El pasado martes hablábamos sobre nuestras zonas ocultas, aquellos aspectos de nosotros mismos que guardamos en secreto por los motivos que sean. Ponía el ejemplo de Pepe, un homosexual reprimido que, en plena borrachera y delante de su mujer, salió del armario para perseguir a un efebo. Pero eso, en realidad, no tiene nada de malo. En fin, supongo que para su mujer y sus hijos fue un shock, pero creo que para él supuso una liberación. En cualquier caso, no hay nada reprochable en ser homosexual. De hecho, la mayor parte de nuestras zonas ocultas son más o menos inocentes, pequeños pecados que en realidad sólo tienen importancia para nosotros mismos. Pero podemos ir más allá, porque en los sótanos de nuestra realidad existe una zona oscura donde suceden cosas terribles. Por lo general, no la vemos, pero a veces, como esos monstruos de serie B que abandonan ocasionalmente su guarida para merendarse a una pareja que está achuchándose en un coche, podemos vislumbrar un tentáculo de tinieblas que nos deja helado el corazón.
Vivimos en una burbuja. Aunque será mejor que personalice: vivo en una burbuja. En mi mundo, los padres aman a sus hijos; la gente, salvo en raras ocasiones, no se pega; los matrimonios se quieren o, cuando menos, se toleran. En mi mundo no se sodomiza a niños, ni se viola a mujeres, ni se mata, ni se torturan animales. En lo que a mí respecta, detesto la violencia. Pese a que soy grande y fuerte, me ponen enfermo las agresiones físicas; y no sólo practicarlas o, claro está, sufrirlas, sino simplemente contemplarlas. La última vez que me peleé con alguien a puñetazos tenía dieciséis años y estábamos en el patio del colegio. Respeto, quiero y admiro a mi mujer; y a ella, no sé por qué, le pasa lo mismo conmigo. Me encantan los niños; no hay nada que me enternezca más que un chavalín de tres o cuatro años, cuando empieza a hablar. Y, desde luego, jamás un niño o una niña ha despertado en mí el menor atisbo de excitación sexual. No concibo pegar a una mujer (salvo que ella me arreé a mí primero, claro); a las mujeres me gusta acariciarlas, no maltratarlas; para mí, el sexo ha de ser suave, y enérgico también, pero nunca violento. Me gustan los animales; os juro que soy incapaz de aplastar a una hormiga voluntariamente. Y quizá por eso, porque me gustan los animales, quiero con locura a mis hijos y haría cualquier cosa, hasta morir, por ellos. Pero ése es mi mundo, una burbuja que sólo representa una pequeña parte de la realidad. Porque por debajo existe un oscuro y frío sótano.
Yo debía de ser muy niño la primera vez que vislumbré un atisbo de la zona oscura. Escuché una noticia en la radio: la policía y los bomberos habían entrado en el piso de una anciana donde ésta había acumulado toneladas de basura. Y eso es lo que encontraron: mierda, ratas, gusanos e insectos, todo ello en medio de un hedor indescriptible. Y allí vivía esa mujer, en un infierno de suciedad. ¿Cómo era posible?... Luego supe que lo que le pasaba a esa anciana era una enfermedad mental conocida como Síndrome de Diógenes. Pero, pese a que todas las enfermedades, y en particular la mentales, son tenebrosas, no es a eso a lo que me refiero. No obstante, el Síndrome de Diógenes afecta a personas muy mayores y su desencadenante básico es la soledad. Y eso, la soledad, sí que es una zona oscura donde brotan monstruos. Pero yo estoy hablando de otra cosa, de un sótano que se encuentra en nuestro propio edificio y al que nunca bajamos porque nos da miedo lo que podamos encontrar en él
En las últimas semanas he leído, o visto, u oído, tres noticias que me han provocado escalofríos. Y digo que sólo tres, porque las periódicas muertes de mujeres a manos de sus parejas, o la detección de redes de pornografía infantil, son noticias tan frecuentes que ya he perdido la capacidad de horrorizarme con ellas. Me llenan de indignación, pero no me hacen temblar.
La primera noticia la conocemos todos: la masacre en la politécnica de Virginia. Recuerdo lo mucho que me impresionó hace años un suceso similar, la matanza de Columbine. Nunca he podido borrar de mi memoria esas imágenes de las cámaras de seguridad que mostraban a dos jóvenes disparando indiscriminadamente contra sus compañeros. Tanto es así que escribí una novela sobre el tema, La compañía de las moscas, donde intentaba explicar, y explicarme, lo que en el fondo es inexplicable. Ocho años después de Columbine, un joven estudiante de 23 años, el surcoreano Cho Seung-Hui, se ha llevado por delante a 31 compañeros antes de suicidarse (por cierto, ambos hechos han sucedido en abril; el primero el día 20, aniversario del nacimiento de Hitler, y el segundo el 17).
Sin duda, el horror de esta noticia se centra en la matanza en sí, en esa repentina explosión de violencia irracional y absurda, pero ¿qué hay detrás? Es evidente que Cho Seung-Hui albergaba en su interior una zona oculta y tenebrosa; en algún momento, abrió una habitación de su mente y la llenó de rabia, ira y frustración. ¿Durante cuánto tiempo vivió en ese infierno de odio sordo antes de dar rienda suelta a sus ansias de destrucción y autodestrucción? Ahí está la zona oscura, un rincón torcido y letal que nadie supo ver; lo otro, la masacre, no es más que la consecuencia de esto. Pero, ¿cómo se puede llegar tan lejos? Y, sobre todo, ¿por qué?
Cabe responder que Cho Seung-Hui estaba loco, como la anciana del Síndrome de Diógenes, pero eso nos llevaría a intentar definir la locura. Tendemos a pensar que todo aquel que hace algo que nosotros seríamos incapaces de hacer es un loco (o un héroe, depende), pero el asunto no es tan sencillo. Los límites extremos de la locura y la cordura están claros; lo confuso es la zona intermedia. En las películas americanas de juicios, el baremo de la enajenación lo define la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, pero de nuevo esto me parece simplista. ¿Qué bien y qué mal, cómo se definen estos valores? ¿Acaso los terroristas que se inmolaron estrellando aviones contra las Torres Gemelas no albergaban el íntimo convencimiento de actuar siguiendo los dictados del bien absoluto? ¿Estaban locos por ello? ¿Cho Seung-Hui estaba loco cuando descargó su furia contra el mundo y contra sí mismo? No lo sé. En ocasiones, las zonas oscuras se parecen mucho a la locura, pero no son lo mismo. Además, no hace falta recurrir a la locura para sacar al monstruo que llevamos dentro.
La segunda noticia que me impactó fue la reseña de un juicio por infanticidio. Hace dos años, un matrimonio estaba en casa cuando su hijo, de tres meses de edad, comenzó a llorar. El padre, exasperado por los lloros que le impedían leer el periódico, se levantó y le propinó dos tortazos al bebé. El niño, como es natural, se puso a llorar más fuerte aún. Entonces, el padre lo agarró y lo estampó dos veces contra la pared, causándole la muerte inmediata por traumatismo craneal.
No sé más. Ignoro la clase social a la que pertenecía el asesino; no sé si estaba ciego de drogas, con el mono o borracho perdido. Pero da igual. ¿Cómo se puede golpear a un bebé de tres meses, a tu hijo, contra una pared hasta destrozarle el cerebro?... No lo sé; a mí me resulta inimaginable. ¿Un momentáneo acceso de locura? Quizá, pero también puede ser que ese hombre albergara en su interior una zona oscura donde moraba una bestia incapaz de controlar su violencia.
Es posible que la tercera noticia también la conozcáis. Un matrimonio con dos hijos, un chico de 11 años y una chica de 13 ó 14, ambos deficientes mentales. En el mismo edificio vivía un septuagenario pedófilo que solía llevarse niños del barrio a su piso para mostrarles películas porno y abusar de ellos bajo amenazas. Dicho anciano, por cierto, había sido repetidamente denunciado por los vecinos sin que las autoridades actuasen, pero eso es otra historia. El caso es que el pedófilo y los padres de los niños subnormales llegaron a un acuerdo: a cambio de dinero, montarían delante de él números porno con sus hijos. El niño con la niña, los padres con los niños o todos a la vez en plan orgía, mientras el pedófilo se la cascaba o hacía lo que sea que hagan los septuagenarios para excitarse.
Soy novelista. Parte de mi trabajo consiste en crear personajes, y para ello tengo que meterme en la mente de los demás, pensar como piensan personas que nada tienes que ver conmigo. Pero con esos padres –si es que a esos miserables se les puede llamar padres- tiro la toalla. Soy incapaz de meterme en su piel, me resulta imposible simular que pienso como ellos. En cuanto al septuagenario pedófilo, ni siquiera lo intento. Pero los padres, ¿cómo pudieron hacer eso con sus hijos, un par de pobres disminuidos psíquicos? ¿Cómo lograban levantarse cada día y mirarse al espejo sin vomitar? ¿Cómo eran capaces de salir a la calle, relacionarse con la gente o tomarse unas cañas en el bar de la esquina sin que el peso de la culpa los abrumase? ¿Qué excusas se daban para hacer lo que hacían, si es que se daban alguna? Y sobre todo, ¿cómo es posible creer que vale la pena vivir en un mundo tan sórdido como el que habían creado?
Creo que de las tres noticias que he comentado la que más me sobrecoge es esta última. Las otras dos tratan de personas arrastradas por la violencia, por desmesurados arrebatos de ira incontenible. Pero a esos padres no les movía ninguna pasión avasalladora, ni siquiera cabe preguntarse si estaban locos, porque no lo estaban. Hicieron lo que hicieron... ¿por dinero? Qué zona tan oscura, amigos míos, qué sima de tinieblas.
Las zonas tenebrosas se extienden por los sótanos de nuestro mundo. Están ahí siempre, pero por lo general no las vemos, salvo ocasionalmente, cuando saltan a los medios de comunicación convertidas en crónica de sucesos. Entonces, nos horrorizamos y luego nos confortamos pensando que nada semejante tiene cabida en nuestro mundo, que nunca haríamos algo así, porque esas cosas las hacen los monstruos y nosotros somos humanos. Pero nos equivocamos; los zarcillos de las tinieblas no brotan de un lugar ajeno a la humanidad, sino que forman parte de nuestra naturaleza. Somos seres de luz y oscuridad, y el hecho de que una prevalezca sobre la otra, o viceversa, no depende muchas veces de nosotros, sino de las circunstancias y de la suerte.
En la entrada anterior, algunos merodeadores de Babel hablaban sobre las zonas oscuras que quizá, sin nosotros saberlo, se oculten en nuestro interior. Nunca conoceremos del todo a los demás y nunca nos conoceremos a nosotros mismos, ésa fue la conclusión. Y es cierto, no nos conocemos, porque para intentar saber quiénes somos nos basamos en la experiencia acumulada, en lo que hemos hecho en el pasado y en lo que hacemos ahora, pero ignoramos por completo lo que somos capaces de hacer, porque para saberlo hay que llegar al límite, verse inmerso en situaciones extremas, algo que, afortunadamente, a la mayor parte de nosotros nunca le ha ocurrido. Pero si las circunstancias cambiaran, si tu vida se torciera de forma radical, si la ilusoria seguridad en la que crees estar instalado se derrumbara de repente, ¿hasta dónde podrías llegar?
Vivimos en una burbuja. Aunque será mejor que personalice: vivo en una burbuja. En mi mundo, los padres aman a sus hijos; la gente, salvo en raras ocasiones, no se pega; los matrimonios se quieren o, cuando menos, se toleran. En mi mundo no se sodomiza a niños, ni se viola a mujeres, ni se mata, ni se torturan animales. En lo que a mí respecta, detesto la violencia. Pese a que soy grande y fuerte, me ponen enfermo las agresiones físicas; y no sólo practicarlas o, claro está, sufrirlas, sino simplemente contemplarlas. La última vez que me peleé con alguien a puñetazos tenía dieciséis años y estábamos en el patio del colegio. Respeto, quiero y admiro a mi mujer; y a ella, no sé por qué, le pasa lo mismo conmigo. Me encantan los niños; no hay nada que me enternezca más que un chavalín de tres o cuatro años, cuando empieza a hablar. Y, desde luego, jamás un niño o una niña ha despertado en mí el menor atisbo de excitación sexual. No concibo pegar a una mujer (salvo que ella me arreé a mí primero, claro); a las mujeres me gusta acariciarlas, no maltratarlas; para mí, el sexo ha de ser suave, y enérgico también, pero nunca violento. Me gustan los animales; os juro que soy incapaz de aplastar a una hormiga voluntariamente. Y quizá por eso, porque me gustan los animales, quiero con locura a mis hijos y haría cualquier cosa, hasta morir, por ellos. Pero ése es mi mundo, una burbuja que sólo representa una pequeña parte de la realidad. Porque por debajo existe un oscuro y frío sótano.
Yo debía de ser muy niño la primera vez que vislumbré un atisbo de la zona oscura. Escuché una noticia en la radio: la policía y los bomberos habían entrado en el piso de una anciana donde ésta había acumulado toneladas de basura. Y eso es lo que encontraron: mierda, ratas, gusanos e insectos, todo ello en medio de un hedor indescriptible. Y allí vivía esa mujer, en un infierno de suciedad. ¿Cómo era posible?... Luego supe que lo que le pasaba a esa anciana era una enfermedad mental conocida como Síndrome de Diógenes. Pero, pese a que todas las enfermedades, y en particular la mentales, son tenebrosas, no es a eso a lo que me refiero. No obstante, el Síndrome de Diógenes afecta a personas muy mayores y su desencadenante básico es la soledad. Y eso, la soledad, sí que es una zona oscura donde brotan monstruos. Pero yo estoy hablando de otra cosa, de un sótano que se encuentra en nuestro propio edificio y al que nunca bajamos porque nos da miedo lo que podamos encontrar en él
En las últimas semanas he leído, o visto, u oído, tres noticias que me han provocado escalofríos. Y digo que sólo tres, porque las periódicas muertes de mujeres a manos de sus parejas, o la detección de redes de pornografía infantil, son noticias tan frecuentes que ya he perdido la capacidad de horrorizarme con ellas. Me llenan de indignación, pero no me hacen temblar.
La primera noticia la conocemos todos: la masacre en la politécnica de Virginia. Recuerdo lo mucho que me impresionó hace años un suceso similar, la matanza de Columbine. Nunca he podido borrar de mi memoria esas imágenes de las cámaras de seguridad que mostraban a dos jóvenes disparando indiscriminadamente contra sus compañeros. Tanto es así que escribí una novela sobre el tema, La compañía de las moscas, donde intentaba explicar, y explicarme, lo que en el fondo es inexplicable. Ocho años después de Columbine, un joven estudiante de 23 años, el surcoreano Cho Seung-Hui, se ha llevado por delante a 31 compañeros antes de suicidarse (por cierto, ambos hechos han sucedido en abril; el primero el día 20, aniversario del nacimiento de Hitler, y el segundo el 17).
Sin duda, el horror de esta noticia se centra en la matanza en sí, en esa repentina explosión de violencia irracional y absurda, pero ¿qué hay detrás? Es evidente que Cho Seung-Hui albergaba en su interior una zona oculta y tenebrosa; en algún momento, abrió una habitación de su mente y la llenó de rabia, ira y frustración. ¿Durante cuánto tiempo vivió en ese infierno de odio sordo antes de dar rienda suelta a sus ansias de destrucción y autodestrucción? Ahí está la zona oscura, un rincón torcido y letal que nadie supo ver; lo otro, la masacre, no es más que la consecuencia de esto. Pero, ¿cómo se puede llegar tan lejos? Y, sobre todo, ¿por qué?
Cabe responder que Cho Seung-Hui estaba loco, como la anciana del Síndrome de Diógenes, pero eso nos llevaría a intentar definir la locura. Tendemos a pensar que todo aquel que hace algo que nosotros seríamos incapaces de hacer es un loco (o un héroe, depende), pero el asunto no es tan sencillo. Los límites extremos de la locura y la cordura están claros; lo confuso es la zona intermedia. En las películas americanas de juicios, el baremo de la enajenación lo define la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, pero de nuevo esto me parece simplista. ¿Qué bien y qué mal, cómo se definen estos valores? ¿Acaso los terroristas que se inmolaron estrellando aviones contra las Torres Gemelas no albergaban el íntimo convencimiento de actuar siguiendo los dictados del bien absoluto? ¿Estaban locos por ello? ¿Cho Seung-Hui estaba loco cuando descargó su furia contra el mundo y contra sí mismo? No lo sé. En ocasiones, las zonas oscuras se parecen mucho a la locura, pero no son lo mismo. Además, no hace falta recurrir a la locura para sacar al monstruo que llevamos dentro.
La segunda noticia que me impactó fue la reseña de un juicio por infanticidio. Hace dos años, un matrimonio estaba en casa cuando su hijo, de tres meses de edad, comenzó a llorar. El padre, exasperado por los lloros que le impedían leer el periódico, se levantó y le propinó dos tortazos al bebé. El niño, como es natural, se puso a llorar más fuerte aún. Entonces, el padre lo agarró y lo estampó dos veces contra la pared, causándole la muerte inmediata por traumatismo craneal.
No sé más. Ignoro la clase social a la que pertenecía el asesino; no sé si estaba ciego de drogas, con el mono o borracho perdido. Pero da igual. ¿Cómo se puede golpear a un bebé de tres meses, a tu hijo, contra una pared hasta destrozarle el cerebro?... No lo sé; a mí me resulta inimaginable. ¿Un momentáneo acceso de locura? Quizá, pero también puede ser que ese hombre albergara en su interior una zona oscura donde moraba una bestia incapaz de controlar su violencia.
Es posible que la tercera noticia también la conozcáis. Un matrimonio con dos hijos, un chico de 11 años y una chica de 13 ó 14, ambos deficientes mentales. En el mismo edificio vivía un septuagenario pedófilo que solía llevarse niños del barrio a su piso para mostrarles películas porno y abusar de ellos bajo amenazas. Dicho anciano, por cierto, había sido repetidamente denunciado por los vecinos sin que las autoridades actuasen, pero eso es otra historia. El caso es que el pedófilo y los padres de los niños subnormales llegaron a un acuerdo: a cambio de dinero, montarían delante de él números porno con sus hijos. El niño con la niña, los padres con los niños o todos a la vez en plan orgía, mientras el pedófilo se la cascaba o hacía lo que sea que hagan los septuagenarios para excitarse.
Soy novelista. Parte de mi trabajo consiste en crear personajes, y para ello tengo que meterme en la mente de los demás, pensar como piensan personas que nada tienes que ver conmigo. Pero con esos padres –si es que a esos miserables se les puede llamar padres- tiro la toalla. Soy incapaz de meterme en su piel, me resulta imposible simular que pienso como ellos. En cuanto al septuagenario pedófilo, ni siquiera lo intento. Pero los padres, ¿cómo pudieron hacer eso con sus hijos, un par de pobres disminuidos psíquicos? ¿Cómo lograban levantarse cada día y mirarse al espejo sin vomitar? ¿Cómo eran capaces de salir a la calle, relacionarse con la gente o tomarse unas cañas en el bar de la esquina sin que el peso de la culpa los abrumase? ¿Qué excusas se daban para hacer lo que hacían, si es que se daban alguna? Y sobre todo, ¿cómo es posible creer que vale la pena vivir en un mundo tan sórdido como el que habían creado?
Creo que de las tres noticias que he comentado la que más me sobrecoge es esta última. Las otras dos tratan de personas arrastradas por la violencia, por desmesurados arrebatos de ira incontenible. Pero a esos padres no les movía ninguna pasión avasalladora, ni siquiera cabe preguntarse si estaban locos, porque no lo estaban. Hicieron lo que hicieron... ¿por dinero? Qué zona tan oscura, amigos míos, qué sima de tinieblas.
Las zonas tenebrosas se extienden por los sótanos de nuestro mundo. Están ahí siempre, pero por lo general no las vemos, salvo ocasionalmente, cuando saltan a los medios de comunicación convertidas en crónica de sucesos. Entonces, nos horrorizamos y luego nos confortamos pensando que nada semejante tiene cabida en nuestro mundo, que nunca haríamos algo así, porque esas cosas las hacen los monstruos y nosotros somos humanos. Pero nos equivocamos; los zarcillos de las tinieblas no brotan de un lugar ajeno a la humanidad, sino que forman parte de nuestra naturaleza. Somos seres de luz y oscuridad, y el hecho de que una prevalezca sobre la otra, o viceversa, no depende muchas veces de nosotros, sino de las circunstancias y de la suerte.
En la entrada anterior, algunos merodeadores de Babel hablaban sobre las zonas oscuras que quizá, sin nosotros saberlo, se oculten en nuestro interior. Nunca conoceremos del todo a los demás y nunca nos conoceremos a nosotros mismos, ésa fue la conclusión. Y es cierto, no nos conocemos, porque para intentar saber quiénes somos nos basamos en la experiencia acumulada, en lo que hemos hecho en el pasado y en lo que hacemos ahora, pero ignoramos por completo lo que somos capaces de hacer, porque para saberlo hay que llegar al límite, verse inmerso en situaciones extremas, algo que, afortunadamente, a la mayor parte de nosotros nunca le ha ocurrido. Pero si las circunstancias cambiaran, si tu vida se torciera de forma radical, si la ilusoria seguridad en la que crees estar instalado se derrumbara de repente, ¿hasta dónde podrías llegar?
¡Uy! que no me paso. Pues tienes toda la razón (no sé por qué pero pensé que hablarías de la explosión en Palencia :S) TAMBIÉN HE (siento las mayusculas) leído la entrada anterior.
ResponderEliminar¡Felicidades por el blog!
Stephen King contaba que "El resplandor" había nacido aquellas noches en que, saliendo de la cama por enésima vez para consolar al hijo que lloraba, su zona oscura particular comenzó a susurrarle lo fácil que sería terminar con todo usando una almohada.
ResponderEliminarEs terrible encontrarse con el horror dentro de uno mismo, y supongo que todos atisbamos su presencia perenne por el rabillo del ojo. Quizá por eso resulta tan demoledor el final de "El estrangulador de Boston", cuando De Salvo recuerda todo lo que ha hecho y se refugia en la catatonia.
Ahora mismo ando traduciendo "Seriously Silly", un libro que enseña a hacer magia y humor para niños por David Kaye, el payaso de cumpleaños más cotizado de Nueva York. Kaye realmente sabe de lo que se habla, comprende como nadie la psicología infantil y sabe cómo interactuar con los pequeños. Kaye, por cierto, es un seudónimo: el verdadero apellido de este hombre es Friedman, y es el hijo mayor de la familia en torno a cuya trágica historia gira el documental "Capturing the Friedmans". Tanto el padre como uno de los hermanos de David fueron condenados por abusos sexuales a menores. David, en un gesto de encomiable valor, jugándose muchísimo dada su ocupación como entertainer infantil (recuérdese lo que le ocurrió a Pee Wee Herman cuando lo pillaron masturbándose en un cine porno), aparece en la película defendiendo la inocencia de ambos. Del hermano cabe pensar que era inocente. En cuanto al padre, no obstante, queda demostrado que era pedófilo: guardaba a escondidas pornografía infantil y una vez en la cárcel confesó en una carta haber abusado de dos niños... pero no de aquellos por cuya presunta violación le habían condenado. David, a pesar de los pesares, dedica el libro a su padre y lo señala, junto a Woody Allen, como principal inspirador de su sentido del humor. De hecho, todo parece indicar que su padre era un tipo estupendo, amable y cordial, que le apoyó en su heterodoxa elección de carrera profesional en lugar de intentar forzarle a estudiar para abogado y que siempre se comportó correctamente con casi todo el mundo. Me pregunto, si ya es difícil volver la vista a la oscuridad que lleva uno a cuestas, cuánto más duro puede ser contemplar su evidencia en quien consideramos responsable de lo mejor que hay en nosotros.
Últimamente leí un libro (bastante justito, para que vamos a engañarnos) de Ken Follet "En el blanco" y me llamó la atención una frase que decía algo así como "Todos tenemos nuestras locuras, pero cuando estamos solos no nos damos cuenta de que lo son", muy en línea con lo que dices de que la soledad puede ser desencadenante de paranoias que tenemos todos ocultas por ahí.
ResponderEliminarPor otra parte, el llanto de un bebé es de lo que más estres produce, supongo que ya lo sabrás por tus carnes (yo también lo sé en las mías)..., oí también la historia de una persona que metió la cabeza de un bebé en el horno y dio al gas para relajarle consiguió adormecerle... y daños cerebrales permanentes.
Supongo que con los bebés el problema es cuando lloran y no podemos hacer nada más que acunarles por que ya están comidos y limpios.
También veo demencial el que alguien se plantee hacer daño a un ser tan indefenso.
Un placer leerte.
de pronto me acordé de un libro que leí sobre el caso aquel de un supuesto funcionario de la oms, padre ejemplar, que durante años lleva una vida ficticia: ni es funcionario ni nada, pero se lo hace creer a su mujer y a todo el mundo. Hasta que se le cae el tinglao, y para que no descubran el pastel una noche mata a tiros a sus hijos, a su mujer y a los suegros. El escritor llegó a hacerle una entrevista en la carcel, y el tipo dijo que desde aquel día dormía tranquilo, es decir, desde que ya no tenía la necesidad de fingir que era otro.
ResponderEliminarFijaos, toda su vida en torno a lo mismo. Desesperante.
¿Hasta dónde llegaría si me cambiaran los esquemas?, preguntas al final de tu texto.
ResponderEliminarNo lo sé. Por regla general, pierdo los papeles. Soy cobarde. Hoy mismo, antes de salir de casa, he entrado en ataque de pánico porque no encontraba mi cartera, y he sacado a Cristina de la ducha, que me ha tranquilizado con un «Mira debajo de la cama. Igual se te ha caído cuando te quitaste los pantalones». Y, en efecto, allí estaba, debajo de la cama. Me veía pasando toda la mañana en comisaría, anulando tarjetas y cagándome en todo. Y la solución era muy fácil: mira debajo de la cama. Busca en lugares incómodos de buscar, haz el esfuerzo de agacharte, en vez de quedarte paralizado por el miedo y haciendo realidad tus fantasías catastróficas.
Esto me ocurre en momentos tontos. En situaciones realmente chungas, creo que sé portarme mejor. Hace unos años me diagnosticaron una enfermedad grave, y sin embargo era yo el que le daba ánimos al resto de la familia. Me dijeron que iba a salir de aquella, y con saber eso me bastó. Ocho meses de quimio, adquirir veinte kilos de más (que todavía no he soltado), dos semanas en reposo absoluto por una trombosis... fueron males menores. El médico estaba hecho un flan, no sabía cómo contármelo, y eligió el momento en que yo no me podía defender: mientras me hacía una cura, con las torundas y pinzas justo sobre mi tráquea, y conmigo prácticamente inmovilizado. Nadie de la familia se creía que me lo pudiera tomar con tanta calma.
Nunca se sabe. Tenemos un gen luchador, que nos hace rendir por encima de lo que creemos cuando las cosas se ponen mal, y otro gen cobarde, que nos hace derrumbarnos al menor contratiempo, sin consultarle primero al gen luchador. Quizás por eso nos sale más a cuenta pasarnos al lado oscuro y realimentar fantasías de tiroteos, que terminan en tiroteo: es más cómodo, sólo hay que bajar los brazos y dejarse llevar. Pero hay otras alternativas. Lo que pasa es que no siempre sabemos que las tenemos. Y son muy, muy fuertes.
Insisto: lo digo apenas dos horas después de haber tenido un ataque de ansiedad porque no encontraba la cartera.
Mazarbul: El libro del que hablas es El adversario, de Emmanuel Carrére. Aquí se hizo una película con una premisa parecida, La vida de nadie, en la que José Coronado estaba bastante bien.
ResponderEliminarAmbas historias dan miedo, por su premisa. Pura zona oscura, sí.
Déjenme recomendarles una película: "Nadie sabe", del director japonés Hirokazu Koreeda. Es relativamente fácil de encontrar en DVD.
ResponderEliminarSigo acordándome de películas cuando leo esta Fraternidad...
Lo más monstruoso es que nadie, por muy catedrático, misionero o físico cuántico que sea, se encuentra a salvo de precipitarse en esa ciénaga oscura. La universidad no vacuna contra la barbarie. Por educación he tendido a creer ingenuamente que la cultura puede salvarnos de caer en las tinieblas, que leer, o escuchar música o mirar los atlas tiene el poder de desterrar a las fronteras ese monstruo que convive con nosotros. Un examen somero de la historia más reciente de la humanidad basta para demostrarme que no es así.
ResponderEliminarEn un reciente libro que recomiendo a todos los merodeadores de Babel, "El misterioso caso alemán", Rosa Sala Rose meciona el ejemplo de Friedrich Wilhelm Ruppert, que tocaba el violín para sus hijos junto al árbol de Navidad y curaba a los cervatillos heridos que se arrastraban hasta el jardín de su casa. A la vez que declaraba su amor por Schubert y Beethoven, Ruppert, de servicio en el campo de Dachau, empapaba con gasolina las barbas de los reclusos o golpeaba hasta la muerte a ancianos que se habían salido de la fila que les conducía al comedor.
Mi pregunta es: ¿de qué modo está construido el cerebro humano que puede albergar en habitaciones contiguas las odas de Goethe y el hacha del carnicero?
Buenas César, sé que éste no es el lugar adecuado pero este tema me urge. En el blog de Care Santos he podido leer el cuento de "los cien monos (cuento para la ocasión)" y me ha maravillado. En el colegio nos mandan contar un cuento con motivo de una nota oral y quisiera saber si me das el consentimiento para relatar tu cuento.
ResponderEliminarPost Data: Soy un gran admirador de tus libros, "El último trabajo del señor Luna" me fascinó y "Las lágrimas de Shiva" aún más.
Cuando pasaste por mi colegio no tuve la suerte de poder ir a la entrevista, ibas ara los de un curso menos (colegio frances de bilbao...)
Gracias de antemano.
Yo parto de la premisa de que todos estamos mal de la cabeza, sólo que unos un poco más que otros, y a unos se nos nota más que a otros.
ResponderEliminarCon esa base: todo se explica.
No puedes pretender entender con TU configuración cerebral lo que han hecho esos "señores y señoras" que están configurados de manera diferente.
Para ellos, probablemente, un hijo no es una cosa tierna que se ama incondicionalmente, sino un objeto en propiedad del que se puede obtener mucho beneficio.
Y los psicópatas no tienen ningún tipo de empatía, por lo tanto ¿para qué preocuparse por los demás? ¿o por lo que sufren? (¡¡Si el sufrimiento ajeno sencillamente NO EXISTE!!). Sólo lo que les reporte un beneficio directo cuenta. Los demás son como paredes, o madera, materiales allí colocados para ayudarles a alcanzar supropio beneficio (o placer).
Un 1% de la población son (¿somos?)psicópatas.
Simplemente, ellos piensan, sientes, ¡¡son!! diferentes... Y esa diferencia en nuestros cerebros nos parece "malvada", en la suya simplemente "ES así"; no hay otra opción.
No es difícil de entender.
Simplemente es inquietante.
Dicen los astrónomos o los astrofíscos, vaya usted a saber, que una parte muy importante del universo está formada por "materia oscura"
ResponderEliminar¿Porqué ibamos a ser una excepción?
"Pero si las circunstancias cambiaran, si tu vida se torciera de forma radical, si la ilusoria seguridad en la que crees estar instalado se derrumbara de repente, ¿hasta dónde podrías llegar?"
ResponderEliminarEsa me parece una frase prodigiosa, para reflexionar profundamente mirando a tu alrededor. Y es verdad, la mayor parte del universo es de materia oscura que no se sabe qué es todavía, lo mismo hay una conexión "oculta".
saludos!
Big Brother ¿Tú no has oido hablar de los pchapchas, verdad? XD
ResponderEliminarA José Antonio del Valle:
ResponderEliminarJuro que nunca he oído hablar de los "pchapchas". Y mis mejillas no se tiñen de rubor porque San Google tampoco tiene ni idea. ¿Nos sacas de tan desazonante ignorancia?
Era un chascarrillo. Son unos personajes de un cuento de César, unos indios amazónicos que se dedican a mantener el universo en su sitio porque está mal hecho. El cuento se llama "materia oscura".
ResponderEliminarJo, que todo hay que explicarlo ;)
Llevo toda la semana sin conexión a Internet... grrrr
ResponderEliminarJaime: por supuesto, puedes leer mi cuento cuando, donde y como quieras. No tenías ni que pedírmelo. Eso sí, el relato se llama "Cien monos" a secas.
Sheldon: Tienes razón, no hay nada más irritante que el llanto de un bebé. Lo he sufrido en mis carnes y sé que, si ocurre de madrugada, a uno le entran ganas de machacar esa fuente de ruido atormentador. Pero también sé que poseemos poderosos mecanismos internos que bloquean nuestra violencia. Aunque, por los visto, no todo el mundo los tiene.
Mazzarbul: sí, el caso que comentas y que se relata en El Adversario, es impresionante. Ese hombre convirtió toda su vida, cada uno de los minutos de su existencia, en una zona oscura.
Juanma: no sabes hasta que punto comprendo lo que me cuentas. Ese "¿hasta dónde podrías llegar?" que planteo abarca dos caminos muy distintos: puedes convertirte en un héroe o en un monstruo. O en las dos cosas a la vez.
Luis Manuel: dicen que la civilización no acaba con la barbarie: la perfecciona. Por otro lado, la Alemania nazi es un buen ejemplo de hasta dónde puede llegar el ser humano, y también de esa dualidad que mencionas. Mengele es otro ejemplo de como una persona puede ser dos cosas a la vez: un médico honesto, un hombre cultivado y un sádico asesino.
Anónima de las 9:59: en efecto, una de cada cien personas posee una personalidad psicopática. Esa gente carece de empatía y de conciencia, su mundo se reduce al yo. Suelen ser inteligentes, manipuladores y crueles. Todos hemos conocido a alguien así, para nuestra desgracia.
Big Brother: mira que no conocer la obra literaria de tu propio hermano...
¿Lo del tetrapléjico que se metió con su camilla motorizada en la autopista para ir a tomar una copa a un club de alterne también forma parte de esto de las zonas oscuras?
ResponderEliminarYo creo que no se le habría ocurrido ni a Berlanga.
Yo a veces pienso que mi tendencia al escapismo mental y a refugiarme en la fantasía, el cómic, el cine,... es en el fondo una huida no ya de mis propias zonas oscuras, sino de esa gran zona oscura de la humanidad que dices, César. Me cuesta mucho digerir el mundo y a veces pensar en el sufrimiento de otros (ser niño en una guerra, por ejemplo) despierta en mí una extraña empatía difícil de soportar.
ResponderEliminarDecía Haro Tecglen que el sueño es la droga de los pobres, y tal vez la fantasía sea la droga que algunos seres débiles empleamos para evadirnos.
Enhorabuena por tan interesante e inquietante reflexion, Cesar.
ResponderEliminarEn mi nada recomendable opinion, las artificiosas bridas sociales que conceptualizamos como "moral" o "etica", no son mas que cauces que nos autoimponemos para hacer transcurrir por ellas a nuestra COSTUMBRE. Es decir: La via de direccion unica. Y considero que ahi se halla la clave para que cada cual llegue a "creerse" que esta desligado y a salvo de su consustancial Caja de Pandora. La Costumbre.
En cuanto dicha cotidianeidad se nos desbarata, a expensas unicamente de los verdaderos "humildes de espiritu", no hay nadie, repito: nadie, con la plena certeza de hasta donde podrian hundirle sus particulares demonios.
Precisamente por la reflexion que antecede, nunca fui capaz de comulgar con esos animos liberales de elogiar y proselitar creaciones artisticas notables que han salido del espiritu de personas con humanidad deleznable. Cuestion de simple precaucion para no descarrilar a mi costumbre.
No podria recordar los años que llevo escribiendo y generando personajes bordeadores del limite, y como tu, tambien soy incapaz de calzarme las mentes de muchos de ellos que logro atisbar fugazmente, pero no por incapacidades propias del magin; no, no es por eso; la actitud es mucho mas prosaica y nutrida de sentido practico, es porque me niego en rotundo a hacerlo por respeto y autentico pavor a ser alienado hasta sus muladares sin solucion de regreso o, de quedar seriamente marcado para los restos. Quienes se adentran a las cloacas de esas simas "jugando" a convertirse en unos excelsos creativos, nunca los tuve por artistas valerosos, y si por unos absolutos irresponsables depreciadores de sus vidas.
Somos una simbiosis de espiritu y de materia, y al espiritu hay que protegerlo y cuidarlo tanto o mas de lo que haremos con la materia, con nuestro cuerpo. Nunca precipitaria mi espiritu a los vertigos de esos acantilados; de la misma manera que tampoco transigiria con inmolar a mi propio cuerpo, si con ello alcanzace a crear una obra escultural relevante y genuina.
Abrazos.
P.S. Fenomenal portada de tu novela. Me hare con ella cuanto antes.