Vale, no nos pongamos fúnebres; esta noche y mañana celebramos la Navidad, o el solsticio, o el Sol Invictus, o simplemente que la Estación del Sueño ha llegado, así que debemos alegrarnos. Porque estas fiestas son antiguas, muy antiguas, mucho más que el cristianismo, y al celebrarlas nos unimos de algún modo a los cientos de millones de personas que las celebraron en el pasado, nos convertimos en una hebra más del gran tapiz de la humanidad. Justo lo que somos: puntadas en un descomunal tapiz. Algún día desapareceremos y otros seguirán haciendo lo mismo que nosotros en estas mismas fechas, pero hoy todavía estamos vivos y eso ya es un buen motivo para alzar una copa y brindar.
Miro por la ventana y compruebo que ya ha anochecido. Ahora, cuando suba esto al blog, iré a la cocina y, como todos los años, comenzaré a preparar la cena junto con Pepa. Así que aquí os dejo con El secreto de madame Ishtar. Espero que os guste y os deseo lo mejor, para estas fiestas y para siempre. Un beso y feliz Solsticio/Navidad.
El secreto de madame Ishtar
César Mallorquí
El hombre que le abrió la puerta de aquel lujoso chalet de La Moraleja era muy joven –no más de 25 años- y extremadamente guapo; de hecho, se parecía mucho a Brad Pitt. Damián abrió la boca para presentarse, pero el joven le interrumpió indicándole con un gesto que le siguiese y luego le condujo a un enorme salón que irradiaba opulencia y buen gusto por los cuatro costados.
—Siéntese, señor García –dijo con marcado acento extranjero la juvenil versión de Brad Pitt -. Anunciaré su llegada a madame Ishtar.
Damián, obediente, se acomodó en un confortable sillón de cuero negro y observó con timidez cómo aquel Apolo vestido de Armani desaparecía tras una puerta que conducía al interior de la mansión. Luego, paseó la mirada por la estancia hasta detenerla en uno de los cuadros que colgaban de las paredes. ¿Era un Picasso? Desde luego, no parecía una reproducción, igual que no lo parecían el resto de las piezas de arte moderno que adornaban el desmesurado salón. A decir verdad, Damián estaba desconcertado; no esperaba que el hogar de una bruja fuese así.
Al cabo de unos minutos de solitaria espera, Damián cruzó los brazos y se preguntó qué demonios hacía allí. Había ido por Susana, claro, y por la felicitación de Navidad de Aurelio Castro. Pero sobre todo por Susana, ella era la verdadera razón de aquella locura. Si no tuviera que verla todos los días, se dijo por enésima vez, si no compartieran el mismo despacho, entonces quizá pudiera apartarla de su mente, olvidarla; pero Damián llevaba un año, tres meses, dos semanas y cuatro días viéndola cada jornada laborable, y ya desde el mismo momento en que la conoció se sintió atraído hacia ella; un sentimiento que pronto se transformó en amor y que no hizo más que acrecentarse conforme transcurría el tiempo.
Y no era de extrañar. Porque Susana Ruiz, licenciada en Económicas, contaba veinticuatro años, medía un metro setenta y dos de estatura, tenía el pelo moreno, los ojos verdes y una figura de quitar el aliento. Era, en resumen, una belleza. Pero es que además era inteligente, simpática, amable, colaboradora y estaba dotada de un chispeante sentido del humor. ¿Cómo no enamorarse de alguien así? Todos los varones de la oficina bebían los vientos por ella, pero Damián, que la tenía enfrente ocho horas al día, cinco días a la semana, fue quien más profundamente cayó bajo su influjo.
Y eso era un desastre, porque Damián, sencillamente, no estaba a la altura. De entrada, ya no era joven; en marzo cumpliría cuarenta y un años bastante mal llevados. Además, se estaba quedando calvo, tenía una cada vez más prominente tripa y carecía de especiales habilidades sociales; no era ni guapo, ni inteligente, ni simpático. A decir verdad, se hallaba un par de escalones por debajo de la vulgaridad. Y, para colmo de males, estaba casado y tenía dos hijos.
Al recordar a su mujer, Damián cerró los ojos y suspiró. Julia Martínez, a sus treinta y nueve años de edad, tampoco era guapa, ni inteligente, ni simpática. De hecho, Damián comenzó a salir con ella porque era la única mujer que estaba dispuesta a acostarse con él sin cobrar nada a cambio. Luego, la relación se fue prolongando y, al cabo de los años, por pura inercia, desembocó en un matrimonio donde sólo había verdadero amor por parte de ella, y mera costumbre por parte de él. Más tarde, llegaron los hijos –Quique y Laura- y, con cada embarazo, Julia ganó kilos y contorno de caderas, avejentándose prematuramente. Pero a Damián no le importó; se había acostumbrado a aquella vida y no esperaba más de ella. Además, Julia, si bien no era ni guapa, ni inteligente, ni simpática, estaba completamente enamorada de él y siempre se mostraba dulce y sumisa, de modo que Damián se sentía cómodo a su lado.
Pero todo eso cambió cuando Susana entró en su vida. De pronto, al compararla con ella, Damián fue plenamente consciente de lo poquita cosa que era Julia y, durante un tiempo, sintió que su matrimonio, su vida entera, eran una trampa en la que había caído sin darse cuenta, y pensó en rebelarse, en romper las cadenas que le ataban a una existencia anodina; pero un día, cuando, al salir de la ducha, se contempló en el espejo del baño con más detenimiento de lo usual, se dio cuenta de que no era cierto, no había caído en ninguna trampa, porque la trampa, el problema, era él.
Al comprender que jamás conseguiría conquistar el corazón de Susana, que era absurdo planteárselo siquiera, Damián se sumió en una profunda depresión y se resignó a vivir con la amargura de un amor imposible consumiéndole por dentro. Hasta que un día, a mediados de diciembre, recibió una felicitación navideña de su viejo amigo Aurelio Castro.
Aurelio y Damián habían sido compañeros de colegio e inseparables camaradas durante sus años estudiantiles. En realidad, se parecían mucho, pues ambos eran exactamente igual de mediocres; aunque, al final, Aurelio acabó dando una sonora campanada. Después del colegio, al concluir sus estudios universitarios, ambos fueron distanciándose poco a poco; sus vidas tomaron caminos divergentes y dejaron de verse. Durante mucho tiempo, Damián no supo nada de su viejo amigo; pero un día, tres años atrás, vio en el telediario una noticia que le dejó estupefacto: Catherine Baxter, la estrella más rutilante de Hollywood, se había casado sorpresivamente con un camarero español llamado Aurelio Castro. Al principio, Damián pensó que el nombre era una coincidencia, pero luego la pantalla del televisor mostró imágenes del novio y ya no le cupo la menor duda: era él, su amigo, el infeliz que, igual que Damián, siempre había sido incapaz de comerse una rosca.
¿Cómo consiguió Aurelio casarse con la joven actriz más bella y famosa de la cinematografía mundial? Ese misterio había acompañado a Damián durante años. Y, de pronto, una inesperada felicitación navideña de su amigo, y en ella una nota escrita a mano: “Estaré en Madrid a partir del 14 de este mes. Llámame”. Debajo, un número de teléfono. Como es lógico, la curiosidad se impuso; Damián telefoneó a Aurelio y quedaron en verse al día siguiente.
Aurelio Castro estaba alojado en una suite del hotel Ritz. Pese al tiempo transcurrido, apenas había cambiado; es cierto que tenía buen aspecto, que vestía un traje carísimo y que el Rolex de oro que llevaba en la muñeca izquierda relucía como un faro, pero en el fondo seguía siendo el mismo tipo feo y bajito de siempre. Tras saludarse con un fuerte abrazo, se dirigieron al bar del hotel, se sentaron a una mesa y, después de pedirle al camarero un par de copas, charlaron sobre lo que había sido de ellos durante los últimos años; aunque, en realidad, quien más habló, pues tenía más que contar, fue Aurelio. Su actual vida, según describió, era la típica vida de un multimillonario ocioso. Finalmente, una vez que se hubieron puesto al tanto de sus mutuas biografías, Damián preguntó:
—Bueno, ¿cómo es que has vuelto a Madrid?
—Kathy y yo vamos a pasar las navidades con mis padres.
—Así que la famosa Catherine Baxter es “Kathy” para ti... ¿Dónde está tu flamante esposa?
—En Los Ángeles. Tiene que rodar con George Clooney unas escenas suplementarias para su última película, pero se reunirá conmigo antes de Nochebuena.
Damián le contempló con incredulidad y sacudió la cabeza.
—Aún me cuesta creérmelo –dijo-. ¿Cómo es posible que te hayas casado con una estrella de Hollywood? Entiéndeme, me alegro mucho por ti, pero no me lo explico; eres una persona normal y corriente, y a las personas normales y corrientes no les suceden esas cosas.
Aurelio sonrió.
—A veces ocurren milagros –dijo con un encogimiento de hombros-. Kathy dio una fiesta en su casa, yo era uno de los camareros, ella se fijó en mí, charlamos, nos vimos de nuevo y... en fin, surgió el amor.
¿Y por qué demonios una diosa de la pantalla se fijó en alguien tan vulgar?, pensó Damián, aunque no lo dijo. En vez de ello, comentó:
—Es como un cuento de hadas... –Dejó escapar un suspiro y agregó-: Qué suerte tienes, cabrón.
Aurelio entrecerró los ojos y observó a su amigo.
—¿Te pasa algo? –preguntó-. Pareces... no sé, triste.
Damián jamás le había confesado a nadie sus sentimientos hacia Susana Ruiz y, con el paso del tiempo, aquel íntimo secreto había acabado convirtiéndose en una pesada carga, así que de pronto, casi sin proponérselo, se lo contó todo. Aurelio le escuchó en silencio y, cuando Damián concluyó el relato de sus cuitas amorosas, preguntó con una sonrisa:
—¿Lo de esa chica no será un capricho? Ya sabes, la crisis de los cuarenta.
Damián le miró con ojos de carnero degollado.
—Llevo más de un año perdidamente enamorado de Susana. ¿Es eso un capricho?
—Bueno, ya sabes lo que decía Oscar Wilde: la diferencia entre un capricho y un amor eterno es que el capricho dura algo más.
Damián sonrió con tristeza y dejó caer la mirada. Aurelio le contempló en silencio, pensativo, mientras daba un largo sorbo a su bebida. Luego, depositó el vaso sobre la mesa, arqueó las cejas y preguntó:
—¿Y si te dijera que esa chica, tu compañera de trabajo, puede ser tuya?
—¿Qué?
Aurelio se inclinó hacia él con aire confidencial.
—Antes –dijo en voz baja-, cuando me preguntabas por Kathy, te parecía inexplicable que una mujer así se hubiera casado conmigo, pero en realidad querías decir con alguien tan vulgar y mediocre como yo. Y tienes toda la razón del mundo; en circunstancias normales, Catherine Baxter jamás me habría prestado la más mínima atención. Pero es que las circunstancias no fueron normales.
—¿Qué quieres decir?
Aurelio sonrió.
—Que hice trampas. Utilicé un filtro de amor.
Damián torció el gesto.
—Joder, Aurelio –dijo-, que estoy hablando en serio...
—Y yo también. Escucha: hace años conocí al marido de una miss universo, un tipo realmente feo. Nos hicimos amigos y al cabo del tiempo, como era inevitable, acabé preguntándole cómo era posible que estuviese casado con una mujer tan guapa. Entonces me habló de madame Ishtar, una hechicera que, según me aseguró, fabricaba los más eficaces filtros de amor del mundo. Al principio, igual que tú, no le creí, pero él me dio su dirección e insistió en que la visitase. Lo hice y... esa mujer me convenció, así que le compré su extraordinaria mercancía.
A continuación, Aurelio prosiguió su historia relatando cómo, con la poción a buen recaudo, se había trasladado a Los Ángeles. Una vez allí, averiguó cuál era la empresa de catering que usualmente trabajaba para Catherine Baxter. Consiguió un empleo de camarero en dicha empresa y, finalmente, un buen día sus servicios fueron requeridos para una fiesta en la mansión de la señorita Baxter. Lo más sencillo de todo, especialmente para un camarero, fue agregar el filtro de amor a una de las bebidas de la actriz.
—Un mes más tarde –concluyó Aurelio-, nos casamos.
A Damián le resultaba muy difícil creerse aquella historia, pero su amigo insistió tanto en que era cierta que, al final, acabó dudando.
—Hagamos una cosa –propuso Aurelio-. Telefonearé a madame Ishtar y le pediré que te reciba. Tú vete a verla y decide por ti mismo.
No muy seguro de lo que estaba haciendo, Damián aceptó. Luego, ambos se dirigieron al restaurante del hotel y siguieron charlando, aunque no volvieron a mencionar el tema de los filtros de amor. Sin embargo, al día siguiente Aurelio telefoneó a su amigo al trabajo y le dijo:
—Madame Ishtar ha aceptado. Te recibirá mañana a las nueve de la noche en su casa.
Acto seguido, le proporcionó una dirección perteneciente a La Moraleja, una urbanización de lujo de Madrid. Damián le dio las gracias y, tras despedirse, colgó. En principio, no tenía la menor intención de acudir a esa cita, pues se trataba de una historia evidentemente absurda; sin embargo, conforme pasaban las horas, mientras contemplaba de reojo a la maravillosa Susana sentada frente a su escritorio, aquella decisión inicial se fue debilitando. ¿Y si era verdad? Además, después de las molestias que se había tomado, no podía dejar en mal lugar a Aurelio. Y, en cualquier caso, ¿qué podía perder acudiendo a aquella cita? Como mucho, el tiempo.
Y allí estaba, aguardando en un fastuoso salón la llegada de una bruja llamada madame Ishtar y sintiéndose el hombre más ridículo del mundo. Por fin, tras diez largos minutos de espera, una puerta se abrió y entró en la estancia una mujer de entre setenta y ochenta años de edad, muy delgada, con muchas arrugas y excesivo maquillaje. Vestía una túnica negra, larga hasta los pies, y se cubría la cabeza con un turbante violeta en cuya parte frontal relucía un enorme rubí. Al verla entrar, Damián se incorporó y le tendió la mano, pero ella, ignorando el saludo, le indicó con un gesto que se sentase y se acomodó a su vez en un sillón.
—Soy madame Ishtar –dijo con voz un tanto cascada.
—Yo soy Damián García –repuso él entono inseguro-. He venido para...
—Ya sé para qué has venido –le interrumpió la anciana-. Pero, antes de entrar en materia, permíteme una pregunta: La dama cuyo corazón quieres conquistar, ¿es rica?
—Pues... no.
—Ah, entonces es que estás enamorado. Déjame adivinar: se trata de una mujer más joven que tú, probablemente una compañera de trabajo. ¿Me equivoco?
—¿Se lo ha contado Aurelio?
Madame Ishtar soltó una risita similar al graznido de un cuervo.
—No ha sido necesario. Han pasado tantas personas por aquí en tu misma situación que ya no necesito ni preguntar. En realidad, la gente que requiere mis servicios sólo persigue una de estas tres cosas: o dinero, o belleza, o romance. Tú perteneces al tercer grupo. Bueno, vamos al grano.
La anciana sacó de un bolsillo de su túnica un frasquito azul con tapa de plata y se lo mostró a Damián.
—Esto es un filtro de amor –prosiguió-. Su funcionamiento es muy sencillo. Debes introducir en su interior un trocito de uno de tus cabellos. Luego, lo agitas durante treinta segundos y se lo das a beber a la afortunada. Puedes mezclarlo con cualquier bebida; la poción es incolora, inodora e insípida.
—Y la mujer que lo beba... ¿se enamorará de mí?
—Instantáneamente y para siempre.
Damián titubeó durante unos segundos y preguntó:
—¿Cuánto vale?
Madame Ishtar hizo un gesto vago.
—Valer, lo que se dice valer, muy poco –respondió-. De hecho, el coste del frasco es muy superior al de la pócima. Pero claro, lo importante es la composición del filtro, y ese es mi secreto, algo que nadie más conoce, lo cual, como es lógico, encarece el importe. No obstante, el precio es elástico, depende de las circunstancias de cada cliente. En tu caso concreto, te costará 13.453 euros.
—¡¿Qué?! –exclamó Damián-. ¡Pero eso es una barbaridad!
—No tanto –replicó la anciana con aire aburrido-. En la cuenta corriente tienes 16.453 euros, así que te dejo tres mil para que pases las fiestas. Es una ganga.
—¿Cómo sabe cuánto dinero tengo en el banco?
Madame Ishtar graznó una nueva risita.
—Soy una bruja –repuso-. ¿Qué esperabas?
Damián respiró hondo y se incorporó.
—Disculpe –dijo-, lamento haberle hecho perder el tiempo, pero...
—¡Siéntate! –restalló la anciana. Damián obedeció en el acto y ella prosiguió-: Esto es lo más fastidioso de mi trabajo, la estúpida incredulidad de mis clientes. Escucha, Damián García: hay personas que han pagado millones por uno de mis filtros y yo te la estoy ofreciendo a ti por una miseria. Sin embargo, te parece demasiado dinero por un frasquito, ¿verdad?, porque no te das cuenta de que lo que compras no es un brebaje, sino satisfacer el mayor de tus deseos. Aunque, claro, quizá te esté engañando, puede que sea una estafadora... –Hizo una pausa-. En realidad me llamo Dolores Clavijo; Ishtar es mi nom de guerre, por así decirlo; y esa es toda la falsedad que hay en mí. Pero, claro, necesitas pruebas. Pues bien, te daré pruebas.
La anciana cogió una campanilla de plata que descansaba sobre la mesa central y la hizo tintinear durante unos segundos. Al poco, el Apolo que había recibido a Damián entró en el salón.
—Te presento a John Owen, un famoso modelo publicitario australiano –dijo madame Ishtar-. Quizá le hayas visto en algún anuncio de Calvin Kline. John y yo somos íntimos amigos. Muy íntimos. –Se volvió hacia el joven y le preguntó-: Dime Johnny, ¿me quieres?
—Ya sabes que sí, Lola. Te adoro.
—Entonces, ¿por qué no me besas?
Con una sonrisa, el joven se inclino hacia la anciana y la besó en los labios, largamente, con pasión, recorriendo con su lengua el interior de aquella boca vieja y desdentada. Finalmente, madame Ishtar le apartó con firme suavidad y le ordenó:
—Ya puedes retirarte. Mi cliente y yo tenemos que hablar en privado.
Sin decir nada, el joven abandonó el salón. Entonces, la anciana contempló a Damián y le preguntó:
—¿Qué has visto?
Damián parpadeó un par de veces, asombrado. Había visto amor, deseo y lujuria en la mirada de aquella fotocopia de Brad Pitt mientras besaba a una vieja momia; incluso había advertido cómo se le abultaba el vaquero a la altura de la bragueta. Lentamente, Damián sacó un bolígrafo y una chequera del bolsillo interior de su americana y preguntó:
—¿Acepta cheques?
Madame Ishtar sonrió.
—Al portador, si no te importa.
Damián rellenó el cheque, se lo dio a la anciana y ella, a su vez, le entregó el frasquito azul. Luego, le acompañó a la salida, pero antes de despedirse preguntó:
—¿No crees que sería mejor utilizar el filtro con una mujer hermosa y rica, como hizo tu amigo Aurelio? Tú vida mejoraría mucho.
Damián negó con la cabeza.
—No es eso lo que quiero –dijo.
—Ah, el amor natural –suspiró madame Ishtar-; es tan caprichoso... En fin, espero que uses sabiamente mi poción. Buenas noches, Damián García. Ah, y feliz Navidad.
Dicho esto, cerró la puerta.
* * *
A partir de su encuentro con madame Ishtar, Damián llevó todos los días al trabajo el filtro de amor, esperando la oportunidad de poder suministrárselo a Susana; sin embargo, por un motivo o por otro, esa oportunidad nunca se presentó. Pero a Damián no le importaba; faltaba poco para la fiesta de Navidad de la empresa y ese sería el momento perfecto para llevar a cabo sus planes.
Y finalmente, el día veintidós, se celebró la fiesta. Por la tarde, antes de ir a cenar todos juntos a un restaurante cercano, sirvieron una copas en la oficina y Damián, perdido en el bullicio que montaban sus compañeros de trabajo, contemplaba desde lejos a su adorada Susana, pensando en lo poco que faltaba para que aquella deliciosa mujer respondiese al fin a un amor hasta entonces no correspondido...
Al anochecer, cuando el número de dipsómanos había aumentado ya notablemente, Damián se encerró en su despacho, se sentó en su silla y puso el frasquito azul sobre el escritorio, delante de él; luego, sacó del cajón unas tijeras. Ahora todo lo que tenía que hacer era cortarse un cabello, añadirlo al filtro y agitarlo. Después, vertería el bebedizo en una copa de champán, se la llevaría a Susana y le ofrecería un brindis. Nadie se niega a brindar con un compañero de trabajo. Entonces, sería suya.
Damián cogió uno de sus cabellos entre el índice y el pulgar de la mano izquierda y alzó las tijeras, pero no llegó a efectuar el corte. Tenía la sensación de que algo no era correcto. Dejó las tijeras sobre la mesa y se quedó mirando el frasquito azul. Hasta entonces, aquel mágico bebedizo se le había antojado un inesperado milagro, pero ¿qué era en realidad? De hecho, ¿qué se proponía llevar a cabo? Iba a torcer la voluntad de una persona para obligarla a amarle... De repente, aquello le pareció una especie violación; o aún peor, pues en una violación sólo se profana el cuerpo y lo que él se proponía hacer era quebrantar el espíritu. Aunque, por otro lado, ¿qué diferencia hay entre un amor espontáneo y otro inducido? Ninguna. Susana jamás se enteraría. Pero él sí. ¿Le importaba?
¿Y las consecuencias de aquel acto? La primera de ellas sería perder a su familia. Habría un divorcio y Julia se quedaría con la custodia de los niños. Damián se estremeció; hasta entonces no había pensado en los efectos que tendría un romance con Susana, pues jamás había pensado que tal romance fuera posible, pero ahora, cuando el milagro estaba a punto de suceder, se daba cuenta por primera vez de que conseguir a la mujer de sus sueños significaba renunciar a sus hijos.
Damián sacó de un cajón un marco con la foto de su mujer y de sus hijos y la contempló pensativo. Antes, aquella foto descansaba sobre el escritorio, pero cuando Susana entró a trabajar en la oficina, Damián, como si de repente se avergonzara de ellos, la ocultó. Qué acto más infantil, triste y miserable, pensó. Luego, sin apartar los ojos del retrato de su familia, intentó imaginarse el dolor que le iba a causar a Julia. No la amaba, pero era una buena mujer y no se merecía ese sufrimiento. ¿Y sus hijos; cómo les afectaría a Quique y a Laura la separación de sus padres? ¿Y a él, cómo le afectaría semejante ruptura? Damián no podía imaginarse la vida sin ver cada mañana a sus hijos. Porque, evidentemente, Julia se quedaría con la casa y él tendría que buscarse algún alquiler barato, pues gran parte de su sueldo estaría destinado a mantener a su antigua familia.
De repente experimentó un enorme agobio y se sintió de nuevo atrapado en un callejón sin salida. No, aquello que se proponía hacer no estaba bien, sólo iba a causar desastres y dolor... Durante un instante estuvo tentado de coger el frasquito azul y estamparlo contra la pared, pero se contuvo. Había invertido casi la totalidad de sus ahorros en aquel bebedizo, no podía deshacerse de él así como así.
Además, debía tener presente lo más importante: Susana. No quería renunciar a ella, no quería renunciar al amor y a la felicidad. Pero, ¿no sería la poción de madame Ishtar el camino directo a una clase de infelicidad que ni siquiera el amor puede mitigar?
El hombre que le abrió la puerta de aquel lujoso chalet de La Moraleja era muy joven –no más de 25 años- y extremadamente guapo; de hecho, se parecía mucho a Brad Pitt. Damián abrió la boca para presentarse, pero el joven le interrumpió indicándole con un gesto que le siguiese y luego le condujo a un enorme salón que irradiaba opulencia y buen gusto por los cuatro costados.
—Siéntese, señor García –dijo con marcado acento extranjero la juvenil versión de Brad Pitt -. Anunciaré su llegada a madame Ishtar.
Damián, obediente, se acomodó en un confortable sillón de cuero negro y observó con timidez cómo aquel Apolo vestido de Armani desaparecía tras una puerta que conducía al interior de la mansión. Luego, paseó la mirada por la estancia hasta detenerla en uno de los cuadros que colgaban de las paredes. ¿Era un Picasso? Desde luego, no parecía una reproducción, igual que no lo parecían el resto de las piezas de arte moderno que adornaban el desmesurado salón. A decir verdad, Damián estaba desconcertado; no esperaba que el hogar de una bruja fuese así.
Al cabo de unos minutos de solitaria espera, Damián cruzó los brazos y se preguntó qué demonios hacía allí. Había ido por Susana, claro, y por la felicitación de Navidad de Aurelio Castro. Pero sobre todo por Susana, ella era la verdadera razón de aquella locura. Si no tuviera que verla todos los días, se dijo por enésima vez, si no compartieran el mismo despacho, entonces quizá pudiera apartarla de su mente, olvidarla; pero Damián llevaba un año, tres meses, dos semanas y cuatro días viéndola cada jornada laborable, y ya desde el mismo momento en que la conoció se sintió atraído hacia ella; un sentimiento que pronto se transformó en amor y que no hizo más que acrecentarse conforme transcurría el tiempo.
Y no era de extrañar. Porque Susana Ruiz, licenciada en Económicas, contaba veinticuatro años, medía un metro setenta y dos de estatura, tenía el pelo moreno, los ojos verdes y una figura de quitar el aliento. Era, en resumen, una belleza. Pero es que además era inteligente, simpática, amable, colaboradora y estaba dotada de un chispeante sentido del humor. ¿Cómo no enamorarse de alguien así? Todos los varones de la oficina bebían los vientos por ella, pero Damián, que la tenía enfrente ocho horas al día, cinco días a la semana, fue quien más profundamente cayó bajo su influjo.
Y eso era un desastre, porque Damián, sencillamente, no estaba a la altura. De entrada, ya no era joven; en marzo cumpliría cuarenta y un años bastante mal llevados. Además, se estaba quedando calvo, tenía una cada vez más prominente tripa y carecía de especiales habilidades sociales; no era ni guapo, ni inteligente, ni simpático. A decir verdad, se hallaba un par de escalones por debajo de la vulgaridad. Y, para colmo de males, estaba casado y tenía dos hijos.
Al recordar a su mujer, Damián cerró los ojos y suspiró. Julia Martínez, a sus treinta y nueve años de edad, tampoco era guapa, ni inteligente, ni simpática. De hecho, Damián comenzó a salir con ella porque era la única mujer que estaba dispuesta a acostarse con él sin cobrar nada a cambio. Luego, la relación se fue prolongando y, al cabo de los años, por pura inercia, desembocó en un matrimonio donde sólo había verdadero amor por parte de ella, y mera costumbre por parte de él. Más tarde, llegaron los hijos –Quique y Laura- y, con cada embarazo, Julia ganó kilos y contorno de caderas, avejentándose prematuramente. Pero a Damián no le importó; se había acostumbrado a aquella vida y no esperaba más de ella. Además, Julia, si bien no era ni guapa, ni inteligente, ni simpática, estaba completamente enamorada de él y siempre se mostraba dulce y sumisa, de modo que Damián se sentía cómodo a su lado.
Pero todo eso cambió cuando Susana entró en su vida. De pronto, al compararla con ella, Damián fue plenamente consciente de lo poquita cosa que era Julia y, durante un tiempo, sintió que su matrimonio, su vida entera, eran una trampa en la que había caído sin darse cuenta, y pensó en rebelarse, en romper las cadenas que le ataban a una existencia anodina; pero un día, cuando, al salir de la ducha, se contempló en el espejo del baño con más detenimiento de lo usual, se dio cuenta de que no era cierto, no había caído en ninguna trampa, porque la trampa, el problema, era él.
Al comprender que jamás conseguiría conquistar el corazón de Susana, que era absurdo planteárselo siquiera, Damián se sumió en una profunda depresión y se resignó a vivir con la amargura de un amor imposible consumiéndole por dentro. Hasta que un día, a mediados de diciembre, recibió una felicitación navideña de su viejo amigo Aurelio Castro.
Aurelio y Damián habían sido compañeros de colegio e inseparables camaradas durante sus años estudiantiles. En realidad, se parecían mucho, pues ambos eran exactamente igual de mediocres; aunque, al final, Aurelio acabó dando una sonora campanada. Después del colegio, al concluir sus estudios universitarios, ambos fueron distanciándose poco a poco; sus vidas tomaron caminos divergentes y dejaron de verse. Durante mucho tiempo, Damián no supo nada de su viejo amigo; pero un día, tres años atrás, vio en el telediario una noticia que le dejó estupefacto: Catherine Baxter, la estrella más rutilante de Hollywood, se había casado sorpresivamente con un camarero español llamado Aurelio Castro. Al principio, Damián pensó que el nombre era una coincidencia, pero luego la pantalla del televisor mostró imágenes del novio y ya no le cupo la menor duda: era él, su amigo, el infeliz que, igual que Damián, siempre había sido incapaz de comerse una rosca.
¿Cómo consiguió Aurelio casarse con la joven actriz más bella y famosa de la cinematografía mundial? Ese misterio había acompañado a Damián durante años. Y, de pronto, una inesperada felicitación navideña de su amigo, y en ella una nota escrita a mano: “Estaré en Madrid a partir del 14 de este mes. Llámame”. Debajo, un número de teléfono. Como es lógico, la curiosidad se impuso; Damián telefoneó a Aurelio y quedaron en verse al día siguiente.
Aurelio Castro estaba alojado en una suite del hotel Ritz. Pese al tiempo transcurrido, apenas había cambiado; es cierto que tenía buen aspecto, que vestía un traje carísimo y que el Rolex de oro que llevaba en la muñeca izquierda relucía como un faro, pero en el fondo seguía siendo el mismo tipo feo y bajito de siempre. Tras saludarse con un fuerte abrazo, se dirigieron al bar del hotel, se sentaron a una mesa y, después de pedirle al camarero un par de copas, charlaron sobre lo que había sido de ellos durante los últimos años; aunque, en realidad, quien más habló, pues tenía más que contar, fue Aurelio. Su actual vida, según describió, era la típica vida de un multimillonario ocioso. Finalmente, una vez que se hubieron puesto al tanto de sus mutuas biografías, Damián preguntó:
—Bueno, ¿cómo es que has vuelto a Madrid?
—Kathy y yo vamos a pasar las navidades con mis padres.
—Así que la famosa Catherine Baxter es “Kathy” para ti... ¿Dónde está tu flamante esposa?
—En Los Ángeles. Tiene que rodar con George Clooney unas escenas suplementarias para su última película, pero se reunirá conmigo antes de Nochebuena.
Damián le contempló con incredulidad y sacudió la cabeza.
—Aún me cuesta creérmelo –dijo-. ¿Cómo es posible que te hayas casado con una estrella de Hollywood? Entiéndeme, me alegro mucho por ti, pero no me lo explico; eres una persona normal y corriente, y a las personas normales y corrientes no les suceden esas cosas.
Aurelio sonrió.
—A veces ocurren milagros –dijo con un encogimiento de hombros-. Kathy dio una fiesta en su casa, yo era uno de los camareros, ella se fijó en mí, charlamos, nos vimos de nuevo y... en fin, surgió el amor.
¿Y por qué demonios una diosa de la pantalla se fijó en alguien tan vulgar?, pensó Damián, aunque no lo dijo. En vez de ello, comentó:
—Es como un cuento de hadas... –Dejó escapar un suspiro y agregó-: Qué suerte tienes, cabrón.
Aurelio entrecerró los ojos y observó a su amigo.
—¿Te pasa algo? –preguntó-. Pareces... no sé, triste.
Damián jamás le había confesado a nadie sus sentimientos hacia Susana Ruiz y, con el paso del tiempo, aquel íntimo secreto había acabado convirtiéndose en una pesada carga, así que de pronto, casi sin proponérselo, se lo contó todo. Aurelio le escuchó en silencio y, cuando Damián concluyó el relato de sus cuitas amorosas, preguntó con una sonrisa:
—¿Lo de esa chica no será un capricho? Ya sabes, la crisis de los cuarenta.
Damián le miró con ojos de carnero degollado.
—Llevo más de un año perdidamente enamorado de Susana. ¿Es eso un capricho?
—Bueno, ya sabes lo que decía Oscar Wilde: la diferencia entre un capricho y un amor eterno es que el capricho dura algo más.
Damián sonrió con tristeza y dejó caer la mirada. Aurelio le contempló en silencio, pensativo, mientras daba un largo sorbo a su bebida. Luego, depositó el vaso sobre la mesa, arqueó las cejas y preguntó:
—¿Y si te dijera que esa chica, tu compañera de trabajo, puede ser tuya?
—¿Qué?
Aurelio se inclinó hacia él con aire confidencial.
—Antes –dijo en voz baja-, cuando me preguntabas por Kathy, te parecía inexplicable que una mujer así se hubiera casado conmigo, pero en realidad querías decir con alguien tan vulgar y mediocre como yo. Y tienes toda la razón del mundo; en circunstancias normales, Catherine Baxter jamás me habría prestado la más mínima atención. Pero es que las circunstancias no fueron normales.
—¿Qué quieres decir?
Aurelio sonrió.
—Que hice trampas. Utilicé un filtro de amor.
Damián torció el gesto.
—Joder, Aurelio –dijo-, que estoy hablando en serio...
—Y yo también. Escucha: hace años conocí al marido de una miss universo, un tipo realmente feo. Nos hicimos amigos y al cabo del tiempo, como era inevitable, acabé preguntándole cómo era posible que estuviese casado con una mujer tan guapa. Entonces me habló de madame Ishtar, una hechicera que, según me aseguró, fabricaba los más eficaces filtros de amor del mundo. Al principio, igual que tú, no le creí, pero él me dio su dirección e insistió en que la visitase. Lo hice y... esa mujer me convenció, así que le compré su extraordinaria mercancía.
A continuación, Aurelio prosiguió su historia relatando cómo, con la poción a buen recaudo, se había trasladado a Los Ángeles. Una vez allí, averiguó cuál era la empresa de catering que usualmente trabajaba para Catherine Baxter. Consiguió un empleo de camarero en dicha empresa y, finalmente, un buen día sus servicios fueron requeridos para una fiesta en la mansión de la señorita Baxter. Lo más sencillo de todo, especialmente para un camarero, fue agregar el filtro de amor a una de las bebidas de la actriz.
—Un mes más tarde –concluyó Aurelio-, nos casamos.
A Damián le resultaba muy difícil creerse aquella historia, pero su amigo insistió tanto en que era cierta que, al final, acabó dudando.
—Hagamos una cosa –propuso Aurelio-. Telefonearé a madame Ishtar y le pediré que te reciba. Tú vete a verla y decide por ti mismo.
No muy seguro de lo que estaba haciendo, Damián aceptó. Luego, ambos se dirigieron al restaurante del hotel y siguieron charlando, aunque no volvieron a mencionar el tema de los filtros de amor. Sin embargo, al día siguiente Aurelio telefoneó a su amigo al trabajo y le dijo:
—Madame Ishtar ha aceptado. Te recibirá mañana a las nueve de la noche en su casa.
Acto seguido, le proporcionó una dirección perteneciente a La Moraleja, una urbanización de lujo de Madrid. Damián le dio las gracias y, tras despedirse, colgó. En principio, no tenía la menor intención de acudir a esa cita, pues se trataba de una historia evidentemente absurda; sin embargo, conforme pasaban las horas, mientras contemplaba de reojo a la maravillosa Susana sentada frente a su escritorio, aquella decisión inicial se fue debilitando. ¿Y si era verdad? Además, después de las molestias que se había tomado, no podía dejar en mal lugar a Aurelio. Y, en cualquier caso, ¿qué podía perder acudiendo a aquella cita? Como mucho, el tiempo.
Y allí estaba, aguardando en un fastuoso salón la llegada de una bruja llamada madame Ishtar y sintiéndose el hombre más ridículo del mundo. Por fin, tras diez largos minutos de espera, una puerta se abrió y entró en la estancia una mujer de entre setenta y ochenta años de edad, muy delgada, con muchas arrugas y excesivo maquillaje. Vestía una túnica negra, larga hasta los pies, y se cubría la cabeza con un turbante violeta en cuya parte frontal relucía un enorme rubí. Al verla entrar, Damián se incorporó y le tendió la mano, pero ella, ignorando el saludo, le indicó con un gesto que se sentase y se acomodó a su vez en un sillón.
—Soy madame Ishtar –dijo con voz un tanto cascada.
—Yo soy Damián García –repuso él entono inseguro-. He venido para...
—Ya sé para qué has venido –le interrumpió la anciana-. Pero, antes de entrar en materia, permíteme una pregunta: La dama cuyo corazón quieres conquistar, ¿es rica?
—Pues... no.
—Ah, entonces es que estás enamorado. Déjame adivinar: se trata de una mujer más joven que tú, probablemente una compañera de trabajo. ¿Me equivoco?
—¿Se lo ha contado Aurelio?
Madame Ishtar soltó una risita similar al graznido de un cuervo.
—No ha sido necesario. Han pasado tantas personas por aquí en tu misma situación que ya no necesito ni preguntar. En realidad, la gente que requiere mis servicios sólo persigue una de estas tres cosas: o dinero, o belleza, o romance. Tú perteneces al tercer grupo. Bueno, vamos al grano.
La anciana sacó de un bolsillo de su túnica un frasquito azul con tapa de plata y se lo mostró a Damián.
—Esto es un filtro de amor –prosiguió-. Su funcionamiento es muy sencillo. Debes introducir en su interior un trocito de uno de tus cabellos. Luego, lo agitas durante treinta segundos y se lo das a beber a la afortunada. Puedes mezclarlo con cualquier bebida; la poción es incolora, inodora e insípida.
—Y la mujer que lo beba... ¿se enamorará de mí?
—Instantáneamente y para siempre.
Damián titubeó durante unos segundos y preguntó:
—¿Cuánto vale?
Madame Ishtar hizo un gesto vago.
—Valer, lo que se dice valer, muy poco –respondió-. De hecho, el coste del frasco es muy superior al de la pócima. Pero claro, lo importante es la composición del filtro, y ese es mi secreto, algo que nadie más conoce, lo cual, como es lógico, encarece el importe. No obstante, el precio es elástico, depende de las circunstancias de cada cliente. En tu caso concreto, te costará 13.453 euros.
—¡¿Qué?! –exclamó Damián-. ¡Pero eso es una barbaridad!
—No tanto –replicó la anciana con aire aburrido-. En la cuenta corriente tienes 16.453 euros, así que te dejo tres mil para que pases las fiestas. Es una ganga.
—¿Cómo sabe cuánto dinero tengo en el banco?
Madame Ishtar graznó una nueva risita.
—Soy una bruja –repuso-. ¿Qué esperabas?
Damián respiró hondo y se incorporó.
—Disculpe –dijo-, lamento haberle hecho perder el tiempo, pero...
—¡Siéntate! –restalló la anciana. Damián obedeció en el acto y ella prosiguió-: Esto es lo más fastidioso de mi trabajo, la estúpida incredulidad de mis clientes. Escucha, Damián García: hay personas que han pagado millones por uno de mis filtros y yo te la estoy ofreciendo a ti por una miseria. Sin embargo, te parece demasiado dinero por un frasquito, ¿verdad?, porque no te das cuenta de que lo que compras no es un brebaje, sino satisfacer el mayor de tus deseos. Aunque, claro, quizá te esté engañando, puede que sea una estafadora... –Hizo una pausa-. En realidad me llamo Dolores Clavijo; Ishtar es mi nom de guerre, por así decirlo; y esa es toda la falsedad que hay en mí. Pero, claro, necesitas pruebas. Pues bien, te daré pruebas.
La anciana cogió una campanilla de plata que descansaba sobre la mesa central y la hizo tintinear durante unos segundos. Al poco, el Apolo que había recibido a Damián entró en el salón.
—Te presento a John Owen, un famoso modelo publicitario australiano –dijo madame Ishtar-. Quizá le hayas visto en algún anuncio de Calvin Kline. John y yo somos íntimos amigos. Muy íntimos. –Se volvió hacia el joven y le preguntó-: Dime Johnny, ¿me quieres?
—Ya sabes que sí, Lola. Te adoro.
—Entonces, ¿por qué no me besas?
Con una sonrisa, el joven se inclino hacia la anciana y la besó en los labios, largamente, con pasión, recorriendo con su lengua el interior de aquella boca vieja y desdentada. Finalmente, madame Ishtar le apartó con firme suavidad y le ordenó:
—Ya puedes retirarte. Mi cliente y yo tenemos que hablar en privado.
Sin decir nada, el joven abandonó el salón. Entonces, la anciana contempló a Damián y le preguntó:
—¿Qué has visto?
Damián parpadeó un par de veces, asombrado. Había visto amor, deseo y lujuria en la mirada de aquella fotocopia de Brad Pitt mientras besaba a una vieja momia; incluso había advertido cómo se le abultaba el vaquero a la altura de la bragueta. Lentamente, Damián sacó un bolígrafo y una chequera del bolsillo interior de su americana y preguntó:
—¿Acepta cheques?
Madame Ishtar sonrió.
—Al portador, si no te importa.
Damián rellenó el cheque, se lo dio a la anciana y ella, a su vez, le entregó el frasquito azul. Luego, le acompañó a la salida, pero antes de despedirse preguntó:
—¿No crees que sería mejor utilizar el filtro con una mujer hermosa y rica, como hizo tu amigo Aurelio? Tú vida mejoraría mucho.
Damián negó con la cabeza.
—No es eso lo que quiero –dijo.
—Ah, el amor natural –suspiró madame Ishtar-; es tan caprichoso... En fin, espero que uses sabiamente mi poción. Buenas noches, Damián García. Ah, y feliz Navidad.
Dicho esto, cerró la puerta.
* * *
A partir de su encuentro con madame Ishtar, Damián llevó todos los días al trabajo el filtro de amor, esperando la oportunidad de poder suministrárselo a Susana; sin embargo, por un motivo o por otro, esa oportunidad nunca se presentó. Pero a Damián no le importaba; faltaba poco para la fiesta de Navidad de la empresa y ese sería el momento perfecto para llevar a cabo sus planes.
Y finalmente, el día veintidós, se celebró la fiesta. Por la tarde, antes de ir a cenar todos juntos a un restaurante cercano, sirvieron una copas en la oficina y Damián, perdido en el bullicio que montaban sus compañeros de trabajo, contemplaba desde lejos a su adorada Susana, pensando en lo poco que faltaba para que aquella deliciosa mujer respondiese al fin a un amor hasta entonces no correspondido...
Al anochecer, cuando el número de dipsómanos había aumentado ya notablemente, Damián se encerró en su despacho, se sentó en su silla y puso el frasquito azul sobre el escritorio, delante de él; luego, sacó del cajón unas tijeras. Ahora todo lo que tenía que hacer era cortarse un cabello, añadirlo al filtro y agitarlo. Después, vertería el bebedizo en una copa de champán, se la llevaría a Susana y le ofrecería un brindis. Nadie se niega a brindar con un compañero de trabajo. Entonces, sería suya.
Damián cogió uno de sus cabellos entre el índice y el pulgar de la mano izquierda y alzó las tijeras, pero no llegó a efectuar el corte. Tenía la sensación de que algo no era correcto. Dejó las tijeras sobre la mesa y se quedó mirando el frasquito azul. Hasta entonces, aquel mágico bebedizo se le había antojado un inesperado milagro, pero ¿qué era en realidad? De hecho, ¿qué se proponía llevar a cabo? Iba a torcer la voluntad de una persona para obligarla a amarle... De repente, aquello le pareció una especie violación; o aún peor, pues en una violación sólo se profana el cuerpo y lo que él se proponía hacer era quebrantar el espíritu. Aunque, por otro lado, ¿qué diferencia hay entre un amor espontáneo y otro inducido? Ninguna. Susana jamás se enteraría. Pero él sí. ¿Le importaba?
¿Y las consecuencias de aquel acto? La primera de ellas sería perder a su familia. Habría un divorcio y Julia se quedaría con la custodia de los niños. Damián se estremeció; hasta entonces no había pensado en los efectos que tendría un romance con Susana, pues jamás había pensado que tal romance fuera posible, pero ahora, cuando el milagro estaba a punto de suceder, se daba cuenta por primera vez de que conseguir a la mujer de sus sueños significaba renunciar a sus hijos.
Damián sacó de un cajón un marco con la foto de su mujer y de sus hijos y la contempló pensativo. Antes, aquella foto descansaba sobre el escritorio, pero cuando Susana entró a trabajar en la oficina, Damián, como si de repente se avergonzara de ellos, la ocultó. Qué acto más infantil, triste y miserable, pensó. Luego, sin apartar los ojos del retrato de su familia, intentó imaginarse el dolor que le iba a causar a Julia. No la amaba, pero era una buena mujer y no se merecía ese sufrimiento. ¿Y sus hijos; cómo les afectaría a Quique y a Laura la separación de sus padres? ¿Y a él, cómo le afectaría semejante ruptura? Damián no podía imaginarse la vida sin ver cada mañana a sus hijos. Porque, evidentemente, Julia se quedaría con la casa y él tendría que buscarse algún alquiler barato, pues gran parte de su sueldo estaría destinado a mantener a su antigua familia.
De repente experimentó un enorme agobio y se sintió de nuevo atrapado en un callejón sin salida. No, aquello que se proponía hacer no estaba bien, sólo iba a causar desastres y dolor... Durante un instante estuvo tentado de coger el frasquito azul y estamparlo contra la pared, pero se contuvo. Había invertido casi la totalidad de sus ahorros en aquel bebedizo, no podía deshacerse de él así como así.
Además, debía tener presente lo más importante: Susana. No quería renunciar a ella, no quería renunciar al amor y a la felicidad. Pero, ¿no sería la poción de madame Ishtar el camino directo a una clase de infelicidad que ni siquiera el amor puede mitigar?
Y entonces, de repente, en un rapto de afortunada inspiración, lo comprendió. El eje de aquel dilema era él; no debía pensar ni en Julia, ni en sus hijos, ni en Susana, no debía tenerlos en cuenta, ni planteárselo siquiera. Lo único importante era su amor.
Damián cogió el filtro y lo contempló sonriente. Ya estaba listo para utilizarlo.
* * *
Damián cogió el filtro y lo contempló sonriente. Ya estaba listo para utilizarlo.
* * *
Julia Martínez regresó a su casa a las nueve de la noche. Había pasado la tarde con Quique y Laura en un parque infantil de Navidad y estaba agotada, así que dejó a sus hijos viendo la televisión en la sala y se dirigió a su cuarto para cambiarse de ropa. Entonces, cuando estaba en el pasillo, advirtió la luz que se colaba por la rendija de la puerta del dormitorio. ¿Había vuelto Damián? ¿Tan pronto? Era extraño, pues aquel día era la fiesta de Navidad de la oficina y se suponía que llegaría tarde. ¿Le habría sucedido algo? Hacía tiempo que Damián estaba raro, distante, como si siempre tuviese la cabeza en otra parte. Julia le había preguntado al respecto, pero él siempre decía que no le pasaba nada, aunque ella sabía que mentía, que había algo, algún problema, carcomiéndole por dentro.
De pronto, la puerta del dormitorio se abrió y Damián salió al pasillo.
—Ya has llegado –dijo, mirándola con una gran sonrisa.
Entonces, se acercó a ella, la abrazó y la besó en los labios, con pasión, con deseo, con profundo amor. Hacía mucho tiempo que Damián no la besaba así. En realidad, jamás la había besado así. Cuando el largo e intenso beso llegó a su fin, Julia se apartó, un poco sofocada, y, sin saber muy bien qué decir, dijo:
—¿Cómo es que has vuelto tan pronto? ¿Ha sucedido algo?
—No –mintió Damián-; no ha pasado nada.
Pero claro que había pasado algo. Damián había comprendido aquella tarde, en la soledad de su despacho, que lo verdaderamente importante era él, su amor, lo que sentía y no necesariamente hacia quién lo sentía. Por eso, Damián abandonó la oficina en mitad de la fiesta, se dirigió a su casa, entró en el cuarto de baño, buscó el cepillo del pelo de su esposa y cogió uno de los cabellos que estaban enredados en las púas. Luego, lo metió en el filtro de amor, agitó el frasco azul durante treinta segundos y finalmente, sin dudarlo un instante, se tomó la poción de un trago. Eso era lo que había ocurrido, nada más.
—Entonces –insistió Julia-, ¿por qué te has ido tan pronto de la fiesta?
Damián la miró a los ojos con infinita ternura.
—Porque quería estar contigo y decirte que te quiero con todo mi corazón.
Julia se sonrojó.
—Y yo a ti, Damián –musitó. Luego, con una mezcla de felicidad y extrañeza, agregó-: No sé qué te ha pasado, pero pareces distinto.
—Será el influjo de la Navidad –repuso él, abrazándola de nuevo.
—Entonces –murmuró ella, devolviéndole el abrazo-, feliz Navidad, Damián.
—Sí, mi amor –le susurró Damián al oído mientras la acariciaba-; tengo el presentimiento de que éstas serán las navidades más felices de nuestras vidas.
Tenía razón: lo fueron.
Mediocre, alargado y soso.
ResponderEliminarTu padre sí que sabía escribir y poetizar la vida, era un genio.
Fdo: Otro Damián, casualmente.
Es bonito :). Al principio me ha recordado un poco a El Juego de Caín, con la descripción de la mansión y todo lo demás. Aunque el final me lo veía venir desde el momento en que empieza a hacerse preguntas. Pero yo no lo habría hecho. Esa poción, al fin y al cabo, ciega. Entre cegar a otro o cegarme yo... Jamás elegiría la segunda opción, mis juicios carecerían de valor, no sería yo. En fin, no importa. Gracias por escribirnos algo.
ResponderEliminarFeliz Navidad, César :)
¡Precioso! Muchas gracias por regalarnos este cuento. Yo creo que ha hecho bien porque era su única forma de ser feliz y a la vez de hacer feliz a su familia :)
ResponderEliminar¡Feliz Navidad!
Gracias por seguir fiel a las tradiciones y regalarnos este magnífico y enternecedor cuento.
ResponderEliminarFeliz Navidad, Solsticio de Invierno Fiesta de la noche más larga del año o como quiera llamársele.
La historia es muy bonita, y por simple más bonita todavía, una lástima que la adivinase antes de tiempo. No obstante, me ha gustado.
ResponderEliminarMerak, el eligió ser feliz. Ciego o no la felicidad es un valor a tener en cuenta. Ya dice la filosofía que el fín máximo no es la capacidad de juicio, si no la busqueda de la felicidad.
Anonimo; gilipollas.
Gracias,César por tu regalo de Navidad.A mí me ha gustado,no me ha parecido alargado ni soso...es una reflexión muy válida sobre lo que son nuestras vidas y nuestros deseos...no siempre es fácil saber decidir en la vida por dónde seguir caminando.Pensar en los demás tanto como en uno mismo y en las consecuencias de nuestros actos es muy sensato y es un camino que nos puede hacer muy felices.
ResponderEliminarGracias de nuevo y feliz fin de año.
Aurora Boreal
Muchas gracias por el regalo.
ResponderEliminarQue tengas un estupendo 2010, publicando mucho, ganando premios y esas cosas.
A mí me gusta mucho hasta el momento en que Damián decide cómo utilizar la pócima. A partir de ahí me parece demasiado explícito.
ResponderEliminarEn cualquier caso, el mundo está lleno de gente que se plantea ideas semejantes, con o sin pócima mágica...
Feliz 2010,
Jorge
PD: Los anónimos que lanzan ese tipo de dardos son unos putos infames cobardes.
Boeder Escalier: yo veo inconcebible la felicidad sin mi capacidad de juicio. Tengo en demasiada consideración mis reflexiones, igual por eso soy una amargada :P ^^. Felices fiestas!
ResponderEliminarHermoso cuento César. Gracias por el esfuerzo. Felices Fiestas y Próspero Año Nuevo.
ResponderEliminarMazarbul
Bueno, es que en cierta manera, merak, es inconcebible salvo en los cuentos y las historias.
ResponderEliminarLa felicidad gratis no existe. La verdad es que no sabría decirte si estaría bien que lo hiciese.
Sería como hablar por el paraiso.
Feliz navidad. ^^
PD: Cesar de demora usted en matizar nuestros comentarios. Anda que.
Amigos míos: a todos, gracias por vuestros comentarios. A lo que os haya gustado el cuento, me alegro; siempre es agradable acertar con un regalo. A los que no: procuraré hacerlo mejor el año que viene.
ResponderEliminarMerak & Boeder Escalier: en realidad, creo que los dos tenéis razón. La opción que escoge el protagonista es la única que hace feliz a todo el mundo; no obstante, no sé si yo, en su lugar, haría lo mismo. Por otro lado, uno no escoge de quién se enamora; es algo fortuito y, en cierto modo, arbitrario. Pero con el filtro de madame Ishtar podríamos elegir voluntariamente a quién amar, lo cual no está mal... Afortunadamente, como dice Boeder, nunca tendremos que tomar esa decisión en la vida real, pues es algo que sólo sucede en la ficción. Aunque es posible que nos encontremos en situaciones más o menos parecidas; es decir, sin filtro de por medio, pero teniendo que elegir entre diversas opciones ninguna de las cuales es del todo buena...
Siento llegar tarde a la lectura y comentario de tu tradicional cuento de Navidad. Muy bonito, como siempre.
ResponderEliminarNo entiendo muy bien si los comentarios que dicen "adiviné el final" tienen voluntad de crítica (¿está bien o mal que el final se transluzca unos párrafos antes?) o de cierta infantil pose de "qué listo/a soy".
Si hay que aportar algo en ese sentido yo sólo puedo decir que el final me pareció consecuente con todo lo que venía antes. Insisto: no sé si eso es bueno o malo desde el punto de vista de la técnica literaria. En cualquier caso, yo lo he disfrutado así.
Respecto al trasfondo del cuento, me hace reflexionar sobre el trasfondo del amor y del poder. ¿Qué es lo que realmente hace esa pócima y cómo la usarían algunos? Quizá no tanto en provocar el enamoramiento del propio amor platónico, como pretende al principio Damián, sino en provocar que cuanta más gente te rinda devoción (en forma de enamoramiento... vale ¡qué mas da!). Ese sentimiento es muy poderoso: no enamorarte, sino obtener de otro su admiración/devoción/amor hacia ti.
Me imagino a Damián reconvertido en un mefistofélico Berlusconi y que va dividiendo el contenido del tarro en minúsculas porciones para distribuir entre no sólo jóvenes y siliconadas velinas, sino entre cualquier persona que pueda rendirle pleitesía.
:)
ResponderEliminarA mí me gusta la idea de cegarse a sí mismo.
¡¡Felices días de comilonas y atracones, chocolates y alcohol en vena y en la barriga!! ¡¡Feliz año lleno de ceros y de la segunda parte de la odisea del espacio!!
La otra Susana
Acabo de leer tu cuento-12 enero- creo que tú escribes cuentos mucho mejores. Demasiada Melancolia,Conformismoy Miedo.
ResponderEliminarPienso que deberías seguir tu consejo y Escribir,Pensar y Amar com si te quedasen sólo dos años.
Deseo leer algo maravilloso que tienes dentro y aún no ha salido.No creo que sobre tanto tiempo.
C. Marcianas
Manolo: Interesantes ideas para un nuevo uso de los filtros de amor; dan pie a unos cuantos relatos. De hecho, uno de mis cuentos, "La pared de hielo", trata sobre algo parecido a lo que tú sugieres.
ResponderEliminarC. Marcianas: Vaya, parece que hay bastante gente que no le gusta mi relato navideño de este año... Bueno, el próximo lo haré mejor. Verás, amiga mía; el cuento, a mi modo de ver, es más cerebral que emocional. Propone una forma de resolver un problema que es, objetivamente, la más favorable para todos. Y también, implicitamente, propone una pregunta: en esas circunstancia, ¿tú qué harías? En mi caso concreto, ¿adoptaría la solución de Damián? Pues, aunque es la más lógica, creo que no. Pero es que soy un egoista, qué le vamos a hacer.
Te agradezco tu confianza en que haya en mí "algo maravilloso" que todavía no ha salido, pero... sinceramente, no lo creo. Creo más bien que soy lo que soy y lo que parezco, lo que ves en mis libros, lo que encuentras cuando me tratas. Soy Jaime Mercader, soy el Alejo de "La mansión Dax", soy el Félix de "El viajero perdido". Soy un sapo al que, por muchos besos que le den, sigue siendo un sapo, no un príncipe encantado.
Ahora que el tic-tac de la cuenta atrás ha comenzado a sonar, ¿debo empeñarme en escribir mi obra maestra? No, por favor, qué estrés... Escribiré, como siempre he hecho, lo que me salga de dentro, sea esto lo que sea. ¿Vivir como si sólo me quedaran dos años de vida? Claro, pero ¿eso qué significa? Sinceramente: no lo sé, y lo digo por experiencia.
En cuanto a eso de que no sobra tanto tiempo... joder, suena igual que una sentencia. Como decían los vikingos en sus francachelas: hemos de morir, pero no hoy.
No creo que el tema se centre en que es más cerebral que emocional, eso es muy clásico. Pienso que es más una aptitud ante la vida, y tú en el relato has elegido la cómoda. Yo no elegiría tampoco la de Damian, que tampoco me gusta, creo que hay muchas más opciones. ¿De verdad te interesa saber lo que yo haría?
ResponderEliminarA través de tus libros creo ver un gran facilidad para narrar, con todo lo que eso supone. Tal vez esté en un error, como tú piensas.
Me desconcierta que tus propios consejos, vivir como si sólo nos ..., te creen tanto estrés. Al leelo pensé que creías en lo que escribías aquí. No Sé...
C.Marcianas
Creo en lo que escribo aquí. Pero "vivir todos los días como..." puede significar muchas cosas (dependiendo del talante de cada cual).
ResponderEliminarHoy recorrí tu magnífico blog y quiero decirte que me gustó muchísimo tu cuento navideño. Como soy aficionado al ajedrez te comento que te descubrí en tu cuento "El decimoquinto movimiento" que me dejó realmente impactado y quiero felicitarte por tu claridad narrativa que es difícil de encontrar en el rubro que vos escribís.
ResponderEliminarComo te gusta el ajedrez quiero invitarte a hacer la experiencia de jugar gratuitamente con nosotros "on line tipo correspondencia" en la plataforma de mi hijo Silvio www.opengames.com.ar que es a 3 o 7días por jugada, que es un poquito menos que los 50 años entre los Scopos y los Dunkel de tu hermoso cuento que recomiendo leerlo a todos los amantes del ajedrez de tu blog.
Te mando un gran abrazo desde Buenos Aires.
Néstor Quadri: muchas gracias por tus amables comentarios sobre mis relatos. Y gracias también por invitarme a participar en la plataforma de tu hijo. Pero... verás, mi relación con el ajedrez es algo así como enamorarse de una top model: la adoras, pero sabes que no está a tu alcance. Pues con el juego de los reyes me pasa lo mismo; me encanta, me fascina... pero me viene grande. Juego tan, tan, tan mal que no quiero ensuciar las fichas con la torpeza de mis jugadas. La verdad, se me da mucho mejor escribir sobre el ajedrez que jugarlo. En cualquier caso, bienvenido a Babel :)
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