Como
viejo fan que soy de la ciencia ficción, cuando era adolescente, allá por los
lejanos 60/70, me preguntaba qué artefactos futuristas iba a conocer yo a lo
largo de mi vida. Pensaba que la aparición de esos artefactos sería la señal de
que ya vivía en el futuro (en un futuro de cf). Por ejemplo, esperaba llegar a
ver estaciones orbitales, coches aéreos, robots androides, inteligencia
artificial, holografía, aceras rodantes, vehículos sin conductor, antigravedad,
bases lunares... Huelga decir que la mayor parte de esas esperanzas se han
visto frustradas. Hay una estación orbital, pero es una cochambre comparada con
lo que esperaba. Los hologramas son rudimentarios. No hay androides
funcionales. Las IA’s son más bien tontas. Aceras rodantes sólo en los aeropuertos.
La antigravedad ni olerla. Los vehículos autónomos están en proceso de prueba.
¿Coches voladores? Ya hay bastantes accidentes circulando en dos dimensiones,
como para añadir una tercera. Y a la Luna ni siquiera hemos vuelto. En fin, que
el futuro ya no es lo que era.
Pero
había un artefacto en el que tenía puestas muchas esperanzas, porque era el que
más viable se me antojaba: el videoteléfono. Y lo curioso es que no existe como
tal, no hay ningún cacharro que se llame así. Lo que si hay son unos pequeños
teléfonos portátiles que hacen muchas más cosas que un simple teléfono; entre
ellas, videollamadas. Y resulta que, sin teléfono siquiera, mi ordenador
también las puede hacer.
Pero
yo no lo utilizaba. ¿Para qué demonios hace falta ver el careto de tu
interlocutor? Así que, como no lo utilizaba, no era consciente de ello. Hasta
que ha llegado el Covid-19, encerrándonos a todos en casa. Y entonces he
empezado a hacer videollamadas como un loco. Para hablar con los amigos, para
celebrar reuniones de trabajo, para celebrar partys virtuales o para tener charlas con mis lectores.
La
semana pasada tuve un encuentro a través de Zoom con jóvenes de Perú que habían
leído los dos primeros tomos de las Crónicas
del parásito (foto de arriba). Paraos a pensarlo: me reuní con unas sesenta
personas y charlé con ellas viéndonos las caras ¡a casi 10.000 kilómetros de
distancia! Entonces me acordé del Dr. Floyd hablando con su hija por
videoteléfono desde la estación orbital (en 2001:
Una odisea del espacio), y pensé que era lo mismo. Bueno, faltaba la
estación orbital y el cohete de la PanAm (de hecho, falta incluso la PanAm), pero
aparte de esos pequeños detalles, era lo mismo.
Así
que, sin darme cuenta, resulta que ya vivo en el futuro.