Hasta ahora, siempre había colgado
el cuento de Navidad el día 24, pero creo que era una mala idea. En Nochebuena
la gente está muy ocupada y no tiene tiempo para blogs, así que muchos
merodeadores leían el cuento después de Navidad. Y no es eso lo que yo
pretendo.
Un buen amigo mío comentaba que el
cuento de Babel se había convertido en una de sus tradiciones navideñas. Qué
bien, me parece bonito. La Navidad es pura tradición, se la llame así, o Yule,
o Saturnales, o Sol Invictus, o Fiesta del Solsticio. Bajo todos esos nombres
lo que se celebraba y celebra es el fin de un ciclo y el comienzo de otro, y
esa celebración consiste en repetir, año tras año, los mismos ritos, las mismas
tradiciones. Esa repetición nos une, de algún modo, a todos los humanos que nos
han precedido y a todos los que vendrán después. Nos convierte en eslabones de
una larguísima cadena. Y, bueno, que mis humildes relatos sean, para algunos,
una minúscula parte de esas tradiciones me encanta.
De pequeño, me gustaban muchísimo
las navidades, pero a partir de 1972, cuando con diecinueve años me quedé
huérfano del todo, comenzaron a dejar de gustarme. Me parecían tristes. Lo
eran. Mucho después, cuando entré en publicidad, trabajé durante un montón de
años cerca de El Corte Inglés de Castellana, en una zona comercial que, al
llegar estas fechas, se atestaba de gente. Era ir a comer, o a intentar comprar
algo, y encontrarte con colas kilométricas; era salir del curro y meterte de
lleno en un atasco. Así que empecé a detestar la Navidad. Me molestaba su
sentimentalismo, la falsa bondad, el exceso de comida, los machacones (hasta el
vómito) villancicos, el mercantilismo disfrazado de tradición y todas esas
gilipolleces.
Pero tuve hijos, Óscar y Pablo, y
recordé lo mucho que me gustaba la Navidad cuando era niño, y me dije que no
podía robarle eso a mis hijos, de modo que procuré que para ellos las navidades
fueran lo más mágicas posible. Y en ese proceso, al contemplar las sonrisas de
felicidad en los rostros de mis hijos, volvió a gustarme la Navidad. De una
forma peculiar, rara, más bien pagana; pero, en fin, con alivio, porque estaba
harto de ser el típico tío duro, que mira por encima del hombro y se cree más
moderno que nadie porque no hace ni siente lo mismo que el “vulgo”. Que le den
a ese capullo. Ahora no tengo el menor inconveniente en ser sentimental en
Navidad. Aunque, eso sí, sentimental a mi manera.
El año pasado, un amable merodeador
comento que mi relato le había parecido cualquier cosa menos un cuento de
Navidad. En parte –sólo en parte- tenía razón. Siempre procuro que mis cuentos
navideños se salgan de los esquemas habituales, y puede que a veces rompan los
tópicos de forma un tanto brutal. El caso es que prometí que este año
escribiría un cuento 100 % de Navidad.
Normalmente, empiezo a buscar
argumentos para el cuento en noviembre, y eso he hecho este año. Lo malo es que
todo lo que se me ocurría era... torcido, por decirlo así. Humor negro, vueltas
de tuerca escabrosas, ironía y sarcasmo, pero ni una puñetera idea “bondadosa”.
¿Pero qué me pasa?, pensé. ¿Es que no se me puede ocurrir nada que no
sea oscuro? Entonces, hice memoria y recordé que en el pasado, en uno de
mis cuentos había una extinción masiva, en otro una matanza de políticos, en
otro destruía el Sistema Solar, otro trataba sobre el suicidio, otro tenía
lugar en un campo de exterminio nazi y dos se centraban ¡en el canibalismo!
Vale, estoy enfermo, lo reconozco.
Necesito urgentemente ayuda psiquiátrica. Pero al final acabé encontrando una
idea amable, totalmente navideña. ¡No soy un caso perdido!
Volviendo al principio, a mediados
de diciembre, cuando era niño, aparecían en los kioscos los extras de Navidad
de dos tebeos, Pulgarcito y Tío Vivo. Y era entonces, leyendo las
historietas navideñas de Mortadelo y Filemón, Carpanta, Las hermanas Gilda,
Rompetechos, Trece Rue del Percebe, Anacleto, Zipe y Zape y tantos otros,
cuando yo sentía que empezaba la Navidad. Así que este año voy a hacer lo mismo
y he colgado el cuento unos días antes de Nochebuena.
El relato se llama La historia del indiano, y narra el
encuentro de dos personas en un bar la noche de Nochebuena. Y nada de finales
raros, lo juro. Mientras lo escribía, tenía en mente la obra del pintor
norteamericano Edward Hopper; sobre todo su cuadro más famoso, Nighthawks. Dicen que Hopper es el
pintor de la soledad; sus personajes, aunque estén juntos, son islas. Pero
también es uno de los pintores más narrativos que conozco, porque sus imágenes
parecen fragmentos de historias que no conoces, pero que intuyes.
En una calle desierta, un bar
iluminado en la noche; dentro, el camarero y un cliente, nadie más. Dos islas,
dos barcos que se cruzan en la oscuridad. Así comienza mi cuento, como una
imagen de Hopper. De pronto, esos dos personajes solitarios, perdidos en la
noche, quiebran la incomunicación y hablan. Y en el transcurso de esa
conversación se produce un diminuto milagro. Porque es Navidad y quiero jugar a
creer en los milagros.
Queridos amigos, queridos
merodeadores, os deseo todo lo mejor para estas fiestas, para el año que viene
y para los muchísimos años que os quedan por delante. Es el Solsticio de
Invierno, la fecha más sagrada del año; olvidad los problemas, zambullíos en la
nostalgia, volved a ser niños. Que seáis felices y, a ser posible, razonablemente
buenos; eso es lo que os deseo.
Feliz Solsticio, feliz Navidad.
Y ahora el cuento. Os sugiero que lo
leáis con música de fondo. Un villancico, El
Pequeño Tamborilero, pero no el de Raphael, sino una preciosa versión a
capela del grupo Pentatonix que
conocí gracias a mi amiga Blanca. Podéis oírla pinchado AQUÍ.
La historia del indiano
By César
Mallorquí
Sentado a la barra del bar, el
hombre bebía su cerveza de forma extraña, a tragos pausados y cortos, cerrando
los ojos y paladeándola como si degustara un vino exquisito. “Pero si sólo es
una Mahou”, pensó Jorge, el camarero y dueño del local. “Qué tío tan raro...”.
El bar se llamaba El Encuentro.
Tenía una barra de mármol con seis taburetes altos frente a ella y, más allá,
cinco mesas rodeadas de sillas, todas ahora desocupadas. Tras la barra, en lo
alto, a lo largo de una fila de botellas situadas sobre un estante, luces de
colores titilaban entre guirnaldas de espumillón oro y plata. En el ventanal
que daba a la calle había dibujos navideños hechos con nieve artificial. Por
los altavoces sonaba, tenue, un villancico. Colgado en una de las paredes, un viejo
reloj de péndulo marcaba, entre tic-tac y tic-tac, las siete y treinta y seis
de la tarde.
Las siete y treinta y seis del veinticuatro
de diciembre.
Más allá del ventanal, la noche se
había adueñado de la ciudad. Salvo por algún que otro viandante que caminaba
apresurado rumbo a su hogar, la calle estaba vacía, sin apenas tráfico (...)
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