Mi buena amiga Care Santos me acaba imponer una tarea. Por lo visto hoy es el BlogDay, algo así como el día internacional de los blogs, lo cual no deja de sorprenderme. Qué curiosa costumbre ésa de dedicar días a algo, ¿verdad? Día del niño, día de la madre, día de la marihuana (San Canuto), día del trabajo, día de la mujer maltratada... y ahora día del blog. Y yo me pregunto: ¿sólo hay trescientas sesenta y cinco causas merecedoras de un día? No, seguro que hay más; lo cual implica que debe de haber días compartidos. Entonces, ¿qué? ¿La mañana se dedica a una cosa y la tarde a otra? En fin, me gustaría sumarme a esta tendencia con una propuesta: el Día del Vago, que se celebraría el 29 de febrero (una fecha que sólo trabaja cada cuatro años).
Volviendo al BlogDay, lo que tengo que hacer –por coacción de la pérfida Care- es recomendar cinco blogs. Vale, pues al tajo...
1. Soria de las palabras http://soriapalabras.blogspot.com Este blog, creado por mi buen amigo Julián Díaz, se centra básicamente en el fantástico, pero también habla sobre deportes raros, viajes, política y toda suerte de temas. Aunque, para ser sinceros, su especialidad son las polémicas. Durante lo que va de verano ha estado inactivo, pero supongo que el mes que viene resucitará.
2. Librosfera http://librosfera.blogspot.com Sfer (ella mantiene el anonimato y yo lo respeto) dedica la temática de este blog a la literatura, lo cual no sorprende, porque Sfer es bibliotecaria. Comentarios de libros, fragmentos de texto, dibujos, fotografías... Un blog tan encantador como la persona que lo tutela. Por cierto, me gusta tanto el nick de esta chica que he bautizado con él a uno de mis personajes: Parménides Sfer. Un malo maloso, todo sea dicho.
3. Crisei http://crisei.blogalia.com El blog del escritor gaditano Rafael Marín. Fantasía, ciencia ficción, literatura general, cine y comic, mucho comic. Los comentarios de Mr. Marín son siempre interesantes, pero en lo que respecta a los tebeos, además son enciclopédicos. Actualmente anda metido en una serie de artículos sobre el comic en España. Valen la pena.
4. Humoradas http://humoradas.blogspot.com Un blog centrado en el humor y conducido por Enrique Gallud Jardiel, nieto nada menos que del mejor humorista español del siglo XX: Jardiel Poncela.
5. La tormenta en un vaso http://www.latormentaenunvaso.blogspot.com Una crítica literaria cada día, cinco días a la semana. En este blog, impulsado y conducido por doña Care Santos, colabora un grupo de escritores, periodistas, críticos y demás gente de mal vivir llamado Banda Aparte. Yo soy uno de ellos, pero tranquilos: el nivel general está muy por encima del mío particular.
Y ya está, se acabó mi contribución al BlogDay de los yarblocos. Ah, no; se supone que debo pasarle la patata caliente a tres amigos... Pero no lo voy a hacer. Sin duda, soy más compasivo que Care (aun así, la quiero)
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
jueves, agosto 31
sábado, agosto 26
La joven del agua
Anoche fui a ver La joven del agua, la última película de M. Night Shyamalan. Me gusta mucho ese director, lo reconozco; creo que es el mejor narrador actual de cine fantástico y uno de los mejores de todos los tiempos, un creador dotado de un estilo muy personal y de un mundo propio que crece con cada película. Me gustó El sexto sentido, me gustó El Protegido, me gustó El Bosque e incluso en la parcialmente fallida Señales encontré una buena cantidad de secuencias memorables.
En cuanto a La joven del agua... ¿Os gustan los cuentos de hadas? Si es así, dejad lo que estáis haciendo y salid corriendo al cine más cercano para verla, porque eso es precisamente la última película de Shyamalan: un maravilloso cuento de hadas para adultos. Aunque, claro, si sois uno de esos varones convencidos de que testosterona y sensibilidad son términos contrapuestos, entonces más vale que os mantengáis alejados de esta película. Pero a vosotras, amigas mías, y a vosotros, todos aquellos hombretones a quienes no os importa reconocer que debajo de los viriles pelos de vuestro pecho late un corazón, os recomiendo La joven del agua. En ella no hay, como en otros films de su autor, vueltas de tuerca finales; sólo se trata de una historia sencilla y diáfana destinada a transmitir un mensaje de esperanza.
NOTAS POST SCRIPTUM: En La joven del agua también hay mucho humor. De hecho, Shyamalan se permite la ironía de utilizar a uno de sus personajes –un desagradable crítico cinematográfico y literario- para desmontar los trucos narrativos de la propia película. Pero la ironía va más lejos, porque ese crítico es el único personaje que muere violentamente, y precisamente por pasarse de listo.
Sólo un pero le pondría a este delicioso film: el propio director, que suele aparecer en todas sus películas, interpreta a uno de los personajes. Es un papel pequeño, pero muy importante y... bueno, Shyamalan no consigue aportar la intensidad necesaria a su interpretación. Si ese papel hubiese recaído en un actor profesional, la película ganaría. Por contra, Paul Giamatti, el protagonista, está tan espléndido como de costumbre.
En cuanto a La joven del agua... ¿Os gustan los cuentos de hadas? Si es así, dejad lo que estáis haciendo y salid corriendo al cine más cercano para verla, porque eso es precisamente la última película de Shyamalan: un maravilloso cuento de hadas para adultos. Aunque, claro, si sois uno de esos varones convencidos de que testosterona y sensibilidad son términos contrapuestos, entonces más vale que os mantengáis alejados de esta película. Pero a vosotras, amigas mías, y a vosotros, todos aquellos hombretones a quienes no os importa reconocer que debajo de los viriles pelos de vuestro pecho late un corazón, os recomiendo La joven del agua. En ella no hay, como en otros films de su autor, vueltas de tuerca finales; sólo se trata de una historia sencilla y diáfana destinada a transmitir un mensaje de esperanza.
NOTAS POST SCRIPTUM: En La joven del agua también hay mucho humor. De hecho, Shyamalan se permite la ironía de utilizar a uno de sus personajes –un desagradable crítico cinematográfico y literario- para desmontar los trucos narrativos de la propia película. Pero la ironía va más lejos, porque ese crítico es el único personaje que muere violentamente, y precisamente por pasarse de listo.
Sólo un pero le pondría a este delicioso film: el propio director, que suele aparecer en todas sus películas, interpreta a uno de los personajes. Es un papel pequeño, pero muy importante y... bueno, Shyamalan no consigue aportar la intensidad necesaria a su interpretación. Si ese papel hubiese recaído en un actor profesional, la película ganaría. Por contra, Paul Giamatti, el protagonista, está tan espléndido como de costumbre.
domingo, agosto 20
Rituales de verano: el helado
Yo, como todo el mundo, tengo en el cerebro una válvula de seguridad que me avisa de cuándo debo dejar de comer. Si me ponéis delante las más suculentas viandas, deliciosos mariscos, foi mid cuit, serrano pata negra, hongos, caviar, lo que sea, comeré hasta que me sienta saciado, un poquito más por la cosa de la gula, y luego pararé. En fin, igual que todo hijo de vecino. Sin embargo, hay dos alimentos para los que la válvula del hartazgo no me funciona y que podría deglutir indefinidamente, porque jamás me sacio de ellos: las cerezas y el helado.
Adoro las cerezas. Se comen con facilidad, tienen el tamaño justo, una forma perfecta, un color precioso y son deliciosas, con la justa proporción entre dulzura y acidez. Así que, sencillamente, si comienzo a comerlas no puedo parar. Ponedme en un extremo del valle del Jerte y no tardaréis en verme salir por la otra punta dejando a mi paso un escenario semejante al provocado por las plagas africanas de langosta. Ya no es temporada de cerezas, pero os contaré un secreto: la mezcla de cerezas y Coca Cola es deliciosa. Ya, ya sé que es una bobada de secreto; a fin de cuentas, la Cherry Coke lleva mucho tiempo inventada. Pero la Cherry Coke es un brebaje asqueroso; sin embargo, comer cerezas y dar de vez en cuando un traguito de Coca Cola... en fin, la hidromiel a su lado se queda a la altura del aguachirle.
En cuanto a los helados... ¿Podría dedicar todo un post a hablar de ellos? Sí, podría. Me chiflan los helados, soy heladoadicto, un zampa-helado tan compulsivo que, al igual que me ocurre con las cerezas, sólo puedo parar de comerlo mediante un acto volitivo de agotadora intensidad. A decir verdad, a veces, cuando como helado, siento asco de mi mismo; es como si me volviera bulímico, sólo que sin la vomitona posterior.
Permitidme disertar brevemente sobre el tema. La calidad de los helados“industriales” es muy discreta. Las mejores marcas, en mi opinión, son Frigo y Miko. Los Ben&Jerry’s no están nada mal, aunque adolecen de esa tendencia tan americana que consiste en añadirle de todo al helado: nueces de macadamia, galletas, virutas de chocolate... en fin, un barroquismo rara vez conseguido. Los famosos Häagen Dazs, sin embargo, siempre me han parecido de lo más mediocre. En cualquier caso, los mejores helados son los de heladería.
La heladería más curiosa que conozco la encontré en los Andes venezolanos, en la ciudad de Mérida. Se llama Coromoto y figura en el Guinness de los récords por ser la heladería que más sabores ofrece en el mundo mundial: más de 600 (sí, no es un error: vende helados de más de seiscientos sabores distintos). Cuando estuve allí, un amigo comentó que era el negocio perfecto, porque vendía el doble. Tú entras en la Heladería Coromoto, miras los sabores, te pica la curiosidad y dices: coño, voy a probar un helado de camarones, o de atún, o de champiñones, o de chili con carne... Luego, te lo ponen, lo pruebas, reconoces que es una porquería indescriptible, lo tiras a la basura y, acto seguido, pides otro helado, sólo que está vez de vainilla, chocolate o algún otro sabor sensato. Lo dicho: doble venta.
Pero quedémonos en España. Ya que se supone que un blog ha de servir para algo, os recomendaré mis tres heladerías favoritas. La primera es un clásico: Palazzo. Se trata de una heladería poco sofisticada, pero honesta y de calidad. Ofrece sabores “de siempre”; todos ellos excelentes, aunque os recomiendo en particular el de arroz con leche. Hay varios Palazzo en Madrid, pero si os gusta lo genuino, el primero de todos se encuentra en la calle Luchana.
La segunda heladería es la más reciente. Se llama Bajo Cero y hace helados de diseño, tan ricos como originales. Os recomiendo el de mascarpone; es gloria bendita. Bajo Cero es (por ahora) un establecimiento único situado en la Glorieta de Quevedo 6.
La tercera heladería, y mi favorita, es Giangrossi, una cadena con presencia en Madrid, Barcelona, Marbella e Ibiza. En Madrid ha abierto varios locales durante los dos últimos años; imagino que con bastante éxito, porque siempre están llenos. Aunque es fundamentalmente una heladería, también funciona como cafetería. Llama la atención la estética de sus locales, moderna, amplia y acogedora, y la excelente calidad del servicio (al menos, en el establecimiento de la calle Velázquez, que es el que más suelo frecuentar). Los helados de Giangrossi son una maravilla, tanto en lo que respecta al sabor como a la textura. No dejéis de probar el de mandarina con zanahoria y el de sabayon. Ah, y el batido de lima-limón con jengibre.
¿Y qué me decís vosotros? ¿Sois tan adictos al helado como yo? ¿Conocéis alguna heladería secreta que es una pura maravilla? Si es así, contad, contad...
(Joder, qué ganas me están entrando de tomarme un helado)
Adoro las cerezas. Se comen con facilidad, tienen el tamaño justo, una forma perfecta, un color precioso y son deliciosas, con la justa proporción entre dulzura y acidez. Así que, sencillamente, si comienzo a comerlas no puedo parar. Ponedme en un extremo del valle del Jerte y no tardaréis en verme salir por la otra punta dejando a mi paso un escenario semejante al provocado por las plagas africanas de langosta. Ya no es temporada de cerezas, pero os contaré un secreto: la mezcla de cerezas y Coca Cola es deliciosa. Ya, ya sé que es una bobada de secreto; a fin de cuentas, la Cherry Coke lleva mucho tiempo inventada. Pero la Cherry Coke es un brebaje asqueroso; sin embargo, comer cerezas y dar de vez en cuando un traguito de Coca Cola... en fin, la hidromiel a su lado se queda a la altura del aguachirle.
En cuanto a los helados... ¿Podría dedicar todo un post a hablar de ellos? Sí, podría. Me chiflan los helados, soy heladoadicto, un zampa-helado tan compulsivo que, al igual que me ocurre con las cerezas, sólo puedo parar de comerlo mediante un acto volitivo de agotadora intensidad. A decir verdad, a veces, cuando como helado, siento asco de mi mismo; es como si me volviera bulímico, sólo que sin la vomitona posterior.
Permitidme disertar brevemente sobre el tema. La calidad de los helados“industriales” es muy discreta. Las mejores marcas, en mi opinión, son Frigo y Miko. Los Ben&Jerry’s no están nada mal, aunque adolecen de esa tendencia tan americana que consiste en añadirle de todo al helado: nueces de macadamia, galletas, virutas de chocolate... en fin, un barroquismo rara vez conseguido. Los famosos Häagen Dazs, sin embargo, siempre me han parecido de lo más mediocre. En cualquier caso, los mejores helados son los de heladería.
La heladería más curiosa que conozco la encontré en los Andes venezolanos, en la ciudad de Mérida. Se llama Coromoto y figura en el Guinness de los récords por ser la heladería que más sabores ofrece en el mundo mundial: más de 600 (sí, no es un error: vende helados de más de seiscientos sabores distintos). Cuando estuve allí, un amigo comentó que era el negocio perfecto, porque vendía el doble. Tú entras en la Heladería Coromoto, miras los sabores, te pica la curiosidad y dices: coño, voy a probar un helado de camarones, o de atún, o de champiñones, o de chili con carne... Luego, te lo ponen, lo pruebas, reconoces que es una porquería indescriptible, lo tiras a la basura y, acto seguido, pides otro helado, sólo que está vez de vainilla, chocolate o algún otro sabor sensato. Lo dicho: doble venta.
Pero quedémonos en España. Ya que se supone que un blog ha de servir para algo, os recomendaré mis tres heladerías favoritas. La primera es un clásico: Palazzo. Se trata de una heladería poco sofisticada, pero honesta y de calidad. Ofrece sabores “de siempre”; todos ellos excelentes, aunque os recomiendo en particular el de arroz con leche. Hay varios Palazzo en Madrid, pero si os gusta lo genuino, el primero de todos se encuentra en la calle Luchana.
La segunda heladería es la más reciente. Se llama Bajo Cero y hace helados de diseño, tan ricos como originales. Os recomiendo el de mascarpone; es gloria bendita. Bajo Cero es (por ahora) un establecimiento único situado en la Glorieta de Quevedo 6.
La tercera heladería, y mi favorita, es Giangrossi, una cadena con presencia en Madrid, Barcelona, Marbella e Ibiza. En Madrid ha abierto varios locales durante los dos últimos años; imagino que con bastante éxito, porque siempre están llenos. Aunque es fundamentalmente una heladería, también funciona como cafetería. Llama la atención la estética de sus locales, moderna, amplia y acogedora, y la excelente calidad del servicio (al menos, en el establecimiento de la calle Velázquez, que es el que más suelo frecuentar). Los helados de Giangrossi son una maravilla, tanto en lo que respecta al sabor como a la textura. No dejéis de probar el de mandarina con zanahoria y el de sabayon. Ah, y el batido de lima-limón con jengibre.
¿Y qué me decís vosotros? ¿Sois tan adictos al helado como yo? ¿Conocéis alguna heladería secreta que es una pura maravilla? Si es así, contad, contad...
(Joder, qué ganas me están entrando de tomarme un helado)
miércoles, agosto 16
Arquetipos
Siempre me ha parecido fascinante la teoría del inconsciente colectivo. No sé si es cierta, ni si Jung se refería con ella a algo real –un inconsciente común compartido a nivel biológico por todas las personas- o a algo más o menos metafórico basado en la transmisión cultural, pero la idea en sí –unos arquetipos pan-humanos- me resulta de lo más sugerente. En cualquier caso, estoy seguro de que si el inconsciente colectivo no existía antes, existe ahora: se trata de Internet. Pero eso es otra historia.
Hay dos arquetipos que ejercen un especial influjo sobre la mente: el bosque y el mar. Cuando nuestros ancestros abandonaron las sabanas de África y llegaron a Europa se encontraron con un inmenso bosque. Durante miles de años, los humanos vivieron en esa floresta primitiva dedicados a la caza y la recolección; el bosque era el mundo, nuestro hogar, aunque también un campo de batalla donde competíamos con otras especies, como los grandes felinos, los lobos o los osos. Pero hace diez mil años, con el advenimiento de la revolución neolítica, eso cambió; los humanos comenzaron una lenta tarea de deforestación para ampliar las zonas de cultivo y, finalmente, abandonaron el bosque. Pero el bosque seguía ahí, en la linde de los campos, rodeando los pueblos y jalonando los caminos; un entorno oscuro y misterioso donde moran nuestros miedos primigenios. Fijaos, si no, en el papel que juega el bosque en los cuentos de hadas: allí reside lo oculto y lo numinoso, allí habita la muerte y el terror, pero también el sexo y las pasiones primarias. No es extraño que Freud considerara el bosque un símbolo del subconsciente.
El mar es distinto; nunca ha sido nuestro hogar, sino una frontera. El mar es el horizonte, lo ilimitado, el espejo del cielo; es una fuente de bienes –sal, peces, moluscos...-, pero también una fuerza terrible que, cuando se desata parece la ira de los dioses. En el fondo del mar se ocultan tesoros y, al mismo tiempo, seres terribles que pueden devorarnos o hacernos enloquecer. Pero lo más importante de todo: cuando estás en la orilla del mar sabes que, al otro lado de esa inmensidad azul, hay otra orilla, un universo mítico y desconocido.
El bosque es un exterior con ambición de interior, un entorno abierto y cerrado al mismo tiempo; el mar es el vacío infinito. En cierto modo parecen dos arquetipos contrarios, pero en el fondo simbolizan lo mismo con una sutil diferencia: el mar es el misterio del más allá y el bosque el misterio del más acá.
Galicia es la autonomía más boscosa de España y una de las que más kilómetros de costa tiene (si es que no posee el record absoluto). Así pues, Galicia es el encuentro entre dos misterios, la suma de dos poderosos arquetipos. A eso hay que agregarle su particular orografía, plagada de colinas y pequeños valles, alborotada por fuentes y regatos. Cuando estás en el interior, tu horizonte es limitado, apenas un puñado de kilómetros en el mejor de los casos. Cada recodo del camino es una sorpresa, nunca sabes lo que te espera más allá del siguiente collado. Y, de pronto, abandonas el bosque y te encuentras con el mar, con el fin de la tierra conocida, con la tumba del sol. Hay un pequeño óleo de Caspar David Friedrich, llamado El atardecer, que muestra una puesta de sol sobre el océano apenas entrevista desde el interior de un bosque. Eso es Galicia.
Visité Galicia por primera vez siendo un niño, en 1965. Recuerdo una región muy atrasada, muy pobre, con carreteras infames y muy escasas infraestructuras. La industrialización apenas había llegado a esas tierra, así que la mayor parte de la gente seguía viviendo como lo habían hecho sus antepasados desde tiempos inmemoriales. Recorrí con mis padres todas las provincias gallegas y encontré un mundo anclado en el pasado, lleno de magia y leyendas. Las antiguas tradiciones del neolítico seguían vigentes allí.
Regresé a Galicia en 1980, para hacer la mili; primero en Pontevedra y luego en La Coruña. La región se había modernizado un poco –Vigo era, de hecho, un bastión de la modernidad- y había más infraestructuras. También comenzaba un tímido turismo centralizado en tres o cuatro puntos (Santiago, Sanxenxo, La Toja...), pero las costas aún eran razonablemente vírgenes. Y, aunque de forma cada vez más confinada, la viejas tradiciones seguían subsistiendo.
A partir de entonces, volví a Galicia muchas veces; incluso me casé con una gallega. La provincia que más me gustaba era Pontevedra, pero... poco a poco, el turismo creció y, junto con él, llegó un urbanismo desaforado. La última vez que estuve en las Rías Bajas me deprimí: una pléyade de urbanizaciones había invadido uno de los paisajes más hermosos del mundo. Como una plaga de hongos. Los constructores habían destruido la magia. Por eso no he regresado a Pontevedra, por eso, cuando siento la necesidad de volver a Galicia, me refugio en las todavía razonablemente respetadas Rías Altas.
Hoy llueve en Galicia. La lluvia ayudará a extinguir los incendios que durante las últimas semanas han devastado la región. Esos incendios -la mayor parte de ellos provocados- son uno de los problemas que amenazan con destruir la tierra celta, pero hay más. Primero fue la sustitución del bosque primigenio –castañares y robledales, sobre todo- por bosque de eucaliptos (¿Cómo se llaman, por cierto, los bosques de eucaliptos? ¿”Eucaliptales”?). Luego llegó el abandono de las aldeas, la emigración masiva, la ruptura definitiva de un estilo de vida. Finalmente, ha sobrevenido la vorágine constructora que, cuando la autopista del Cantábrico se finalice, acabará invadiendo también las Rías Altas. Y entonces habremos masacrado definitivamente las bellísimas costas gallegas. ¿Pero eso a quién le importa mientras fluya la pasta?
En fin... Esto viene a cuento porque una amable visitante de Babel, y.e.o, me pide que hable sobre las maravillas de Galicia y, en particular, sobre las de Lugo. Pero, ¿cómo hacerlo? No tengo tiempo ni espacio, debería dedicar el blog entero a hablar sobre una tierra tan alucinante. Puede que Galicia sea un animal herido, pero sigue siendo un bellísimo animal. Santiago de Compostela, Muros, Finisterre, Vivero, el monte Pindo, el monte Sacro, la playa de La Lanzada, Catoira, los petroglifos, las viejas iglesias (como Santa María a Nova), los valles, los puentes, las leyendas y las tradiciones, el festival de música celta de Ortigueira, las rías, la bruma, la Santa Compaña, las meigas, los lobishomes, el Pedrón, el Camino de Santiago, la Torre de Hércules, los castros, los dólmenes (como los de Dombate o Tordoia), la asombrosa Playa de las Catedrales... y, sobre todo, los bosques hiperbólicamente frondosos, los senderos serpenteantes, los valles diminutos, la vegetación excesiva, y luego el mar, los acantilados, los islotes (Cíes, Ons, Sálvora...) el cielo casi siempre de plomo. Con frecuencia he comprobado que los gallegos son uno de los pueblos más vinculados a su tierra. ¿Os suena la palabra “morriña? Los gallegos inventaron ese término para definir la melancolía que se siente al estar lejos de Galicia. No me extraña.
En fin, acabo de volver y ya la echo de menos. Y, después de todo, no he hablado de Lugo (la tierra del dios Lug, según algunos) y la Mariña, que es lo que me pedía y.e.o... Bueno, os revelaré un lugar secreto, sólo uno, pero extraordinario. Si vais por la costa lucense, os recomiendo la playa de San Román, en el municipio de Vicedo, cerca de Vivero. Es una playa hermosísima situada entre dos leves acantilados boscosos, con un sistema de dunas en el centro y un peñón quebrado a la derecha, al borde del mar. Siempre hay poca gente. Da gusto ver atardecer allí. Eso sí, el agua está helada.
Y ya termino. Con una consideración que tiene, lo reconozco, más de deseo que de esperanza: ni el fuego, ni el cemento, ni el chapapote podrán acabar jamás con el poderoso influjo de las meigas. Los arquetipos son eternos, y Galicia lo es. Arquetípica y eterna.
Hay dos arquetipos que ejercen un especial influjo sobre la mente: el bosque y el mar. Cuando nuestros ancestros abandonaron las sabanas de África y llegaron a Europa se encontraron con un inmenso bosque. Durante miles de años, los humanos vivieron en esa floresta primitiva dedicados a la caza y la recolección; el bosque era el mundo, nuestro hogar, aunque también un campo de batalla donde competíamos con otras especies, como los grandes felinos, los lobos o los osos. Pero hace diez mil años, con el advenimiento de la revolución neolítica, eso cambió; los humanos comenzaron una lenta tarea de deforestación para ampliar las zonas de cultivo y, finalmente, abandonaron el bosque. Pero el bosque seguía ahí, en la linde de los campos, rodeando los pueblos y jalonando los caminos; un entorno oscuro y misterioso donde moran nuestros miedos primigenios. Fijaos, si no, en el papel que juega el bosque en los cuentos de hadas: allí reside lo oculto y lo numinoso, allí habita la muerte y el terror, pero también el sexo y las pasiones primarias. No es extraño que Freud considerara el bosque un símbolo del subconsciente.
El mar es distinto; nunca ha sido nuestro hogar, sino una frontera. El mar es el horizonte, lo ilimitado, el espejo del cielo; es una fuente de bienes –sal, peces, moluscos...-, pero también una fuerza terrible que, cuando se desata parece la ira de los dioses. En el fondo del mar se ocultan tesoros y, al mismo tiempo, seres terribles que pueden devorarnos o hacernos enloquecer. Pero lo más importante de todo: cuando estás en la orilla del mar sabes que, al otro lado de esa inmensidad azul, hay otra orilla, un universo mítico y desconocido.
El bosque es un exterior con ambición de interior, un entorno abierto y cerrado al mismo tiempo; el mar es el vacío infinito. En cierto modo parecen dos arquetipos contrarios, pero en el fondo simbolizan lo mismo con una sutil diferencia: el mar es el misterio del más allá y el bosque el misterio del más acá.
Galicia es la autonomía más boscosa de España y una de las que más kilómetros de costa tiene (si es que no posee el record absoluto). Así pues, Galicia es el encuentro entre dos misterios, la suma de dos poderosos arquetipos. A eso hay que agregarle su particular orografía, plagada de colinas y pequeños valles, alborotada por fuentes y regatos. Cuando estás en el interior, tu horizonte es limitado, apenas un puñado de kilómetros en el mejor de los casos. Cada recodo del camino es una sorpresa, nunca sabes lo que te espera más allá del siguiente collado. Y, de pronto, abandonas el bosque y te encuentras con el mar, con el fin de la tierra conocida, con la tumba del sol. Hay un pequeño óleo de Caspar David Friedrich, llamado El atardecer, que muestra una puesta de sol sobre el océano apenas entrevista desde el interior de un bosque. Eso es Galicia.
Visité Galicia por primera vez siendo un niño, en 1965. Recuerdo una región muy atrasada, muy pobre, con carreteras infames y muy escasas infraestructuras. La industrialización apenas había llegado a esas tierra, así que la mayor parte de la gente seguía viviendo como lo habían hecho sus antepasados desde tiempos inmemoriales. Recorrí con mis padres todas las provincias gallegas y encontré un mundo anclado en el pasado, lleno de magia y leyendas. Las antiguas tradiciones del neolítico seguían vigentes allí.
Regresé a Galicia en 1980, para hacer la mili; primero en Pontevedra y luego en La Coruña. La región se había modernizado un poco –Vigo era, de hecho, un bastión de la modernidad- y había más infraestructuras. También comenzaba un tímido turismo centralizado en tres o cuatro puntos (Santiago, Sanxenxo, La Toja...), pero las costas aún eran razonablemente vírgenes. Y, aunque de forma cada vez más confinada, la viejas tradiciones seguían subsistiendo.
A partir de entonces, volví a Galicia muchas veces; incluso me casé con una gallega. La provincia que más me gustaba era Pontevedra, pero... poco a poco, el turismo creció y, junto con él, llegó un urbanismo desaforado. La última vez que estuve en las Rías Bajas me deprimí: una pléyade de urbanizaciones había invadido uno de los paisajes más hermosos del mundo. Como una plaga de hongos. Los constructores habían destruido la magia. Por eso no he regresado a Pontevedra, por eso, cuando siento la necesidad de volver a Galicia, me refugio en las todavía razonablemente respetadas Rías Altas.
Hoy llueve en Galicia. La lluvia ayudará a extinguir los incendios que durante las últimas semanas han devastado la región. Esos incendios -la mayor parte de ellos provocados- son uno de los problemas que amenazan con destruir la tierra celta, pero hay más. Primero fue la sustitución del bosque primigenio –castañares y robledales, sobre todo- por bosque de eucaliptos (¿Cómo se llaman, por cierto, los bosques de eucaliptos? ¿”Eucaliptales”?). Luego llegó el abandono de las aldeas, la emigración masiva, la ruptura definitiva de un estilo de vida. Finalmente, ha sobrevenido la vorágine constructora que, cuando la autopista del Cantábrico se finalice, acabará invadiendo también las Rías Altas. Y entonces habremos masacrado definitivamente las bellísimas costas gallegas. ¿Pero eso a quién le importa mientras fluya la pasta?
En fin... Esto viene a cuento porque una amable visitante de Babel, y.e.o, me pide que hable sobre las maravillas de Galicia y, en particular, sobre las de Lugo. Pero, ¿cómo hacerlo? No tengo tiempo ni espacio, debería dedicar el blog entero a hablar sobre una tierra tan alucinante. Puede que Galicia sea un animal herido, pero sigue siendo un bellísimo animal. Santiago de Compostela, Muros, Finisterre, Vivero, el monte Pindo, el monte Sacro, la playa de La Lanzada, Catoira, los petroglifos, las viejas iglesias (como Santa María a Nova), los valles, los puentes, las leyendas y las tradiciones, el festival de música celta de Ortigueira, las rías, la bruma, la Santa Compaña, las meigas, los lobishomes, el Pedrón, el Camino de Santiago, la Torre de Hércules, los castros, los dólmenes (como los de Dombate o Tordoia), la asombrosa Playa de las Catedrales... y, sobre todo, los bosques hiperbólicamente frondosos, los senderos serpenteantes, los valles diminutos, la vegetación excesiva, y luego el mar, los acantilados, los islotes (Cíes, Ons, Sálvora...) el cielo casi siempre de plomo. Con frecuencia he comprobado que los gallegos son uno de los pueblos más vinculados a su tierra. ¿Os suena la palabra “morriña? Los gallegos inventaron ese término para definir la melancolía que se siente al estar lejos de Galicia. No me extraña.
En fin, acabo de volver y ya la echo de menos. Y, después de todo, no he hablado de Lugo (la tierra del dios Lug, según algunos) y la Mariña, que es lo que me pedía y.e.o... Bueno, os revelaré un lugar secreto, sólo uno, pero extraordinario. Si vais por la costa lucense, os recomiendo la playa de San Román, en el municipio de Vicedo, cerca de Vivero. Es una playa hermosísima situada entre dos leves acantilados boscosos, con un sistema de dunas en el centro y un peñón quebrado a la derecha, al borde del mar. Siempre hay poca gente. Da gusto ver atardecer allí. Eso sí, el agua está helada.
Y ya termino. Con una consideración que tiene, lo reconozco, más de deseo que de esperanza: ni el fuego, ni el cemento, ni el chapapote podrán acabar jamás con el poderoso influjo de las meigas. Los arquetipos son eternos, y Galicia lo es. Arquetípica y eterna.
martes, agosto 8
Lucía
Voy a contaros un cuento, una de esas historias de hadas, brujas, príncipes y princesas, pero este cuento no puede empezar como empiezan todos los cuentos, no puedo decir “érase una vez” o “había una vez”, no, no, no, eso sería inexacto. Este cuento debe comenzar con un hay ahora. En este instante, mientras lees estas líneas. Ya.
Ahora.
Hay...
Hay ahora una niña llamada Lucía. Tiene dieciséis meses y es preciosa, muy rubia, de piel muy clara, con los ojos muy azules. También es muy risueña; siempre está sonriendo y, cuando te ve, su rostro se ilumina de alegría. Si la tuvieras delante, si la observases mientras se agita y gorgojea en su cuna, pensarías que es el bebé más feliz del mundo. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Los padres de Lucía viven en Madrid. Él es alemán, muy alto –tanto como yo-, y aunque habla perfectamente español y no es uno de esos arios rubios y cuadrangulares de los que uno espera que invadan Polonia en cualquier momento, hay algo en él, quizá el tono de su piel, que lo delata como no-nativo. Ella también es alta, de tez oscura y -como buena española- pelo negro, tan mediterránea como un campo de olivos e igual de bonita. Esos son los padres de Lucía, sí; buenos padres, cariñosos, entregados, padres felices. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Lucía tiene dos hermanos. El mayor, Martín, de cinco años, es un niño encantador; sus ojos son del color de la miel y, al igual que ocurre con su padre, hay en su aspecto un indefinible matiz exótico. Sara, la segunda en edad, tiene cuatro años y es idéntica a su madre, pelo negro, ojos negros, piel de bronce claro. Es tan bonita que asombra verla y cuando sonríe es como si saliera el sol y se iluminara el mundo. Podría ser una niña hebrea en un kibutz o una malagueña dorada por el sol de Andalucía. Los dos, Martín y Sara, nacieron en Madrid, los dos hablan español y alemán, los dos son felices, como su hermana Lucía. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Estos son los protagonistas del cuento: papá, mamá, Martín, Sara y Lucía. Ahora entra en escena la bruja mala. Se llama Angelman... Hombre-ángel, qué extraño nombre para una bruja.
Lucía, ya lo he dicho, es un bebé precioso y sonriente, el bebé más feliz del mundo, pero si te paras a pensarlo, si recuerdas que Lucía tiene dieciséis meses, advertirás que hay algo extraño, algo sutilmente incorrecto. Dieciséis meses... no debería ser tan bebé. Lucía nunca ha gateado, aunque eso es normal, muchos niños no lo hacen. Tampoco repta y eso ya no es tan normal; pero lo realmente alarmante es que Lucía no puede sentarse ni mantener enderezada la espalda, como si fuera un bebé de pocos meses. Y, recuérdalo, Lucía tiene casi año y medio de edad.
Los padres de Lucía consultaron a los mejores magos y galenos del reino, y estos, tras examinar a la niña, dictaminaron que la pequeña Lucía había sido hechizada por un conjuro de la bruja Angelman. Esto que os cuento, no lo olvidéis, es muy reciente, ocurre ahora, hoy mismo. El diagnóstico de los galenos sobrevino hace sólo dos o tres semanas, a finales de julio, y sus ecos todavía resuenan en el aire. Angelman... ¿quién demonios es esa bruja?
En 1965, el médico inglés Harry Angelman describió por primera vez a tres niños con los síntomas ahora conocidas como Síndrome de Angelman. Se trata de una dolencia tan rara, tan infrecuente, que durante mucho tiempo se pensó que no existía; pero un día los avances de la genética permitieron descubrir que los hechizado por Angelman tenían borrada una pequeña zona del cromosoma número 15. Estoy hablando de una fracción diminuta de ADN, un fragmento infinitesimal, pero los efectos de su ausencia son demoledores.
Los bebés-Angelman parecen enteramente normales durante los primeros doce meses de vida; a partir de ese momento comienzan a aflorar los primeros síntomas de retraso en su desarrollo. Luego... problemas de movimiento y equilibrio, incapacidad para hablar, dificultad –o incluso imposibilidad absoluta- de caminar, retraso mental, crisis convulsivas... Hay más síntomas, pero dos de ellos son tan paradójicos que parecen un sarcasmo, una burla cruel. La parte borrada del cromosoma 15 afecta de alguna manera a la distribución de la melanina; por eso Lucía es tan rubia y tiene los ojos tan azules, la piel tan clara, por eso es tan bonita. Por otro lado, el ADN extraviado provoca una extraña afección motora llamada “epilepsia risible”. Convulsiones similares a la risa; por eso Lucía sonríe tanto, por eso parece tan feliz.
En España hay menos de doscientos casos registrados; si lo piensas, existen más posibilidades de ganar el gordo de la lotería que de sufrir el hechizo de la bruja Angelman. Por eso, cuando cosas como ésta suceden cerca de ti, no puedes evitar preguntarte ¿por qué?, aunque en el fondo sabes que no hay respuesta, que no existe otro motivo más que el maldito azar. Lanzas un dado de doscientas veinte mil caras y sale tu número. Mala suerte. Te ha tocado.
Creo que nunca, como en este caso, la apariencia de una enfermedad es tan acorde con el nombre de su descubridor. Lucia, os lo juro, parece un ángel risueño, un querubín bondadoso y radiante. De hecho –permitidme soñar un poquito-, creo que Lucía es en realidad un ángel, un ángel varado entre dos mundos, un rayo de luz atrapado en ámbar. Parte de ella, una ínfima porción de su ADN, se extravió en el universo de lo inexistente, y otra parte se materializó en nuestro mundo. Por eso, Lucía oscila, late entre dos planos de existencia, es y no es, está y no está. Y, quién sabe, quizá el hecho de vivir dos realidades al mismo tiempo expanda su mente hasta abarcar el universo entero. Puede que Lucía sonría tanto porque durante cada segundo de su existencia contempla prodigios que nosotros no podemos ni imaginar, puede que Lucía nunca hable porque no existen palabras para describir lo que ve. Quién sabe, podría ser...
Ahora debería concluir esta historia con un “colorín colorado, este cuento se ha acabado”, pero no puedo hacerlo, faltaría a la verdad, porque este cuento no ha hecho más que comenzar. ¿Qué sucederá después, cómo concluirá el relato? No lo sé. Me gustaría creer que, algún día, un hada buena romperá el hechizo de la bruja Angelman; me gustaría creer que un príncipe azul besará los labios de Lucía, despertándola de su sueño inmemorial...
Ya, ya sé que no puede ser; pero me gustaría creerlo.
Ahora.
Hay...
Hay ahora una niña llamada Lucía. Tiene dieciséis meses y es preciosa, muy rubia, de piel muy clara, con los ojos muy azules. También es muy risueña; siempre está sonriendo y, cuando te ve, su rostro se ilumina de alegría. Si la tuvieras delante, si la observases mientras se agita y gorgojea en su cuna, pensarías que es el bebé más feliz del mundo. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Los padres de Lucía viven en Madrid. Él es alemán, muy alto –tanto como yo-, y aunque habla perfectamente español y no es uno de esos arios rubios y cuadrangulares de los que uno espera que invadan Polonia en cualquier momento, hay algo en él, quizá el tono de su piel, que lo delata como no-nativo. Ella también es alta, de tez oscura y -como buena española- pelo negro, tan mediterránea como un campo de olivos e igual de bonita. Esos son los padres de Lucía, sí; buenos padres, cariñosos, entregados, padres felices. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Lucía tiene dos hermanos. El mayor, Martín, de cinco años, es un niño encantador; sus ojos son del color de la miel y, al igual que ocurre con su padre, hay en su aspecto un indefinible matiz exótico. Sara, la segunda en edad, tiene cuatro años y es idéntica a su madre, pelo negro, ojos negros, piel de bronce claro. Es tan bonita que asombra verla y cuando sonríe es como si saliera el sol y se iluminara el mundo. Podría ser una niña hebrea en un kibutz o una malagueña dorada por el sol de Andalucía. Los dos, Martín y Sara, nacieron en Madrid, los dos hablan español y alemán, los dos son felices, como su hermana Lucía. Pero Lucía tiene dieciséis meses.
Estos son los protagonistas del cuento: papá, mamá, Martín, Sara y Lucía. Ahora entra en escena la bruja mala. Se llama Angelman... Hombre-ángel, qué extraño nombre para una bruja.
Lucía, ya lo he dicho, es un bebé precioso y sonriente, el bebé más feliz del mundo, pero si te paras a pensarlo, si recuerdas que Lucía tiene dieciséis meses, advertirás que hay algo extraño, algo sutilmente incorrecto. Dieciséis meses... no debería ser tan bebé. Lucía nunca ha gateado, aunque eso es normal, muchos niños no lo hacen. Tampoco repta y eso ya no es tan normal; pero lo realmente alarmante es que Lucía no puede sentarse ni mantener enderezada la espalda, como si fuera un bebé de pocos meses. Y, recuérdalo, Lucía tiene casi año y medio de edad.
Los padres de Lucía consultaron a los mejores magos y galenos del reino, y estos, tras examinar a la niña, dictaminaron que la pequeña Lucía había sido hechizada por un conjuro de la bruja Angelman. Esto que os cuento, no lo olvidéis, es muy reciente, ocurre ahora, hoy mismo. El diagnóstico de los galenos sobrevino hace sólo dos o tres semanas, a finales de julio, y sus ecos todavía resuenan en el aire. Angelman... ¿quién demonios es esa bruja?
En 1965, el médico inglés Harry Angelman describió por primera vez a tres niños con los síntomas ahora conocidas como Síndrome de Angelman. Se trata de una dolencia tan rara, tan infrecuente, que durante mucho tiempo se pensó que no existía; pero un día los avances de la genética permitieron descubrir que los hechizado por Angelman tenían borrada una pequeña zona del cromosoma número 15. Estoy hablando de una fracción diminuta de ADN, un fragmento infinitesimal, pero los efectos de su ausencia son demoledores.
Los bebés-Angelman parecen enteramente normales durante los primeros doce meses de vida; a partir de ese momento comienzan a aflorar los primeros síntomas de retraso en su desarrollo. Luego... problemas de movimiento y equilibrio, incapacidad para hablar, dificultad –o incluso imposibilidad absoluta- de caminar, retraso mental, crisis convulsivas... Hay más síntomas, pero dos de ellos son tan paradójicos que parecen un sarcasmo, una burla cruel. La parte borrada del cromosoma 15 afecta de alguna manera a la distribución de la melanina; por eso Lucía es tan rubia y tiene los ojos tan azules, la piel tan clara, por eso es tan bonita. Por otro lado, el ADN extraviado provoca una extraña afección motora llamada “epilepsia risible”. Convulsiones similares a la risa; por eso Lucía sonríe tanto, por eso parece tan feliz.
En España hay menos de doscientos casos registrados; si lo piensas, existen más posibilidades de ganar el gordo de la lotería que de sufrir el hechizo de la bruja Angelman. Por eso, cuando cosas como ésta suceden cerca de ti, no puedes evitar preguntarte ¿por qué?, aunque en el fondo sabes que no hay respuesta, que no existe otro motivo más que el maldito azar. Lanzas un dado de doscientas veinte mil caras y sale tu número. Mala suerte. Te ha tocado.
Creo que nunca, como en este caso, la apariencia de una enfermedad es tan acorde con el nombre de su descubridor. Lucia, os lo juro, parece un ángel risueño, un querubín bondadoso y radiante. De hecho –permitidme soñar un poquito-, creo que Lucía es en realidad un ángel, un ángel varado entre dos mundos, un rayo de luz atrapado en ámbar. Parte de ella, una ínfima porción de su ADN, se extravió en el universo de lo inexistente, y otra parte se materializó en nuestro mundo. Por eso, Lucía oscila, late entre dos planos de existencia, es y no es, está y no está. Y, quién sabe, quizá el hecho de vivir dos realidades al mismo tiempo expanda su mente hasta abarcar el universo entero. Puede que Lucía sonría tanto porque durante cada segundo de su existencia contempla prodigios que nosotros no podemos ni imaginar, puede que Lucía nunca hable porque no existen palabras para describir lo que ve. Quién sabe, podría ser...
Ahora debería concluir esta historia con un “colorín colorado, este cuento se ha acabado”, pero no puedo hacerlo, faltaría a la verdad, porque este cuento no ha hecho más que comenzar. ¿Qué sucederá después, cómo concluirá el relato? No lo sé. Me gustaría creer que, algún día, un hada buena romperá el hechizo de la bruja Angelman; me gustaría creer que un príncipe azul besará los labios de Lucía, despertándola de su sueño inmemorial...
Ya, ya sé que no puede ser; pero me gustaría creerlo.