? Supongo que sí, porque en caso contrario no estaríais leyendo este blog. Entonces, os recomiendo un libro: Atlas de islas remotas (Capitán Swing & Nørdicalibros 2013), de Judth Schalansky. El subtítulo del libro aclara aún más el asunto: Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré. Es decir, un atlas de algunos de los lugares más inaccesibles y solitarios del mundo. Es un libro precioso (la autora, aparte de escritora, es diseñadora gráfica), con las islas distribuidas según los mares donde se encuentran. Cada isla ocupa una doble página: el texto a la izquierda y un mapa a la derecha.

            Los textos que hablan de cada isla son breves, pero fascinantes. A veces cuentan cómo se produjo su descubrimiento. Otras veces se limitan a describir lo que hay allí. En ocasiones narran alguna leyenda o historia relacionada con la isla. Schalansky es una excelente escritora y consigue que su prosa sea poética en el espíritu, aunque no en la forma (la mejor variedad de poesía, en mi opinión). Son textos evocadores, sugerentes, inspiradores, exóticos, a veces enigmáticos.

            ¿No resulta asombroso descubrir que, hasta finales de los 90, más gente había pisado la Luna que la Isla de Pedro I en el Antártico? ¿O que existe una Isla Robinsón Crusoe (en el archipiélago Juan Fernández del Pacífico), llamada así porque en ella naufragó el hombre que inspiró a Daniel Defoe para escribir su novela, el escocés Alexander Selkirk? ¿O que hay una cordillera llamada Jules Verne en la isla Posesión, en el archipiélago Crozet del Índico? (También hay un cráter Jules Verne en la cara oculta de la Luna).

            Pero mi historia preferida, la más asombrosa, es la de Rapa Iti, en las Islas Australes de la Polinesia Francesa. Todo comenzó en Francia a mediados del siglo XX, en Luxeuil, un pequeño pueblo de la Haute-Saône. Allí vivía Marc Liblin, un adolescente al que le ocurría algo extraño: cada noche, soñaba que una persona le visitaba y le enseñaba un idioma desconocido. Finalmente, después de muchos sueños, Liblin llegó a dominar el idioma. Cuando tenía treinta años, conoció a un lingüista de la Universidad de Rennes y le habló del idioma onírico. Ni el profesor ni ninguno de sus compañeros conocía esa lengua, pero se trataba de un lenguaje demasiado bien estructurado para tratarse de una mera invención. Entonces tuvieron una idea: visitarían las tabernas de los puertos y le preguntarían a los marineros si en alguno de sus viajes habían oído un idioma parecido.

            Y en Rennes, el dueño de una taberna, tras oír a Liblin hablar esa lengua misteriosa, dijo que la conocía, que era el idioma que se hablaba en Rapa Iti, una de las islas más lejanas de la Polinesia. Y no solo eso, además conocía a una nativa, viuda de un militar, que vivía allí mismo, en Rennes. Fueran a verla, Liblin la saludó en la lengua de sus sueños y ella, que se llamaba Meretuini Make, le respondió en el antiguo Rapa que se hablaba en su isla natal. ¿Y sabéis cómo acabó la cosa? Pues Marc y Meretuini se enamoraron, se casaron y en 1983  se fueron a vivir a Rapa Ini. Y supongo que vivieron felices y comieron perdices, o el pájaro que sea que se coma allí.
 
 

            Curiosa historia, ¿verdad? Y por lo visto auténtica, pues, según he comprobado en Internet, está muy documentada (os adjunto una foto de Liblin y, supongo, de su esposa Make). Sin duda, tiene una explicación, pero hasta ahora nadie se la ha encontrado (que yo sepa).

            En fin... Soledad, Isla del Oso, Annobón, Thule Sur, Pukapuka, Pitcairn, Isla de los Cocos, Takuu, Isla Decepción... qué hermosos nombres para soñar, que maravillosos viajes de papel.

miércoles, julio 16

Tina


 
            Iba a escribir este post sobre la muerte de Alfredo Di Stefano; no por su condición de figura del fútbol, sino como referente de una época. De hecho, no recuerdo haberle visto jugar en su momento; lo que no es extraño, porque de pequeño no me interesaba mucho el balompié, y cuando Di Stefano era la gran figura del Real Madrid yo tenía menos de diez años.

            Pero mi padre y mis hermanos mayores eran socios del club blanco, y en verano solíamos ir a la piscina del Santiago Bernabéu, así que, aunque no era muy aficionado al fútbol, me sentía del Real Madrid y le prestaba cierta atención a Di Stefano; más sin duda que a cualquier otro futbolista de la época. Sin embargo, sólo recuerdo una cosa de él: un anuncio de medias.

            Era en blanco y negro. La pantalla aparecía dividida horizontalmente por la mitad; en la parte superior se veía a Di Stefano cortado de las caderas para abajo, y en la parte inferior, justo debajo, una piernas de mujer. Y el futbolista decía: “Si yo fuera mi mujer, usaría medias Berkshire”. El anuncio era simpático, pero fue un escándalo, porque en aquella época (y en la de ahora, me temo), nada había más sagrado que un as del fútbol, y muchos se lo tomaron como si su ídolo se hubiera prestado al ridículo (Bernabéu consiguió que retiraran el spot). No abundaba el sentido del humor en la España de los 60.
 

            En fin, pensaba hablar de Di Stefano; iba a titular la entrada “Oh la saeta”, mezclando el poema de Machado con el sobrenombre del jugador, “La Saeta Rubia”, pero no voy a hacerlo, porque entre medias se ha interpuesto otra muerte. A Di Stefano le conocéis todos, pero sólo unos poquitos merodeadores la conocieron a ella. Se llamaba Ernestina Álvarez, Tina, y era la madre de mi gran amigo Samael. Tenía 94 años y murió en su casa del madrileño barrio de Chamberí, donde había vivido siempre, el pasado 9 de julio.

            Ahora que lo pienso, el anuncio de Di Stefano apareció en 1962, y debió de ser ese año, o el siguiente, cuando conocí a Tina. Samael y yo éramos compañeros de colegio –el San Alberto Magno- y vivíamos muy cerca el uno del otro. Un día fui a su casa y conocí a su madre; no recuerdo las circunstancias, pero sí la impresión que me produjo. Porque Tina, que por entonces debía de contar 42 o 43 años, era muy, pero que muy parecida a Luisa Sala, una actriz muy popular en esos tiempos (que, por cierto, murió en el 86 atragantada con un trozo de carne). Como Samael y yo nos hicimos inseparables, desde entonces, y a lo largo de unos 20 años, traté muchísimo con Tina. En cierto modo, me convertí en uno más de la familia.

            Tina no tuvo una vida fácil. Era funcionara de Hacienda. Tenía tres hijos; Carmen, la mayor, Dámaso y Samael (que, por supuesto, no se llama así, pero respetaré su nik). Su marido la abandonó cuando Samael era muy pequeño, para largarse a Venezuela con una pelotari (raro, sí, pero cierto). El padre nunca se ocupó demasiado de su ex-familia, y mucho después, cuando regresó a España, demostró una gran mezquindad, tanto con Tina como con Samael. A comienzos de los 70, Dámaso, el segundogénito, falleció en un accidente de tráfico.

            Con todo, pese a haber perdido a un marido y, lo que es más doloroso, a un hijo, Tina siguió adelante siendo como era. ¿Y cómo era? Pues, sencillamente, la persona más bondadosa que he conocido en mi vida. Siempre sonriente, siempre optimista, siempre dispuesta a echar una mano, siempre cariñosa. También era ingenua, pero creo que en su caso la ingenuidad fue un escudo que la protegió de la gente que no se portaba bien con ella, que por desgracia la hubo.

            Respecto a esto, su ingenuidad, hay una anécdota muy divertida. Hace muchos años, Samael, por entonces un veinteañero, estaba en su cuarto fumándose un porro con un amigo y partiéndose de risa. Montaron tanto alboroto que Tina fue a ver qué pasaba. Y Samael, que es un cachondo, le dijo: “Estamos fumando tabaco de la risa, mamá. Es muy divertido. ¿Quieres probarlo?”. Tina aceptó, le dio unas cuantas caladas al porro y... le entró un ataque de risa, como manda Santa Cannabis Índica. Tanto le gustó la experiencia que, durante los siguientes días, cada vez que llegaba a casa le preguntaba a Samael si tenía “tabaco de la risa”, y madre e hijo compartían alegremente un canuto.

            Hasta que un día, Tina comentó en el trabajo lo divertido que era el “tabaco de la risa” de su hijo, y sus compañeros, supongo que con no poco cachondeo, la hicieron ver que estaba fumando porros. Entonces, cuando volvió a casa, fue a buscar a su hijo, consternada, y le dijo: “¡Me has hecho consumir droga! ¡Droga!”. Pero no le duró mucho la indignación, porque Tina no sabía enfadarse.

            También era un espléndida cocinera. Hubo un momento, cuando yo era muy joven y pobre como una rata, en que me quedé sin un céntimo. No tenía ni para comer. Entonces Tina me acogió a su mesa y me estuvo alimentando durante todo un mes, y sé que procuraba esmerarse y que compraba lo mejor que encontraba en el mercado, porque me tenía cariño y ella era un pedazo de pan. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.

            Pero el tiempo pasó; Samael y yo hemos mantenido viva nuestra amistad, pero nos casamos (no juntos, ojo), él se cambió de casa y yo dejé de ver a Tina. Aun así, seguí teniendo noticias de ella a través de su hijo. Hace unos años, supe que Tina, que pese a su edad estaba en buena forma física, había comenzado a padecer demencia senil. Hace no mucho murió su hija Carmen, de cáncer, pero creo que Tina apenas se enteró; lo que fue una suerte, porque esa dulce mujer no se merecía un palo más. Últimamente, su demencia senil se había agravado y ya no estaba en este mundo, sino en un constante delirio en el que creía ser una niña. ¿Acaso dejó de serlo alguna vez?

            ¿Sabéis?, cuando la semana pasada me enteré de su muerte, no lloré, ni me entristecí especialmente, aunque sí me sumergí en una suave melancolía. Porque, en realidad, su muerte no ha sido una tragedia, sino un proceso natural. Tenía 94 años, una edad muy avanzada. Lo trágico era el estado en que se encontraba, convertida en una caricatura de lo que fue, en una broma cruel. Trágico no para ella, que probablemente ni se enteraba de lo que le estaba pasando, sino trágico para su hijo.

            Además, creo que Tina, tras los primeros infortunios, tuvo suerte. Nunca le faltó trabajo, siempre vivió en un piso estupendo de la calle Trafalgar (primero de alquiler, y luego comprado a un precio irrisorio), con una terraza de quitar el hipo, y además tenía una casita en Torrelaguna (un pueblo de Madrid, cerca de la sierra) donde pasaba los fines de semana y el verano, en compañía de sus amigas y su familia. Siempre gozó de espléndida salud. Hubo mucha gente que la quiso, porque era imposible no quererla.

            Pero sobre todo, tuvo suerte con sus hijos, Carmen y Samael, que siempre la trataron bien. En especial con Samael, que cuidó de ella en sus últimos tiempos, los más duros. Tina no falleció tras una larga y dolorosa enfermedad, sino de repente, con rapidez, sin sufrir. Una muerte envidiable, una suerte. Y murió junto a su hijo, como le habría gustado.

            Tina era una mujer religiosa. Yo no lo soy, pero ¿eso qué importa? Así que espero, querida Tina, que tuvieras tú razón en eso de Dios y el Paraíso, y no yo, porque si existe un Cielo, desde luego tú eres la que más se merece estar en él. Descansa en paz.

            (Y ahora, de repente, me da por llorar. Seré idiota...)

jueves, julio 3

En serie


 

            Hace tiempo que no hablamos de series de TV, ¿verdad? Desde que mi amado House se perdió en lontananza a lomos de su motocicleta, no he levantado cabeza... Miento, otras series han venido a llenar el vacío que el viejo Greg dejó en mi corazón. Soy voluble cual veleta, qué le vamos a hacer.

            El año pasado vi, una tras otra, todas las temporadas de Breaking Bad y, ay mamma mía, que cosa más buena. Jamás he visto nada parecido, ni en TV, ni en cine, ni siquiera en novela. Ya sabéis la historia: un modesto profesor de química, Walter White descubre que tiene cáncer de pulmón y, para dejar situada a su familia, se pone a fabricar (“cocinar”) metanfetamina. Gana enormes cantidades de dinero y se somete a un tratamiento contra su enfermedad que resulta exitoso. Pero aunque recupera la salud y tiene millones, White sigue traficando con meta, porque ha probado el lado oscuro y ya no puede vivir sin eso. En definitiva, un hombre bueno que decide hacerse malo.

            Breaking Bad es una parábola sobre el mal y sus consecuencias, todo aderezado con un humor negrísimo y una crudeza escalofriante. La versión hispanoamericana de la serie se titula Metástasis, y me parece un título adecuado, porque se refiere a la enfermedad del protagonista, pero también es una metáfora que muestra al mal como un cáncer que poco a poco se va extendiendo hasta consumirlo todo. Si no la habéis visto, ¿a qué narices estáis esperando?

            También vi The Bridge y resultó ser estupenda. Está basada en una serie danesa, que no he visto y que, según dicen, es muy buena, pero dudo que sea mejor que su versión yanqui. Por una razón: no sé qué diferencias culturales existen entre Dinamarca y Suecia (que es el marco de la versión original), pero así, a simple vista, muy pocas. Sin embargo, las diferencias entre USA y México son enormes -sobre todo si le añadimos el factor del narcotráfico- y creo que mucho más interesantes (ese factor también añadía interés a Breaking Bad). Los protagonistas, Diane Kruger, en el papel de una policía yanqui con síndrome de Asperger, y Demián Bichir, interpretando a un policía mexicano, funcionan con una química inesperada. Lo dicho, una serie realmente buena (por cierto, el 10 de julio comienza a emitirse la segunda temporada).

            Una serie parecida a esta es The Killing (también está basada en una producción danesa); vi las dos primeras temporadas y no estaban nada mal, aunque es mucho mejor The Bridge.

            A principios de año se emitió la primera temporada de una joya más de HBO: True Detective, una historia autoconclusiva de ocho episodios. Vamos a ver, cómo explicarlo... ¿Os gusta el “gótico americano”? Pues True Detective es lo más “gótico americano” que pueda concebirse. Está ambientada en Luisiana y narra la investigación de una serie de asesinatos rituales realizada por dos policías de caracteres opuestos: Martin Hart (Woody Harrelson), el típico americano de clase media, y  Rustin Cohle (Matthew McConaughey), un hombre al que la muerte de su hijo le ha destruido por dentro.

            Todo es oscuro en True Detective, incluso a plena luz del día, todo es ominoso, sucio y corrupto. Pocas veces he visto en pantalla una atmósfera tan turbia y malsana (en el cine actual, sólo en algunas películas de David Fincher). He leído una crítica que compara la serie con las novelas de John Connolly (las protagonizadas por el detective Charlie Parker –excelentes, por cierto-), y es verdad. Pero esta serie es mucho más que un thriller.

            Sobre todo es un estudio de personajes. Las interpretaciones de Harrelson y McConaughey son excelentes, pero el personaje de Cohle es más rico y llamativo, lo que permite el lucimiento de McConaughey (este papel le ha encumbrado a la categoría de actor de culto). Imaginaos a un intelectual nihilista y ateo insertado en el seno de una sociedad paleta y ultrarreligiosa. Como gasolina y agua.

            ¿Cuántas veces habéis visto en la tele a algún personaje que pretende ponerse trascendente y suelta largas parrafadas que, en realidad, no son más que una sarta de vulgaridades? Pues bien, Cohle se explaya en largos monólogos filosóficos –en el curso de un interrogatorio policial que se intercala en los episodios-, pero lo que dice posee una profundidad –desoladora, eso sí- rara vez vista en TV. No es palabrería, sino una visión tristemente coherente de la existencia.

            El trabajo de su creador y guionista, el escritor Nic Pizzolatto, es soberbio (estoy deseando leer alguna de sus novelas), pero la realización de Cary Fukunaga no se queda atrás (hay que prestarle mucha atención a este director). En resumen: una obra maestra, no os la perdáis. (La segunda temporada tendrá distinto argumento, distintos personajes y distintos actores).

            Por lo demás, he seguido viendo mis buenas series de siempre: La magistral Mad Men. La incombustible Juego de Tronos (de la que hablaré algún día). La persistente The Walking Dead. Reconozco que me gusta esa serie, aunque en general los zombis me aburren. Pero creo que en realidad la serie no trata sobre zombis, sino sobre supervivencia. El episodio 14 de la 4ª temporada, “The Grove”, es uno de los más demoledores de la historia de la TV. Te deja hecho polvo (jamás imaginé ver algo así en la pequeña pantalla). Big Bang y Modern Family se repiten, pero les he cogido cariño. La única serie “convencional” que sigo es El mentalista. Es repetitiva, cierto, y a veces los guiones son muy tontos, sí, pero me gusta el personaje protagonista, y el actor que lo interpreta, Simon Baker, lo hace muy bien.

            Disfruto como un enano con Vikingos; me gusta el escenario de la alta Edad Media y me encanta la cara de psicópata que tiene el prota. Me parece increíble que Hannibal (protagonizada por el querido Dr. Lecter) sea una serie en abierto (por oscura y grimosa), pero más increíble me parece lo buena que es. Vi con asombro la primera temporada y tengo grabada la segunda, a la espera de darme una panzada de morbo y canibalismo. He visto también las primeras temporadas de The Americans y Orange is the New Black y... no están mal, pero no sé yo si voy a seguir viéndolas mucho tiempo. Ah, tengo grabada la primera temporada de Masters of Sex, pero aún no la he visto. Dicen que recuerda a Mad Men...

            Y ya para terminar, un gran descubrimiento: Louie. Es una comedia (¿lo es?), con episodios de 23 minutos de duración, protagonizada por el humorista americano Louie C. K., especializado en monólogos. ¿Es una sitcom? Buen, al principio tenía estructura de sitcom, pero la verdad es que no se parece en nada a una sitcom. Entonces, ¿qué es?

            La serie está protagonizada por Louie C. K., interpretándose, se supone, a sí mismo. Al principio, cada episodio consistía en una pequeña historia muy de la vida cotidiana, salpicada con fragmentos de monólogos. En ese sentido recuerda a Seinfeld, pero el tratamiento es completamente distinto, y más conforme avanza la serie (de hecho, Seinfeld aparece de vez en cuando como actor invitado, igual que otros humoristas y actores, como Ricky Gervais, Robin Williams, Chloë Sevigny, Sarah Silverman, Jeremy Renner o David Lynch). En cuanto a los monólogos, puedo aseguraros algo: su humor es el más salvaje y afilado que jamás hayáis visto. Es increíble las atrocidades que dice Louie C. K., y la arrolladora gracia con que las dice. Sin duda, se trata del humorista más políticamente incorrecto de la actualidad.

            Pero la serie ha mutado y en la cuarta temporada se ha convertido en algo distinto. El humor salvaje ha ido menguando (pero no desapareciendo) y las tramas se centran más en la vida cotidiana de su protagonista, un humorista divorciado y con dos hijas pequeñas. Son historias mínimas que se prolongan a lo largo de varios capítulos, historias llenas de lucidez y honestidad. Y a veces de poesía. Una maravilla, vamos.

            ¿Queréis un ejemplo? En el tercer capítulo de la cuarta temporada, una desconocida humorista gorda, llamada Vanessa, intenta ligar con Louie, pero éste le pone excusas. Ella insiste día tras día y, finalmente, Louie accede a dar un paseo con ella. Y durante ese breve cita, la chica gordita, interpretada por Sarah Baker, suelta un monólogo acerca de las gordas y los hombres que ha causado sensación. ¿Queréis verlo? Podéis hacerlo pinchando AQUÍ. Está en inglés y no he encontrado ningún vídeo que tuviera subtítulos. No obstante, si como yo no sois ducho en la lengua de Shakespeare, al final de esta entrada os pongo una transcripción traducida que he copiado de la revista Icon.

            Supongo que me habré olvidado de alguna serie, pero con estas ya son bastantes, incluso demasiadas. Besos.
 

Louie le comenta a Vanessa lo difícil que es conseguir novia. Ella le reta: "Inténtalo en Nueva York, bien pasados los 30 y siendo gorda". Él, claro, responde lo que el 90% de los hombres hubieran contestado en ese contexto: "Venga, tú no eres gorda". Y sucedió este lacerante monólogo:

Vanessa: Joder, qué decepción, Louie. ¿Sabes qué es lo más cruel que le puedes decir a una chica gorda? 'Tú no eres gorda'. Tío, es que es un asco. De verdad que lo es. Y lo peor es que ni siquiera está bien visto que te lo diga. La gente no está dispuesta a escucharlo. A ver: tú puedes salir al escenario y hacer un chiste sobre los kilos que te sobran y que por eso te cuesta tener novia… y todo el mundo se ríe. Es adorable. Pero si lo hago yo lo que se creen es que estoy al borde del suicidio.

¿Puedo decirlo? Soy gorda. Y es un asco estar gorda. ¿Podríais dejarme decirlo de una puñetera vez? Mira, me gustas de verdad. Eres un buen chico y a lo mejor la estoy tomando injustamente contigo, pero, en nombre de todas las gordas, voy a hacerte representar a todos los hombres del mundo y te voy a preguntar: ¿Por qué nos odiáis tanto? ¿Qué es lo que tienen cosas básicas de la humanidad como la felicidad, el sentirse atractiva, amada, y que te sigan los chicos que a nosotras se nos niega? Pues no. Se nos niega. ¿Es eso justo? ¿Y por qué se supone que deba aceptarlo?

Louie: Vanessa, eres una mujer guapísima...

Vanessa: Si fuera tan guapa, me habrías dicho 'sí' cuando te pedí salir. Venga, Louie, sé sincero. ¿Sabes lo más curioso? Que yo tonteo con chicos todo el rato. ¿Y sabes lo que pasa? Que los verdaderamente guapos, los tíos cañón, me siguen el juego sin pestañear. Total, saben que su estatus no corre peligro. Pero los hombres como tú nunca tontean conmigo, porque os aterroriza la posibilidad de acabar con una mujer como yo.

¿Y por qué no? Si tú estuvieras ahí mirándonos a los dos, ¿sabes lo que pensarías? Que hacemos una pareja cojonuda. Que pegamos el uno con el otro. Sin embargo, tú no saldrías con alguien como yo ni muerto. ¿Has salido alguna vez con una chica más gorda que tú? ¿Lo has hecho?

Louie: Sí, sí lo he hecho.

Vanessa: No, no, no. No te estoy preguntando si te has follado a una gorda, Louie. Eso seguro que sí. Todos lo habéis hecho. Cuando te conocí, si te hubiera dicho: 'Ey, ¿te vienes al baño a echar un polvo?'. Claro que habrías venido. Pero no me refiero a eso. Me refiero a salir con una gorda. ¿Alguna vez has besado a una gorda? ¿Alguna vez le has entrado a una gorda? ¿Alguna vez has cogido de la mano a una gorda? ¿Alguna vez has paseado por la calle, a la luz del día, sujetando la mano de una chica tan grande como yo?

Adelante, cógeme la mano. ¿Qué crees que va a pasar? ¿Que se te va a caer la minga por agarrar de la mano de una gorda? ¿Y sabes qué lo más triste de todo? Que es todo lo que quiero. Por supuesto que puedo echar un polvo. Cualquier mujer que lo desee puede hacerlo. Pero no es lo que yo quiero. Ni siquiera quiero un novio o un marido. Lo único que me apetece es caminar de la mano de un chico agradable, caminar y conversar".