viernes, diciembre 24

Cuento de Navidad: El ángel y la señora Monroy


Pero antes del cuento, un mensaje de éste vuestro seguro servidor.


A lo largo del año, los puntos por donde sale y se pone el Sol (orto y ocaso) se van desplazando poco a poco. Conforme nos hemos ido acercando al solsticio de invierno, el ocaso se ha movido hacia el norte, y a partir de ahora (desde el solsticio) lo hará hacia el sur. Del mismo modo, todos lo sabemos, la duración del día se ha ido acortando, hasta llegar a la noche más larga, la del solsticio. El caso es que el Sol nunca se pone dos días seguidos por el mismo punto. Nunca, salvo durante los solsticios. Al llegar el de invierno, por ejemplo, durante tres días el Sol parece ponerse por el mismo sitio.

¿Captáis el simbolismo? El Sol es dios. Durante medio año, el poder de dios (la luz y el calor) va menguando, hasta que llega el solsticio y dios muere. Permanece tres día muerto (durante tres días el Sol se pone por el mismo lugar) y, finalmente, el día 25 resucita (nace de nuevo) y el ocaso comienza a desplazarse hacia el sur, incrementándose paulatinamente las horas de luz y la temperatura. Ese es el origen de todos los dioses solares (que mueren y resucitan) inventados por la humanidad, desde Apolo hasta Cristo, pasando por Horus, Mitra y un montón de deidades más.

Así que aquí estamos, un año más, dispuestos a celebrar esta noche la muerte y resurrección del Sol. Y como todos los años desde que, hace cinco, comenzamos a levantar este zigurat de palabras que es La Fraternidad de Babel, os voy a regalar un cuento de Navidad. Se llama El ángel y la señora Monroy, y quizá requiere un breve comentario.

Veréis, cada año, mediado noviembre, empiezo a buscar argumentos para el relato navideño. Dicen que un escritor no elige las historias que va a escribir, sino que son las historias quienes eligen al escritor para ser relatadas. Y es cierto; suelen ocurrírseme varias ideas, pero no paro de darle vueltas hasta que surge una que, por algún motivo, me exige que la escriba. Eso me ocurrió este año, pero había un pequeño problema...

Por lo general, procuro que los cuentos sean cortos; no sólo porque así me dan menos trabajo, sino también, y sobre todo, porque sé que leer en pantalla es un coñazo. Sin embargo, la historia de este año, aunque sencilla, requiere su tiempo, su espacio. Así que me ha salido un poco más larga de lo habitual. Lo siento. En cualquier caso, espero que os guste. Y si no os gusta, lo que siempre digo: confortaos pensando que, al menos, os ha salido gratis.

Vivimos tiempos chungos, amigos míos, y ya sabemos que no hay situación, por mala que sea, que no pueda empeorar. Quién sabe, quizá el año que viene se hunda definitivamente la economía mundial y nos veamos todos, no ya recogiendo cartones, sino comiéndonoslos. O puede que Corea del Norte le lance una bomba H a Corea del Sur, o que Israel haga algo similar con Irán, originando una debacle nuclear que nos deje a todos entre fritos y mutantes. O quizá nos invadan unos extraterrestres cabrones con la intención de follarse a nuestras hermanas y comerse nuestros cerebros (o viceversa). Qué sé yo, hay tantas cosas que pueden ir mal. Como decía uno de mis personajes, Jaime Mercader: lo sorprendente no es que la vida surja, sino que perdure.

Pero, ¿sabéis?, estoy hasta las pelotas de que me acojonen. Si no es la economía, es el cambio climático, o la gripe del pollo, o la del cerdo, o una pérfida conspiración mundial, o los emigrantes (en particular si son árabes), o los terroristas, o los siniestros comunistas, o las hordas fascistas, o el anticristo, o los transgénicos, o algún asteroide cabrón, o la profecía 2012, o los chinos, o las armas de destrucción masivas... Bueno, vale ya, coño.

Como decían los vikingos antes de ponerse ciegos de aquavit: hemos de morir, pero no hoy. Y hoy, amigos míos, os deseo algo muy concreto: os deseo que esta tarde, o esta noche, o mañana, os quedéis un momento a solas en vuestra casa, o allí donde estéis, y os deseo que recordéis alguna Navidad del pasado, de cuando erais niños, y que luego dejéis la mente en blanco, como si nevara sobre vuestra memoria, y que, durante unos minutos, prestéis atención a lo que os rodea, a los sonidos, a los olores, a vosotros mismos... no lo razonéis: sentidlo. Eso es lo que os deseo, porque quizá, si hay suerte, podáis convertir ese momento en un instante eterno.

Esta tarde, como todos los años, comenzaré a preparar la cena junto con Pepa. Es un ritual, igual que lo son estas fiestas. Pero es que a los humanos nos gustan los rituales; nos tranquilizan, porque nos conectan con la eternidad.

Espero que seáis felices, que viváis el momento, que cantéis, que os beséis, que bebáis y comáis sin mesura, que lloréis por lo que se fue y os riáis de lo que vendrá. Amigos míos, merodeadores de Babel, ojalá mi relato de este año no os disguste demasiado. Y de todo corazón: felices fiestas, feliz solsticio.



El ángel y la señora Monroy

por César Mallorquí


La noche era un desierto salpicado de luces de colores. Guarecido del frío en un portal situado enfrente de la casa, Abilio lió un canuto, lo encendió con el mismo Bic que había empleado para ablandar la china y fumó lentamente, reteniendo el humo en los pulmones tras cada calada, con la mirada fija en las ventanas del bajo derecha. A lo lejos sonaba un villancico; el reloj de una iglesia hizo tañer diez veces su campana. Abilio llevaba más de una hora ahí plantado, sin hacer nada salvo fumar y vigilar. A sus veintitrés años de edad había aprendido que, cuando vas a dar un palo, toda precaución es poca (...)

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domingo, diciembre 19

Navidad


Hay una forma infalible de saber si estás “programado” para que te guste la Navidad. Es muy sencillo: basta con ver ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; algo nada complicado, pues todos los años, al llegar estas fechas, emiten esa película en alguna cadena de TV (ayer mismo en Telemadrid). La cuestión es que cuando llegas al final de la cinta pueden ocurrirte dos cosas: que se te salten las lágrimas o que tus ojos permanezcan secos como arenques en salazón. Si sucede lo primero, si lloras, es que, aunque no lo sepas, te gusta la Navidad.



Y da lo mismo si has visto la película un montón de veces o es la primera vez que la contemplas. Yo debo de haberla revisitado... no sé, ocho, nueve, diez veces, quizá más, y siempre, por muy prevenido que esté, acabo llorando como una magdalena. Porque, aunque durante mucho tiempo no lo supe, estoy programado para la Navidad.


De pequeño, las vacaciones de Navidad eran las que más me gustaban. Más incluso que las de verano, aunque éstas eran seis veces más largas. ¿Por qué? No estoy seguro. Sin duda por la fiesta de Reyes, pues mis padres eran extremadamente generosos conmigo, pero no solo era eso. Había algo extraño en las fiestas navideñas, una especie de magia, un hechizo precedido por múltiples señales. La primera señal era la aparición de los especiales de Navidad de algunos tebeos (Pulgarcito y Tío Vivo); solían estar en los kioscos a partir de la segunda semana de diciembre. Luego, ponían las luces en las calles y se adornaban los escaparates, en la radio sonaban villancicos y por casa comenzaban a pasar distintos trabajadores solicitando el aguinaldo: basureros, serenos, porteros, faroleros, regadores... Joder, qué costumbre más tercermundista. A los guardias de tráfico que estaban fijos en un cruce, regulando la circulación como semáforos humanos, también solían regalarles cosas (cestas de Navidad, por lo general) que ellos muchas veces exhibían en su puestecito (supongo que a modo de reclamo). No sé, había algo especial en la Navidad y a mí me encantaba.


En junio de 1971 murió mi madre. Yo tenía 18 años. Las navidades de aquel año fueron extrañas y relativamente tristes. Pero no del todo tristes. Mi padre insistió en adornar la casa como siempre habíamos hecho, así que una tarde mi hermano Eduardo y yo fuimos a la escuela de Montes para comprar un árbol. Y escogimos un pino grande y hermoso, tan grande y hermoso que no recuerdo cómo conseguimos transportarlo a casa (supongo que en la baca del coche, rezumando pino por delante y por detrás). Nuestro piso (Españoleto, 23, 3º dcha.) tenía el techo a tres metros de altura, y aquél árbol en su tiesto debía de medir unos tres metros y medio, así que el pobre pino topaba contra el techo y se doblaba. Era algo entre grotesco y amenazador, cómo si tuviéramos un trífido en casa (ver El día de los trífidos, de John Windham).


La única solución fue serrarle el extremo superior, lo cual le confirió al pobre árbol un aire decididamente extraño. A mí me entró un ataque de risa y mi padre se agarró un cabreo (lo siento, papá, pero tenía gracia). Creía que no nos tomábamos en serio la primera Navidad sin nuestra madre, pero no era así. Compramos ese pino porque era el más bonito; el problema fue que no nos dimos cuenta de que, al meterlo en la maceta, su altura aumentaría notablemente. Esas navidades, mi padre y mi hermano José Carlos pasaron el fin de año en Londres, y mi hermano Eduardo no sé dónde se metió; el caso es que me quedé solo en casa y aproveché la circunstancia para organizar una fiesta de Nochevieja que resultó bastante salvaje. Llegó a haber más de cien personas, a la mitad de las cuales no conocía. Ni llegué a conocer, porque tenía un pedo de mariscal general.


Ese fue el comienzo de la etapa más desquiciada de mi vida. En noviembre del año siguiente murió mi padre. Mis dos hermanos ya estaban casados, así que sólo vivíamos en casa mi padre y yo. No recuerdo cómo fue esa Navidad. No recuerdo absolutamente nada. Lo he borrado por completo de mi memoria. De hecho, a partir de aquel momento las fiestas de Navidad dejaron de tener sentido para mí. Todas ellas, durante mucho tiempo, año tras año, se convirtieron en un gran vacío del que sólo conservo retazos aislados. Y ninguna ilusión. La magia se había ido.


Durante unos años trabaje como periodista free lance; luego me metí en publicidad. Las dos últimas agencias en las que trabajé estaban situadas en el AZCA, el segundo centro de Madrid, un enclave situado junto a la Castellana. Una estaba en el edificio del Banco Zaragozano, otra en el edificio Windsor (el rascacielos que ardió hace unos años). Ambos lugares se hallan muy cerca del Corte Inglés y toda esa zona es muy comercial. Al llegar las navidades, aquello era, y es, un infierno. ¿Os imagináis lo que supone salir cada día de currar para meteros de lleno en un eterno atasco de tráfico? No se podía ni caminar por la calle, ni ir a un restaurante, ni hacer una compra; todo estaba atestado de gente. Además, justo antes de las fiestas hay mucho trabajo publicitario. Conclusión: odiaba la Navidad.


Pero luego me casé, y tuve hijos, y esos niños me devolvieron la ilusión por la Navidad. Su ilusión era la mía. También se es feliz siendo un rey mago. Y un buen día me dije: vale ya de hacerte el duro, vale ya de ir de listo y de sobrado. Las navidades son para los niños, ¿no?; y tú presumes de llevar a un niño dentro de ti, ¿verdad? Pues entonces dale cancha, mamón, permite que el niño disfrute. Y en eso estamos.


¿Sabéis por qué llorar al final de ¡Que bello es vivir! prueba que te gusta la Navidad? No porque el clímax de esa película tenga lugar en esa fecha, no. La cuestión es que ¡Que bello es vivir!, como gran parte de la filmografía de Capra, no es más que un montón de mentiras bonitas honestamente narradas. Capra no refleja el mundo tal como es, sino tal y como debería ser. Y lloramos porque, aunque sabemos que es mentira, nos gustaría que las cosas fueran de ese modo, que la bondad y el amor siempre acabaran triunfando.


¿Y qué es la Navidad? Un montón de bonitas mentiras, un mundo podrido que se disfraza con guirnaldas de luces y espumillón plateado para simular que es un lugar decente. Todo más falso que la palabra de un político. Vale, ¿y qué? No podemos vivir todo el año en una peli de Capra, pero un par de semanas ¿por qué no?


No me gusta la Navidad en su sentido católico, aunque celebrar el nacimiento de un niño, de cualquier niño, tampoco está mal. Pero la Navidad, ya lo sabemos, es una impostura cristiana. Según las escrituras, Jesús debió de nacer en primavera o verano, pero en ningún caso a comienzos de invierno. Pese a ello, las autoridades religiosas decidieron en el siglo IV fijar la fecha del nacimiento el 25 de diciembre. ¿Por qué? Para superponerla a la principal fiesta religiosa pagana: el solsticio de invierno, que conmemora la muerte y resurrección del Sol (Cristo es un dios solar). Así pues, cuando nos reunimos para celebrar la noche del 24 y el día 25, estamos repitiendo un ritual mucho más antiguo que el cristianismo. Celebramos, igual que nuestros más remotos antepasado, el final de un ciclo y el comienzo de otro. Y no sé por qué, pero eso me emociona. Es como formar parte de algo muy antiguo y muy íntimo.


Todo los años, al llegar estas fechas, espero que algo suceda. Y a veces ocurre y a veces no. Pasado mañana, 21 de diciembre, es el día del solsticio invernal. Intentaré captar ese momento y, si lo logro, os lo mostraré.


Entre tanto, todavía no os deseo felices fiestas. Lo haré el próximo viernes.

jueves, diciembre 9

Babel 5


La Fraternidad de Babel cumple hoy cinco añitos. Es increíble... Todavía recuerdo la tarde de diciembre en que me llegó un e-mail de Care Santos invitando a visitar su blog. Entré en él y, tras echarle un vistazo, cliqueé sobre un reclamo de Blogger que proponía crear tu propio blog con toda facilidad. Cierto, era muy sencillo. Y como nada me motiva más que la oportunidad de perder el tiempo en vez de trabajar, creé un blog con la intención de destruirlo acto seguido. Pero no lo hice, lo colgué en la Red, y todavía no sé por qué. De hecho, durante el primer año no tuve nada claro el sentido de la bitácora, e incluso estuve a punto de cerrarla. Pero, de repente, lo comprendí: Babel no tiene, ni tiene por qué tener, sentido alguno. No hay una finalidad, ningún objetivo, ninguna razón. Como la vida misma. Babel es una extensión de mí donde hablo de asuntos que no podría tratar en otra parte. Eso es todo.



En realidad, la cosa es muy sencilla. No hay método, no hay sistema, no hay planificación. Simplemente escribo sobre lo que se me ocurre en cada momento. Puede ser un retazo de mi pasado, un comentario sobre una novela/película/cómic, una opinión, un tema de actualidad, un obituario, un relato... cualquier cosa, lo que sea que en ese momento me interese. Al no ser un blog temático, lo que en realidad ofrezco es a mí mismo, lo cual no deja de ser el colmo de la vanidad. Es como subirse a un pedestal y decir: miradme, ¿a que soy la hostia? Bueno, puede que sí, sin duda hay un poco o un mucho de vanidad, pero al menos tengo la coartada de ser escritor profesional. Ofrezco gratis lo mejor que sé hacer (hay otras cosas que se hacer muy bien y también son gratuitas, chicas) (es broma) (no son gratis, cobro) (también es broma). ¿Es suficiente con eso? Que cada cual lo decida, porque basta un simple clic para mandarme a hacer puñetas.


Pero no soy sólo yo, claro. Están los merodeadores de Babel. Vuestros comentarios cuentan y mucho; sin ellos, este enclave no tendría sentido. Reconozco que he llegado a sentirme amigo de muchos de vosotros, aunque no os conozco personalmente. Por eso, lamento la pérdida de aquellos merodeadores que frecuentaron el blog durante un tiempo y luego se desvanecieron. Echo de menos a varios de ellos y cuando, ocasionalmente, vuelven por aquí, me llevo una alegría. Una de las cosas buenas de Babel es que sus visitantes son de lo más variado. Por un lado están mis lectores, muchos de ellos muy jóvenes, algo que me encanta. Por otro, viejos, y no tan viejos, guardianes de la llama de la cf y la fantasía. Luego tenemos a mis amigos de siempre y, finalmente, a personas que no sé cómo han llegado aquí, pero que me encanta que estén. También han pasado por Babel algunos impresentables, pero eso no se puede evitar. Recuerdo dos, en concreto, particularmente insidiosos; uno me detestaba por razones políticas, y el otro por motivos religiosos. Afortunadamente, hace mucho que no se les ve por estos pagos.


Recientemente, os pregunté acerca de Babel. ¿Valía la pena seguir? Algunos pensasteis que iba a abandonar el blog, pero no era ese mi propósito. Sólo quería saber si me había apartado de mi línea (si es que tengo alguna), o si me estaba repitiendo, o si, sencillamente, tanto César Mallorquí acaba cansando. No sé..., en el fondo da igual; no voy a cambiar, porque Babel me gusta así, como es. Otra cosa es el aspecto físico del blog. Todos los que conozco han cambiado su apariencia una o más veces, pero Babel sigue prácticamente igual que cuando empezó. Este mismo año he añadido un dibujo al encabezamiento. Es una vista de Babilonia, un poco naif. Me recuerda a las ilustraciones de La epopeya del hombre, un libro de Life (1962) que adoraba de pequeño. Me pasaba las horas muertas mirándolo... He hecho algunos cambios más, pero poca cosa; en general, el blog tiene el mismo aspecto de siempre.


Y, para ser sincero, me gusta así. En sus mejores momentos, Babel es como una tertulia de café; y los cafés con tertulia los imagino viejos y anticuados, lugares por donde parece que el tiempo se ha detenido. No obstante, reconozco que es un diseño feo. Los hay mucho más modernos y bonitos. Durante un tiempo he dudado entre cambiarlo o no, y al final he optado por preguntároslo a vosotros. Ahí, arriba a la derecha, hay una encuesta que estará abierta hasta final de año. Por ahora, ganan con creces los que les importa un bledo el aspecto de Babel y hay un empate entre el sí y el no. Ya veremos. En cualquier caso, os animo a expresar vuestra opinión.


Echemos cuentas: ésta es la entrada 386, lo que da una media de 77,2 entradas por año; más o menos, una cada cuatro días y medio. No parece mucho, pero si calculamos que cada entrada ocupa una media de dos páginas a dos espacios (es algo más, pero seamos prudentes), obtendremos que he escrito 772 páginas en total. Eso son dos o tres novelas. No está mal. Sea como fuere, todo eso lo he hecho porque me ha salido de las narices, así que nadie me debe nada. En todo caso, soy yo quien os debe algo a vosotros, por prestaros a jugar conmigo.


Jugar... El primer cambio que realicé en el blog fue añadir una foto mía. Me la hizo mi padre cuando yo tenía cuatro o cinco años. Junto a ella, hace poco añadí lo siguiente: “Lo mejor de mí mismo está en el niño que fui”. Es cierto, lo creo fervientemente. Ese niño, que por entonces se llamaba Quique (mi nombre completo es César Enrique), vive dentro de mí y es él quien todavía tiene la maravillosa capacidad de asombrarse, el que fantasea dentro de mi cerebro, el que busca la belleza en todo, el que se divierte inventando historias, el que contempla alucinado las estrellas, el que se enamora, el que se ríe, el que aún se ilusiona con la Navidad, el que ve un universo en el polvo que flota dentro de un rayo de luz, el que cree que las cosas pequeñas son grandes, el que sueña, el que mantiene la magia...


El encabezamiento de La Fraternidad de Babel dice que es un enclave tutelado por César Mallorquí, pero no es cierto. Babel pertenece a Quique; aunque, a veces, Quique permite que César escriba. Pero César es un coñazo, un idiota que se toma demasiado en serio a sí mismo, cuando sólo es un mediocre de mierda. Por el contrario, Quique brilla, resplandece, igual que ocurre con el niño que todos vosotros lleváis dentro. Babel es el juguete de Quique, pero un juguete al que no se puede jugar a solas, así que espero, confío, ruego, que en el futuro sigáis queriendo jugar con él.


Y, para que comprobéis los estragos del tiempo, presidiendo esta entrada veréis, por primera vez en este show, un reciente autorretrato de César. Comparadlo con la foto de Quique y escuchad mis sollozos.


Feliz cumpleaños, Babel. Feliz cumpleaños, merodeadores.

viernes, diciembre 3

G.N.A.


Creo que los norteamericanos, tan sobrados como van en muchos aspectos, son unos acomplejados en lo que a literatura se refiere. Supongo que la vasta tradición literaria europea les abruma, y desde luego nadie espera que un país joven como EE UU pueda igualar en un par de siglos la milenaria tradición narrativa de naciones como Inglaterra o Francia. Por otro lado, hace tiempo que en EE UU apenas se traducen libros extranjeros (las obras traducidas suponen menos del 3 % ), lo cual está conduciendo al país a un aislamiento cultural del que ya se resiente su literatura, cada vez menos vital e influyente. Pero eso es otra historia.


La cuestión es que, desde que tengo memoria, los norteamericanos van por ahí piando en busca del GNA, que son las iniciales de Gran Novelista Americano y también de Gran Novela Americana. La intelligentsia yanqui aguarda la llegada de ese escritor y de esa obra como si se tratara de un asunto religioso, como si un mesías literario fuera a surgir en cualquier momento para redimirles de su complejo de inferioridad cultural. Y lo gracioso del asunto es que los norteamericanos ya tienen desde hace mucho su propio, flamante e influyente GNA.

¿Quién es ese escritor? ¿Melville con su Moby Dick? Casi, pero no. ¿Hemingway, Dos Passos, Faulkner, Scott Fitzgerald, Steinbeck...? No, aunque la mayor parte de ellos fueron influidos por el autor que tengo en mente y que, como hay un retrato suyo ahí arriba, no vale la pena seguir ocultando. El Gran Novelista Americano es Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, y la Gran Novela Americana es Las aventuras de Huckleberry Finn. Pero los yanquis, o la mayor parte de ellos, no lo saben.

No es que no se sientan orgullosos de él; lo están y mucho. Reconocen su influencia y su talento, pero... les sabe a poco, no tiene pinta de mesías literario. ¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que Twain era un humorista, y la gente tiende a pensar que el humor no es cosa seria. De un gran literato se espera gravedad y circunspección, no risas. En fin, no me voy a poner ahora aquí por enésima vez a defender el humor, ni señalaré que algunas de las más grandes obras literarias de todos los tiempos son precisamente humorísticas (El Quijote, Tristram Shandy, Los viajes de Gulliver, Cándido, Gargantúa y Pantagruel...)

El caso es que nadie había escrito como Twain antes de él, aunque muchos intentaron después escribir como él (entre otros, y por elegir un género lo más alejado posible, el escritor de ciencia ficción Robert Heinlein). Por otro lado, Twain es total y completamente norteamericano (o, mejor dicho, como antes eran los norteamericanos); su obra se centra en América y cuando habla de otros países lo hace desde un punto de vista americano. Él no estaba abrumado por el peso de la cultura europea, porque había encontrado su propio y revolucionario camino. Además, Twain es un escritor absolutamente moderno; el más actual de los escritores del XIX en mi opinión. Probad a leerle y preguntaos si ese texto, el que sea, no podría haberlo escrito un autor contemporáneo.

Antes he dicho que la gran novela americana es Huckleberry Finn, y sin duda es la obra maestra de Twain. Me encantó cuando la leí, ay, hace tanto tiempo; pero reconozco que no es lo que más me gusta de él. Ni Tom Sawyer, ni Un yanqui en la corte del rey Arturo... Entendedme, todas esas novelas me encantan, pero no son mis favoritas. Lo que más me gusta de Twain son sus relatos cortos.

Hace poco hablé en Babel de Wodehouse, confesándome rendido admirador suyo. Pero no es el único humorista del que soy devoto. Mis otros ídolos del humor (los principales al menos) son Richmal Crompton, Jardiel Poncela, Evelyn Wough, Robert Sheckley y, en un puesto preferente, el gran, el enorme Twain. Recuerdo que, cuando yo era un pizpireto jovenzuelo, me iba a la Casa del Libro, en la Gran Vía , y buscaba en Austral alguna antología suya (El hombre que corrompió a una ciudad, Nuevos cuentos, Un reportaje sensacional y otros cuentos, Fragmentos del diario de Adán y Eva...). No os podéis imaginar las horas de diversión que me depararon esos libros (que todavía conservo, por cierto).


Muchos de esos relatos cortos han quedado como hitos en mi particular libro Guinness del ingenio. Los diarios de Adán y Eva, El peligro de estar en la cama, El billete de un millón de libras, La señora MacWilliams y el rayo o esa desopilante obra maestra que es El robo del elefante blanco. Y no se trata sólo de cuentos, sino también de conferencias, discursos, ensayos, libros de viajes, críticas... Twain fue un autor prolífico y (casi) todas sus obras derrochan talento.

¿Por qué demonios hablo ahora de Mark Twain? Pues porque el pasado martes, 30 de noviembre, se celebró el 175 aniversario de su nacimiento. Y, además, porque en EE UU acaba de editarse el texto completo de su autobiografía. Twain consideró que ese libro era demasiado escandaloso para su época y ordenó que no fuera editado hasta treinta años después de su muerte. Y así se hizo, pero su hija censuró entre un quince y un veinte por ciento del texto (entre otras cosas, las referencias a la religión, porque Twain era un ateazo), así que ésta es la primera edición completa. Y para sorpresa de todos, se ha convertido en un best seller.

No debería sorprendernos; como ya hemos dicho, Twain sigue siendo y siempre será un escritor contemporáneo.