Durante una parte de mi vida, digamos
que entre los 18 y los 30 años, fui un gran bebedor. De vez en cuando hacía
descansos etílicos y me tiraba unos meses sin probar el alcohol, pero en
general bebía mucho. Cuando contaba alrededor de treinta años, mi vida
sentimental se alborotó demencialmente y me produjo un severo estrés, lo que me
llevó a beber más de lo usual. Bebía por la mañana, bebía por la tarde y bebía
por la noche. Estaba borracho la mayor parte del tiempo.
Pasados unos meses, la tormenta
amorosa en la que estaba inmerso se calmó y decidí dejar un tiempo la bebida.
Pero, para mi sorpresa y consternación, me resultó difícil dejar de beber. Por
primera vez en mi vida me causaba desazón estar sobrio. Aquello, estar
volviéndome adicto al alcohol, me asustó, me acojonó tanto que no tarde mucho
en convertirme en el casi-abstemio que ahora soy.
Muchos años más tarde, a principios de
los 90, yo estaba pasando por otra mala racha emocional; ya no soportaba mi
trabajo en publicidad y el estrés me carcomía. Entonces empecé a hacer compras
sin sentido; compraba sobre todo libros que no me interesaban y discos que no
pensaba oír. En realidad, lo hacía por la satisfacción instantánea que me causa
el hecho de comprar, por el chute de dopamina que me narcotizaba durante unos
minutos. Me empecé a convertir en un adicto a las compras. Luego, cuando dejé
la publicidad y el estrés se desvaneció, se acabaron las compras compulsivas
(salvo en lo que respecta a los libros, pero eso es otra historia).
A lo largo del tiempo, he comprobado
que la mayor parte de la gente es adicta a algo, aunque no se dé cuenta. Un
amigo mío es adicto al amor; necesita estar enamorado para chutarse dopamina.
Otro amigo era adicto al póker (hasta que las deudas lo sepultaron). Un par de
conocidos fueron adictos a la heroína. La madre de una amiga era adicta al
Optalidón. Otro conocido era cocainómano. Se da el caso incluso de un gran
amigo que poseía lo que podría denominarse una “personalidad adictiva”. Era adicto
al juego, a la bolsa, a la cocaína, al café con leche (sic), a las chicas
jóvenes...
Desde hace unos años he visto nacer y
crecer una nueva adicción: a los teléfonos móviles. O, mejor dicho, a las redes
sociales. La gente se pasa horas en las redes y consulta constantemente el
móvil (150 veces al día de promedio, según Oracle
Marketing Cloud). La verdad es que no lo entendía, hasta que abrí un perfil
en Facebook. La cosa es así: cuando escribimos un comentario o colgamos una
foto y recibimos un like, experimentamos un breve chute de dopamina; cuantos
más likes, más chutes, y si nos comparten, pues eso, chutazo. En realidad, cada
vez que consultamos el móvil hacemos lo mismo que un yonqui preparando la
jeringuilla. (No lo he dicho, pero supongo que sabéis que la dopamina es el
neurotransmisor que activa las áreas de placer del cerebro).
La cuestión es que yo me preguntaba
cómo era posible que tanta gente fuera adicta a tantas y tan variadas formas de
droga (cocaína, heroína, alcohol, pero también amor, religión, juego, sexo,
móviles...). Al final, llegué a la conclusión de que existía un componente
proclive a la adicción en la naturaleza humana. Pero hace poco leí un artículo
que cambió mi punto de vista.
Trataba sobre las investigaciones de Bruce
Alexander -un psicólogo de Vancouver- sobre la adicción. La idea que tenemos
acerca de ese asunto proviene de unos experimentos realizados a principios del
siglo XX. Consistían en lo siguiente: Se cogía una rata de laboratorio, se la
metía en una jaula y se le ofrecían dos fuentes de agua: una con agua normal y
la otra con agua mezclada con alguna droga (cocaína o heroína). Al cabo de un
tiempo, la rata empezaba a beber sólo del agua drogada, cada vez más, hasta que
moría de sobredosis. De esto se dedujo que había sustancias tan poderosamente
adictivas que, una vez probadas, eran incontrolables.
Pues bien, Alexander advirtió que
había algo erróneo en ese experimento. Se cogía una rata, se la apartaba de sus
congéneres y se la encerraba en una pequeña jaula sin ninguna distracción. Eso
no era un entorno natural. Así que decidió repetir el experimento, pero con una
variante. Construyó una gran jaula a la que llamó Parque de Ratas. Había mucho
espacio, muchas ratas, muchos elementos de distracción (bolas, túneles,
ruedas...) y la más sabrosa comida para ratas.
Luego, puso las dos fuentes de agua,
una normal y otra drogada, y observó lo que pasaba. ¿Y qué pasó? Pues que al
principio las ratas bebían indistintamente de un fuente u otra; pero luego,
poco a poco, las ratas dejaron de consumir el agua drogada y pasaron a beber
sólo el agua limpia. Y ni una sola rata murió de sobredosis.
Conclusión: El factor desencadenante
de la adicción no era la droga. Era la jaula.
Por tanto, amigos míos, si algún día
descubrimos en nosotros mismos una conducta adictiva, quizá lo primero que
deberíamos preguntarnos es en qué clase de jaula estamos encerrados.