Por fortuna, la mayor parte de las
críticas que he recibido como escritor han sido positivas; unas más, otras
menos, pero digamos que la nota media es de notable. Además, los premios que he
obtenido me sugieren que, objetivamente, no debo de ser del todo mal escritor.
Por otro lado, soy consciente de algo: es imposible gustar a todo el mundo Por
bueno que seas, da igual; siempre habrá alguien que se cisque en lo que has
escrito.
No obstante, y ahora voy a desnudar
mi alma ante vosotros, debo confesar algo: las malas críticas me afectan. Me
deprimen. Para que me entendáis: una mala crítica me jode más que lo que puede
llegar a alegrarme una crítica elogiosa. Eso, sin duda, se debe a mi proverbial
inseguridad.
Yo, como escritor, vivo en una
permanente duda. Cuando acabo de escribir una novela, siempre temo haber
escrito la mayor mierda de la historia de la literatura. Cuando alguien me comenta
que le ha gustado lo que he escrito, siempre pienso que lo dice por amabilidad.
Cuando tomo una decisión mientras escribo siempre temo haberme equivocado.
Nunca estoy seguro de nada.
Y es jodido, no os creáis que no.
Pero, al mismo tiempo, lo considero necesario. Porque esa duda permanente me
ayuda a mejorar, y porque si en algún momento llegase a estar seguro de lo que
escribo, creo que en ese preciso instante estaría muerto como escritor. La
inseguridad es el precio que debo pagar por mi trabajo. Pero bueno, ya me he
acostumbrado a vivir sintiéndome al borde de un abismo.
Volviendo a las críticas, creo que
básicamente las hay de dos tipos: aquellas en las que el reseñista se limita a
decir si el texto le ha gustado o no, sin aportar argumentos, y esas en las que
el crítico sustenta su opinión con datos y argumentos. Una mala crítica de la
primera clase me jode (porque todas me joden), pero no me aporta nada. Las
malas críticas del segundo tipo también me joden, pero me ayudan.
Por ejemplo, un crítico señaló los
defectos de una novela mía muy querida por mí. No le daba un palo, pero sí que
señalaba ciertas debilidades del texto. ¡Y el muy cabrón tenía razón! Me agarré
un cabreo enorme, pero no contra el crítico, sino contra mí, por ser tan burro.
Y al mismo tiempo me sentí muy agradecido, porque aquel crítico me había
ayudado a mejorar. Por desgracia, las críticas del tipo 1 abundan mucho más que
las del 2.
Respecto a las primeras, hay unos
casos concretos que me producen una mezcla de estupor e irritación; no por las
opiniones subjetivas que expresan, sino por la naturaleza del reseñista. Me
explicaré.
Tengo una Alerta Google. Es decir,
cada vez que aparece mi nombre en internet, recibo un mail avisándome (esa es
la teoría, porque falla más que una escopeta de feria). Bueno, pues hará cosa
de un mes me llegó una alerta que me condujo a una web de esas en las que diversas
personas opinan sobre una novela determinada. En ese caso, la novela era La isla de Bowen.
Uno de los participantes (voy a
emplear el masculino, pero puede ser tanto un hombre como una mujer) escribió
un comentario bastante extenso. No se cargaba la novela, pero hablaba de ella
con condescendencia. Decía que la primera parte le había aburrido, pero que la
segunda le había gustado, más o menos. Luego, en tono siempre condescendiente,
me daba consejos para mejorar (a mí directamente, aunque supongo que era una
especie de figura retórica, porque no creo que pensase que yo lo iba a leer).
Criticaba mi forma de emplear los adjetivos (aunque no especificaba por qué) y
me tildaba de leísta. Eso último es cierto, soy leísta. Es más, aunque podría
corregirlo, no lo hago, porque la forma correcta me suena mal (me he criado y
vivo en el centro de España, donde el leísmo es común). Además, la RAE admite
el leísmo. A fin de cuentas, Cervantes lo era. Ah, también me tildaba de
machista.
Reconozco que me molestó un poco el
tono de suficiencia que destilaba el comentario. Pero hubo algo que me molestó
aún más: esa persona era, es, un escritor de literatura juvenil. Además, nos conocemos;
muy superficialmente, pero nos hemos visto un par de veces.
Veréis, digamos que hay dos tipos de
escritores profesionales: los consagrados y, llamémoslos así, los de clase
media (me apresuro a aclarar que me considero un escritor de clase media).
Respecto a los primeros, no tengo ningún problema en criticarles negativamente
(salvo que los conozca personalmente), que para eso los han subido al Olimpo.
Por ejemplo, más de una vez he puesto a parir los textos Agustín Fernández
Mallo; pero es que, por alguna razón que no alcanzo a comprender, es un autor
“consagrado”.
Ahora bien, jamás hablo mal
públicamente de las obras de los escritores de clase media, y mucho menos si
los conozco, aunque sólo sea de vista. Me parece una rotunda falta de cortesía
profesional. Y un exceso de vanidad, porque si un escritor critica a otro, en
el fondo es como si dijese: “Yo lo hago mejor”. Por eso, si comento la obra de
un escritor de clase media –por ejemplo en este blog-, siempre será porque
sinceramente me ha gustado. Si no ha sido así, me callo.
La verdad es que creo que la inmensa
mayor parte de mis colegas, escritores de clase media, piensan como yo, porque
rara vez he visto a alguno de ellos criticando a otro. De hecho, a mí sólo me
ha sucedido dos veces; hace muchísimos años -por parte de un escritor de
ciencia ficción- y ahora.
En el fondo, como decía antes, cuando
un escritor critica a otro siempre es por vanidad (a veces mezclada con la
envidia). Porque los escritores, como casi todos los que se dedican a un
trabajo creativo, solemos ser muy vanidosos. Aunque me parece que esa vanidad,
en la mayor parte de los casos, no es más que una defensa contra la insidiosa
inseguridad inherente al oficio de escribir. Ahora bien, enaltecer el propio
ego a base de denigrar el de los demás se me antoja, cuando menos, poco
caballeroso.