De un tiempo a esta parte no me
apetece escribir lo que quiero escribir en el blog. ¿Un contrasentido? Quizá. Pero
también una consecuencia lógica de vivir en un mundo que cada vez está más
loco. Por otro lado, la pandemia, y los diversos grados de reclusión a que nos
ha obligado, ha reducido mi horizonte y ha hecho que centre la mirada en mi
entorno más próximo, en la ciudad donde vivo. Y no me gusta lo que veo.
Nací en Barcelona, pero soy
madrileño. Aquí he residido siempre (salvo mi primer año de vida), aquí me he
criado, este ha sido el escenario de los principales acontecimientos de mi
existencia. Lo cual no significa que me sienta madrileño, en el sentido
patriótico del término “sentir”. En realidad, me alegro de no sentirme de
ninguna parte, de que mis raíces sea aéreas. Pero no cabe duda de que existe
una ligazón sentimental con Madrid.
El Madrid de mi infancia y
adolescencia era poco más que un gran poblachón manchego, paleto, atrasado,
sumido en la casposa mediocridad franquista. Pero también era una ciudad
amable, abierta, un lugar en el que nadie se sentía forastero, porque todos lo
éramos.
Luego, a finales de los 70 y comienzos
de los 80, la ciudad se sacudió las telarañas del provincianismo y hubo una explosión
de optimismo y ansias de libertad. Eran los tiempos de Tierno Galván y la
movida, tiempos en los que todo parecía posible. Al final, los estragos del
caballo y demasiadas promesas incumplidas se lo llevaron todo por delante.
En los 90, la ciudad comenzó a
derechizarse, entre otras cosas por el empeño del PSOE en no presentar
candidatos de fuste (la federación madrileña era una jaula de grillos). La
ciudad/comunidad pasó a manos de personajes como Ruiz-Gallardón o el meapilas
de Álvarez del Manzano.
Con el cambio de milenio llegaron
otros nombres, como Esperanza Aguirre, Ana Botella, Ignacio González, Cristina
Cifuentes... Muchos de ellos han pasado por la cárcel o están encausados. Fueron
tiempos de latrocinio y corrupción, de caraduras afines al poder, de
chanchullos a destajo.
Pero, ¿sabéis?, todo eso lo
comprendo. Entendedme, no lo disculpo, pero entiendo el mecanismo que hay
detrás. Un político tiene ganas de forrarse, carece de escrúpulo y roba a manos
llenas. Vale, es altamente reprobable, pero fácilmente comprensible.
Pero lo que está ocurriendo ahora se
me escapa.
Ayuso, una política que no para de
decir sandeces, una señora que lo único que ha hecho en su vida es llevar las
redes sociales de un perro, una presidenta incapaz de sacar adelante una sola
ley o un presupuesto. Ayuso, que ha protagonizado la peor gestión de la
pandemia, que gracias a su inoperancia ha causado miles de muertos en las
residencias de ancianos, que cuando más falta hacía la unidad y la solidaridad,
ella optaba por el enfrentamiento partidario. Ayuso, que miente con desparpajo,
que no vacila en echar la culpa a los demás de sus propios errores, que no
tiene el menor escrúpulo en hacer manitas con la ultraderecha. Ayuso, la
iletrada, la inoperante, la trumpista.
Esa Ayuso ha decidido malgastar
nuestro tiempo y nuestro dinero en convocar unas elecciones innecesarias, solo
para poder ocupar el poder (que no gobernar), con más comodidad. Un caprichito,
vamos. Y lo va hacer agitando la bandera de la libertad. ¿Libertad para qué?
Para tomar cañitas en una terracita. Parece un chiste del Mundo Today.
Pues bien, hasta ahí lo entiendo;
idiotas tóxicos los hay por todas partes. Pero lo que se me escapa, lo que me
desconcierta, lo que me sume en la perplejidad y el desánimo, es que Ayuso, ese
cúmulo de torpezas y tonterías, va a ganar por goleada. Y no lo entiendo; no
entiendo en qué coño piensa la gente cuando va a votar o a no votar. Creo que
nos hemos vuelto locos.
¿Veis?, por eso no quiero escribir
esta clase de cosas, porque no sirven para nada, porque me deprimen y porque no
son más que una muestra de mi ridícula ingenuidad.
Mañana iré a votar e introduciré mi
voto en la urna sabiendo que hago poco más que tirarlo a la papelera. Porque
haga lo que haga, mis incomprensibles conciudadanos van a decidir que los
presida una impresentable. Como rezaba una vieja revista, Madrid me mata.