Me gusta Halloween, amigos míos, los merodeadores veteranos ya lo saben. Me gusta porque es una fiesta muy antigua, y porque es una fiesta pagana, y sobre todo porque es una fiesta divertida para los niños. Y no es una fiesta impuesta por el Corte Inglés, como san Valentín y otras mamonadas; por el contrario, ha sido libremente “importada” por sus principales protagonistas, los niños. Además, qué coño, me gusta una fiesta basada en algo con tan mala prensa como el género de terror.
No todo el mundo está de acuerdo, qué le vamos a hacer. Para muchos es una fiesta antipática porque creen que su origen es yanqui, pero eso no es cierto. Se trata de una fiesta europea que fue “exportada” a Estados Unidos por los emigrantes irlandeses. Otros la rechazan porque no es “autóctona” (como si la Navidad, por ejemplo, lo fuese), pero de nuevo se equivocan. El más remoto origen de Halloween es la festividad celta de Samhain. Durante este festival, en la noche anterior al primero de noviembre, se creía que las almas de los muertos acechaban las casas de los vivos en busca de alimento, razón por la cual las familias dejaban cuencos con comida en los porches de sus viviendas, pues si no lo hacían corrían el riesgo de ser devorados por los fantasmas.
Pues bien, en muchas zonas de España, por ejemplo en Las Hurdes, existe desde hace siglos la tradición de, durante la víspera de Todos los Santos, dejar comida fuera de casa para contentar a los muertos. No lo llaman Halloween, pero es lo mismo. Las raíces de esta fiesta también están en nuestra cultura. Aunque, en cualquier caso, lo importante es que se trata de una fiesta que le encanta a los chavales. Y es divertida; con eso, al menos para mí, es más que suficiente.
Pero, en fin, hay a quienes les parece demasiado alboroto. Eso me recuerda una frase que leí hace poco. Dice más o menos así: un puritano es aquel que no soporta la mera idea de que alguien, quien sea, pueda llegar a divertirse. Así que no seáis puritanos, amigos míos, e intentad volver a ser niños. Si lo fuerais, si volvierais a tener nueve o diez años, ¿no os encantaría disfrazaros de monstruo e ir por las casas pidiendo golosinas? Seguro que sí; de modo que amordazad a ese adulto tocapelotas en que todos acabamos convirtiéndonos y aulladle esta noche a la Luna. Es Halloween, los muertos caminan entre nosotros...
Y para celebrar que me gusta esta fiesta, os voy a regalar un cuento inédito. Se llama Más allá y no es un relato de terror, pero trata sobre la muerte y las ánimas, de modo que lo supongo apropiado para la ocasión. Sólo es un pequeño divertimento, una historia simpática, y además, qué cojones, es gratis, así que si no os gusta no me deis demasiada caña. En cualquier caso, espero que os guste.
Feliz Halloween/ Samhain, merodeadores del anochecer.
Más allá
Sentí un dolor en el pecho y caí muerto. Estaba en casa, a punto de bajar la basura, de modo que debí de desplomarme sobre el suelo de la cocina. Cuando abrí los ojos seguía tumbado, pero no estaba en casa, ni en el suelo, sino sobre un banco en medio de un parque. Frente a mí, de pie, una anciano de venerable barba blanca vestido con un impecable terno blanco me miraba sonriente.
—¿Qué tal se encuentra? –preguntó.
Me senté en el banco y me palpé el pecho. Al hacerlo, descubrí que yo también llevaba un traje blanco.
—Bien, creo... –respondí.
—Me alegro. A veces la transición provoca aturdimiento y jaquecas.
¿La transición? ¿Qué transición?
—¿Qué transición? –pregunté.
El anciano me dedicó una mirada paternal.
—La de la vida a la muerte, amigo mío.
Alce las cejas; primero la derecha y después la izquierda.
—¿Pretende decirme que estoy muerto? –musité con escepticismo.
—Total, completa y definitivamente muerto –asintió el anciano.
Miré a mi alrededor; el parque estaba desierto.
—¿Es una broma? –pregunté-. ¿Hay alguna cámara oculta?
Sin perder la sonrisa, el anciano preguntó a su vez:
—¿Qué es lo último que recuerda?
Hice memoria y... ahí estaba, el dolor en el pecho, mi caída, la muerte.
—Joooodeeeer... –musité, arrastrando las vocales y llevándome una mano a la cabeza.
—Infarto de miocardio –dijo el anciano-. Rápido y casi indoloro. En el fondo es una muerte envidiable.
—Pero sólo tenía 57 años –protesté-. Aún era joven.
—Cuando yo fallecí, cualquiera con más de 40 años estaba considerado un anciano. ¿Qué quiere que le diga? Debería haber hecho más ejercicio y comido menos grasas.
Apoyé los codos en las rodillas, sacudí la cabeza, anonadado, señalé hacia le parque y pregunté:
—¿Entonces esto es... el cielo?
—El más allá –asintió-; la otra vida, el Elíseo, el jardín celestial, el Valhaya... –Se encogió de hombros-. Tiene muchos nombres.
—Pero no hay nadie. Está vacío.
—Es que todo el mundo está ahora trabajando.
—¿Se trabaja en el cielo? –dije, sintiendo una punzada de decepción.
—Bueno, más que trabajo podríamos denominarlo devoción. O, aún mejor, hobby. Pero será mejor que lo vea usted mismo. ¿Tiene la amabilidad de acompañarme?
Me puse en pie y eché a andar junto al anciano hacia la salida del parque.
—Por cierto –dije-, ¿quién es usted? ¿Dios?
Se echó a reír.
—No, amigo mío. Sólo soy uno de los que se ocupan de recibir a las nuevas almas para orientarlas.
—¿Como san Pedro?
—Algo así, pero sin adscribirnos a ninguna doctrina religiosa concreta. Somos ecuménicos.
Cruzamos la salida del parque, un portalón de hierro forjado, y por primera vez vi la ciudad celestial. Todas las casas eran blancas, de una altura, con los tejados a dos aguas y rodeadas por coquetos jardines circundados por vallas de madera blanca. Parecía una urbanización yanqui de clase media alta.
—¿Esto es el cielo? –pregunté.
—Sólo la zona residencial. –El anciano señaló hacia una fila de blancos barracones que se alzaban al fondo-. Pero nosotros nos dirigimos allí, al sector industrial.
Mientras atravesábamos aquel inmaculado y desierto barrio, mi mente luchaba por asimilar la nueva e inesperada situación en que me encontraba. Después de todo, el más allá existía... Entonces recordé algo que me alarmó un poco.
—Disculpe, eh... –titubeé, intentando encontrar la forma más diplomática de expresarlo. Como no la encontré, dije sencillamente-: Es que, cuando estaba vivo, no creía en Dios; era ateo... ¿Eso importa?
—En absoluto –respondió el anciano, sonriente-. De hecho, Él prefiere que los humanos vivos no crean en Él. Dice que si Su existencia fuera patente, la gente no actuaría con naturalidad. Además, quienes creen en Él tienden a atribuirle opiniones que Él en ningún momento ha expresado. Sin ir más lejos, todos los libros sagrados, sin excepción, son apócrifos. No, Él prefiere el anonimato. Como suele decir: si no creen en Mí, no matarán por Mí. –Suspiró-. Él juzga a la gente por su comportamiento, no por sus creencias.
Ya estábamos cerca de lo que el anciano había denominado “sector industrial”, una serie de pabellones blancos dispuestos en paralelo hasta perderse en el horizonte. Pero yo no prestaba mucha atención, pues algo de lo que había dicho el anciano me intrigaba.
—Creo haberle entendido –dije-, que Dios juzga a la gente según su comportamiento...
—Así es.
—Entonces, ¿hay un premio y un castigo?
—Por supuesto.
—Y... ¿dónde está el infierno?
—Aquí –respondió el anciano con naturalidad.
Parpadeé, alarmado.
—¿Pero no había dicho que esto era el cielo?
El anciano rió entre dientes.
—Y lo es –respondió-. Pero también es el infierno.
Volví a parpadear.
—Creo que no le entiendo...
—Es sencillo –dijo-. En un gran acierto de economía de medios, el cielo y el infierno están en el mismo lugar. Santos y pecadores conviven todos juntos.
—Entonces, ¿qué diferencia hay entre ser santo y ser pecador?
—Las circunstancias de cada cual. Recuerde cómo es el mundo de los vivos: en una misma ciudad, incluso en el mismo barrio, hay gente que vive en mansiones suntuosas y gente que vive en chabolas. Comparten el mismo espacio geográfico, pero su calidad de vida es muy distinta.
—Entonces –dije- ¿el infierno es algo así como los suburbios del cielo?
—Oh no, amigo mío; no es tan simple. Pero lo comprenderá más fácilmente si lo ve con sus propios ojos. Sígame, por favor.
Habíamos llegado a la altura del primer pabellón. El anciano cruzó la entrada y nos adentramos en un largo corredor (blanco, cómo no) jalonado de puertas. Nos aproximamos a una de ellas, la primera de la derecha, y mi acompañante descorrió una mirilla que había en la hoja.
—Adelante –dijo-. Eche una mirada.
Aproximé los ojos a la mirilla y vi un pequeño habitáculo ocupado por dos personas, una mujer y un hombre. Los conocía a ambos. La mujer era Agnes Gonxhe Bojaxhiu, más conocida como la madre Teresa de Calcuta, y el hombre era Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como José Stalin.
Me estremecí. No por ver juntos a Stalin y la madre Teresa (aunque, reconozcámoslo, formaban una pareja de lo más chocante), sino por lo que hacían. Stalin estaba desnudo, tumbado boca arriba en una especie de camilla, con los brazos y las piernas sujetos mediante gruesas correas. La madre Teresa, totalmente vestida (de blanco), le había fijado unos electrodos en los genitales y los pezones, y mediante una batería le suministraba descargas eléctricas; sumamente dolorosas, a juzgar por el desencajado rostro de Stalin (el habitáculo debía de estar muy bien insonorizado, pues no podía oír sus gritos). Me aparté de la mirilla e intenté ordenar las ideas. La madre Teresa torturando a José Stalin mediante la picana eléctrica...
—No lo entiendo –musité.
—Es sencillo, amigo mío –dijo el anciano-. Como le he explicado antes, el infierno, como lugar diferenciado, no existe. Lo cual significa que tampoco existe Satanás ni existen los demonios. Así pues, ¿quién se ocupa de administrar el justo tormento a los pecadores?
—¿Los santos? –especulé.
—Exacto, amigo mío. Mire, mire...
El anciano había descorrido la mirilla de la puerta de al lado. Miré a través de ella y vi a dos hombres, uno blanco y otro negro, en un habitáculo idéntico al anterior. El blanco era Richard Nixon y estaba atado con correas a la camilla. El negro era Martin Luther King y, con la lengua asomando entre los labios en un gesto de concentración, insertaba astillas en las uñas de Nixon. Tampoco pude oír los gritos del expresidente.
—Esto no está bien... –dije, apartándome de la mirilla con el estómago revuelto-. Es... es tortura. Como Guantánamo, o algo así.
—¿Y qué esperaba? –repuso el anciano-. ¿Una regañina por todo castigo? Estamos hablando de grandes pecadores y del juicio divino, lo cual requiere sanciones contundentes. Hay que estar a la altura de las circunstancias, hombre.
—Pero –repliqué-, ¿santos torturando?
—De nuevo se trata de un admirable ejemplo de economía de medios. Los pecadores reciben su justo castigo y los santos se entretienen llevando a cabo los designios divinos, en vez de pasarse la eternidad tocando la lira aburridos como ostras. Y ahora sígame, por favor; quiero presentarle a alguien.
El anciano se dirigió a la siguiente puerta, pero en vez de descorrer la mirilla, la abrió y me invito a pasar con un ademán. Era un habitáculo idéntico a los anteriores, pero la camilla estaba vacía y sólo había una persona, un hombrecillo menudo, calvo, con bigote y unos anteojos redondos cabalgando sobre el puente de la nariz.
—Amigo mío –dijo el anciano-, le presento a Mohandas Karamchand Gandhi, más conocido por Mahatma Gandhi.
Sentí que la emoción me embargaba. Ahí, delante de mí, contemplándome con una angelical sonrisa, estaba uno de los hombres más bondadosos y venerables que jamás han pisado la faz de la Tierra. Aunque, vale, reconozco que me inquietó un poco el modo en que afilaba un cuchillo de carnicero mientras me miraba...