Estoy leyendo un libro, El fin de la fe, del filósofo Sam Harris,
de lo más interesante. Digo que es interesante porque Harris expone ideas que
yo sostengo desde hace tiempo, y no hay nada como la comunión intelectual para
despertar interés. ¿Qué ideas? El subtítulo del libro es revelador: Religión, terror y el futuro de la razón.
En fin, apenas llevo leídas unas sesenta páginas, así que lo que voy a decir a
continuación es de mi cosecha.
Creo que los europeos tenemos una
idea un tanto equivocada acerca del fenómeno religioso. En España, por ejemplo,
el 70’6 % se declara católico (un 2’3 % pertenece a otras religiones). Sin
embargo, del total de los creyentes sólo un 12’1 % confiesa acudir a los
oficios religiosos siguiendo los preceptos de la Iglesia. Es decir que para la
inmensa mayor parte de los creyentes españoles, la religión apenas ocupa lugar
en sus vidas, más allá de las ceremonias sociales (bodas, bautizos...), e
incluso éstas cada vez menos.
Pero eso no es así en el resto del
mundo. Para cientos de millones de personas, la religión es un aspecto sustancial
de su existencia, hasta el punto de determinar su forma de vivir, de pensar y
de relacionarse con el resto de la humanidad. Esta entregada y obstinada
adscripción a un conjunto de creencias está basada en un principio fundamental
para todo fenómeno religioso: la fe.
La fe consiste en creer en algo
aunque no se tengan evidencias de ello y por absurdo (o insólito) que parezca.
Para todas las religiones -con la curiosa excepción parcial del budismo-, la fe
es algo positivo. Creer a ciegas en algo que va contra la razón... Eso, que en
casi cualquier otro aspecto de la vida conduciría al diván del psiquiatra, en el
ámbito religioso se convierte mágicamente en la mayor de las virtudes. Cuanta
más fe tenga un creyente, más cerca de la santidad estará.
Porque hay fes de distintos calibres.
Por ejemplo, una cosa es creer en la existencia de un dios, así, en abstracto,
sin meternos en detalles, y otra muy distinta creer que ese dios es un elefante
con cuatro brazos, o que tiene cabeza de chacal, o que nació de una virgen, o
que vive en el planeta Kólob, o que premiará a los fieles en el otro mundo con
72 zagalas complacientes...
Si la fe consiste en creer en algo
careciendo de evidencias, y si la fe es una virtud, entonces cuanto más inverosímiles
y absurdas sean las creencias, más fe hará falta para creérselo y más
virtuoso será quien la profesa. Y una vez que te has tragado algo intragable,
ya te tragas cualquier cosa. Así funciona la fe.
Puede que algún merodeador creyente,
probablemente católico, difiera conmigo en este último punto. Yo creo en las
enseñanzas del cristianismo, dirá, y eso no significa que sea un iluso que me
crea cualquier cosa. Y yo estaré de acuerdo con él, pero le diré que eso es así
porque es un creyente occidental y su fe no es gran cosa (comparada con otras
fes).
Pongamos un ejemplo: la Santísima
Trinidad. Es un dogma de fe, pero, convengámoslo, no hay quien lo entienda
(¿qué demonios es el espíritu santo?). Y no hay quien lo entienda porque es
absurdo (al menos, a mí me lo parece). Este asunto proviene de los inicios del
cristianismo, cuando Pablo de Tarso desgajó la doctrina de Jesús del judaísmo,
y comenzó a predicarla entre los gentiles. Había mucha competencia, sobre todo
de religiones orientales, donde abundan las trinidades (Isis-Osiris-Horus, Brahma-Siva-Vishnú,
Ea-Marduk-Guibil, etc.), así que los primitivos cristianos, para conseguir
adeptos, se sacaron de la manga una trinidad intentando conciliarla con el
monoteísmo. El resultado fue un concepto decididamente extraño: un único dios
que al tiempo es una trinidad.
Pero no me voy a meter en si la Santísima
Trinidad existe o no, eso es otro tema. La cuestión es que un hipotético católico
deberá aceptar la existencia de esa trinidad, aunque no la entienda y aunque
suene absurda. La aceptará a base de fe, que es creer en lo increíble. Ahora
bien, a ese supuesto creyente le plantearía dos preguntas: ¿Estás dispuesto a
matar para defender tu fe en la Santísima Trinidad? Y más importante aún:
¿Estás dispuesto a morir en defensa de esa fe? Me imagino que la respuesta a
ambas preguntas, sobre todo a la segunda, es no, ni de coña. Porque la fe de
nuestro virtual creyente no da para tanto. Por fortuna.
Sin embargo, no hay prueba más contundente
de la fortaleza de una fe que dar la vida por ella. En el catolicismo, el
martirio es el único camino directo e incuestionable a la santidad. Si das la
vida por tu fe, te conviertes automáticamente en santo, que es la máxima
distinción que puede alcanzar un creyente. Lo mismo sucede en el islamismo.
Estoy seguro de que ninguno de los
merodeadores creyentes estaría dispuesto a dar su vida, o a quitar una ajena,
por defender sus creencias religiosas. Porque son personas civilizadas dotadas
de una ética personal que va más allá de la moral religiosa. Y, además, aunque
no lo sepan, son creyentes críticos y selectivos en cuanto a su propia
doctrina. Por ejemplo, la mayoría de los creyentes aceptan que los relatos
recogido en el Génesis (Adán y Eva, Noé, etc.) no son históricos, sino fábulas
con un significado simbólico y ético (porque la capacidad de tragaderas –es decir,
la fe- de los creyentes de aquí tiene un límite). Por otro lado, hay versículos
de la Biblia que defienden la esclavitud (p. ej.: Éxodo 21:2-6 o Levítico
25:44-45), pero los creyentes no los leen, y si lo hacen lo justifican diciendo
que eran otros tiempos (y olvidando que, en teoría, se trata de la palabra de
Dios, y por tanto eterna e inmutable).
La Biblia, supuestamente, es toda
ella la palabra de Dios transcrita mediante la revelación, así que todo lo que
se dice en ella tiene el mismo peso y es una verdad absoluta. Sin embargo, la
mayoría de los cristianos suelen pasar por alto el Antiguo Testamento (con ese
dios tribal, colérico y caprichoso) y centrarse casi exclusivamente en los
Evangelios. Porque, las cosas como son, la moral del Nuevo Testamento es mil
veces más moral que la del Antiguo.
El caso es que la mayoría de los
creyentes occidentales “adaptan” a su manera las doctrinas religiosas, quedándose con lo que
consideran bueno, e ignorando o rechazando aquello que les parezca negativo o
demasiado absurdo (aquí conviene recordar que esa actitud, hace quinientos
años, les habría llevado a la hoguera). Y eso se debe a muchas cosas: a la
reforma, a tres siglos de pensamiento laico, a la ciencia, a la educación
generalizada... Todo eso ha debilitado la fe de los creyentes. Por fortuna,
insisto.
Ahora bien, no olvidemos que en el
mismo Occidente, en Estados Unidos por ejemplo, hay un buen número de
cristianos integristas que se toman la Biblia literalmente. Para ellos, Adán y
Eva existieron, Noé metió unos cuarenta millones de especies animales en un
barco de madera, o la Tierra (el universo entero en realidad) fue creada en la
madrugada del 23 de octubre del año 4004 a.C. (sic). Evidentemente, para creerse
todas esas insensateces hay que tener unas tragaderas descomunales. Es decir,
una fe muy intensa.
¿Y qué ocurre con las sociedades, y
con las religiones, donde no ha habido ni una reforma, ni asomo de pensamiento
laico, ni pizca de ciencia, ni educación generalizada? ¿Cómo es la fe de esa
gente? ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Qué puede hacer? Porque, no lo perdamos de
vista, la fe es una fuerza muy, pero que muy poderosa.
Y aquí, amigos, os dejo para que
reflexionéis sobre este apasionante tema hasta el siguiente post. Ciao.