Hay un espectáculo que, cuando lo veo
en TV, me desconcierta y me inquieta. Vamos, que me acojona. Se produce cuando,
tras su detención, un presunto delincuente -o delincuente a secas- es
trasladado por la policía de un lugar a otro (por ejemplo, de la cárcel al
juzgado o viceversa). Entonces, sistemáticamente, sucede algo.
Me apresuro a aclarar que el delito
cometido por el sujeto en cuestión debe ser lo suficientemente notorio como
para justificar que aparezca en los medios de comunicación. Puede tratarse de
un político corrupto, de un estafador o de un asesino, da igual. Lo importante
es que la gente sabe quién es y lo que presuntamente ha hecho.
El caso es que el reo sale custodiado
por un par de agentes y recorre los escasos metros que le separan del furgón
policial. Puede tardar, no sé, diez o quince segundos como mucho. Pero,
atención, al fondo hay un grupo más o menos numeroso de personas que, en cuanto
ven aparecer al delincuente, prorrumpen en gritos e insultos. Algunos parecen
echar espumarajos por la boca. Eso es lo que me da miedo; esa gente.
De entrada, ¿qué hacen ahí, por qué
han ido? Vale, puede que algunos sean los estafados o, en caso de asesinato,
parientes y amigos de la víctima. Eso lo comprendo, es una reacción humana.
Pero ¿y el resto? Es gente que no ha sufrido los delitos del reo, pero sin
embargo se han molestado en ir allí y esperar durante no sé cuánto tiempo sólo
para poder increpar al detenido durante unos pocos segundos . ¿Por qué, qué
pretenden conseguir con eso?
A veces me pregunto qué pasaría si la
policía se fuera y dejara al reo en manos de esas personas. Aunque la respuesta
es evidente: siempre ha habido linchamientos.
Es curioso eso de la psicología de
grupo; actuamos de forma diferente dependiendo de si estamos solos o formamos
parte de una masa. De entrada, la responsabilidad individual se diluye. Hay
cosas que una persona jamás haría estando sola –como matar o violar-, pero que
sí sería capaz de hacer estando en grupo. Porque en grupo lo único que haces es
seguir la corriente, comportarte como se comportan los demás. Y la
responsabilidad se reparte entre todos los miembros de la turba hasta que
resulta tan pequeña que ni siquiera se percibe.
Además,
la inteligencia media del grupo disminuye; se va a hacer puñetas junto al
sentido crítico y la capacidad de enhebrar pensamientos mínimamente complejos. Según
Terry Pratchett, “La inteligencia de una
turba viene dada por el coeficiente intelectual de su miembro más tonto
dividido por el número de miembros”. Se diría que cuando estamos en grupo,
zarandeados por alguna emoción primaria, nos convertimos en bestias reptilianas,
ciegas, agresivas y estúpidas.
Esta clase de reflexiones me rondan la
cabeza cuando contemplo las redes sociales. En Facebook, por ejemplo, cada poco
se montan partidas de linchamiento, por el motivo que sea. ¿Que un político al
que sabíamos corrupto es aún más corrupto de lo que sabíamos? ¡A la hoguera con
él! ¿Que un aspirante a escritor hace un chiste tonto sobre un atentado?
¡Colgadle de los pulgares! ¿Que una cartelista plagia un ilustración ajena?
¡Llevadla a la horca! ¿Que una escritora hace un comentario supuestamente
inoportuno sobre los LGTBI? ¡Ponedla frente a un paredón! ¿Que al programa de
un presentador particularmente insufrible le dan un premio? ¡Empaladlo! Por
doquier surgen grupos llenos de comentarios justamente indignados, ardientes
debates cada vez más exaltados, voces que exigen reparaciones y venganza.
En fin, es cierto, muchas de las cosas
que critican están realmente mal. No es bonito robar, ni plagiar, ni hacer
chistes inoportunos con los muertos. Pero ¿tiene sentido tanta ordalía, tanto
alboroto? De acuerdo, reprobémoslo; pero sin pasarnos. Porque lo que ocurre es
que alguien denuncia algo y comienza a recibir comentarios al respecto, por lo
general adhesiones. Al poco ya está todo dicho; pero la gente quiere
participar, así que no dice nada distinto, sino más fuerte. Y el tono sube y
sube, hasta que ya casi puedes ver las horcas y las antorchas.
Luego, alcanzado el zénit, el incendio
se disuelve rápidamente en cenizas y, hala, a esperar la siguiente partida de
linchamiento. Por fortuna, las turbas digitales son mucho menos cruentas que
las analógicas. La atención que concitan dura poco y, además, no hay nada más veloz
en Internet que el olvido.
¿Por qué actuamos así? ¿Por qué nos
adherimos a grupos y llegamos a formar turbas? Creo que para sentirnos bien con
nosotros mismos. Al clamar contra una injusticia, sea del tipo que sea, sabemos
que estamos en el lado correcto, que somos los buenos. Nos sentimos, además,
amparados por el grupo, que nos cobija, que nos reafirma, que nos defiende. Y
no tenemos que estrujarnos mucho el coco, porque la bestia reptiliana piensa
por nosotros.
Por eso me dan miedo las turbas
justicieras, o las manifestaciones pancarteras, o cualquier agrupación humana
movida por consignas (incluyendo, casi, a las cabalgatas de Reyes). Con las
masas no se puede razonar; las masas no piensan: actúan, por lo general de
forma imprevisible y agresiva. Y, con frecuencia, dirigidas por unos u otros
intereses. No me gustan las masas; no son de fiar.