(Nota: no me gusta contar estas anécdotas jurásicas porque me hacen consciente de lo alarmantemente talludito que soy. Y también, por cierto, provocan mi asombro al evocar el sombrío y casposo mundo donde nací)
Cuando digo que Madrid era una ciudad amable, quiero decir que había un tráfico moderado, que la gente era simpática, que el ritmo de vida era apacible, que las calles invitaban al paseo. Así era once meses al año, pero al llegar agosto la amable villa se convertía en un páramo. La gente, igual que ahora, huía en masa del atroz calor de la ciudad; sólo se quedaban cuatro pringados, lo cual se traducía en que todo cerraba. Era una odisea encontrar una farmacia abierta, o una tienda de comestibles, o un simple bar; ni siquiera se estrenaban películas. La verdad es que Madrid se convertía en un remanso de paz, pero también en un ominoso desierto. La cosa era un poco aburrida, si queréis que os diga la verdad.
Madrid, hoy, es un caos, una ciudad histérica y agresiva donde todo el mundo va como si llevara una guindilla insertada en el recto. El tráfico parece una invasión de mecánicos y cabreados extraterrestres, las personas son bordes a la primera de cambio, todo va rápido, nadie pasea. Una mierda de ciudad, para seos sincero. Hasta que llega agosto. Porque al llegar ese mes, Madrid, igual que antaño, se vacía. Pero no tanto como antes, de modo que sigue habiendo tiendas abiertas y no tienes que encasquetarte un salacot para buscar un bote de aspirinas. Y, al mismo tiempo, apenas hay tráfico, puedes aparcar donde quieras, el ritmo es más lento, la gente es más agradable y todo invita al tranquilo paseo (menos el calor, por supuesto). De hecho, Madrid en agosto se convierte en la ciudad perfecta.
Veréis, si entráis en Madrid por el sur o por el este, os haréis una idea bastante aproximada de la realidad: la ciudad está en medio de un secarral y tiene unos alrededores horribles. Si entráis por el norte, la cosa mejora un poco, pero conforme os acerquéis a Madrid tropezaréis con un Dédalo de autovías salpicado de polígonos industriales y parques empresariales. Ahora bien, si entráis por el noroeste la cosa cambia mucho. Vais por la A-VI en medio de feraces urbanizaciones y lujosas zonas residenciales y, de repente, os encontráis con la ciudad, a lo lejos, elevándose sobre un mar de verdor. Esa es, sin duda, la entrada más mentirosa de Madrid, pues esa explosión vegetal se debe a que ahí están las dos mayores zonas verdes de la ciudad: los montes del Pardo y la Casa de Campo. Y su segundo jardín público, el Parque del Oeste, así como los jardines del Palacio Real y de la Cuesta de la Vega. El noroeste de la ciudad siempre me ha gustado.
De todas formas, decir “noroeste de la ciudad” es ser poco preciso. En realidad, me refiero al arco comprendido entre el Viaducto de Segovia y la Moncloa. El viaducto es eso, un viaducto que salva el desnivel de la calle Bailén sobre la calle Segovia. Antes era el lugar preferido de los suicidas madrileños, pues sus 22 metros de altura garantizan un eficaz espachurramiento, pero hace unos años el ayuntamiento puso unas mamparas de cristal protegiendo la barandilla para evitar los vuelos en picado. El viaducto no es especialmente bonito en sí mismo, pero me encanta su entorno, las callejas que lo rodean y las pequeñas zonas ajardinadas que hay en sus costados. Muy cerca está la Calle Mayor, la más antigua de Madrid, y justo al lado contrario, partiendo de la (espantosa) catedral de la Almudena, se encuentra la Cuesta de la Vega, uno de mis lugares favoritos. Es una sinuosa y pronunciada bajada que lleva desde la calle Bailén hasta la Ronda de Segovia; su trazado es árabe (cerca, en los Jardines del Emir Mohamed I, se conservan -muy mal- restos de la primitiva muralla) y está cubierta de pequeños jardines. Las vistas sobre la Casa de Campo son impresionantes y en verano no suele haber mucha gente. Un poco más allá se encuentra uno de los escasos lugares castizos que le quedan a Madrid: la Vistillas, unos jardines así llamados por sus vistas sobre la Ribera del Manzanares, el Parque del Moro y el Palacio Real. Allí, a mediados de agosto, se celebran las famosas fiestas de La Paloma.
Si seguimos hacia la Moncloa, justo al lado de la Cuesta de la Vega y de la Almudena, tenemos el Palacio Real y sus jardines . Allí, junto al patio de armas del palacio, pueden contemplarse los mejores atardeceres de Madrid (y Madrid, al estar a casi 700 m. de altura, tiene unos atardeceres preciosos). Continuando hacia el norte por la calle Ferraz está el Parque de la Montaña. Se llama así, porque en ese lugar estuvo el Cuartel de la Montaña, que en julio del 36 se alzó en armas contra la República y fue literalmente arrasado. Tan arrasado, que ya no queda ni rastro de él, salvo un horrible monumento fascista que Arias Navarro –a la sazón alcalde de la villa- erigió en 1972. Dejando aparte esto, el parque es un bonito jardín (en realidad, una prolongación del Parque del Oeste) que contiene una de las mayores curiosidades de la ciudad: el Templo de Debod, un santuario egipcio de 2.200 años de antigüedad. Egipto se lo regaló a España en 1.968 por su colaboración en el salvamento de los tesoros artísticos que iban a ser anegados por la presa de Asuán. Es un lugar muy mágico, aunque suele haber mucha gente, incluso en verano; entre otras cosas, porque allí, al atardecer, se celebran conciertos al aire libre.
Y, pegadito al Templo de Debod, comienza el Parque del Oeste. Veréis, el parque más famoso de Madrid es El Retiro, y con razón, porque es una maravilla. Pero está lleno de gente, sobre todo los fines de semana. El Parque del Oeste es mucho menos conocido y, por tanto, está menos frecuentado. Pero, antes de seguir, una pequeña digresión:
En el Retiro existe lo que posiblemente sea la única estatua del mundo dedicada al demonio: el Ángel Caído. Pues bien, Álvarez del Manzano, anterior alcalde de Madrid, era un meapilas de cuidado, y eso de que hubiera una estatua de Satanás le reconcomía por dentro, de modo que hizo una suscripción popular para sufragar una estatua de la virgen con el objetivo de colocarla en el Retiro como celestial desagravio. Afortunadamente, Patrimonio Nacional le dijo que eso de modificar el parque no era buena idea y le negó el permiso. Entonces, el beatorro alcalde se encontró con una estatua de la virgen sin ubicación, de modo que la puso en el Parque del Oeste. Bajando por el paseo de Camoens puede verse a la izquierda; afortunadamente está bastante oculta, porque es un espanto.
Volviendo al Parque del Oeste, reconozco que siento debilidad por él. Se trata de un jardín de estilo inglés, con grandes extensiones de hierba; el terreno tiene muchos desniveles, así que forma colinas y diminutos valles recorridos por senderos sinuosos. Hay una hermosa rosaleda, una ruta botánica, instalaciones deportivas, un observatorio de aves y un teleférico que conduce a la Casa de Campo, pero lo mejor es perdersepor el parque y pasear sin rumbo fijo, disfrutando de la tranquilidad.
En fin, esa es la zona de mi ciudad que más me gusta. Es agradable contemplar el atardecer junto al Palacio Real, y luego cruzar a la acera de enfrente para tomar un helado en Palazzo, o unas cañas en la vieja taberna El Anciano Rey de los Vinos. Después podemos dirigirnos al cercano Paseo de la Florida, junto al Manzanares, al lado de la Ermita de San Antonio de la Florida (la de los frescos de Goya), y cenar en Casa Mingo, una sidrería fundada en 1888 donde sirven los mejores pollos asados de la ciudad. Por último, no es mala idea dirigirse a la calle Rosales; allí, a la vera del Parque del Oeste, hay varias terrazas, de las de toda la vida, viejos quioscos flanqueados por largas filas de mesas y sillas donde puede tomarse horchata, granizado de limón o leche merengada.
Madrid en agosto, de noche, me recuerda a un cuadro de Edward Hooper; soledad y calidez al mismo tiempo, el ritmo lento de un blues en la madrugada, anónimos paseantes que se cruzan como barcos bajo las estrellas.
Por desgracia, agosto está a punto de concluir y dentro de poco Madrid volverá a ser una ciudad neurótica sin pizca de poesía. Qué pena.