A veces pienso en los judíos.
Concretamente, en los judíos que se quedaron en Alemania a partir de 1933,
cuando Hitler alcanzó el poder. No todos lo hicieron, algunos supieron
interpretar los signos y pusieron tierra de por medio; pero la inmensa mayoría
se quedó. ¿Por qué?
Intento ponerme en el lugar de esa
gente y me asombra que no hicieran nada y se quedaran ahí, como ovejas a la
espera del matadero. Pero luego me doy cuenta de que estoy cometiendo un error
de perspectiva: Yo sé lo que hicieron los nazis, pero los judíos alemanes de
entonces no sabían lo que iban a hacer. De hecho, ¿alguien podía imaginárselo?
Si contemplas a Hitler olvidándote de
lo que hizo; es decir, si lo contemplas como si fuera la primera vez que lo
ves, ¿qué ves? A un payaso de gestos ampulosos con un discurso xenófobo y
nacionalista sostenido por una ridícula argumentación basada en la pureza de
sangre. Era fácil no tomarse en serio a Hitler, con ese ridículo bigotito, una
absurda tendencia a ir en pantalones cortos y un ego del tamaño del Reichstag.
Sin duda, los judíos que se quedaron
no se tomaron en serio a Hitler. Supongo que pensaron que no se atrevería a
hacer todo lo que había dicho que iba hacer. Debieron de decirse: “Bueno, nos
tocará un poco las narices, pero no se atreverá a ir muy lejos”. Joder que si
fue lejos... Pero, ¿quién podía imaginar entonces las monstruosidades que
estaban por llegar?
Pues los judíos que se fueron. Y
entonces me pregunto: ¿Qué los alertó? ¿Qué los alarmó hasta el punto de
hacerles abandonar sus hogares y su patria? Vale, el discurso de los nazis era
alarmante, pero siempre ha habido populistas vocingleros de extrema derecha. Yo
creo que no se trató tanto de las palabras como de los hechos. La señal de
alarma fueron las SA, los Camisas Pardas, los matones del partido. Ellos
demostraban que la ideología nazi no era sólo un montón de bravuconadas, sino
un plan destinado a convertirse en realidad mediante extorsión, palizas y
asesinatos. Sobrado motivo para largarte, si eres judío y medianamente
perspicaz.
Siempre me ha fascinado (al tiempo que
horrorizado) la Alemania nazi y la Segunda Guerra Mundial. He leído ( y leo)
mucho sobre el asunto, y conforme me informaba llegué a una conclusión
sorprendente: los jerarcas nazis eran una panda de imbéciles, unos gilipollas
de mucho cuidado. Ya sé que resulta difícil de aceptar; queremos creer que tras
un mal monstruoso se agazapa un inteligencia perversa, pero poderosa. En cierto
modo, nos resulta humillante pensar que tanta gente murió a causa de la estupidez
de unos mediocres.
Eso es lo que le pasó a Hannah Arendt
cuando, refiriéndose a Adolf Eichmann, habló de “la banalidad del mal”. La
pusieron a parir, sobre todo los judíos. Se esperaba (se deseaba) que
presentase a Eichmann como un monstruo, un genio del mal. Pero no, Eichmann era
un mediocre burócrata que se ocupó de un genocidio igual que, en otras
circunstancias, se hubiera ocupado de dirigir una fábrica de salchichas. No,
Eichmann no era un monstruo distinto, por su monstruosidad, del resto de la
especie humana. Era un ser humano como otro cualquiera. Lo que pasa es que los
seres humanos podemos actuar como monstruos.
La mayoría de los jerarcas nazis eran
idiotas que se convirtieron en monstruos, esa es la cuestión. Las ideas
políticas de Hitler eran de una simpleza apabullante; como estratega era un
inútil y su megalomanía le impedía ver más allá de su ombligo. Incluso creía en
horóscopos y mediums. El segundo en el mando, Heinrrich Himmler, podía creerse literalmente
cualquier cosa, desde el mito de Shangri-La hasta poderes mágicos.
Probablemente era, junto con el tonto de Rudolph Hess, el único que creía de
verdad en el trasfondo esotérico del nazismo. Hermann Goering era un seboso que
sólo pensaba en comer y follar. Joseph Goebbels era brillante en ciertos
aspectos (propaganda política, por ejemplo), pero estaba tan pagado de sí
mismo, era tan vanidoso, que acababa convirtiéndose en un imbécil. La verdad es
que el único tío inteligente que había en ese grupo era Albert Speer. Prueba de
ello es que, tras Núremberg, no solo se salvó de la horca, sino que se hizo
millonario publicando sus (mentirosas) memorias.
En fin, que los responsables de uno de
los mayores genocidios de la historia no eran el Doctor No y sus secuaces, ni
el mefistofélico Fu Manchú, ni el profesor Moriarty. Eran una panda de
gilipollas. Lo cual demuestra algo: no hay fuerza en la naturaleza tan
destructiva como la idiotez. Ya lo decía Schiller: Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.
Últimamente se compara con frecuencia
a Donald Trump con Adolf Hitler. ¿Tiene sentido esa comparación? Bueno, hay
similitudes, es innegable. Ambos, Donald y Adolfo, son populistas
nacionalistas, ambos son xenófobos supremacistas blancos, ambos son de extrema
derecha, ambos son belicistas, ambos son ególatras. Por otro lado, los dos
cuentan con adornos capilares ridículos: Hitler el bigotito y Trump esa mata de
pelo naranja. Además, los dos tienen apellidos rotundos.
Eso del apellido no es una tontería
tan grande como parece. El padre de Hitler se llamaba Alois Schicklgruber, pero
se cambió el apellido por el de su padrastro, Hitler (que en realidad se
llamaba Hiedler). Pues bien, el historiador y biógrafo Ian Kershaw comentaba en
tono distendido que sin ese cambio de apellido, Adolf lo habría tenido más
difícil, porque no es lo mismo exclamar “Heil Hitler” que gritar “Heil Schicklgruber”.
Así pues, ¿qué tal suena Heil Trump?
No obstante, hay una diferencia
fundamental entre ambos: Hitler tenía una misión, una idea (horrible, pero idea
al fin y al cabo), un plan, un objetivo. Trump no tiene más misión, idea, plan
y objetivo que él mismo. Las personas pueden ser peligrosas, qué duda cabe, pero
más peligrosas aún son las ideas. Porque las personas fallecen, o pueden ser
recluidas, pero las ideas no mueren (y si lo hacen tienden a resucitar), ni
pueden ser encarceladas. Hitler tenía una idea megalómana, mesiánica, que no
solo arrastró multitudes, sino que, mal que nos pese, le ha sobrevivido. Trump
no tiene ninguna idea.
¿Quiere eso decir que Trump no es peligroso,
que sólo es el payaso que parece? Ni mucho menos. Porque hay otra similitud
entre él y Hitler que no he mencionado: los dos son gilipollas. Y ya ha quedado
claro que la estupidez es la fuerza más destructiva que existe.
Al pensar en estas cosas es cuando
recuerdo a los judíos que se quedaron.