Hace muchos, muchos años, cuando yo era un niño, un adolescente o un alocado jovenzuelo, Madrid era una ciudad amable. En realidad, Madrid era un pueblo grandote, un pueblo lleno de pueblerinos emigrados de otros pueblos, un pueblo con aires de pueblo, olor a pueblo y ritmos de pueblo. ¿Me he pasado con lo de “olor a pueblo”? Pues no, porque en todos los barrios de Madrid había vaquerías; es decir, tiendas donde se vendía leche recién ordeñada de las tres o cuatro vacas que había en la parte trasera del establecimiento. De modo que ibas por el centro de la ciudad y era enteramente normal percibir olor a vaca y estiércol.
(Nota: no me gusta contar estas anécdotas jurásicas porque me hacen consciente de lo alarmantemente talludito que soy. Y también, por cierto, provocan mi asombro al evocar el sombrío y casposo mundo donde nací)
Cuando digo que Madrid era una ciudad amable, quiero decir que había un tráfico moderado, que la gente era simpática, que el ritmo de vida era apacible, que las calles invitaban al paseo. Así era once meses al año, pero al llegar agosto la amable villa se convertía en un páramo. La gente, igual que ahora, huía en masa del atroz calor de la ciudad; sólo se quedaban cuatro pringados, lo cual se traducía en que todo cerraba. Era una odisea encontrar una farmacia abierta, o una tienda de comestibles, o un simple bar; ni siquiera se estrenaban películas. La verdad es que Madrid se convertía en un remanso de paz, pero también en un ominoso desierto. La cosa era un poco aburrida, si queréis que os diga la verdad.
Madrid, hoy, es un caos, una ciudad histérica y agresiva donde todo el mundo va como si llevara una guindilla insertada en el recto. El tráfico parece una invasión de mecánicos y cabreados extraterrestres, las personas son bordes a la primera de cambio, todo va rápido, nadie pasea. Una mierda de ciudad, para seos sincero. Hasta que llega agosto. Porque al llegar ese mes, Madrid, igual que antaño, se vacía. Pero no tanto como antes, de modo que sigue habiendo tiendas abiertas y no tienes que encasquetarte un salacot para buscar un bote de aspirinas. Y, al mismo tiempo, apenas hay tráfico, puedes aparcar donde quieras, el ritmo es más lento, la gente es más agradable y todo invita al tranquilo paseo (menos el calor, por supuesto). De hecho, Madrid en agosto se convierte en la ciudad perfecta.
Veréis, si entráis en Madrid por el sur o por el este, os haréis una idea bastante aproximada de la realidad: la ciudad está en medio de un secarral y tiene unos alrededores horribles. Si entráis por el norte, la cosa mejora un poco, pero conforme os acerquéis a Madrid tropezaréis con un Dédalo de autovías salpicado de polígonos industriales y parques empresariales. Ahora bien, si entráis por el noroeste la cosa cambia mucho. Vais por la A-VI en medio de feraces urbanizaciones y lujosas zonas residenciales y, de repente, os encontráis con la ciudad, a lo lejos, elevándose sobre un mar de verdor. Esa es, sin duda, la entrada más mentirosa de Madrid, pues esa explosión vegetal se debe a que ahí están las dos mayores zonas verdes de la ciudad: los montes del Pardo y la Casa de Campo. Y su segundo jardín público, el Parque del Oeste, así como los jardines del Palacio Real y de la Cuesta de la Vega. El noroeste de la ciudad siempre me ha gustado.
De todas formas, decir “noroeste de la ciudad” es ser poco preciso. En realidad, me refiero al arco comprendido entre el Viaducto de Segovia y la Moncloa. El viaducto es eso, un viaducto que salva el desnivel de la calle Bailén sobre la calle Segovia. Antes era el lugar preferido de los suicidas madrileños, pues sus 22 metros de altura garantizan un eficaz espachurramiento, pero hace unos años el ayuntamiento puso unas mamparas de cristal protegiendo la barandilla para evitar los vuelos en picado. El viaducto no es especialmente bonito en sí mismo, pero me encanta su entorno, las callejas que lo rodean y las pequeñas zonas ajardinadas que hay en sus costados. Muy cerca está la Calle Mayor, la más antigua de Madrid, y justo al lado contrario, partiendo de la (espantosa) catedral de la Almudena, se encuentra la Cuesta de la Vega, uno de mis lugares favoritos. Es una sinuosa y pronunciada bajada que lleva desde la calle Bailén hasta la Ronda de Segovia; su trazado es árabe (cerca, en los Jardines del Emir Mohamed I, se conservan -muy mal- restos de la primitiva muralla) y está cubierta de pequeños jardines. Las vistas sobre la Casa de Campo son impresionantes y en verano no suele haber mucha gente. Un poco más allá se encuentra uno de los escasos lugares castizos que le quedan a Madrid: la Vistillas, unos jardines así llamados por sus vistas sobre la Ribera del Manzanares, el Parque del Moro y el Palacio Real. Allí, a mediados de agosto, se celebran las famosas fiestas de La Paloma.
Si seguimos hacia la Moncloa, justo al lado de la Cuesta de la Vega y de la Almudena, tenemos el Palacio Real y sus jardines . Allí, junto al patio de armas del palacio, pueden contemplarse los mejores atardeceres de Madrid (y Madrid, al estar a casi 700 m. de altura, tiene unos atardeceres preciosos). Continuando hacia el norte por la calle Ferraz está el Parque de la Montaña. Se llama así, porque en ese lugar estuvo el Cuartel de la Montaña, que en julio del 36 se alzó en armas contra la República y fue literalmente arrasado. Tan arrasado, que ya no queda ni rastro de él, salvo un horrible monumento fascista que Arias Navarro –a la sazón alcalde de la villa- erigió en 1972. Dejando aparte esto, el parque es un bonito jardín (en realidad, una prolongación del Parque del Oeste) que contiene una de las mayores curiosidades de la ciudad: el Templo de Debod, un santuario egipcio de 2.200 años de antigüedad. Egipto se lo regaló a España en 1.968 por su colaboración en el salvamento de los tesoros artísticos que iban a ser anegados por la presa de Asuán. Es un lugar muy mágico, aunque suele haber mucha gente, incluso en verano; entre otras cosas, porque allí, al atardecer, se celebran conciertos al aire libre.
Y, pegadito al Templo de Debod, comienza el Parque del Oeste. Veréis, el parque más famoso de Madrid es El Retiro, y con razón, porque es una maravilla. Pero está lleno de gente, sobre todo los fines de semana. El Parque del Oeste es mucho menos conocido y, por tanto, está menos frecuentado. Pero, antes de seguir, una pequeña digresión:
En el Retiro existe lo que posiblemente sea la única estatua del mundo dedicada al demonio: el Ángel Caído. Pues bien, Álvarez del Manzano, anterior alcalde de Madrid, era un meapilas de cuidado, y eso de que hubiera una estatua de Satanás le reconcomía por dentro, de modo que hizo una suscripción popular para sufragar una estatua de la virgen con el objetivo de colocarla en el Retiro como celestial desagravio. Afortunadamente, Patrimonio Nacional le dijo que eso de modificar el parque no era buena idea y le negó el permiso. Entonces, el beatorro alcalde se encontró con una estatua de la virgen sin ubicación, de modo que la puso en el Parque del Oeste. Bajando por el paseo de Camoens puede verse a la izquierda; afortunadamente está bastante oculta, porque es un espanto.
Volviendo al Parque del Oeste, reconozco que siento debilidad por él. Se trata de un jardín de estilo inglés, con grandes extensiones de hierba; el terreno tiene muchos desniveles, así que forma colinas y diminutos valles recorridos por senderos sinuosos. Hay una hermosa rosaleda, una ruta botánica, instalaciones deportivas, un observatorio de aves y un teleférico que conduce a la Casa de Campo, pero lo mejor es perdersepor el parque y pasear sin rumbo fijo, disfrutando de la tranquilidad.
En fin, esa es la zona de mi ciudad que más me gusta. Es agradable contemplar el atardecer junto al Palacio Real, y luego cruzar a la acera de enfrente para tomar un helado en Palazzo, o unas cañas en la vieja taberna El Anciano Rey de los Vinos. Después podemos dirigirnos al cercano Paseo de la Florida, junto al Manzanares, al lado de la Ermita de San Antonio de la Florida (la de los frescos de Goya), y cenar en Casa Mingo, una sidrería fundada en 1888 donde sirven los mejores pollos asados de la ciudad. Por último, no es mala idea dirigirse a la calle Rosales; allí, a la vera del Parque del Oeste, hay varias terrazas, de las de toda la vida, viejos quioscos flanqueados por largas filas de mesas y sillas donde puede tomarse horchata, granizado de limón o leche merengada.
Madrid en agosto, de noche, me recuerda a un cuadro de Edward Hooper; soledad y calidez al mismo tiempo, el ritmo lento de un blues en la madrugada, anónimos paseantes que se cruzan como barcos bajo las estrellas.
Por desgracia, agosto está a punto de concluir y dentro de poco Madrid volverá a ser una ciudad neurótica sin pizca de poesía. Qué pena.
(Nota: no me gusta contar estas anécdotas jurásicas porque me hacen consciente de lo alarmantemente talludito que soy. Y también, por cierto, provocan mi asombro al evocar el sombrío y casposo mundo donde nací)
Cuando digo que Madrid era una ciudad amable, quiero decir que había un tráfico moderado, que la gente era simpática, que el ritmo de vida era apacible, que las calles invitaban al paseo. Así era once meses al año, pero al llegar agosto la amable villa se convertía en un páramo. La gente, igual que ahora, huía en masa del atroz calor de la ciudad; sólo se quedaban cuatro pringados, lo cual se traducía en que todo cerraba. Era una odisea encontrar una farmacia abierta, o una tienda de comestibles, o un simple bar; ni siquiera se estrenaban películas. La verdad es que Madrid se convertía en un remanso de paz, pero también en un ominoso desierto. La cosa era un poco aburrida, si queréis que os diga la verdad.
Madrid, hoy, es un caos, una ciudad histérica y agresiva donde todo el mundo va como si llevara una guindilla insertada en el recto. El tráfico parece una invasión de mecánicos y cabreados extraterrestres, las personas son bordes a la primera de cambio, todo va rápido, nadie pasea. Una mierda de ciudad, para seos sincero. Hasta que llega agosto. Porque al llegar ese mes, Madrid, igual que antaño, se vacía. Pero no tanto como antes, de modo que sigue habiendo tiendas abiertas y no tienes que encasquetarte un salacot para buscar un bote de aspirinas. Y, al mismo tiempo, apenas hay tráfico, puedes aparcar donde quieras, el ritmo es más lento, la gente es más agradable y todo invita al tranquilo paseo (menos el calor, por supuesto). De hecho, Madrid en agosto se convierte en la ciudad perfecta.
Veréis, si entráis en Madrid por el sur o por el este, os haréis una idea bastante aproximada de la realidad: la ciudad está en medio de un secarral y tiene unos alrededores horribles. Si entráis por el norte, la cosa mejora un poco, pero conforme os acerquéis a Madrid tropezaréis con un Dédalo de autovías salpicado de polígonos industriales y parques empresariales. Ahora bien, si entráis por el noroeste la cosa cambia mucho. Vais por la A-VI en medio de feraces urbanizaciones y lujosas zonas residenciales y, de repente, os encontráis con la ciudad, a lo lejos, elevándose sobre un mar de verdor. Esa es, sin duda, la entrada más mentirosa de Madrid, pues esa explosión vegetal se debe a que ahí están las dos mayores zonas verdes de la ciudad: los montes del Pardo y la Casa de Campo. Y su segundo jardín público, el Parque del Oeste, así como los jardines del Palacio Real y de la Cuesta de la Vega. El noroeste de la ciudad siempre me ha gustado.
De todas formas, decir “noroeste de la ciudad” es ser poco preciso. En realidad, me refiero al arco comprendido entre el Viaducto de Segovia y la Moncloa. El viaducto es eso, un viaducto que salva el desnivel de la calle Bailén sobre la calle Segovia. Antes era el lugar preferido de los suicidas madrileños, pues sus 22 metros de altura garantizan un eficaz espachurramiento, pero hace unos años el ayuntamiento puso unas mamparas de cristal protegiendo la barandilla para evitar los vuelos en picado. El viaducto no es especialmente bonito en sí mismo, pero me encanta su entorno, las callejas que lo rodean y las pequeñas zonas ajardinadas que hay en sus costados. Muy cerca está la Calle Mayor, la más antigua de Madrid, y justo al lado contrario, partiendo de la (espantosa) catedral de la Almudena, se encuentra la Cuesta de la Vega, uno de mis lugares favoritos. Es una sinuosa y pronunciada bajada que lleva desde la calle Bailén hasta la Ronda de Segovia; su trazado es árabe (cerca, en los Jardines del Emir Mohamed I, se conservan -muy mal- restos de la primitiva muralla) y está cubierta de pequeños jardines. Las vistas sobre la Casa de Campo son impresionantes y en verano no suele haber mucha gente. Un poco más allá se encuentra uno de los escasos lugares castizos que le quedan a Madrid: la Vistillas, unos jardines así llamados por sus vistas sobre la Ribera del Manzanares, el Parque del Moro y el Palacio Real. Allí, a mediados de agosto, se celebran las famosas fiestas de La Paloma.
Si seguimos hacia la Moncloa, justo al lado de la Cuesta de la Vega y de la Almudena, tenemos el Palacio Real y sus jardines . Allí, junto al patio de armas del palacio, pueden contemplarse los mejores atardeceres de Madrid (y Madrid, al estar a casi 700 m. de altura, tiene unos atardeceres preciosos). Continuando hacia el norte por la calle Ferraz está el Parque de la Montaña. Se llama así, porque en ese lugar estuvo el Cuartel de la Montaña, que en julio del 36 se alzó en armas contra la República y fue literalmente arrasado. Tan arrasado, que ya no queda ni rastro de él, salvo un horrible monumento fascista que Arias Navarro –a la sazón alcalde de la villa- erigió en 1972. Dejando aparte esto, el parque es un bonito jardín (en realidad, una prolongación del Parque del Oeste) que contiene una de las mayores curiosidades de la ciudad: el Templo de Debod, un santuario egipcio de 2.200 años de antigüedad. Egipto se lo regaló a España en 1.968 por su colaboración en el salvamento de los tesoros artísticos que iban a ser anegados por la presa de Asuán. Es un lugar muy mágico, aunque suele haber mucha gente, incluso en verano; entre otras cosas, porque allí, al atardecer, se celebran conciertos al aire libre.
Y, pegadito al Templo de Debod, comienza el Parque del Oeste. Veréis, el parque más famoso de Madrid es El Retiro, y con razón, porque es una maravilla. Pero está lleno de gente, sobre todo los fines de semana. El Parque del Oeste es mucho menos conocido y, por tanto, está menos frecuentado. Pero, antes de seguir, una pequeña digresión:
En el Retiro existe lo que posiblemente sea la única estatua del mundo dedicada al demonio: el Ángel Caído. Pues bien, Álvarez del Manzano, anterior alcalde de Madrid, era un meapilas de cuidado, y eso de que hubiera una estatua de Satanás le reconcomía por dentro, de modo que hizo una suscripción popular para sufragar una estatua de la virgen con el objetivo de colocarla en el Retiro como celestial desagravio. Afortunadamente, Patrimonio Nacional le dijo que eso de modificar el parque no era buena idea y le negó el permiso. Entonces, el beatorro alcalde se encontró con una estatua de la virgen sin ubicación, de modo que la puso en el Parque del Oeste. Bajando por el paseo de Camoens puede verse a la izquierda; afortunadamente está bastante oculta, porque es un espanto.
Volviendo al Parque del Oeste, reconozco que siento debilidad por él. Se trata de un jardín de estilo inglés, con grandes extensiones de hierba; el terreno tiene muchos desniveles, así que forma colinas y diminutos valles recorridos por senderos sinuosos. Hay una hermosa rosaleda, una ruta botánica, instalaciones deportivas, un observatorio de aves y un teleférico que conduce a la Casa de Campo, pero lo mejor es perdersepor el parque y pasear sin rumbo fijo, disfrutando de la tranquilidad.
En fin, esa es la zona de mi ciudad que más me gusta. Es agradable contemplar el atardecer junto al Palacio Real, y luego cruzar a la acera de enfrente para tomar un helado en Palazzo, o unas cañas en la vieja taberna El Anciano Rey de los Vinos. Después podemos dirigirnos al cercano Paseo de la Florida, junto al Manzanares, al lado de la Ermita de San Antonio de la Florida (la de los frescos de Goya), y cenar en Casa Mingo, una sidrería fundada en 1888 donde sirven los mejores pollos asados de la ciudad. Por último, no es mala idea dirigirse a la calle Rosales; allí, a la vera del Parque del Oeste, hay varias terrazas, de las de toda la vida, viejos quioscos flanqueados por largas filas de mesas y sillas donde puede tomarse horchata, granizado de limón o leche merengada.
Madrid en agosto, de noche, me recuerda a un cuadro de Edward Hooper; soledad y calidez al mismo tiempo, el ritmo lento de un blues en la madrugada, anónimos paseantes que se cruzan como barcos bajo las estrellas.
Por desgracia, agosto está a punto de concluir y dentro de poco Madrid volverá a ser una ciudad neurótica sin pizca de poesía. Qué pena.
Pasé unos dias este agosto en madrid. Esdtupendo, la verdad. Se podía salir, aparcar, no había gente. Cuando hace años vivía allí, me pillaba las vacaciones en julio y disfrutaba del mes de agosto. Un placer
ResponderEliminarMazarbul
Aquí en Mallorca es todo lo contrario, en julio y en agosto está lleno de gente. Pero solo en la costa, yo vivo a 2 km de la costa y solo veo gente los viernes que suben al mercado. Están siempre todos en la playa.
ResponderEliminarY son casi todos guiris, si vas caminando por la calle solo te entiendes con una persona de casa 150.
Y luego, por ser un aborigen autóctono se creen superiores a ti, y tú, por ser autóctono te crees superior a ellos.
Claro que también vienen bellísimas personas, pero esos no destacan, son los insufribles los que destacan y parecen mayoría.
Luego llegan los otros 10 meses del año en los que la isla parece que está desierta. En los mismos sitios donde en verano pasan unas 500 personas por hora, en invierno pasa 1 persona que pasea al perro.
Como usuario convencido de Madrid en agosto (de los que se cogen las vacaciones cualquier mes menos ese), trasegador habitual de pollos en Casa Mingo (aunque cada vez menos; qué pereza da ir al centro), y cronológicamente sólo un poco menos jurásico que el firmante, suscribo la entrada de arriba a abajo. Especialmente, lo relativo a la cosa histérico-agresiva y lo de la guindilla en el recto, que le entran a uno cada vez más ganas de emigrar a ritmos más tranquilos.
ResponderEliminarEso sí, tiene cierta gracia que todos los nativos-o-casi salgamos contando antes o después lo de la estatua al demonio. :)
¡Qué sorpresa encontrarme con esa foto al abrir tu blog! Yo adoro el Templo de Debod, es mi rincón favorito de Madrid, el que tiene los atardeceres más impresionantes...Y comparto tu afición al Parque del Oeste,que yo leía en los libros de Gómez Cerdá cuando era pequeña, a mí también me gusta mucho, lo mismo que la estatuta del Ángel Caído,no sé si has leído un cuento sobre ella de Jordi Sierra i Fabra y también aparece en unos de los últimos libros de Laura Gallego, Dos velas para el diablo... son los sitios a los que suelo llevar a mis amigos que visitan la ciudad. Me han recomendado otro parque el del Capricho, que tengo muchas ganas de ir.
ResponderEliminarPD. Cuando acabe con mis fines de semana de sólo trabajar te devuelvo los libros ;-)
Madrid es un asco y Madrid en agosto es un asco con menos gente. A los madrileños nos gusta la suciedad y el ruido, si no, no se explica que sea una ciudad tan ruidosa y tan sucia.
ResponderEliminarTambién tiene sus lados buenos, y el oeste, sin duda es uno de ellos.
Pero lo que quería decir es que precisamente en agosto, es el momento de aprovechar para recorrer esos lados buenos, quizá el único momento. Los citados por nuestro anfitrión no son los únicos, y lo más interesante, es hacer la promenade acompañado de una guía que cuente la historia de cada lugar visitado. ¿sabíais que El Avapies fue la judería de Madrid? o que en la Calle Arenal (creo que el número 12) hay una iglesia edificada sobre los cimientos de, probablemente, la más antigua de la villa. San Ginés fue la primera iglesia extamuros de la ciudad cuando aún mantenía la muralla (claro). Probablemnte fue construida por mudéjares. Si pasais por esa calle, no dejeis de entrar, y fascinaros con un COCODRILO que hay en el altar mayor. Otro día que nos cuente César qué hace ahí ese cocodrilo, que seguro que lo sabe y nos entretiene a todos otro poquito.
Felicidades a todos los agosteros que saben encontrar un rato para conocer la ciudad que tanto mortifica.
Fantástico post sobre la ciudad. Totalmente de acuerdo con lo de agosto. No sabéis el placer que es poder utilizar la bicicleta por las calzada ¡sin que te adelante ningún coche! Toda una maravilla que solo es posible este mes que ya se termina.
ResponderEliminarSamael: No creo que sea cuestión de que nos guste nada... Mete tres millones y medio de personas* juntas y apretaditas en cualquier ciudad (de España o de donde sea) y ya me dirás qué pasa con la limpieza y el ruido.
ResponderEliminar*Y eso sin contar los que entran y salen cada día desde las poblaciones de la periferia...
Me temo que, cuando somos demasiados, estropeamos cualquier cosa en cualquier sitio.
No nos engañemos, Gorinkay. No es cuestión del tamaño, sino de la educación y de las costumbres (no es necesario explicar la relación causal entre una cosa y la otra). En cualquier pueblo o ciudad de España podemos ver pasar motos con el silenciador trucado (para que suene más) por delante de la policia municipal, sin que nadie suponga que va a sucederle algo al de la moto. En cuanto a nuestra idea sobre lo que es mantener los sitios limpios, basta con que entres en cualquier bar y mires el suelo. Lo peor, es que a nadie parece importarle.
ResponderEliminarLo que te decía: costumbres.
Vaya, pues yo tengo que disentir, me gusta Madrid: en verano, en otoño, en invierno y en primavera... Madrid tiene poesía todo el año.
ResponderEliminarEn verano me gusta el centro, porque puedo pasearlo como César. En otoño me gusta el eje de la Castellana, desde Plaza Castilla hasta Atocha, los colores de los árboles, las luces de los coches atascados reflejadas en el asfalto mojado por la lluvia (cuando hay esa suerte). En invierno me gustan las calles comerciales, me gusta ver a la gente enfundada en sus abrigos, me gusta entrar en un bar y calentarme las manos con un café para seguir luego paseando. En primavera me gustan los parques: desde el Retiro, el Parque del Oeste, el del Capricho, el de Berlín, el de las Naciones... y me gusta pasear por la glorieta de Bilbao, Alberto Aguilera...
Me gusta la gente de Madrid que no es de Madrid. Me gusta Madrid, es que no puedo evitarlo, y no niego que en muchas cosas sea una ciudad incómoda... pero no se puede tener todo...
Madrid es una ciudad caotica donde todo el mundo va con prisa y nadie mira a nadie. Pero es fantastico pasear en agosto y disfrutar de la tranquilidad que llena la ciudad...
ResponderEliminarPersonalmente hay veces que me saca de mis casillas tanta gente, pero en ciertos momentos me distraigo pensando donde ira esa mujer, que hará ese hombre sentado solo, por que un chico guapo come solo, me encanta imaginar la vida de la gente...
Por lo demas, recomendar el parque del Capricho que es impresionante. Mucha gente lo cambia por el retiro donde se organiza hasta la caza de ardillas...
Un post muy bueno sobre la capital!
Yo sólo he visto Madrid centro en primavera (el resto de veces vi sólo la M40 o la 30, ya ni me acuerdo, de camino a Barajas), y tienes razón en éso de que es muy caótica y muy ruidosa, pero para alguien que viene de una ciudad tan pequeña como la mía, resulta fascinante. Aún así, Madrid tiene un fallo inmenso: no tiene mar. Por ésa y muchas otras razones, prefiero Barcelona y su Raval, su Parc de la Ciutadella, la Barceloneta, su Paseo de Gràcia, la Pedrera... vale, sí, estoy enamorado de Barcelona...
ResponderEliminarUy, has hecho un recorrido por todo el Madriz de mi infancia. Sniff...
ResponderEliminarSólo te ha quedado hablar de los jardines de Sabatini (los de al lado y detrás del Palacio Real -lindan por un lado con la Cuesta de la Vega-) que ahora están hechos un asco, pero que aún guardan rinconcillos románticos.
¡Caramba, Samael! No recuerdo el cocodrilo de San Ginés. Pero ya lo buscaré cuando pasé por allí un año de estos... (En Ávila, en la Iglesia de Sonsoles, a las afueras, hay otro cocodrilo... Se ve que había muchos exploradores que sobrevivían a los ataques de cocodrilos, y luego se traían el cadáver momificado a "casa"). ;)
¡Feliz septiembre, chicos!
Madrid. Odio Madrid, pero por que está lejos y me gustaria no estarlo porque alli viven personas maravillosas. Estar estar nunca he estado pero fui de excursion y esas cosas...
ResponderEliminarHace muchisimo que no me pasaba, pero no me olvido :) feliz septiembre ;)
Me gustaba el Madrid de los barquilleros con su "ruleta" al hombro, iniciando a los niños en el gusanillo del juego. Y el de las cerilleras, vendiendo los pitillos (Phillip Morris, Chester, Bisontes) uno a uno en un prodigio de higiene pública. Y las aguaderas, con su delantal blanco y su botijo con el pitorro cubierto por un minitapetito de ganchillo. Y el Rastro, que era todavía de verdad y en el que ya se podía (Malacatín) tomar el mejor cocido. Y recuedo con cariño aquel Metro mugroso con vagones destartalados y tardanzas imprevisibles. Y aquel Madrid en el que todavía vivían tantos que ya se han ido: padres, hermanos, amigos, compañeros de estudios.
ResponderEliminarPero tambien me gusta el Madrid de ahora, pese a su endemoniada red de autopistas, con sus modernas infraestructuras, su ampliación del Reina Sofía, sus tropecientos restaurantes de primera calidad y, sobre todo, me gusta este Madrid en el que para no ser forastero basta con serlo.
En cuanto al mes de agosto... ya lo decía, creo, el Marqués de la Valdavia: "Madrid, en verano y con dinero, Badén-Badén"
sabes por un momento me recordeste esa hermosa cancion "Noches En Barcelona" creo que ambas ciudades son de verdad cuidad para gozar y pasar un buen rato.
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