Siempre me he esforzado
en decirle a todo aquel que quisiera escucharme que lo que yo hago, escribir,
es un trabajo como cualquier otro. Y es verdad, es un trabajo. Y es mentira: no
es como cualquier otro. Es raro.
* * *
Dadas las
características de mi trabajo (encierro y soledad), supongo que estoy mejor
preparado que la mayoría para soportar con entereza el confinamiento. Y lo
estoy. La única pega es que no tengo ni puñetera idea del día en que vivo. Si
me dicen que hoy es jueves, me lo creo. Ah, pues sí, resulta que es jueves...
* * *
Me temo que tengo un pequeño
problema. La semana pasada acabé la última novela que tenía programada, el
segundo tomo de una bilogía infantil diéselpunk. Ahora estoy corrigiendo una
novela que concluí a mediados del año pasado. La cuestión es que no tengo nada
preparado para iniciar una nueva novela. Ningún argumento, ningún tema, nada de
nada.
Entonces me he dado cuenta de algo:
las ideas de la mayor parte de mis novelas surgieron estando de viaje. Y no sé yo
si ir del despacho a la terraza puede considerarse viajar.
* * *
Últimamente sueño mucho. O, mejor
dicho, recuerdo mucho mis sueños. Quizá sea por el confinamiento, no lo sé; el
caso es que mis noches se han convertido en el Netflix de Morfeo. Eso podría
tener un lado positivo, porque algunas de mis ideas literarias han surgido de
sueños. Pero resulta que estoy teniendo sueños muy poco interesantes. Por
ejemplo, la otra noche soñé que iba a una tienda a comprar una pieza de
recambio para una Vespa (que no tengo). Había más clientes, así que tuve que
hacer cola (¡soñar con hacer cola!, hay que ser idiota). Cuando llegó mi turno
resulta que había olvidado el nombre de la pieza y tuve que telefonear a un
amigo para preguntarle. ¿De verdad alguien cree que vale la pena soñar con
semejante estupidez? Joder, qué despilfarro de capital onírico.
* * *
Mis sueños tienen un patrón
repetitivo (no solo ahora, sino desde hace años). Suelo soñar que deambulo por
ciudades que, o bien conozco (como Madrid) pero son totalmente distintas a como
son en realidad; o bien no conozco pero tienen un aspecto cochambroso; o bien
conozco, o no, pero van cambiando conforme me desplazo por ellas, de modo que
si intento hacer el camino a la inversa el paisaje urbano que encuentro es completamente
diferente al que había visto antes. Vale, está muy bien eso de los paseos, pero
un poquito de variedad, por favor.
* * *
Varias asociaciones promulgaron un
parón de 48 horas de los profesionales de la cultura para los días 10 y 11 de
abril, por la falta de medidas específicas por parte del ministerio para el
sector. No voy a entrar en la justicia o no de esas demandas, pero os juro que
es la huelga más estúpida que me he echado a la cara (de hecho, se desconvocó).
Por amor de Cthulhu, en las actuales circunstancias ¿quién demonios se iba a
enterar de si los profesionales de la cultura paran o no? Me suena a eso que
hacen los niños de amenazarte con no respirar si no les das lo que quieren.
* * *
Más de una vez lo he dicho: la
educación es una necesidad, la información también, pero la cultura artística
es un lujo. Y enseguida se me echan encima diciéndome cosas como “Para mí leer
es como respirar”, o “La vida sin música no tiene sentido”, y otros tópicos
semejantes. Vamos a ver, la vida sin arte sería mucho más triste, insípida y
aburrida, sin duda, pero seguiría siendo vida. El arte, tal y como hoy lo
entendemos, surge cuando aparece una amplia burguesía dispuesta a consumirlo.
Porque el arte es un lujo de las sociedades prósperas.
Alto ahí, me diréis; hasta las sociedades
más primitivas tienen formas artísticas. Pues sí, pero los miembros de esas
culturas no consideran que eso que hacen sea arte en el sentido que nosotros lo
entendemos, sino más bien algo relacionado con lo sagrado, lo identitario o
incluso lo erótico. En la actual civilización occidental, los profesionales de
la cultura somos, aunque no lo sepamos, trabajadores del lujo (lujo
democratizado, pero lujo a fin de cuentas), así que no nos extrañemos si, en
caso de crisis, estemos de los últimos en la fila de las prioridades. Gajes del
oficio, amiguitos. Y ya sé que no estáis de acuerdo conmigo, no hace falta que
os apresuréis a apilar los troncos de la hoguera donde merezco arder.
* * *
Al disponer de más tiempo de lo
usual, visito con más frecuencia Facebook. Allí formo parte de varios grupos de
escritores, algunos de ellos dedicados sobre todo a los aspirantes a escritor. Me
resulta conmovedora la inocencia y la ilusión de eso noveles, lo despistados
que están, los mitos y estereotipos que manejan. Con el tiempo aprenderán,
seguro.
Pero hay algo que me cabrea mucho:
Las editoriales (?) de coedición; es decir, las supuestas editoriales que
cobran al autor por publicar su libro. Según ellos, se comprometen a corregir,
maquetar, imprimir, distribuir y publicitar la obra; pero a la hora de la
verdad, se limitan a aplicarle al texto un corrector automático, a maquetarlo
de cualquier manera, imprimen poquísimos ejemplares, lo distribuyen en un par
de librerías de barrio y, con suerte, insertarán dos anuncios en alguna rede
social. Son un puñetero timo. Y lo mismo puede decirse de esas editoriales (?)
que no cobran por editar, pero que exigen por contrato vender un mínimo de
ejemplares (50 o 70) en la presentación del libro. Y, si no se consigue, el
autor debe comprar personalmente los ejemplares que falten para cubrir el cupo.
Timo también.
Me indignan esos cabrones que ganan
dinero abusando de la ilusión y la ingenuidad de la gente, engañándolos con
promesas vacías y mentiras. Son buitres, ratas, miserables que emponzoñan una
actividad tan noble como la escritura y la edición. Vamos, que me ponen de muy
mala leche.
Más de una vez he dicho,
dirigiéndome a los noveles, que publicar un libro de esa manera no sirve para
nada más que para perder pasta, que hacerlo así no tiene ningún mérito. Que
cuando publicas un libro con una editorial “normal” ya puedes sentirte
orgulloso, porque eso significa que tu texto ha sido valorado y ha pasado por
varios filtros. Aunque no vendas nada, da igual; te has puesto a prueba y has
dado un paso adelante. Y si tanta prisa tienes por publicar, recurre a la
autopublicación. Te resultará más barato. Pero, claro, no me hacen caso. O sí, la
verdad es que no lo sé.
* * *
Como todos vosotros, me estoy dando
atracones de series. He visto, por ejemplo, la tercera temporada de Ozark. Creo que ya os he hablado de esta
serie de Netflix; y si no lo he hecho, lo hago ahora: durante sus dos primeras
temporadas, Ozark ha demostrado ser
una serie muy, pero que muy buena. Un thriller excelente.
Pero con la tercera temporada ha
dado un paso adelante y se ha convertido en una serie magistral, la mejor de
Netflix y, probablemente, una de las mejores series dramáticas en emisión, si
no la mejor. No voy a contaros el argumento, ni a hacer spoilers; sólo os diré
algo: el final de la tercera temporada es... bueno, sencillamente te deja sin
aliento, petrificado, preguntándote si realmente has visto lo que has visto, y
con una imagen en la cabeza que tardará tiempo en borrarse.
Hacedme caso: ved Ozark. Y esto se lo recomiendo especialmente a
los escritores, aficionados o profesionales, porque Ozark es todo un manual
sobre cómo desarrollar tramas y diseñar personajes. De nada.