sábado, enero 18

Sensitivity readers



            Supongo que una de las señales de estar envejeciendo se produce cuando empiezas a sospechar que muchos de los que te rodean se han vuelto marcianos. Como en La invasión de los ladrones de cuerpos: de pronto, unas vainas extraterrestres convierten a la gente normal en gente rara. En realidad, lo que pasa es que los tiempos cambian y las personas también, y tú sigues atrapado en los esquemas del pasado. O no; a lo mejor la gente se está amarcianando de verdad.

            Por ejemplo, no entiendo la fijación de la gente con los móviles (aunque muchos de mi generación también han caído en su hechizo). Tampoco entiendo que alguien considere buena idea hacerse una foto de la polla -o del chichi- y enviarla. O que muchos se lancen a exhibir su intimidad en las redes sociales. Pero una de las cosas que más me desconciertan y asustan son los “sensitivity readers”.

            ¿Y eso qué es?, pensaréis más de uno. Pues veréis, en el mundillo de la escritura existe algo llamado “lectores cero” o “lectores beta”. Se trata de lectores expertos, por decirlo así, a los que entregas el manuscrito de tu novela antes de su publicación para que te señalen errores narrativos y/o te sugieran cambios y correcciones. Es una forma de poner a prueba tu texto y tiene lógica. Escribir es un trabajo largo y solitario, y es fácil perder la perspectiva. Viene bien contar con una mirada fresca y objetiva.

            Pues bien, los sensitivity readers son lectores cero que, en vez de centrarse en los aspectos literarios, lo que hacen es buscar en tu texto cualquier cosa que pueda ofender la sensibilidad de alguien, aunque sea de forma muy, pero que muy remota. Para eliminarlo, claro.

            Por ejemplo, un amigo escritor (hablo en masculino, pero podría ser una mujer) me contó que había enviado el manuscrito de su última novela a una sensitivity reader. Le mostré mi sorpresa, pero mi amigo objetó que, perteneciendo como pertenece al colectivo LGTBI, gran parte de sus lectores poseen una fina susceptibilidad. Luego me contó uno de los cambios que le había sugerido su sensitivity reader. Había descrito a uno de sus personajes como “mulato”, y eso es ofensivo, porque mulato viene etimológicamente de mula. (¡¡¡¡)

            Vamos a ver, ¿cuántos saben que mulato viene de mula? Vale, si te paras a pensarlo es lógico; pero ¿por qué pararse a pensarlo? Si alguien me dice que Pepe es mulato, no creo que me esté diciendo que Pepe es una bestia irracional, híbrida y tozuda; lo que pienso es que Pepe tiene la piel de color café con leche. Demonios, el significado de las palabras no se define por su etimología, sino por su semántica.

            Aquí voy a permitirme un breve inciso. Sin duda, “coñazo” es una expresión ofensiva para las mujeres, ¿verdad? Sobre todo si pensamos que algo aburrido es un coñazo, mientras que algo divertido es cojonudo. ¡Oh, cielo santo, qué horrible micromachismo! Pues no, porque se trata de una falsa etimología. Coñazo no viene del órgano genital femenino, sino del latín conatus, que significa esfuerzo. Y es que no creo que haya ningún varón heterosexual en su sano juicio que considere aburrido un coño, por grande que sea, teniendo en cuenta, además, la expresión “pasarlo teta” (por grande que sea).

            Volviendo al asunto de los lectores sensibilitos, veo un problema (en realidad, varios) a la hora de recurrir a ellos. Supongamos que escribes una novela más inocente que el chiste de una monja, se la entregas a un sensitivity reader y, al cabo de un tiempo, el tipo te devuelve el texto sin ningún cambio. “Felicidades”, te dice; “no hay nada en su obra que ofenda a nadie”. Le pagarías, pero sintiéndote un poco frustrado al soltarle la pasta a alguien por no hacer nada. Probablemente no volverías a recurrir a él. Eso lo sabe el sensitivity reader, así que se esforzará en encontrar la mayor cantidad de “ofensas” que pueda en tu texto. Existan o no.

            Podría ser que un término en apariencia tan inocente como “mulato” sea en realidad escandaloso. O que tu protagonista esté comiendo cordero asado en la página 78 (¡qué pensarán los veganos, cielo santo!). O que no haya ningún personaje LGTBI. O que menciones el cuento de Blancanieves y los siete enanitos, porque no se debe decir enano, sino “persona de talla baja” (así que el cuento debería llamarse “Blancanieves y las siete personas de talla baja”). O lo que sea, da igual. Si buscas ofensas, las encontrarás.

            Pero en realidad, todo eso es secundario. Lo realmente terrible es que los sensitivity readers son una forma de censura. En el fondo es lo mismo que durante el franquismo: Escribías una novela y, antes de publicarla, tenías que presentarla al tribunal de la censura, que solía estar formado por militares, curas y falangistas. Luego te devolvían el texto, prohibiéndote su publicación, o lleno de tachaduras. “Esto no lo puedes decir por que ofende a la moral”, o porque es un agravio a la patria, o porque no concuerda con los principios del Movimiento, o cualquier chorrada similar. Igualito lo uno que lo otro.

            Ah no, objetaréis; hay una diferencia sustancial: Durante el franquismo, la censura era obligatoria, mientras que ahora recurrir a un sensitivity reader es voluntario. Y tendréis toda la razón: Ahora la censura es distinta... pero aún más chunga. Porque no hay peor censura que la autocensura.

            Cuando la censura es obligatoria, el autor busca triquiñuelas para sortearla. Un ejemplo de esto es el final de la película Viridiana, de Luis Buñuel. En el guion, el film terminaba con Viridiana (Silvia Pinal) entrando en el dormitorio de su primo Jorge (Paco Rabal) y cerrando la puerta, sugiriendo que iban a echar un casquete. Eso se lo cargó la censura, así que Buñuel sustituyó esa escena por otra en la que Jorge, su criada Ramona y Viridiana se ponen a jugar al tute, dando a entender un ménage à trois. Un final mucho más “perverso” que el inicialmente previsto.

            Pero cuando el censor eres tú mismo, ¿cómo sortearlo? Cuando recurres a un sensitivity reader estás aceptando que ese profesional posee una visión sobre ciertos aspectos morales superior a la tuya, así que aceptarás sus dictámenes con la misma disposición que Moisés las tablas de la ley. Y poco a poco comenzarás a escribir muy atento a no ofender a nadie, a no pisar ningún callo, y revisarás cada palabra con microscopio, no vaya a ser que contengan alguna inconveniencia, real o imaginaria. Y luego te plantearás sobre qué temas debes escribir, no vayan a ser demasiado conflictivos, o sobre cómo escribir incluyendo a todas las minorías posibles... ¿Y dónde queda la libertad del creador?, me pregunto. ¿Qué pasa con el derecho a expresar lo que uno piensa sin tapujos?

            ¿Que puedo ofender a alguien? Por supuesto; pero es que en cuanto abres la boca hay mil candidatos a ofenderse. Mi libertad acaba donde empieza la libertad de los demás. Pero, ojo, la libertad, no su susceptibilidad. ¿Proclamo el derecho a ofender? No, proclamo mi derecho a la libre expresión, y mi total oposición a cualquier forma de censura, sea ajena o propia. Ahora que lo pienso, creo que ni una sola de mis novelas y relatos habría quedado indemne si los hubiera hecho revisar por un sensitivity reader. Suerte que no lo hice.

            Al final de la película Regreso al futuro, el protagonista le pregunta a su amigo, el científico Emmett Brown: “Un momento Doc. ¿Qué nos ocurre en el futuro?¿Nos volvemos gilipollas o algo parecido?”

            Marty McFly no podía ni imaginarse lo acertado que estaba.