Como sabéis, no soy creyente. Mi fe en dios se esfumó cuando tenía trece o catorce años (cuando los tenía yo, no dios) y durante mucho tiempo fui absolutamente indiferente al fenómeno religioso. Había pasado página sobre ese tema y no le prestaba la menor atención. Pero, a los veintibastantes años, comencé a interesarme por la antropología y, un buen día, cayó en mis manos un libro de Marvin Harris,Vacas, cerdos, guerras y brujas, donde se trataban varios temas, entre ellos el cristianismo primitivo. Aquello fue una revelación, un flash; de repente, la educación religiosa que había recibido en mi infancia, se transformó en algo completamente distinto. El cristianismo, contemplado como una mitología que podía ser examinada histórica y antropológicamente, resultaba fascinante. Y no tenía nada que ver con lo que me habían inculcado.
No hay nada que me entusiasme más que los misterios, los secretos que se agazapan detrás de las apariencias cotidianas, de modo que me puse a leer compulsivamente sobre el cristianismo; en particular acerca de sus primeros siglos, antes de que Constantino lo declarara religión oficial del imperio. Fue apasionante; de hecho, no he dejado de leer acerca del tema. En estos tiempos de conspiranoia, afirmar que todo los que nos han contado acerca de la religión más extendida en el mundo es mentira, que existió y existe una conspiración para ocultar la verdad, suena a tópico manido y sensacionalista. Pero así es: nos han engañado y nos siguen engañando.
¿Queréis algunos ejemplos? No existe la menor prueba histórica de que Jesucristo haya sido un personaje real. De hecho, su biografía es sospechosamente similar a las biografías de otros dioses anteriores, como Horus o Mitra. No obstante, me apresuro a aclarar que la mayor parte de los investigadores (y, con humildad, yo también) creen que Jesús sí existió realmente. Ahora bien -y esto es otro ejemplo-, partiendo de la base de su existencia, Jesucristo jamás fue cristiano, al menos como entendemos ahora ese término. Jesús no sólo nunca pretendió ser dios, sino que esa idea le hubiera parecido absurda y herética. Vale, Jesús no era dios; entonces ¿qué era? La pregunta nos conduce de lleno al misterio, pues los evangelios proponen cuando menos cuatro aspectos distintos del mismo personaje, y varios de esos aspectos no encajan entre sí. Son muchos los enigmas que plantea el cristianismo primitivo, en efecto, y entre ellos destaca el del segundo personaje más misterioso de los evangelios (después de Jesús).
Hace ocho o nueve años decidí escribir una novela sobre el tema. A fin de cuentas, la labor de investigación ya estaba hecha... Redacté unas treinta páginas y me detuve. Algo no me acababa de convencer en la historia que había imaginado. Creo que era demasiado... efectista, sí. De modo que dejé el proyecto en el congelador y me dediqué a otros asuntos. Luego apareció El código Da Vinci y abandoné definitivamente el proyecto, porque la novela de Brown y mi futura novela coincidían en un par de aspectos: ambas estaban relacionadas con la iglesia primitiva y ambas tenían que ver con el enigma de Rennes-le-Château.
Pasó el tiempo y, a comienzos de 2008, empecé a buscar un argumento para la segunda novela de Carmen Hidalgo. Entonces recordé aquella novela frustrada. La trama que había imaginado no me valía para nada, pero ¿y la idea central? Al principio me pareció una insensatez; ¿qué tenía que ver Carmen Hidalgo, una humilde detective madrileña, con un misterio histórico de proporciones globales? Absolutamente nada. Entonces me di cuenta de que en eso precisamente estaba la gracia.
Las novelas de “misterio histórico” (todo un género ya en sí mismo) suelen narrar tremebundas historias donde intervienen sociedades secretas, poderes ocultos, grandes organizaciones, conspiraciones seculares y todas esas zarandajas. De hecho, el primer argumento que diseñé iba por esos cauces; es decir, era efectista y sensacionalista. Ahora bien, ¿y si trasladaba todo eso a un ámbito más cotidiano, al mundo un poco de andar por casa de Carmen Hidalgo? ¿Y si no hubiese ninguna conspiración, sino sólo personas, gente que sabe algo que no debería saber y otra gente que persigue ese algo por uno de los motivos más humanos que existen, la codicia? ¿Podría funcionar? Entonces me acordé de El halcón maltés, de Hammet, y me di cuenta de que sí, podría funcionar.
Por otro lado, la mayor parte de las novelas de “misterio histórico” relacionadas con el cristianismo suelen recurrir a elementos puramente fantasiosos: los hijos de Jesús y la Magdalena, los templarios, los albigenses, el grial, los illuminati... Y no es necesario; de hecho, ese recurso al sensacionalismo degrada un tema que en sí mismo es apasionante. Si se quieren encontrar buenos misterios e inquietantes conjuras no hace falta recurrir a teorías absurdas y baratas; basta con echarle un vistazo a la historia del cristianismo. El enigma básico de El juego de los herejes, lo que mueve la acción (el MacGuffin de Hitchcock), proviene únicamente de las fuentes canónicas cristianas. Todo aparece en los evangelios; lo único que hace falta es saber verlo. Es más, estoy convencido de que la tesis de la novela es, al menos parcialmente, cierta.
En el siglo primero de nuestra era hubo un hombre cuya simple existencia ponía en entredicho algunos de los dogmas de la recién nacida secta cristiana. Ese hombre no podía ser abiertamente atacado, pues, pese a haber muerto, gozaba de gran prestigio entre los primeros cristianos. Así pues, durante un par de siglos su figura fue sometida a una paulatina deformación, hasta convertirla en prácticamente nada. ¿Por qué ese hombre, incluso el mero recuerdo de lo que realmente fue, era tan peligroso? Ése es el eje central de El juego de los herejes, el motor que tira de la acción de la novela.
Pero eso, supongo, sólo es un pretexto. Un MacGuffin, ya lo he dicho antes. Lo importante –si es que algo tiene importancia en mi novela-, son los personajes, la narrativa, el humor... en fin, lo puramente literario. Al respecto, sólo puedo decir algo: he intentado hacerlo lo mejor posible. Espero no haberme equivocado demasiado.
Y aquí se acaba el rollo autopromocional. Confío en que todos compréis la novela, que se la regaléis a familiares y amigos, y que la recomendéis a propios y extraños por todos los medios que estén a vuestro alcance, incluyendo pancartas, manifestaciones multitudinarias e inscripciones en los WC públicos. En el peor de los casos, no me tiréis tomates podridos.
Por último, si alguien no tiene nada que hacer y quiere matar el tiempo leyendo el comienzo de El juego de los herejes, no tiene más que pinchar AQUÍ.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
miércoles, enero 27
lunes, enero 18
El juego de los herejes (1)
Ya está en las librerías, recién salida de la imprenta. Me refiero a mi última novela, El juego de los herejes, y sí, amigos míos, este post es pura y dura autopromoción.
El juego de los herejes (Espasa, 2010) es un thriller, la segunda novela protagonizada por la detective Carmen Hidalgo (la primera fue El juego de Caín, publicada también por Espasa en 2008). Pero antes de hablar de ella, permitidme comentar un poco el origen del personaje, aunque sólo sea por matar el tiempo y rellenar espacio. Veréis, una de las características de la literatura detectivesca, desde su mismo nacimiento, es la búsqueda de originalidad en la personalidad del investigador protagonista. Ya el mismísimo Sherlock Holmes, probablemente el personaje más germinal de la historia del género, proponía un modelo humano insólito; pero los investigadores que le siguieron no se quedaron atrás, desgranándose en una pléyade de personajes con personalidades muy marcadas y, por lo general, inusuales, cuando no abiertamente extravagantes. El obeso y agorofóbico Nero Wolfe, el pedante Philo Vance, el bonachón padre Brown, el exótico Charlie Chan, el irritante Hércules Poirot, el burgués Maigret, el irónico y solitario Marlowe, el violento Hammer, el falsamente despistado Colombo, el gris Wallender... la lista es enorme. Tenemos detectives que son monjes, o ancianitas, o robots, o autistas, o vampiros, o legionarios romanos, o filósofos griegos, o casi cualquier cosa que nos podamos imaginar. Quizá el último gran personaje de esa estirpe sea esa hacker disfuncional y asocial que es Lisbeth Salander, la excelente creación de Stieg Larsson, de la que hablaré largo y tendido en otra ocasión.
Pues bien, hará más o menos una década, me planteé crear mi propio modelo de detective. De entrada, debo confesar que no me atraen los héroes cargados de testosterona que lo resuelven todo a hostias y tiros, así que desde el principio tenía claro que iba a ser una mujer. Durante un tiempo le anduve dando vueltas al personaje de una mujer de clase media-baja, muy joven, casada con un policía (no un inspector, sino un vulgar agente uniformado), cuya principal característica consistía en ser una superdotada intelectual que no había podido desarrollar plenamente sus capacidades a causa de su humilde procedencia. Por aquel entonces ya se llamaba Carmen. En el argumento que desarrollé (mentalmente), Carmen descubría que estaba embarazada y se planteaba comprar un piso más grande, pero no tenía dinero. A través de su marido, se enteraba de que una ricachona ofrecía una sustanciosa recompensa a quien le informara sobre el paradero de su hija desaparecida. Como la pasta le venía muy bien, Carmen se ponía a investigar el caso junto con una vecina amiga suya -una maruja almodovariana- y un primo de ésta, sicario de los narcos gallegos.
Ni siquiera comencé a escribir esa novela. La historia que había imaginado se me antojaba demasiado melodramática y el personaje central resultaba un poco soso. Además, la relación entre Carmen y su vecina no era más que una versión lumpen (y barata) del clásico binomio Holmes-Watson. Así que me olvidé del asunto. Pero al cabo de unos años, a causa de una propuesta editorial (luego fallida), retomé el proyecto.
Del material que había elaborado sólo me interesaba que el personaje central fuese una mujer de clase media-media o media-baja, pero el resto no valía para nada. O casi. Porque si bien aquella Carmen inicial carecía de una personalidad carismática, había otro personaje que sí apuntaba buenas maneras: su vecina. Pero yo no quería que mi protagonista fuese una maruja... Entonces se me ocurrió algo: ¿qué pasaría si mezcláramos a Almodóvar con Raymond Chandler? Y así, de pronto, surgió Carmen Hidalgo.
Carmen, una mujer de clase media-media, ni guapa ni fea, tiene 35 años y estudió Derecho, aunque practicó poco tiempo esa profesión, pues se casó muy joven con Gonzalo, un ex-policía que montó, y puso a su nombre, una pequeña agencia de detectives, y que luego la engañó, estafó y abandonó. Así que Carmen se vio obligada a sacar adelante un negocio cargado de deudas junto con el que luego será su socio, un ex-ladrón de unos 60 años llamado Hermenegildo Astray, también conocido como Hermes entre sus amigos y como Dosdedos por el mundo del hampa. Carmen vive sola, tiene un concepto entre escéptico y filosófico de la existencia, y hace gala de un irónico sentido del humor. Esa es su parte chandleriana. Y luego está la faceta almodovariana: su familia. Porque Carmen tiene una familia enorme, desmesurada: ocho hermanos, dieciséis tíos, tropecientos primos, cuñados, sobrinos... un grupo de gente bastante folclórico, como por ejemplo su madre, doña Gloria, una mujer entrometida y mandona de la que Carmen procura mantenerse lo más alejada posible.
Dada la magnitud de su familia, Carmen suele recurrir a ella cuando necesita colaboradores para su agencia. Uno de esos colaboradores es su prima Violeta, una hacker felizmente instalada en la obesidad mórbida, o su cuñado Santiago, un técnico de Telefónica que, por un módico precio, se compromete a “pinchar” cualquier teléfono. Y es que Carmen no es una detective sofisticada, ni una superdotada intelectual; es una mujer normal y corriente que logra resolver los casos a base de tesón, sentido común y alguna que otra chapuza.
En las historias de Carmen Hidalgo -narradas en primera persona por la irónica voz de la protagonista- la intriga detectivesca se mezcla con las relaciones entre los diferentes personajes, sobre todo los pertenecientes a la familia de la investigadora. Pero aún falta el último componente del cóctel. Carmen, como he dicho, es una mujer normal que ni maneja armas de fuego ni tiene la más remota idea de pelear, de modo que de vez en cuando tiene que recurrir a los servicios de un guardaespaldas llamado Ángel. En realidad, Ángel es un asesino a sueldo esquizofrénico que le profesa a Carmen un fidelidad perruna, un sicario sin apellidos ni pasado al que se le va la olla con frecuencia y que mata con alegre naturalidad. De hecho, una de las mayores preocupaciones de Carmen es evitar que Ángel vaya cargándose gente a su alrededor. Y aquí sucede algo curioso: Ángel es un tipo de edad indefinida, mediana estatura, menudo, casi frágil, con la piel tan pálida que deja traslucir el entramado de las venas; lleva el pelo peinado con gomina hacia atrás, tiene los ojos de un gris desvaído, una mirada extraviada que nunca parpadea y habla con voz muy suave, de niño pequeño. Cuando diseñé el personaje me propuse que fuera un tipo grimoso; y creo que lo conseguí: Ángel da grima. Sin embargo, es uno de los personajes más celebrados entre aquellos que han leído las novelas. Qué cosas...
En fin, la primera novela de Carmen Hidalgo fue El juego de Caín. El título hace referencia a un par de aspectos del argumento; por un lado el mundo del fútbol (un juego) y por otro... bueno, a algo que no debo revelar para no chafar el desenlace. Ahora, la segunda novela se llama El juego de los herejes. ¿Por qué insisto en el “juego”? Pues porque ambas novelas son en realidad un doble juego: un juego deductivo que invita la lector a intentar adelantarse a la detective en la resolución del caso y un juego moral que propone un dilema ético: ¿qué harías tú en el lugar de la protagonista? Pero hay algo más. ¿Conocéis un juego llamado “Mariembad”? Da igual, es un juego tramposo porque, si los dos contrincantes saben jugar bien, el que sale siempre pierde. Pues eso le pasa a mi detective: se enfrenta a poderes muy superiores a ella (el poder económico, el poder religioso, el poder político, la policía, el crimen organizado...) y Carmen sólo es la humilde propietaria de una minúscula agencia de detectives, de modo que es imposible que salga victoriosa. Aunque resuelva el caso, no logrará hacer justicia. Aunque gane, perderá. A fin de cuentas, a eso jugamos todos, ¿no?
Bueno, terminamos por hoy. En la próxima entrada comentaré un poco más El juego de los herejes. ¿Que me estoy poniendo pesadito con mi novela? Puede, pero, como el blog es mío, os jorobáis.
El juego de los herejes (Espasa, 2010) es un thriller, la segunda novela protagonizada por la detective Carmen Hidalgo (la primera fue El juego de Caín, publicada también por Espasa en 2008). Pero antes de hablar de ella, permitidme comentar un poco el origen del personaje, aunque sólo sea por matar el tiempo y rellenar espacio. Veréis, una de las características de la literatura detectivesca, desde su mismo nacimiento, es la búsqueda de originalidad en la personalidad del investigador protagonista. Ya el mismísimo Sherlock Holmes, probablemente el personaje más germinal de la historia del género, proponía un modelo humano insólito; pero los investigadores que le siguieron no se quedaron atrás, desgranándose en una pléyade de personajes con personalidades muy marcadas y, por lo general, inusuales, cuando no abiertamente extravagantes. El obeso y agorofóbico Nero Wolfe, el pedante Philo Vance, el bonachón padre Brown, el exótico Charlie Chan, el irritante Hércules Poirot, el burgués Maigret, el irónico y solitario Marlowe, el violento Hammer, el falsamente despistado Colombo, el gris Wallender... la lista es enorme. Tenemos detectives que son monjes, o ancianitas, o robots, o autistas, o vampiros, o legionarios romanos, o filósofos griegos, o casi cualquier cosa que nos podamos imaginar. Quizá el último gran personaje de esa estirpe sea esa hacker disfuncional y asocial que es Lisbeth Salander, la excelente creación de Stieg Larsson, de la que hablaré largo y tendido en otra ocasión.
Pues bien, hará más o menos una década, me planteé crear mi propio modelo de detective. De entrada, debo confesar que no me atraen los héroes cargados de testosterona que lo resuelven todo a hostias y tiros, así que desde el principio tenía claro que iba a ser una mujer. Durante un tiempo le anduve dando vueltas al personaje de una mujer de clase media-baja, muy joven, casada con un policía (no un inspector, sino un vulgar agente uniformado), cuya principal característica consistía en ser una superdotada intelectual que no había podido desarrollar plenamente sus capacidades a causa de su humilde procedencia. Por aquel entonces ya se llamaba Carmen. En el argumento que desarrollé (mentalmente), Carmen descubría que estaba embarazada y se planteaba comprar un piso más grande, pero no tenía dinero. A través de su marido, se enteraba de que una ricachona ofrecía una sustanciosa recompensa a quien le informara sobre el paradero de su hija desaparecida. Como la pasta le venía muy bien, Carmen se ponía a investigar el caso junto con una vecina amiga suya -una maruja almodovariana- y un primo de ésta, sicario de los narcos gallegos.
Ni siquiera comencé a escribir esa novela. La historia que había imaginado se me antojaba demasiado melodramática y el personaje central resultaba un poco soso. Además, la relación entre Carmen y su vecina no era más que una versión lumpen (y barata) del clásico binomio Holmes-Watson. Así que me olvidé del asunto. Pero al cabo de unos años, a causa de una propuesta editorial (luego fallida), retomé el proyecto.
Del material que había elaborado sólo me interesaba que el personaje central fuese una mujer de clase media-media o media-baja, pero el resto no valía para nada. O casi. Porque si bien aquella Carmen inicial carecía de una personalidad carismática, había otro personaje que sí apuntaba buenas maneras: su vecina. Pero yo no quería que mi protagonista fuese una maruja... Entonces se me ocurrió algo: ¿qué pasaría si mezcláramos a Almodóvar con Raymond Chandler? Y así, de pronto, surgió Carmen Hidalgo.
Carmen, una mujer de clase media-media, ni guapa ni fea, tiene 35 años y estudió Derecho, aunque practicó poco tiempo esa profesión, pues se casó muy joven con Gonzalo, un ex-policía que montó, y puso a su nombre, una pequeña agencia de detectives, y que luego la engañó, estafó y abandonó. Así que Carmen se vio obligada a sacar adelante un negocio cargado de deudas junto con el que luego será su socio, un ex-ladrón de unos 60 años llamado Hermenegildo Astray, también conocido como Hermes entre sus amigos y como Dosdedos por el mundo del hampa. Carmen vive sola, tiene un concepto entre escéptico y filosófico de la existencia, y hace gala de un irónico sentido del humor. Esa es su parte chandleriana. Y luego está la faceta almodovariana: su familia. Porque Carmen tiene una familia enorme, desmesurada: ocho hermanos, dieciséis tíos, tropecientos primos, cuñados, sobrinos... un grupo de gente bastante folclórico, como por ejemplo su madre, doña Gloria, una mujer entrometida y mandona de la que Carmen procura mantenerse lo más alejada posible.
Dada la magnitud de su familia, Carmen suele recurrir a ella cuando necesita colaboradores para su agencia. Uno de esos colaboradores es su prima Violeta, una hacker felizmente instalada en la obesidad mórbida, o su cuñado Santiago, un técnico de Telefónica que, por un módico precio, se compromete a “pinchar” cualquier teléfono. Y es que Carmen no es una detective sofisticada, ni una superdotada intelectual; es una mujer normal y corriente que logra resolver los casos a base de tesón, sentido común y alguna que otra chapuza.
En las historias de Carmen Hidalgo -narradas en primera persona por la irónica voz de la protagonista- la intriga detectivesca se mezcla con las relaciones entre los diferentes personajes, sobre todo los pertenecientes a la familia de la investigadora. Pero aún falta el último componente del cóctel. Carmen, como he dicho, es una mujer normal que ni maneja armas de fuego ni tiene la más remota idea de pelear, de modo que de vez en cuando tiene que recurrir a los servicios de un guardaespaldas llamado Ángel. En realidad, Ángel es un asesino a sueldo esquizofrénico que le profesa a Carmen un fidelidad perruna, un sicario sin apellidos ni pasado al que se le va la olla con frecuencia y que mata con alegre naturalidad. De hecho, una de las mayores preocupaciones de Carmen es evitar que Ángel vaya cargándose gente a su alrededor. Y aquí sucede algo curioso: Ángel es un tipo de edad indefinida, mediana estatura, menudo, casi frágil, con la piel tan pálida que deja traslucir el entramado de las venas; lleva el pelo peinado con gomina hacia atrás, tiene los ojos de un gris desvaído, una mirada extraviada que nunca parpadea y habla con voz muy suave, de niño pequeño. Cuando diseñé el personaje me propuse que fuera un tipo grimoso; y creo que lo conseguí: Ángel da grima. Sin embargo, es uno de los personajes más celebrados entre aquellos que han leído las novelas. Qué cosas...
En fin, la primera novela de Carmen Hidalgo fue El juego de Caín. El título hace referencia a un par de aspectos del argumento; por un lado el mundo del fútbol (un juego) y por otro... bueno, a algo que no debo revelar para no chafar el desenlace. Ahora, la segunda novela se llama El juego de los herejes. ¿Por qué insisto en el “juego”? Pues porque ambas novelas son en realidad un doble juego: un juego deductivo que invita la lector a intentar adelantarse a la detective en la resolución del caso y un juego moral que propone un dilema ético: ¿qué harías tú en el lugar de la protagonista? Pero hay algo más. ¿Conocéis un juego llamado “Mariembad”? Da igual, es un juego tramposo porque, si los dos contrincantes saben jugar bien, el que sale siempre pierde. Pues eso le pasa a mi detective: se enfrenta a poderes muy superiores a ella (el poder económico, el poder religioso, el poder político, la policía, el crimen organizado...) y Carmen sólo es la humilde propietaria de una minúscula agencia de detectives, de modo que es imposible que salga victoriosa. Aunque resuelva el caso, no logrará hacer justicia. Aunque gane, perderá. A fin de cuentas, a eso jugamos todos, ¿no?
Bueno, terminamos por hoy. En la próxima entrada comentaré un poco más El juego de los herejes. ¿Que me estoy poniendo pesadito con mi novela? Puede, pero, como el blog es mío, os jorobáis.
jueves, enero 14
Buenos propósitos
Hay dos momentos al año en los que hacemos recapitulación y nos proponemos una especie de borrón y cuenta nueva: las vacaciones de verano y después de Año Nuevo. El primer caso es un hito con cierta lógica -una temporada de descanso que permite refrescar la mente y adquirir perspectiva-, pero el segundo no tiene mucho sentido. Se trata sólo de un cambio de guarismo, el paso de un número al siguiente, una mera convención cultural (que, a fin de cuentas, es lo que es el calendario). Aunque, claro, también significa el final de un ciclo y el comienzo de otro, y los seres humanos somos muy sensibles a los ciclos.
Sea como fuere, el paso de un año a otro nos mueve a emprender un cambio de vida que, por desgracia, rara vez llevamos a cabo. Todo son buenos propósitos. Llevaré una vida más sana, iré al gimnasio, me haré valer en el trabajo, perderé la virginidad, escribiré una obra maestra, me la cascaré menos... Luego, claro, seguiremos dándole alegremente al colesterol, nos inscribiremos en un gimnasio que no volveremos a pisar, continuaremos siendo unos curritos con menos vida amorosa que el chofer del Papa, escribiremos las mismas chorradas de siempre y... bueno, eso sí, con los años practicaremos menos el onanismo, qué remedio. Hace un momento, he oído en la radio que el deseo para el año nuevo más citado en la Red es perder peso, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta las entripadas navideñas. Eso me ha movido a preguntarme cuál sería, aparte de adelgazar, mi propósito para el 2010. O, dicho de otra forma, cuál de entre mis múltiples defectos debería proponerme corregir.
Dada la vastedad de la materia en cuestión (mis defectos), la elección se antoja compleja, pero en realidad no lo es. Hay defectos que no sólo son negativos en sí mismos, sino que además generan otros tachas del carácter. Son defectos-madre, por así decirlo. Pues bien, mi principal defecto-madre es, sin lugar a dudas, la impaciencia, que me genera además intolerancia y malhumor. Y es curioso, amen de paradójico, pues me dedico a escribir, una labor lenta que requiere toneladas de paciencia. Pero, aparte de eso, en todos los demás aspectos de la vida soy un cagaprisas intolerante. En fin, podría deberse a mi pasado publicitario –pues la publicidad es uno de los trabajos más acelerados que existen-, pero lo cierto es que el problema viene de mucho antes. Recuerdo que, cuanto tenía dieciséis o diecisiete años, una amiga me pidió que le explicara algo, no recuerdo qué, sobre matemáticas. Quedamos en un bar, comencé a explicarle el asunto... y a los diez minutos me sorprendí a mí mismo gritándole desaforadamente a mi más bien obtusa amiga y reprimiendo unas inmensas, avasalladoras, ganas de estrangularla.
Para que os hagáis una idea de las dimensiones de mi impaciencia, os narraré una de las situaciones que más irritación asesina me provocan. Seguro que habéis vivido algo similar. Veamos: estoy en la cola de una caja del supermercado y justo delante de mí hay una venerable anciana de setenta y tantos años, una dulce abuelita de suaves modales y sonrisa seráfica. Después de esperar quince minutos en la cola, llega el turno de la ancianita y la buena mujer saca trabajosamente los artículos del carrito, para luego colocarlos en el mostrador de la caja muy despacio, despacísimo. Vale, pienso con calma, la pobre mujer tiene artritis, reuma o cualquier otra dolencia que le impide moverse con diligencia. Pobrecilla.
La cajera pasa los artículos por el escáner y le comunica a la frágil anciana el montante de la operación. Entonces sucede algo terrible. La anciana, con movimientos tan parsimoniosos que parece que estuviera debajo del agua, se descuelga el bolso del brazo, lo abre, saca la cartera y la abre. Podría haberse ocupado de todo eso mientras la cajera hacía su trabajo, pero no, ha tenido que esperar hasta que el último yogur pasara por el escáner. Pero no importa, con la edad se pierden los reflejos, ya se sabe. Bueno, cabría esperar que la provecta anciana sacase unos billetes, pero no, eso sería lo fácil. Por alguno motivo que no alcanzo a atisbar, la delicada anciana tiene el monedero de su cartera atiborrado de monedas, la inmensa mayor parte de ellas céntimos. Y lentamente, porque no ve ni pijo, empieza a depositar las moneditas en el mostrador, una a una, equivocándose varias veces al contar. Para entonces, yo estoy estupefacto; ¿de dónde cojones ha sacado esa mujer tantísimas monedas? Descartando que se dedique a robar los cepillos de las iglesias, sólo se me ocurre una alternativa: la buena señora, sin duda una jubilada con muchas horas libres, mata el tiempo yendo cada mañana a la caja de ahorros, donde cambia un billete de cincuenta en tropecientos céntimos, para luego dirigirse al supermercado y divertirse mareando a la cajera. Pero esto sólo es una suposición, claro.
El caso es que aquí se abren dos alternativa: 1. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la pulcra anciana descubre que no tiene suficientes céntimos para completar el montante. 2. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la débil anciana deja el precio exacto sobre el mostrador. Entonces, la cajera vuelve a contar las monedas (más deprisa, pero, ay, son tantas...) y descubre que aún faltan unos cuantos euros. En ambos casos, la entrañable anciana volverá a rebuscar pausadamente en su monedero y en su bolso, convencida de que por alguna parte debe de haber otro filón de céntimos. Pero no lo hay, así que la tierna anciana, con toda la parsimonia del mundo, saca un billete de cinco o diez euros, lo deja sobre el mostrador y se pone de nuevo a contar monedas para completar el total. Tras equivocarse de nuevo varias veces, la buena mujer deja el billete y las monedas frente a la cajera, que vuelve a contarlas para descubrir que todavía falta pasta. Pero como tiene las monedillas sobrantes a mano, se ocupa ella misma de corregir el error. ¡Un hurra por la cajera!
Bien, el pago se efectúa y la cajera le tiende el tíquet a la simpática anciana. Ésta coge el recibo, lo lee con atención (y con dificultad, ya hemos dicho que ve menos que un gato de escayola), lo dobla cuidadosamente y lo guarda en la cartera; luego, se pone a meter los céntimos sobrantes en el monedero, uno por uno, con calma, no vaya a fracturarse un dedo. Concluida la recolecta de monedillas, la gentil anciana cierra el monedero, lo guarda y cierra el bolso. Todo muy despacio. A continuación, se pone a meter los artículos que ha comprado en bolsas, sin prisas, colocando y recolocando todo con meticulosa calma. Finalmente, como a cámara lenta, se ajusta el abrigo, se cuelga el bolso del hombro, coge el bastón y las bolsas, se despide de la cajera y se aleja pausadamente.
Pero, mucho antes de que eso último suceda, allí estoy yo, congestionado, con las manos aferradas al carrito y una vena latiéndome en la sien, sudando adrenalina y conteniendo a duras penas el irrefrenable deseo de agarrar a esa vieja de los cojones por el cuello y hacerle tragar, uno a uno, todos los puñeteros céntimos que lleva en el maldito bolso. La estrangularía, le arrancaría las tripas y saltaría a la comba con ellas, la empalaría con su jodido bastón... ¿Veis? Eso que acabo de describir, un escena que a muchos enternecería, a mí, por culpa de mi impaciencia, lo único que me produce es un profundo furor asesino. Y, no cabe negarlo, un defecto que te mueve a querer despellejar a una inefable abuelita es, sin duda alguna, un pésimo defecto. Así que ése es mi buen propósito, lo que le pido al nuevo año: paciencia.
Pero la quiero ya, ¿eh?, ahora mismito.
Sea como fuere, el paso de un año a otro nos mueve a emprender un cambio de vida que, por desgracia, rara vez llevamos a cabo. Todo son buenos propósitos. Llevaré una vida más sana, iré al gimnasio, me haré valer en el trabajo, perderé la virginidad, escribiré una obra maestra, me la cascaré menos... Luego, claro, seguiremos dándole alegremente al colesterol, nos inscribiremos en un gimnasio que no volveremos a pisar, continuaremos siendo unos curritos con menos vida amorosa que el chofer del Papa, escribiremos las mismas chorradas de siempre y... bueno, eso sí, con los años practicaremos menos el onanismo, qué remedio. Hace un momento, he oído en la radio que el deseo para el año nuevo más citado en la Red es perder peso, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta las entripadas navideñas. Eso me ha movido a preguntarme cuál sería, aparte de adelgazar, mi propósito para el 2010. O, dicho de otra forma, cuál de entre mis múltiples defectos debería proponerme corregir.
Dada la vastedad de la materia en cuestión (mis defectos), la elección se antoja compleja, pero en realidad no lo es. Hay defectos que no sólo son negativos en sí mismos, sino que además generan otros tachas del carácter. Son defectos-madre, por así decirlo. Pues bien, mi principal defecto-madre es, sin lugar a dudas, la impaciencia, que me genera además intolerancia y malhumor. Y es curioso, amen de paradójico, pues me dedico a escribir, una labor lenta que requiere toneladas de paciencia. Pero, aparte de eso, en todos los demás aspectos de la vida soy un cagaprisas intolerante. En fin, podría deberse a mi pasado publicitario –pues la publicidad es uno de los trabajos más acelerados que existen-, pero lo cierto es que el problema viene de mucho antes. Recuerdo que, cuanto tenía dieciséis o diecisiete años, una amiga me pidió que le explicara algo, no recuerdo qué, sobre matemáticas. Quedamos en un bar, comencé a explicarle el asunto... y a los diez minutos me sorprendí a mí mismo gritándole desaforadamente a mi más bien obtusa amiga y reprimiendo unas inmensas, avasalladoras, ganas de estrangularla.
Para que os hagáis una idea de las dimensiones de mi impaciencia, os narraré una de las situaciones que más irritación asesina me provocan. Seguro que habéis vivido algo similar. Veamos: estoy en la cola de una caja del supermercado y justo delante de mí hay una venerable anciana de setenta y tantos años, una dulce abuelita de suaves modales y sonrisa seráfica. Después de esperar quince minutos en la cola, llega el turno de la ancianita y la buena mujer saca trabajosamente los artículos del carrito, para luego colocarlos en el mostrador de la caja muy despacio, despacísimo. Vale, pienso con calma, la pobre mujer tiene artritis, reuma o cualquier otra dolencia que le impide moverse con diligencia. Pobrecilla.
La cajera pasa los artículos por el escáner y le comunica a la frágil anciana el montante de la operación. Entonces sucede algo terrible. La anciana, con movimientos tan parsimoniosos que parece que estuviera debajo del agua, se descuelga el bolso del brazo, lo abre, saca la cartera y la abre. Podría haberse ocupado de todo eso mientras la cajera hacía su trabajo, pero no, ha tenido que esperar hasta que el último yogur pasara por el escáner. Pero no importa, con la edad se pierden los reflejos, ya se sabe. Bueno, cabría esperar que la provecta anciana sacase unos billetes, pero no, eso sería lo fácil. Por alguno motivo que no alcanzo a atisbar, la delicada anciana tiene el monedero de su cartera atiborrado de monedas, la inmensa mayor parte de ellas céntimos. Y lentamente, porque no ve ni pijo, empieza a depositar las moneditas en el mostrador, una a una, equivocándose varias veces al contar. Para entonces, yo estoy estupefacto; ¿de dónde cojones ha sacado esa mujer tantísimas monedas? Descartando que se dedique a robar los cepillos de las iglesias, sólo se me ocurre una alternativa: la buena señora, sin duda una jubilada con muchas horas libres, mata el tiempo yendo cada mañana a la caja de ahorros, donde cambia un billete de cincuenta en tropecientos céntimos, para luego dirigirse al supermercado y divertirse mareando a la cajera. Pero esto sólo es una suposición, claro.
El caso es que aquí se abren dos alternativa: 1. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la pulcra anciana descubre que no tiene suficientes céntimos para completar el montante. 2. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la débil anciana deja el precio exacto sobre el mostrador. Entonces, la cajera vuelve a contar las monedas (más deprisa, pero, ay, son tantas...) y descubre que aún faltan unos cuantos euros. En ambos casos, la entrañable anciana volverá a rebuscar pausadamente en su monedero y en su bolso, convencida de que por alguna parte debe de haber otro filón de céntimos. Pero no lo hay, así que la tierna anciana, con toda la parsimonia del mundo, saca un billete de cinco o diez euros, lo deja sobre el mostrador y se pone de nuevo a contar monedas para completar el total. Tras equivocarse de nuevo varias veces, la buena mujer deja el billete y las monedas frente a la cajera, que vuelve a contarlas para descubrir que todavía falta pasta. Pero como tiene las monedillas sobrantes a mano, se ocupa ella misma de corregir el error. ¡Un hurra por la cajera!
Bien, el pago se efectúa y la cajera le tiende el tíquet a la simpática anciana. Ésta coge el recibo, lo lee con atención (y con dificultad, ya hemos dicho que ve menos que un gato de escayola), lo dobla cuidadosamente y lo guarda en la cartera; luego, se pone a meter los céntimos sobrantes en el monedero, uno por uno, con calma, no vaya a fracturarse un dedo. Concluida la recolecta de monedillas, la gentil anciana cierra el monedero, lo guarda y cierra el bolso. Todo muy despacio. A continuación, se pone a meter los artículos que ha comprado en bolsas, sin prisas, colocando y recolocando todo con meticulosa calma. Finalmente, como a cámara lenta, se ajusta el abrigo, se cuelga el bolso del hombro, coge el bastón y las bolsas, se despide de la cajera y se aleja pausadamente.
Pero, mucho antes de que eso último suceda, allí estoy yo, congestionado, con las manos aferradas al carrito y una vena latiéndome en la sien, sudando adrenalina y conteniendo a duras penas el irrefrenable deseo de agarrar a esa vieja de los cojones por el cuello y hacerle tragar, uno a uno, todos los puñeteros céntimos que lleva en el maldito bolso. La estrangularía, le arrancaría las tripas y saltaría a la comba con ellas, la empalaría con su jodido bastón... ¿Veis? Eso que acabo de describir, un escena que a muchos enternecería, a mí, por culpa de mi impaciencia, lo único que me produce es un profundo furor asesino. Y, no cabe negarlo, un defecto que te mueve a querer despellejar a una inefable abuelita es, sin duda alguna, un pésimo defecto. Así que ése es mi buen propósito, lo que le pido al nuevo año: paciencia.
Pero la quiero ya, ¿eh?, ahora mismito.