Una de las palabras más bonitas del
español es “maestro”. Lo es porque hace referencia a uno de los trabajos más importantes
y honorables que existen. El oficio de enseñar, proyectar luz en la oscuridad,
transmitir sabiduría. No hay palabras para describir la deuda que tenemos con
los maestros.
Pero “maestro” tiene otros
significados. Según la RAE, en su primera acepción: Adj. Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las
de su clase. Es decir, un/a maestro/tra es una persona que realiza una
labor de forma sensiblemente mejor que sus colegas. Por ejemplo, y sin pasar de
la B, el Bosco fue un maestro de la pintura, Bach de la música, o Borges de la
literatura.
Digo esto porque de un tiempo a esta
parte algunas simpáticas personas tienen la amabilidad de referirse a mí,
directa o indirectamente, como “maestro” (cabe suponer que maestro en la
escritura, porque la danza no se me da del todo bien). Vale, ante todo: “Gracias”.
Y a continuación: “Pero no me lo merezco”.
Dicen que quien rechaza un halago es
porque quiere oírlo dos veces. No es el caso, creedme. Porque el hecho de que
me llamen maestro me genera unos cuantos problemillas. El primero de ellos: que
despierta mi latente síndrome del impostor.
En el fondo de mi ser, albergo la
sospecha de que soy un bluf. Tengo la sensación de que todos los éxitos y
reconocimientos que he conseguido como escritor se deben a la suerte o, aún
peor, a haber conseguido engañar a un montón de gente. Es decir: no me merezco
lo que tengo. En fin, procuro no pensar mucho en ello; pero cuando me llaman
maestro el síndrome despierta cual Godzilla y empieza a corroerme por dentro.
El segundo problemilla tiene que ver
con el ego. Detesto a la gente vanidosa, así que toda la vida he luchado por
mantener mi ego estable, procurando evitar que se hunda, pero sobre todo
impidiendo que se hinche. Si de verdad creyese que soy un maestro, ¿en qué
clase de gilipollas me convertiría?
Por último, estoy convencido de que
aquellos que me llaman maestro lo hacen por deferencia, no porque piensen que
soy un auténtico maestro de la literatura. Es una muestra de amabilidad, y como
tal la agradezco de todo corazón, en serio. Pero también es una señal. Hace
diez años nadie me llamaba maestro. Ahora sí. ¿Qué ha cambiado? Sencillo: mi edad.
Mucho me temo que me llaman maestro por la simple y deprimente razón de que soy
viejo. Así que me lo tomaré como un piropo inmerecido y una muestra de respeto
a mis canas. Gracias de nuevo. Pero no soy un maestro.
Siempre me he considerado, en cuanto
a calidad, un escritor de clase media. No soy un estilista de la prosa (ni
quiero serlo); no he abierto nuevos caminos en la literatura; no he abordado
grandes y profundos temas. Soy un
escritor de género (o más bien de géneros) cuya máxima ambición es narrar
historias lo mejor posible. Nunca he pretendido ser un artista, pero sí un buen
artesano.
Mi estilo literario es, en general,
clásico; lo cual significa que copio a un montón de autores mejores que yo. Aunque,
eso sí, aportando mi toque personal, esa huella particular que, para bien o
para mal, hace diferente lo que escribo. Así que, ya veis, no soy un maestro,
sino un alumno.
En un país donde lo que siempre ha primado ha sido la
literatura realista, a mí el realismo a palo seco tiende a aburrirme. Creo,
como reza la atinada frase, que la realidad es lo que inventan las personas que
tienen poca imaginación. Prefiero los sueños, porque sin sueños la vida sería
un coñazo. Y soñar no está bien visto en este país de gente adusta y sombría. Nada
de eso me da puntos para alcanzar la maestría, más bien al contrario.
Pero es que, además, aunque pudiera
no querría ser un maestro. ¡Por Júpiter, qué responsabilidad! Me sentiría
obligado a ir por el mundo con aire circunspecto, las manos entrelazadas a la
espalda y diciendo “hum…” y “mmm…” en tono severo. Acabaría tomándome en serio
a mí mismo, y no concibo mayor pecado para alguien que le gusta soñar y se
dedica a la ficción.
En 1950, durante la caza de brujas de
McCarthy, tuvo lugar una reunión de la junta del Sindicato de Directores de Estados
Unidos, cuyo objetivo era dirimir si se expulsaba a Joseph L. Mankiewicz por negarse
a colaborar con el inquisitorial Comité
de Actividades Antiamericanas, y confeccionar una lista negra de directores. El
principal impulsor de ambas medidas era Cecil B. De Mille. En un momento del
debate, John Ford pidió la palabra y, antes de poner a parir a De Mille, se
presentó a sí mismo de la siguiente manera: “Me llamo John Ford y hago
películas del oeste”.
Por aquel entonces, Ford era el
director más respetado de Hollywood. Quizá sea el mejor realizador de la
historia del cine. Si alguien merecía ser tildado de maestro, era él. Sin
embargo, a la hora de presentarse, Ford se limitó a decir “hago películas del
oeste”. Bravo, esa es la actitud. Por mi parte, y sin pretender ni remotamente
equiparar mi pobre talento al suyo, me gustaría presentarme diciendo: “Me llamo
César Mallorquí y cuento historias”. Pero, ¿maestro?... Qué va.
Así que, si algún día me llamáis “maestro”,
sé que lo haréis por amabilidad y responderé al halago con una sonrisa,
intentando olvidar que en el fondo me estáis llamando “viejo”. Cabrones, que
sois unos cabrones. Pero encantadores, eso sí.