Regresaba cada año, a finales del otoño, y se instalaba en la misma esquina, con el mismo brasero, el mismo tenderete para protegerse del viento y, creo yo, el mismo abrigo de lana negra. Se llama Lorenza, aunque la gente del barrio la conocía por Lula -mejor dicho: doña Lula- y era una mujer pequeña, de cabellos grises recogidos bajo un pañuelo bruno, rostro arrugado y la tez oscura, como si su piel estuviera en trance de mimetizarse con el carbón del brasero.
Nadie sabía con certeza su edad, ni dónde vivía, ni a qué se dedicaba durante la primavera y el verano; ignorábamos dónde había nacido, si estaba casada, si tenía hijos o familia, no sabíamos nada de ella, salvo que, como un ave migratoria inversa, regresaba puntualmente cada año atraída por los primeros fríos. Y nosotros, yo en particular, nos enterábamos de su regreso antes de verla, cuando al salir al patio para jugar al fútbol o comer un bocadillo percibíamos en el aire un aroma nuevo y viejo a la vez, olor a carbón quemado y a castaña asada.
No era una mujer simpática, ni siquiera medianamente agradable; lejos de ello, solía mostrarse adusta y distante, como si su clientela fuese un tedioso fastidio que sólo aguantaba porque era una parte consustancial a su trabajo. Yo la conocía desde que era niño, pues su tenderete estaba situado en la esquina de las calles Santa Engracia con Rafael Calvo, muy cerca del colegio, y a mí me encantaban las castañas asadas; tanto es así, que al menos tres o cuatro veces a la semana, pasadas las seis de la tarde, cuando salía de clase, me acercaba a su puesto y le compraba una docena de castañas envueltas en un cucurucho de papel de periódico; luego, las guardaba en un bolsillo del abrigo y regresaba a casa paseando taciturnamente mientras masticaba con aire de experto connaisseur aquellos deliciosos frutos secos y el calor que irradiaban me caldeaba las manos.
De modo que durante unos ocho años, de mediados de otoño a mediados de invierno, yo visitaba casi a diario el puesto de doña Lula; sin embargo ella jamás pareció prestarme la menor atención, nunca dio muestras de reconocerme, ni me brindó un trato diferente al de los compradores esporádicos, salvo en un aspecto: me convertí en uno de sus “clientes preferentes”. Lo sé porque doña Lula obsequiaba a sus mejores clientes con docenas de catorce. Dos castañas de regalo, decía en voz baja, que si fuera sólo una sumarían trece y ese número es de mal fario. Pero, creo yo, ese obsequio no obedecía al afecto ni a la deferencia, sino a una suerte de marketing rudimentario cuyo único objetivo eran las ventas. No, doña Lula no era nada simpática, bien lo sabe cualquiera que la conoció.
La ultima vez que le compré castañas yo debía de tener 17 ó 18 años; fue a últimos de invierno, fin de la temporada, de modo que al día siguiente, cuando volví a pasar por la esquina, descubrí que el tenderete había desaparecido. Luego, acabé el colegio, fui a la universidad, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos y durante veinte largos años no volví a pensar en doña Lula. Hasta que cierta Nochebuena la casualidad me trajo de nuevo su recuerdo.
Aquella tarde, pasadas las seis, Pepa, mi mujer, descubrió que habíamos olvidado comprar piñones, un ingrediente al parecer fundamental para el relleno del asado que íbamos a cenar. Así pues, cogí el coche y me dirigí a un Opencor cercano a casa, pero la mala suerte, o el destino, quiso que los piñones se hubieran agotado allí. ¿Qué hacer? Era tarde y todas las tiendas debían de estar cerradas, salvo los grandes almacenes; pero me horrorizaba la idea de adentrarme en un gran almacén repleto de olvidadizos de última hora, como yo. Entonces recordé algo: cerca de la casa de mis padres había una pequeña tienda de ultramarinos que solía permanecer abierta hasta muy tarde, incluso en festivo. Si es que seguía abierta.
Me dirigí allí circulando por unas calles tan desiertas, tan vacías de tráfico, que recordaban a esas películas post-holocausto en las que sólo queda un hombre vivo. El sol ya se había puesto cuando llegué a la tienda que, afortunadamente, estaba abierta y seguía tal cual yo la recordaba, con la única diferencia de que su anterior propietario, un asturiano que jamás se quitaba la boina, había sido sustituido por un matrimonio de sonrientes chinos. Compré cuatro bolsas de piñones, monté de nuevo en el coche e inicié el camino de regreso a casa. Entonces, mientras circulaba por la calle Santa Engracia, percibí un aroma que me retrotrajo en el tiempo: olor a carbón y a castañas asadas. Y unos instantes después, al aproximarme a la calle Rafael Calvo, lo vi, ahí estaba, igual que siempre, el puesto de castañas de doña Lula.
Frené en seco y el vehículo se detuvo unos cuantos metros más allá de la esquina donde estaba instalado el tenderete. No podía ser, pensé; había transcurrido demasiado tiempo, aquella mujer debía de estar muerta, o jubilada, o lo que fuese, cualquier cosa menos vendiendo castañas. Sin duda, el puesto lo regentaba otra persona. Bajé del coche y me aproximé lentamente al tenderete. Había un cliente comprando, una mujer gorda de mediana edad, así que no pude ver nada hasta que llegué a su altura y miré por encima de su hombro...
Al otro lado del brasero, parapetada tras unos cartones que la protegían del viento, sentada en una silla plegable de aluminio y plástico, una anciana introducía castañas en un cucurucho de papel de periódico. Era doña Lula. Más vieja, más menuda y arrugada, con los mechones de pelo que se entreveían bajo el pañuelo convertidos en jirones de nieve. Pero era ella, no cabía duda; incluso el abrigo de lana negra parecía el mismo.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y, a la vez, me vi trasladado a un tiempo tan remoto que casi se me antojaba legendario, el tiempo de mi niñez, de mi adolescencia, el tiempo de la magia que se fue. Era increíble; doña Lula estaba allí, como siempre.
La mujer gorda depositó unas monedas en la mano tendida de la anciana y comenzó a alejarse mientras pelaba una castaña. Entonces me quedé mirando a doña Lula sin saber qué decir, al tiempo que una estúpida idea me cruzaba por la mente: ¿me reconocería? ¿Recordaría doña Lula al chaval que durante tantos años fue su más fiel cliente? ¿Sabría ver en mí al niño que fui? Durante unos instantes me sentí ingrávido, como si fuera a producirse uno de esos milagros que tanto proliferan en los cuentos de Navidad. Sin dejar de mirar a la anciana, sonreí y contuve el aliento. El frío aire del anochecer pareció caldearse durante un segundo y crepitar de electricidad.
Entonces, doña Lula me miró fijamente, frunció el ceño y masculló:
-¿Quiere algo o se va a quedar ahí como un pasmarote?
Su voz, cascada y tan hosca como siempre, me devolvió a la realidad. Carraspeé, cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y le pedí una docena de castañas. Doña Lula gruñó algo entre dientes y, con ayuda de una enorme espumadera de hierro, comenzó a introducir las castañas en un cucurucho. Mientras lo hacía me fijé en sus manos; la piel, surcada de arrugas y pliegues, no tenía el tono amarillento habitual de los viejos; era puro tizne, cuero negro, piel de carbón.
Doña Lula cerró el cucurucho y me lo entregó. Pagué y antes de irme le dirigí una última mirada, pero la anciana ya había apartado la vista y, totalmente ajena a mi presencia, se había puesto a confeccionar cucuruchos con hojas de periódico. Guardé las castañas en un bolsillo del chaquetón y regresé al coche. Mientras conducía notaba un vago hálito de decepción hormigueándome en la boca del estómago. Doña Lula no me había reconocido. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?, me dije. Habían transcurrido dos décadas y yo había cambiado mucho. Además, sólo fui uno más entre los incontables niños que en algún momento le compraron castañas. En cualquier caso, me había hecho ilusión reencontrarme con aquella figura perdida de mi infancia; además, el calor que notaba en el bolsillo derecho del chaquetón, allí donde guardaba el cucurucho de castañas, irradiaba promesas de un próximo festival de nostalgia proustiana.
Llegué a casa, dejé el chaquetón en el despacho y fui a la cocina, donde encontré a Pepa luchando con el relleno de un capón tan grande como un caniche. Le entregué los piñones y, tras prometerle que volvería en cinco minutos para ayudarla, regresé al despacho y me encerré en él. Sabía que Pepa intentaría disuadirme de comer castañas, aduciendo que me quitarían el hambre para la cena; y probablemente mi siempre sabia mujer tendría razón, pero yo necesitaba en aquellos momentos estar solo conmigo mismo para refocilarme unos minutos en el vil recuerdo del pasado.
Cogí el cucurucho, me senté en un sillón, frente al escritorio, rasgué el papel y extendí las castañas sobre el tablero de madera. Aún estaban calientes y su aroma me inundó de melancolía. Cogí una de las castañas y, lentamente, le quité la cáscara. Me la llevé a la boca y me dispuse recobrar el viejo sabor de antaño... Entonces advertí algo extraño.
Contemplé las castañas que yacían desperdigadas sobre el escritorio y luego volví la mirada hacia la que sostenía entre los dedos. ¿No había demasiadas? Me incliné sobre la mesa y las conté cuidadosamente; acto seguido, mientras una tonta sonrisa se dibujaba en mis labios, las volví a contar. No había doce, sino catorce. Una docena de catorce. Después de todo, doña Lula no olvidaba a sus clientes preferentes...
Noté cómo los ojos se me humedecían y me recliné contra el respaldo del sillón, con la castaña pelada todavía sujeta entre los dedos. Puede que con los años acabemos volviéndonos sentimentales, puede que el tópico influjo de la Navidad se adueñara de mí, sumergiéndome de repente en una especie de película de Frank Capra, lo ignoro. Lo único que sé es que las castañas de doña Lula -vieja arpía, distante y hosca-, que durante mi niñez tantas veces auyentaron el frío de mis manos, aquella Nochebuena me calentaron el corazón.
Nadie sabía con certeza su edad, ni dónde vivía, ni a qué se dedicaba durante la primavera y el verano; ignorábamos dónde había nacido, si estaba casada, si tenía hijos o familia, no sabíamos nada de ella, salvo que, como un ave migratoria inversa, regresaba puntualmente cada año atraída por los primeros fríos. Y nosotros, yo en particular, nos enterábamos de su regreso antes de verla, cuando al salir al patio para jugar al fútbol o comer un bocadillo percibíamos en el aire un aroma nuevo y viejo a la vez, olor a carbón quemado y a castaña asada.
No era una mujer simpática, ni siquiera medianamente agradable; lejos de ello, solía mostrarse adusta y distante, como si su clientela fuese un tedioso fastidio que sólo aguantaba porque era una parte consustancial a su trabajo. Yo la conocía desde que era niño, pues su tenderete estaba situado en la esquina de las calles Santa Engracia con Rafael Calvo, muy cerca del colegio, y a mí me encantaban las castañas asadas; tanto es así, que al menos tres o cuatro veces a la semana, pasadas las seis de la tarde, cuando salía de clase, me acercaba a su puesto y le compraba una docena de castañas envueltas en un cucurucho de papel de periódico; luego, las guardaba en un bolsillo del abrigo y regresaba a casa paseando taciturnamente mientras masticaba con aire de experto connaisseur aquellos deliciosos frutos secos y el calor que irradiaban me caldeaba las manos.
De modo que durante unos ocho años, de mediados de otoño a mediados de invierno, yo visitaba casi a diario el puesto de doña Lula; sin embargo ella jamás pareció prestarme la menor atención, nunca dio muestras de reconocerme, ni me brindó un trato diferente al de los compradores esporádicos, salvo en un aspecto: me convertí en uno de sus “clientes preferentes”. Lo sé porque doña Lula obsequiaba a sus mejores clientes con docenas de catorce. Dos castañas de regalo, decía en voz baja, que si fuera sólo una sumarían trece y ese número es de mal fario. Pero, creo yo, ese obsequio no obedecía al afecto ni a la deferencia, sino a una suerte de marketing rudimentario cuyo único objetivo eran las ventas. No, doña Lula no era nada simpática, bien lo sabe cualquiera que la conoció.
La ultima vez que le compré castañas yo debía de tener 17 ó 18 años; fue a últimos de invierno, fin de la temporada, de modo que al día siguiente, cuando volví a pasar por la esquina, descubrí que el tenderete había desaparecido. Luego, acabé el colegio, fui a la universidad, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos y durante veinte largos años no volví a pensar en doña Lula. Hasta que cierta Nochebuena la casualidad me trajo de nuevo su recuerdo.
Aquella tarde, pasadas las seis, Pepa, mi mujer, descubrió que habíamos olvidado comprar piñones, un ingrediente al parecer fundamental para el relleno del asado que íbamos a cenar. Así pues, cogí el coche y me dirigí a un Opencor cercano a casa, pero la mala suerte, o el destino, quiso que los piñones se hubieran agotado allí. ¿Qué hacer? Era tarde y todas las tiendas debían de estar cerradas, salvo los grandes almacenes; pero me horrorizaba la idea de adentrarme en un gran almacén repleto de olvidadizos de última hora, como yo. Entonces recordé algo: cerca de la casa de mis padres había una pequeña tienda de ultramarinos que solía permanecer abierta hasta muy tarde, incluso en festivo. Si es que seguía abierta.
Me dirigí allí circulando por unas calles tan desiertas, tan vacías de tráfico, que recordaban a esas películas post-holocausto en las que sólo queda un hombre vivo. El sol ya se había puesto cuando llegué a la tienda que, afortunadamente, estaba abierta y seguía tal cual yo la recordaba, con la única diferencia de que su anterior propietario, un asturiano que jamás se quitaba la boina, había sido sustituido por un matrimonio de sonrientes chinos. Compré cuatro bolsas de piñones, monté de nuevo en el coche e inicié el camino de regreso a casa. Entonces, mientras circulaba por la calle Santa Engracia, percibí un aroma que me retrotrajo en el tiempo: olor a carbón y a castañas asadas. Y unos instantes después, al aproximarme a la calle Rafael Calvo, lo vi, ahí estaba, igual que siempre, el puesto de castañas de doña Lula.
Frené en seco y el vehículo se detuvo unos cuantos metros más allá de la esquina donde estaba instalado el tenderete. No podía ser, pensé; había transcurrido demasiado tiempo, aquella mujer debía de estar muerta, o jubilada, o lo que fuese, cualquier cosa menos vendiendo castañas. Sin duda, el puesto lo regentaba otra persona. Bajé del coche y me aproximé lentamente al tenderete. Había un cliente comprando, una mujer gorda de mediana edad, así que no pude ver nada hasta que llegué a su altura y miré por encima de su hombro...
Al otro lado del brasero, parapetada tras unos cartones que la protegían del viento, sentada en una silla plegable de aluminio y plástico, una anciana introducía castañas en un cucurucho de papel de periódico. Era doña Lula. Más vieja, más menuda y arrugada, con los mechones de pelo que se entreveían bajo el pañuelo convertidos en jirones de nieve. Pero era ella, no cabía duda; incluso el abrigo de lana negra parecía el mismo.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y, a la vez, me vi trasladado a un tiempo tan remoto que casi se me antojaba legendario, el tiempo de mi niñez, de mi adolescencia, el tiempo de la magia que se fue. Era increíble; doña Lula estaba allí, como siempre.
La mujer gorda depositó unas monedas en la mano tendida de la anciana y comenzó a alejarse mientras pelaba una castaña. Entonces me quedé mirando a doña Lula sin saber qué decir, al tiempo que una estúpida idea me cruzaba por la mente: ¿me reconocería? ¿Recordaría doña Lula al chaval que durante tantos años fue su más fiel cliente? ¿Sabría ver en mí al niño que fui? Durante unos instantes me sentí ingrávido, como si fuera a producirse uno de esos milagros que tanto proliferan en los cuentos de Navidad. Sin dejar de mirar a la anciana, sonreí y contuve el aliento. El frío aire del anochecer pareció caldearse durante un segundo y crepitar de electricidad.
Entonces, doña Lula me miró fijamente, frunció el ceño y masculló:
-¿Quiere algo o se va a quedar ahí como un pasmarote?
Su voz, cascada y tan hosca como siempre, me devolvió a la realidad. Carraspeé, cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y le pedí una docena de castañas. Doña Lula gruñó algo entre dientes y, con ayuda de una enorme espumadera de hierro, comenzó a introducir las castañas en un cucurucho. Mientras lo hacía me fijé en sus manos; la piel, surcada de arrugas y pliegues, no tenía el tono amarillento habitual de los viejos; era puro tizne, cuero negro, piel de carbón.
Doña Lula cerró el cucurucho y me lo entregó. Pagué y antes de irme le dirigí una última mirada, pero la anciana ya había apartado la vista y, totalmente ajena a mi presencia, se había puesto a confeccionar cucuruchos con hojas de periódico. Guardé las castañas en un bolsillo del chaquetón y regresé al coche. Mientras conducía notaba un vago hálito de decepción hormigueándome en la boca del estómago. Doña Lula no me había reconocido. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?, me dije. Habían transcurrido dos décadas y yo había cambiado mucho. Además, sólo fui uno más entre los incontables niños que en algún momento le compraron castañas. En cualquier caso, me había hecho ilusión reencontrarme con aquella figura perdida de mi infancia; además, el calor que notaba en el bolsillo derecho del chaquetón, allí donde guardaba el cucurucho de castañas, irradiaba promesas de un próximo festival de nostalgia proustiana.
Llegué a casa, dejé el chaquetón en el despacho y fui a la cocina, donde encontré a Pepa luchando con el relleno de un capón tan grande como un caniche. Le entregué los piñones y, tras prometerle que volvería en cinco minutos para ayudarla, regresé al despacho y me encerré en él. Sabía que Pepa intentaría disuadirme de comer castañas, aduciendo que me quitarían el hambre para la cena; y probablemente mi siempre sabia mujer tendría razón, pero yo necesitaba en aquellos momentos estar solo conmigo mismo para refocilarme unos minutos en el vil recuerdo del pasado.
Cogí el cucurucho, me senté en un sillón, frente al escritorio, rasgué el papel y extendí las castañas sobre el tablero de madera. Aún estaban calientes y su aroma me inundó de melancolía. Cogí una de las castañas y, lentamente, le quité la cáscara. Me la llevé a la boca y me dispuse recobrar el viejo sabor de antaño... Entonces advertí algo extraño.
Contemplé las castañas que yacían desperdigadas sobre el escritorio y luego volví la mirada hacia la que sostenía entre los dedos. ¿No había demasiadas? Me incliné sobre la mesa y las conté cuidadosamente; acto seguido, mientras una tonta sonrisa se dibujaba en mis labios, las volví a contar. No había doce, sino catorce. Una docena de catorce. Después de todo, doña Lula no olvidaba a sus clientes preferentes...
Noté cómo los ojos se me humedecían y me recliné contra el respaldo del sillón, con la castaña pelada todavía sujeta entre los dedos. Puede que con los años acabemos volviéndonos sentimentales, puede que el tópico influjo de la Navidad se adueñara de mí, sumergiéndome de repente en una especie de película de Frank Capra, lo ignoro. Lo único que sé es que las castañas de doña Lula -vieja arpía, distante y hosca-, que durante mi niñez tantas veces auyentaron el frío de mis manos, aquella Nochebuena me calentaron el corazón.
Un poco demasiado ñoño para mi gusto, sobre todo el final. Me gustó más el del año pasado. ¿Y si le hubiera dado trece castañas? No, lo verdaderamente aterrador es que le diera sólo doce...
ResponderEliminarYo también tuve una castañera de infancia. Solo que no vendía castañas sino periódicos revistas y cuentos infantiles. Se llamaba Goya. Siempre que iba con mi madre a comprar el periódico me regalaba un cuento. Yo la adoraba. Hasta que un día mi madre me contó que no debía aceptar aquellos regalos porque ella "comía" de esos cuentos. Ella se refería sin duda a que gracias al dinero que ganaba con su venta podía comprar comida... pero yo lo entendí de forma textual y de repente su aspecto peculiar (pañuelo negro en la cabeza, piel surcada por profundas arrugas, ropa floreada, nariz aguileña) dejó de parecerme peculiar y me convencí de que debía ser una bruja o algún tipo de ser maligno si se alimentaba exclusivamente de esos cuentos que a mi tanto me gustaban. Temerosa, nunca volví a aceptar un cuento de ella. Con tu cuento la he recordado y por un momento he vuelto a ser la niña atemorizada por la bruja que comía cuentos.
ResponderEliminarPues a mí me ha parecido muy bonito ^_^ me habría gustado que la castañera le hubiera dicho algo, pero su forma de ser no era así.
ResponderEliminarGracias por colgarlo :) es precioso.
Con una lagrimita que me impide ver bien la pantalla... precioso.
ResponderEliminarYo no voy a decir ñoño (¿la magdalena de Proust es ñoña?, no lo creo, cada cual elige sus temas), sobre todo porque yo soy de las que se proponen escribir sobre un tema y les sale algo completamente diferente a lo planeado. xD Tú dices "Voy a escribir algo de Navidad" y te sale un cuento de Navidad como Dios manda, eso mola. Pero esa metaforización (o como se llame la figura retórica) de la castañera como castañera y nada más, no me termina de gustar. Habrá sido algo más en su vida, hija, hermana, madre o amiga de alguien. No sé, he leído un par de frases de su descripción que no me gustaban mucho (en el sentido de que, si yo fuera la castañera y leyera esto, me cabrearía bastante xD).
ResponderEliminarHay cosas interesantes en el cuento que no se dicen, pero ahí están. Digo yo que esa mujer tendría familia o amigos, aunque a ella no le apeteciera tenerlos, y lo que más me escama, ¿dónde estuvo durante esos años que la perdiste de vista?
Me pregunto si se pueden oler castañas torradas desde dentro de un carro con las ventanas cerradas (es invierno).
ResponderEliminarJorge: pues sí, amigo mío, el relato es un poco ñoño, sobre todo el párrafo final. De hecho, estuve dudando en si ponerlo o no. Pero, teniendo en cuenta lo que decía en la anterior entrada, decidí que el relato tenía que ser absolutamente navideño, sin la menor reticencia. Y la Navidad, amigo mío, es un poco ñoña.
ResponderEliminarbig niece: es bonita tu historia de la quiosquera. Y está bien que mi cuento te la haya recordado, porque todo relato navideño debe tener un toque de nostalgia.
Natalia: me alegro mucho de que te haya gustado. En cuanto a si doña Lula tenía que haberle dicho algo al narrador... bueno, si lo hubiera hecho no habría cuento.
Anónimo de las 9:58: Gracias por tu lagrimita :)
Elaine Holmes: Pues verás, teniendo en cuenta que el relato está narrado por un cliente de "la castañera" que no sabe absolutamente nada de ella (igual que yo lo ignoro todo acerca de, por ejemplo, la vida de mi panadera), no veo dónde está el problema. Podría haberlo, en todo caso, si el relato estuviese narrado en tercera persona. ¿Que doña Lula tiene una vida aparte de vender castañas? Seguro. ¿Que para los propósitos del relato es mejor no conocer esa vida? Seguro también. Doña Lula no es sólo una metáfora, que lo es, sino un contrapunto. No es la dulce ancianita que uno podría esperar, ni, por el contrario, una bruja terrible. Es una mujer hosca, poco amistosa, distante y nada, nada, nada sentimental. Es decir, el contrapunto perfecto para un cuento sentimental. Por último, doña Lula no desapareció durante esos 20 años: siguió vendiendo castañas en el mismo lugar. Quien desapareció, por dejar el colegio, fue el narrador.
Sherlock: no, no creo que se pueda percibir el olor a castañas asadas en un coche con todas las ventanas cerradas. Pero el protagonista del relato las olió... ergo: al menos una de las ventanas estaba total o parcialmente abierta (hay conductores, como yo mismo, que siempre, incluso en invierno y salvo que llueva, conducimos con una ventanilla abierta o medio abierta). Elemental Mr. Holmes.
Duda resuelta, pero tengo otras:
ResponderEliminar¿dónde está Yepetta???
(¿Tengo un primo segundo? xD)
Muy bonito tu cuento. Claro que si está basado en hechos reales, ya no es un cuento de navidad sino una crónica de navidad. De todas formas se agradece que nos escribas un cuento para toda la panda de maleantes que somos los presentes merodeadores. Al menos yo.
ResponderEliminarNo se si será ñoño al final o no, pero creo que eso no importa porque creo que así lo sientes mas cerca. Esta bien!
ResponderEliminarcheers!
Un cuento navideño de pe a pa, con el sabor característico de las navidades de mi infancia. Muchas gracias!! Ahora me voy a por unas castañitas. A ver si me dan una docena de catorce...
ResponderEliminarBueno, estoy haciendo un esfuerzo para no largarme a llorar.
ResponderEliminarA veces pienso que lo que sea que rige nuestras vidas (destino o algún dios) pone en nuestro camino a estas personas para demostrarnos algo. No sé qué. Pero es algo lindo.
Bonito relato César. Y muy navideño. Casualmente ayer estuve con unos amigos que no veía en años, casi un lustro, y entre las cosas que comentamos estaban los cambios en el barrio: bares cerrados, tiendas traspasadas, en fin, aquellos cambios que te hacen ver que ya no estás en el mismo sitio. En el caso de la vendedora de castañas, pese al tiempo, se mantuvo en el oficio. Casi magia ¿no?.
ResponderEliminarBonito relato César. Y muy navideño. Casualmente ayer estuve con unos amigos que no veía en años, casi un lustro, y entre las cosas que comentamos estaban los cambios en el barrio: bares cerrados, tiendas traspasadas, en fin, aquellos cambios que te hacen ver que ya no estás en el mismo sitio. En el caso de la vendedora de castañas, pese al tiempo, se mantuvo en el oficio. Casi magia ¿no?.
ResponderEliminarMe gusta lo ñoño si es que lo es.
ResponderEliminarYo tambien conozco un castañero. El primo de mi padre. SOlo me conoce cuando voy con él. Si voy sola, casualmente, no me recuerda. Y todo por no darme las 12 castañas :D
Feliz año nuevo ^^
Elaine, sigo aquí xD ¿A qué ha venido eso? jaja. Siento irrumpir así... :D
ResponderEliminarA new type of investment That is ready to make money continuously With the best casino services.
ResponderEliminarสมัครเล่น บาคาร่า
pokdeng online
บาคาร่าออนไลน์ เล่นยังไง