Siempre me ha parecido fascinante la teoría del inconsciente colectivo. No sé si es cierta, ni si Jung se refería con ella a algo real –un inconsciente común compartido a nivel biológico por todas las personas- o a algo más o menos metafórico basado en la transmisión cultural, pero la idea en sí –unos arquetipos pan-humanos- me resulta de lo más sugerente. En cualquier caso, estoy seguro de que si el inconsciente colectivo no existía antes, existe ahora: se trata de Internet. Pero eso es otra historia.
Hay dos arquetipos que ejercen un especial influjo sobre la mente: el bosque y el mar. Cuando nuestros ancestros abandonaron las sabanas de África y llegaron a Europa se encontraron con un inmenso bosque. Durante miles de años, los humanos vivieron en esa floresta primitiva dedicados a la caza y la recolección; el bosque era el mundo, nuestro hogar, aunque también un campo de batalla donde competíamos con otras especies, como los grandes felinos, los lobos o los osos. Pero hace diez mil años, con el advenimiento de la revolución neolítica, eso cambió; los humanos comenzaron una lenta tarea de deforestación para ampliar las zonas de cultivo y, finalmente, abandonaron el bosque. Pero el bosque seguía ahí, en la linde de los campos, rodeando los pueblos y jalonando los caminos; un entorno oscuro y misterioso donde moran nuestros miedos primigenios. Fijaos, si no, en el papel que juega el bosque en los cuentos de hadas: allí reside lo oculto y lo numinoso, allí habita la muerte y el terror, pero también el sexo y las pasiones primarias. No es extraño que Freud considerara el bosque un símbolo del subconsciente.
El mar es distinto; nunca ha sido nuestro hogar, sino una frontera. El mar es el horizonte, lo ilimitado, el espejo del cielo; es una fuente de bienes –sal, peces, moluscos...-, pero también una fuerza terrible que, cuando se desata parece la ira de los dioses. En el fondo del mar se ocultan tesoros y, al mismo tiempo, seres terribles que pueden devorarnos o hacernos enloquecer. Pero lo más importante de todo: cuando estás en la orilla del mar sabes que, al otro lado de esa inmensidad azul, hay otra orilla, un universo mítico y desconocido.
El bosque es un exterior con ambición de interior, un entorno abierto y cerrado al mismo tiempo; el mar es el vacío infinito. En cierto modo parecen dos arquetipos contrarios, pero en el fondo simbolizan lo mismo con una sutil diferencia: el mar es el misterio del más allá y el bosque el misterio del más acá.
Galicia es la autonomía más boscosa de España y una de las que más kilómetros de costa tiene (si es que no posee el record absoluto). Así pues, Galicia es el encuentro entre dos misterios, la suma de dos poderosos arquetipos. A eso hay que agregarle su particular orografía, plagada de colinas y pequeños valles, alborotada por fuentes y regatos. Cuando estás en el interior, tu horizonte es limitado, apenas un puñado de kilómetros en el mejor de los casos. Cada recodo del camino es una sorpresa, nunca sabes lo que te espera más allá del siguiente collado. Y, de pronto, abandonas el bosque y te encuentras con el mar, con el fin de la tierra conocida, con la tumba del sol. Hay un pequeño óleo de Caspar David Friedrich, llamado El atardecer, que muestra una puesta de sol sobre el océano apenas entrevista desde el interior de un bosque. Eso es Galicia.
Visité Galicia por primera vez siendo un niño, en 1965. Recuerdo una región muy atrasada, muy pobre, con carreteras infames y muy escasas infraestructuras. La industrialización apenas había llegado a esas tierra, así que la mayor parte de la gente seguía viviendo como lo habían hecho sus antepasados desde tiempos inmemoriales. Recorrí con mis padres todas las provincias gallegas y encontré un mundo anclado en el pasado, lleno de magia y leyendas. Las antiguas tradiciones del neolítico seguían vigentes allí.
Regresé a Galicia en 1980, para hacer la mili; primero en Pontevedra y luego en La Coruña. La región se había modernizado un poco –Vigo era, de hecho, un bastión de la modernidad- y había más infraestructuras. También comenzaba un tímido turismo centralizado en tres o cuatro puntos (Santiago, Sanxenxo, La Toja...), pero las costas aún eran razonablemente vírgenes. Y, aunque de forma cada vez más confinada, la viejas tradiciones seguían subsistiendo.
A partir de entonces, volví a Galicia muchas veces; incluso me casé con una gallega. La provincia que más me gustaba era Pontevedra, pero... poco a poco, el turismo creció y, junto con él, llegó un urbanismo desaforado. La última vez que estuve en las Rías Bajas me deprimí: una pléyade de urbanizaciones había invadido uno de los paisajes más hermosos del mundo. Como una plaga de hongos. Los constructores habían destruido la magia. Por eso no he regresado a Pontevedra, por eso, cuando siento la necesidad de volver a Galicia, me refugio en las todavía razonablemente respetadas Rías Altas.
Hoy llueve en Galicia. La lluvia ayudará a extinguir los incendios que durante las últimas semanas han devastado la región. Esos incendios -la mayor parte de ellos provocados- son uno de los problemas que amenazan con destruir la tierra celta, pero hay más. Primero fue la sustitución del bosque primigenio –castañares y robledales, sobre todo- por bosque de eucaliptos (¿Cómo se llaman, por cierto, los bosques de eucaliptos? ¿”Eucaliptales”?). Luego llegó el abandono de las aldeas, la emigración masiva, la ruptura definitiva de un estilo de vida. Finalmente, ha sobrevenido la vorágine constructora que, cuando la autopista del Cantábrico se finalice, acabará invadiendo también las Rías Altas. Y entonces habremos masacrado definitivamente las bellísimas costas gallegas. ¿Pero eso a quién le importa mientras fluya la pasta?
En fin... Esto viene a cuento porque una amable visitante de Babel, y.e.o, me pide que hable sobre las maravillas de Galicia y, en particular, sobre las de Lugo. Pero, ¿cómo hacerlo? No tengo tiempo ni espacio, debería dedicar el blog entero a hablar sobre una tierra tan alucinante. Puede que Galicia sea un animal herido, pero sigue siendo un bellísimo animal. Santiago de Compostela, Muros, Finisterre, Vivero, el monte Pindo, el monte Sacro, la playa de La Lanzada, Catoira, los petroglifos, las viejas iglesias (como Santa María a Nova), los valles, los puentes, las leyendas y las tradiciones, el festival de música celta de Ortigueira, las rías, la bruma, la Santa Compaña, las meigas, los lobishomes, el Pedrón, el Camino de Santiago, la Torre de Hércules, los castros, los dólmenes (como los de Dombate o Tordoia), la asombrosa Playa de las Catedrales... y, sobre todo, los bosques hiperbólicamente frondosos, los senderos serpenteantes, los valles diminutos, la vegetación excesiva, y luego el mar, los acantilados, los islotes (Cíes, Ons, Sálvora...) el cielo casi siempre de plomo. Con frecuencia he comprobado que los gallegos son uno de los pueblos más vinculados a su tierra. ¿Os suena la palabra “morriña? Los gallegos inventaron ese término para definir la melancolía que se siente al estar lejos de Galicia. No me extraña.
En fin, acabo de volver y ya la echo de menos. Y, después de todo, no he hablado de Lugo (la tierra del dios Lug, según algunos) y la Mariña, que es lo que me pedía y.e.o... Bueno, os revelaré un lugar secreto, sólo uno, pero extraordinario. Si vais por la costa lucense, os recomiendo la playa de San Román, en el municipio de Vicedo, cerca de Vivero. Es una playa hermosísima situada entre dos leves acantilados boscosos, con un sistema de dunas en el centro y un peñón quebrado a la derecha, al borde del mar. Siempre hay poca gente. Da gusto ver atardecer allí. Eso sí, el agua está helada.
Y ya termino. Con una consideración que tiene, lo reconozco, más de deseo que de esperanza: ni el fuego, ni el cemento, ni el chapapote podrán acabar jamás con el poderoso influjo de las meigas. Los arquetipos son eternos, y Galicia lo es. Arquetípica y eterna.
amén a eso
ResponderEliminarQué pena me da Galicia, y qué envidia me das, y qué ganas de visitarla antes de que sea demasiado tarde...
ResponderEliminar¿Internet, inconsciente colectivo? No lo creo. Aunque esté repleta, eso sí, de inconscientes. Aunque sea una creación colectiva...
ResponderEliminarEn cuanto a Galicia, bueno: adonde quiere que mires es semejante. No parece que la especie lleve muy buen camino.
Un solo comentario de mosca cojonera, no son alcornoques, son robles.
ResponderEliminarPor lo demás gracias por hacerme recordar mi infancia en la aldea de mi abuela.
El mar es de donde salieron nuestros antepasados celacantos... y para los bosques de eucaliptos, propongo eucalipterios...
ResponderEliminarTiene usted toda la razón, señor o señora "usuario anónimo": no son alcornoques, sino robles. Carballos de toda la vida; y lo sabía, no sé por qué puse alcornoques (quizá porque es una especia más próxima a mi obtusa naturaleza ). Lo voy a cambiar ahora mismo. Gracias a ti por corregir este lapsus arboris.
ResponderEliminarJorge: eso de "eucaliptario" me suena a parte de una iglesia. "La capilla se encuentra a la izquierda del altar, bajo el triforio, justo detrás del eucaliptario"...
No, no eucaliptArio como vocabulArio, sino eucaliptErio como falanstErio o (como en este caso) cementErio.
ResponderEliminarLa casualidad me llevó hasta estas palabras suyas.
ResponderEliminarNo he podido evitarlo, he llorado.
Llanto, porque usted habla de la tierra que amo y que tantos están a destruir.
una gallega.
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