Ya
estamos otra vez aquí, fieles a nuestra cita anual. Vale, reconozco que he
desatendido el blog en los últimos tiempos. Por muchas razones, entre ellas por
exceso de trabajo. Y también porque un par de posts se me atragantaron. Los
tenía ahí, medio escritos. Pensaba que debía acabarlos y publicarlos, que era
casi mi obligación, pero algo en mi interior se resistía. Sobre todo el segundo
post; trataba de un tema muy emocional y personal, y me tocaba las narices escribir
sobre el asunto. Eso me bloqueaba. Hasta que finalmente, no hace mucho, decidí
que, en realidad, no estaba obligado a escribir nada, así que a la mierda: los
dos textos inacabados a la papelera y santas pascuas. Pero seguía bajo la garra,
ay, del exceso de trabajo.
En fin, el caso es que puedo tirarme
meses sin subir una entrada, pero hay una cita del todo ineludible: el cuento
de Navidad. Y aquí, maldita sea mi estampa, surgió otro problema. Veréis, el
año pasado colgué un cuento navideño, El
poni, de humor negro. Pero tenía un fallo: era demasiado realista,
describía una situación aterradoramente posible y, en definitiva, daba mal
rollo. Eso me hicieron ver dos amables merodeadores, que ese cuento no era
adecuado para un año tan nefasto como el 2020. Tenían razón. Me disculpé e hice
una promesa: mi próximo cuento navideño (es decir, el de este año) sería todo
lo contrario: puro buen rollo.
Y ahí está el problema: tengo la
mente podrida y la mayoría de las ideas que se me ocurren son gamberras. Eso,
unido al apretón de trabajo (acabar una novela antes de las fiestas), que me
impedía concentrarme en el cuento, empezó a angustiarme. Pasaban los días y no
se me ocurría ninguna idea de buen rollo que valiera la pena. Al final, tuve
que aceptar lo inevitable: aunque se me ocurriera algo, no tendría tiempo para
escribirlo. Por primera vez iba a fallar en mi cita con el cuento navideño. Se
me partió el corazón.
Entonces ocurrió un milagro (de
Navidad) Un buen día, me puse a buscar un archivo de Word y, de pronto, por
pura casualidad, encontré otro llamado “El cerebro del profesor Vázquez”. ¿Qué
demonios era eso? No tenía ni zorra idea. Lo abrí y comencé a leerlo. Era un
cuento. Mío. Poco a poco, comencé a recordar cuándo y por qué escribí ese
relato, aunque ni siquiera me acordaba de cómo acababa. Al terminar la lectura,
los cielos se abrieron, sonó una música angélica y un rayo de luz divina
incidió sobre mí. ¡Ahí lo tenía! Con unos poquitos arreglos, ese cuento de puro
buen rollo era el relato de Navidad que estaba buscando. ¡¡Aleluya!!
No es un cuento inédito, ya ha sido
publicado en una antología. Pero se trataba de una edición restringida, hoy
inencontrable, a la que no todo el mundo tenía acceso. Así que no es inédito,
pero casi.
El caso es que aquí estoy un año más, sentado
en mi despacho la mañana del 24 de diciembre, escribiendo esto. Mi hijo
“pequeño”, Pablo, ha vuelto de Barcelona para pasar las fiestas en casa. Óscar,
el primogénito, ha pillado la covid y no podrá venir a cenar. Mecachis... Está bien,
casi sin síntomas, pero tiene que guardar cuarentena. Esta noche le llevaremos
la cena a su casa y luego contactaremos por Zoom.
En fin, queridos merodeadores, un
año más os deseo que paséis unas maravillosas fiestas. Feliz Solsticio, feliz
Yule, feliz Sol Invictus, feliz Navidad. Y un año nuevo cargado de venturas,
con mucho amor, mucha comida rica, muchos viajes, mucha amistad y muchos
libros, cómics y películas. ¡Un gran abrazo!
Y ahora os dejo con el tradicional cuento de Navidad. Se llama El cerebro del profesor Vázquez y comienza así:
El día en que la muerte vino a visitarle, Julián Vázquez estaba paseando por su antiguo barrio; no el de su infancia, sino el barrio donde estaba el instituto en el que había impartido clases durante más de cuarenta años. Solía hacerlo, al menos una vez a la semana, desde que se jubiló; se levantaba temprano, se despedía de su mujer con un beso, cogía el autobús y se dirigía al viejo barrio. Una vez allí, desayunaba en el bar de Braulio, el establecimiento en el que había desayunado durante cuarenta y un años, café con leche y porras, las mejores de la ciudad. Braulio ya no estaba, se había jubilado, como él; ahora el establecimiento lo llevaba un sobrino suyo, pero las porras seguían siendo las mismas. Esa era una de las pocas cosas que aún perduraban en un mundo cada vez más cambiante, pensaba Julián (...)
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