Hace unos meses comí con un amigo (no diré su nombre), un intelectual de reconocido prestigio, y en el curso de nuestra charla comentó que había leído la primera novela de la trilogía Millennium, de Stieg Larsson. Le dije que yo también. Mi amigo me miró con aire dubitativo y comentó tímidamente: “No está mal, ¿verdad?”. A lo que yo respondí: “A mí me gustó mucho”. Entonces mi amigo se relajó y más o menos dijo: “Coño, yo me lo pasé de maravilla leyéndola, pero me daba miedo confesarlo...”
El temor de mi amigo estaba justificado. Sobre la trilogía Millennium he oído decir de todo, casi siempre en términos despectivos y por gente que no la había leído. Algunos la desdeñaban desde el pedestal de su refinada sensibilidad, limitándose a decir: “Yo no leo esas cosas”. Otros la denigraban de entrada colgándole el cartelito de “best seller”, como si eso quisiera decir algo. Y es que, amigos míos, como todo el mundo sabe, una novela que tiene rápidamente un gran éxito y vende muchos ejemplares no puede ser buena. ¿O sí...?
Ahora pensaba escribir una larga reflexión acerca del fenómeno best seller, pero lo dejaré para mejor ocasión, porque Larsson se merece una entrada para él solito. Me limitaré a dividir la narrativa en dos apartados: a) Narrativa “literaria” (o “culta”, o “refinada”, o como queramos llamarla) y b) Narrativa popular (que engloba a toda la literatura de género). Pues bien, ayer terminé de leer la trilogía Millennium (me lo he tomado con calma; no me gusta leer dos libros seguidos del mismo autor) y afirmo que, en mi opinión, la obra de Larsson es la mejor literatura popular que he leído en mucho tiempo.
Antes de exponer mis razones, voy a reproducir unos párrafos de un artículo aparecido en El País el seis de septiembre del año pasado. Su autor es Mario Vargas Llosa, un escritor que no me gusta demasiado, pero cuyas opiniones sobre la técnica literaria siempre he valorado (podéis leer el artículo entero pinchando aquí).
“...Acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium, unas 2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página "¿Y ahora qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad . (...) Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.
‘Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica. La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado, dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa, chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar”.
Comparto casi todo lo que dice el amigo Vargas Llosa. Es cierto que la prosa de Larsson no busca el efecto estético y a veces es descuidada, pero tiene el don de la fluidez y el ritmo. También es verdad que la estructura en ocasiones resulta defectuosa, sobre todo en la primera novela (cuyo comienzo –largo comienzo- no puede ser más desafortunado). Pero Larsson es, sobre todo, un extraordinario narrador que domina con maestría los resorte del misterio y del suspense, y que te obliga a pasar las páginas con fruición de adicto; un escritor inteligente y meticuloso cuyas complejas tramas están diseñadas con precisión y llenas de detalles que contribuyen a crear una intensa sensación de verismo.
Además, Larsson no se dedica a repetir esquemas. Su tres novelas son thrillers, pero cada una pertenece a una variedad distinta. La primera, Los hombres que no amaban a las mujeres, es una novela de misterio clásica; en realidad, una variante del enigma de la “habitación cerrada” donde se sustituye la habitación por una isla de la que no se podía entrar ni salir y en la que se cometió un crimen. La segunda, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, es un thriller de acción con toques de espionaje. La tercera, La reina en el palacio de las corrientes de aire, es en realidad la continuación de la segunda y propone una especie de juego del gato y el ratón, una cacería en la que los cazadores acaban convirtiéndose en presas. En cualquier caso, los tres argumentos, las tres historias, son apasionantes.
Y llegamos al punto fuerte de Larsson, los personajes. Supongo que ya todo el mundo conoce a la protagonista de la trilogía, Lisbeth Salander, esa hacker flacucha, asocial, con un IQ de quitar el hipo, bisexual, solitaria y abrumadoramente borde. Sobre ella se han dicho muchas cosas. Por ejemplo, que es una masculinización de la mujer. Y lo es, pero ¿qué significa eso? ¿Es algo equivocado o irreal? En ciertos mundos, cuyas normas han sido escritas por hombres mojando la pluma en testosterona (como por ejemplo el mundo de la empresa), una mujer sólo sobrevive siendo el doble de dura que el más duro de los machos que la rodean. Ese es el caso de Lisbeth Salander. Pero también he oído todo lo contrario, que Salander es la sublimación de un nuevo tipo de mujer que reivindica su feminidad negándose a aceptar las reglas del hombre. Y también es cierto. Lo que pasa es que ambas versiones son parciales, porque están sesgadas por el sexo.
En realidad, todos -mujeres y hombres- quisiéramos ser Lisbeth Salander. A todos nos gustaría no rendirnos jamás, devolver golpe por golpe, aunque nos enfrentemos a fuerzas muy superiores a las nuestras. Todos hemos sido más o menos maltratados por el mundo y a todos nos gustaría mandar al mundo a hacer puñetas y vivir sin depender de nada ni de nadie. Lisbeth Salander es un arquetipo –David Vs. Goliat-, pero también es un ser humano del que llegamos a encariñarnos. Y ese es uno de los logros de Larsson; su personaje, Salander, es antipático, arisco, casi autista, y sin embargo acabamos comprendiéndola y simpatizando con ella.
El coprotagonista de la serie, el periodista Mikael Blomkvist, también es un buen personaje, aunque evidentemente queda difuminado por la potente personalidad de Salander. En realidad, como señala Vargas Llosa, los papeles están cambiados: Salander es el personaje vigoroso y activo (“masculino”, según el paradigma) y Blomkvist el pasivo y algo juguetón (paradigmáticamente “femenino”). La galería de secundarios también es brillante, destacando la directora de Millennium, Erika Berger, el investigador Dragan Armanskij, o el malísimo Zalachenko y el aún más malo y sumamente perturbado Niederman.
Ya para terminar, ¿la trilogía Millennium sólo es un entretenimiento vacío? Sin lugar a dudas, son tres novelas muy divertidas, pero las tres hablan de algo, y con pasión muy poco sueca. El tema central de Millennium es la mujer y las diversas formas en que la sociedad la agrede. En ese sentido, son novelas profunda y honestamente feministas. Pero no le demos más vueltas, lo realmente importante de la obra de Larsson son las muchas horas de apasionante lectura que proporciona. Ayer por la noche me quedé desvelado hasta bien entrada la madrugada porque era incapaz de dormirme sin acabar de leer las cien últimas página de La reina en el palacio de las corrientes de aire, y eso es algo que hacía mucho que no me pasaba.
Lamento la muerte de Stieg Larsson como lamento (casi) toda muerte, sobre todo si es prematura. Pero lo que de verdad lamento es no volver a encontrarme con la borde y entrañable Lisbeth Salander, y no llegar ya a conocer jamás a Camilla, su hermana gemela y, con casi entera seguridad, coprotagonista de la que hubiera sido la cuarta parte de Millennium. Es una pena.
Un enclave tutelado por César Mallorquí, el Abominable Hombre de las Letras, en colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo. Si no te interesa la literatura, el cine, el comic, los enigmas, el juego y, en general, las cosas inútiles, aparta tus sucias manos de este blog.
jueves, febrero 18
miércoles, febrero 10
Reciclado
Este fin de semana pasado fui a ver dos películas, En tierra hostil, de Katherine Bigelow, y Sherlock Holmes, de Guy Ritchie. Sobre la primera, poco puedo decir, pues me salí del cine (junto con Pepa, mi mujer, y mi hijo Pablo) media hora antes de que acabase la sesión. ¿Es un mal film ese film cargado de nominaciones a los Oscar? No sabría decirlo a ciencia cierta (al menos no sin matizar mucho), pero lo que sí puedo asegurar es que nada de lo que aparece en la película de Bigelow me interesa lo más mínimo.
En cuanto a Sherlock Holmes, se trata de una película de las de palomitas y refresco que sólo pretende ser una película de palomitas y refresco. El guión, que no tiene pies ni cabeza, se limita a ser un pretexto para enlazar una escena de acción tras otra, porque, como todo el mundo sabe ya a estas alturas, esta nueva versión del mito convierte a Holmes en un héroe de acción. Reconozco que la película me divirtió mientras la veía, pero también reconozco que a la media hora de salir del cine ya me había olvidado de ella. En cualquier caso, tiene una gran virtud: la pareja que forman Robert Downey y Jude Law (Holmes & Watson) funciona a las mil maravillas y es precisamente la simpatía que desprenden lo que actúa como motor de un film que, por lo demás, carece de emoción y magia. Respecto a la dirección, siempre he pensado que Ritchie, un presunto especialista en películas de acción, filma de forma muy confusa la escenas de acción, y eso, a mi modo de ver, sigue ocurriendo en este caso. Aunque también es justo reconocer que, quizá por ser una película de época, el ex de Madonna ha moderado bastante su tendencia a convertir la cámara en una batidora.
Pero da igual, no pretendo realizar una crítica de esa película, sino comentar un aspecto de ella muy curioso. Veamos, una de las preguntas (probablemente la única) que plantea el film de Ritchie es hasta qué punto puede modificarse un personaje clásico sin que deje de ser ese personaje clásico. Pondré un ejemplo: ¿el Van Helsing de la película de Sommers es el Van Helsing de Stoker? Respuesta: no, de ninguna manera. El personaje fue tan (atrozmente) modificado que lo único en común que tenía con su modelo literario era el nombre y el empeño en cazar vampiros.
¿Ocurre lo mismo con el Holmes de Ritchie? Hombre, lo mismo, lo mismo, no, pues la deformación no llega a ser tan brutal como la que pergeñó Sommers, pero en mi opinión el personaje que aparece en la película ya no es el verdadero Sherlock Holmes, sino alguien que se le parece un poco y sólo en ciertos aspectos. Y no lo digo por que se la haya transformado en un action hero, eso es lo de menos, sino porque hay rasgos básicos de la personalidad del Holmes original que han sido radicalmente cambiados en la película. Si algo caracteriza al sabueso de Baker Street, aparte de la inteligencia y la sagacidad, es su frialdad de entomólogo; sin embargo, Downey Jr. compone un personaje profundamente emocional, en ocasiones incluso achulado. Y Holmes, amigos míos, puede ser irritantemente altivo, pero jamás un chulo. Esto, por supuesto, es sólo una opinión y sé que más de uno, por ejemplo mi buen amigo Rodolfo Martínez, que sabe sobre el personaje mucho más que yo (entre otras cosas, porque ha escrito cuatro novelas protagonizadas por Holmes), no estará de acuerdo conmigo.
Pero tampoco era de esto de lo que quería hablar (y os preguntaréis, no sin razón, por qué hablo tanto de cosas sobre las que no pretendía hablar). Lo que me ha llamado la atención es la forma en que se ha transformado el personaje para (supuestamente) adaptarlo a los gustos actuales. En primer lugar, convertirlo en un héroe de acción, ya lo hemos dicho (todo sea por el espectáculo). En segundo lugar, transformar su relación con Holmes en el típico buddy movie (que al final es lo que mejor funciona en el film). En tercer lugar, modificar su personalidad para aproximarla a...
Un inciso. ¿Cuál ha sido la última versión audiovisual del personaje que ha triunfado? Respuesta: la serie de TV House. En efecto, todos sabéis que Greg House es la traslación de Sherlock Holmes al mundo de la medicina. O así era en un principio, pues poco a poco el personaje fue adquiriendo autonomía y despegándose de su modelo literario. Hoy por hoy, los fans de House lo somos, no por las holmesianas habilidades deductivas de su protagonista, sino por su compleja y chocante personalidad. En cualquier caso, está claro que House era Holmes, igual que su amigo Wilson era Watson.
Pues bien, contemplad la imagen que preside estas líneas, ese Downey-Holmes desaliñado y con barba de cuatro días. ¿A quién os recuerda?... ¡Premio!, se parece muchísimo a Hugh Laurie-Greg House. Pero no se trata sólo de su aspecto físico, qué va. En la película, Watson va a casarse y Holmes emplea toda suerte de trucos para impedir ese matrimonio, pues no quiere perder la amistad y compañía de su amigo. ¿Os suena de algo?... Desde luego, ese no es el Holmes de Doyle; es, sin lugar a dudas, puro y nítido House.
Bueno, pues eso es lo que me ha parecido curioso. House nació como una reformulación del personaje clásico trasladándole a otro tiempo y otro contexto. Años después, se estrena Sherlock Holmes, donde se readapta al personaje tomando como modelo otra readaptación del mismo personaje. Es como hacer una copia de una copia; o, mejor aún, una caricatura de una caricatura. ¿Por qué lo han hecho así? ¿Quizá porque las nuevas generaciones no tienen ni pajolera idea de quién y cómo es el auténtico Sherlock Holmes, pero conocen de sobra a Greg House? ¿O es que vivimos tiempos de reciclado creativo donde las nuevas ficciones no son más que monstruos de Frankenstein confeccionados con trozos de cadáveres?
No lo sé. Pero de algo estoy seguro: House, la serie, enriquece el mito de Sherlock Holmes, mientras que Sherlock Holmes, la película, lo desvirtúa. Aunque, claro, esto sólo es una opinión.
En cuanto a Sherlock Holmes, se trata de una película de las de palomitas y refresco que sólo pretende ser una película de palomitas y refresco. El guión, que no tiene pies ni cabeza, se limita a ser un pretexto para enlazar una escena de acción tras otra, porque, como todo el mundo sabe ya a estas alturas, esta nueva versión del mito convierte a Holmes en un héroe de acción. Reconozco que la película me divirtió mientras la veía, pero también reconozco que a la media hora de salir del cine ya me había olvidado de ella. En cualquier caso, tiene una gran virtud: la pareja que forman Robert Downey y Jude Law (Holmes & Watson) funciona a las mil maravillas y es precisamente la simpatía que desprenden lo que actúa como motor de un film que, por lo demás, carece de emoción y magia. Respecto a la dirección, siempre he pensado que Ritchie, un presunto especialista en películas de acción, filma de forma muy confusa la escenas de acción, y eso, a mi modo de ver, sigue ocurriendo en este caso. Aunque también es justo reconocer que, quizá por ser una película de época, el ex de Madonna ha moderado bastante su tendencia a convertir la cámara en una batidora.
Pero da igual, no pretendo realizar una crítica de esa película, sino comentar un aspecto de ella muy curioso. Veamos, una de las preguntas (probablemente la única) que plantea el film de Ritchie es hasta qué punto puede modificarse un personaje clásico sin que deje de ser ese personaje clásico. Pondré un ejemplo: ¿el Van Helsing de la película de Sommers es el Van Helsing de Stoker? Respuesta: no, de ninguna manera. El personaje fue tan (atrozmente) modificado que lo único en común que tenía con su modelo literario era el nombre y el empeño en cazar vampiros.
¿Ocurre lo mismo con el Holmes de Ritchie? Hombre, lo mismo, lo mismo, no, pues la deformación no llega a ser tan brutal como la que pergeñó Sommers, pero en mi opinión el personaje que aparece en la película ya no es el verdadero Sherlock Holmes, sino alguien que se le parece un poco y sólo en ciertos aspectos. Y no lo digo por que se la haya transformado en un action hero, eso es lo de menos, sino porque hay rasgos básicos de la personalidad del Holmes original que han sido radicalmente cambiados en la película. Si algo caracteriza al sabueso de Baker Street, aparte de la inteligencia y la sagacidad, es su frialdad de entomólogo; sin embargo, Downey Jr. compone un personaje profundamente emocional, en ocasiones incluso achulado. Y Holmes, amigos míos, puede ser irritantemente altivo, pero jamás un chulo. Esto, por supuesto, es sólo una opinión y sé que más de uno, por ejemplo mi buen amigo Rodolfo Martínez, que sabe sobre el personaje mucho más que yo (entre otras cosas, porque ha escrito cuatro novelas protagonizadas por Holmes), no estará de acuerdo conmigo.
Pero tampoco era de esto de lo que quería hablar (y os preguntaréis, no sin razón, por qué hablo tanto de cosas sobre las que no pretendía hablar). Lo que me ha llamado la atención es la forma en que se ha transformado el personaje para (supuestamente) adaptarlo a los gustos actuales. En primer lugar, convertirlo en un héroe de acción, ya lo hemos dicho (todo sea por el espectáculo). En segundo lugar, transformar su relación con Holmes en el típico buddy movie (que al final es lo que mejor funciona en el film). En tercer lugar, modificar su personalidad para aproximarla a...
Un inciso. ¿Cuál ha sido la última versión audiovisual del personaje que ha triunfado? Respuesta: la serie de TV House. En efecto, todos sabéis que Greg House es la traslación de Sherlock Holmes al mundo de la medicina. O así era en un principio, pues poco a poco el personaje fue adquiriendo autonomía y despegándose de su modelo literario. Hoy por hoy, los fans de House lo somos, no por las holmesianas habilidades deductivas de su protagonista, sino por su compleja y chocante personalidad. En cualquier caso, está claro que House era Holmes, igual que su amigo Wilson era Watson.
Pues bien, contemplad la imagen que preside estas líneas, ese Downey-Holmes desaliñado y con barba de cuatro días. ¿A quién os recuerda?... ¡Premio!, se parece muchísimo a Hugh Laurie-Greg House. Pero no se trata sólo de su aspecto físico, qué va. En la película, Watson va a casarse y Holmes emplea toda suerte de trucos para impedir ese matrimonio, pues no quiere perder la amistad y compañía de su amigo. ¿Os suena de algo?... Desde luego, ese no es el Holmes de Doyle; es, sin lugar a dudas, puro y nítido House.
Bueno, pues eso es lo que me ha parecido curioso. House nació como una reformulación del personaje clásico trasladándole a otro tiempo y otro contexto. Años después, se estrena Sherlock Holmes, donde se readapta al personaje tomando como modelo otra readaptación del mismo personaje. Es como hacer una copia de una copia; o, mejor aún, una caricatura de una caricatura. ¿Por qué lo han hecho así? ¿Quizá porque las nuevas generaciones no tienen ni pajolera idea de quién y cómo es el auténtico Sherlock Holmes, pero conocen de sobra a Greg House? ¿O es que vivimos tiempos de reciclado creativo donde las nuevas ficciones no son más que monstruos de Frankenstein confeccionados con trozos de cadáveres?
No lo sé. Pero de algo estoy seguro: House, la serie, enriquece el mito de Sherlock Holmes, mientras que Sherlock Holmes, la película, lo desvirtúa. Aunque, claro, esto sólo es una opinión.