martes, junio 25

Es leyenda


 
            Creo que ya lo he dicho más de una vez, pero tengo la sensación de que la gente conocida se muere más en verano que en otras épocas del año. Y, además, que fallecen por parejas. Probablemente no sea cierto, pero recientemente han muerto dos viejas glorias de la literatura fantástica y de ciencia ficción. El primero, en mayo, fue Jack Vance, un escritor que a mí no me gusta nada, pero que sin duda fue una figura clave en cierto tipo de fantasía científica. Y maestro de otros autores, como por ejemplo George R. R. Martin, según él mismo reconoce.

            El segundo murió anteayer, a los 87 años: el gran Richard Matheson. Puede que algún desprevenido merodeador crea que no le conoce, ni a él ni a su obra, pero probablemente se equivoca, porque muchos de sus relatos han sido llevados al cine. Dos ejemplos muy conocidos son El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold, y El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), la primera película de Steven Spielberg estrenada en cines. Sin ir más lejos, durante los últimos quince años se han producido cinco películas basadas en su obra: Más allá de los sueños (1998), de Vincent Ward, El último escalón (1999), de David Koepp, Soy Leyenda (2007), de Francis Lawrence, The Box (2009), de Richard Kelly y Acero Puro (2011) de Shawn Levy.

            Puede que penséis que ninguno de esos cinco últimos títulos, los más recientes, es gran cosa; y tendréis toda la razón; sobre todo el último, que no es acero puro, sino pura basura. Pero, fiaos de mí, los relatos en que están basados son muchísimo mejores. Por lo demás, hay otras muchas películas inspiradas en su obra, o guionizadas por él; por citar dos ejemplos más que notables: La leyenda de la mansión del infierno (1973), de John Hough, y En algún lugar del tiempo (1980), de Jeannot Szwarc. Además, a su pluma se deben muchos capítulos de series de TV tan míticas como La Hora De Alfred Hitchcock, The Twilight Zone, Star Trek o Galería nocturna.

            No recuerdo cuál fue el primer relato de Matheson que leí, pero sí la primera novela: Soy leyenda (1954), en la edición de Minotauro. Yo debía de tener unos veinte años; aún vivía con mi hermano Eduardo. Una noche me acosté a eso de la una y cogí el libro para leer un poco antes de dormirme. Comencé a leerlo… y no pude parar hasta que, a altas horas de la madrugada, lo acabé. Es una de las novelas más adictivas que conozco.

            Pero Soy leyenda es mucho más que un relato apasionante. De entrada, es una lección de narrativa, porque resulta muy difícil mantener la tensión con un solo personaje. Además, es una reflexión sobre la soledad, sobre lo que es la humanidad y sobre la ambigüedad moral. Y cuenta con uno de los mejores finales que he leído. No exactamente un final sorpresa, porque los hechos siempre han estado delante de ti y no hay conejos ocultos en la chistera. Lo que hace Matheson es mucho más sutil; te dice: “Vale, ya te he contado la historia; ahora, ¿por qué no la contemplas desde otro punto de vista?”. Y cuando lo haces, cuando ves las cosas desde la perspectiva correcta, de repente todo lo que has leído adquiere un nuevo significado, totalmente opuesto al que tú creías.

            Puede que esto escandalice a más de uno, pero en mi opinión Soy leyenda es comparable en alcance a El señor de las moscas, de Golding (los argumentos no se parecen en nada, pero ambas obras tratan en el fondo de lo mismo: del bien y del mal).

            NOTA: Ninguna de las tres versiones cinematográficas de Soy leyenda le hace la menor justicia al original literario. De hecho, siendo el final de la novela importantísimo para dar sentido al texto, todas las películas lo han cambiado, convirtiendo una inteligente historia moral en una vulgaridad.

            Más adelante leí otras dos novelas suyas, La casa infernal y El hombre menguante, que están muy bien, pero no llegan a la altura de Soy leyenda. Y, por supuesto, sus muchos y fabulosos relatos cortos.

            ¿Era Matheson un gran escritor? Pues, como siempre, la respuesta a esa pregunta dependerá de la perspectiva. No era un “estilista”, desde luego; su prosa era meramente funcional. Pero era un narrador nato, un escritor inteligente y un fabulador dotado de gran imaginación. Para mí, eso es muchísimo. Ahora bien, si habéis leído la entrada anterior, comprenderéis que AFM despreciaría la obra de Matheson, tildándola con desdén de “foletinesca y bestsellera”, aunque él sólo podría escribir algo parecido copiándolo, como hizo con Borges. En mi opinión, Matheson fue uno de los grandes escritores de género del siglo XX.

            Corren tiempos extraños en los que ciertos grupos de opinión, de muy diversa naturaleza, se empeñan en denigrar y desdeñar a los escritores. No lo entiendo; pero no lo entiendo, no ya como escritor, sino como lector. Muchos escritores han contribuido a hacerme más feliz, a mejorar la calidad de mi vida, muchos escritores me han proporcionado momentos maravillosos, y a esos escritores solo les debo una profunda gratitud. Matheson era uno de ellos.

            Así que Richard, viejo amigo, lamento mucho que hayas palmado. Nunca te olvidaré, ni olvidaré las horas de felicidad que me regalaste; sobre todo las de aquella noche, hace cuarenta años, en que devoré Soy leyenda sin poder parar de leer. Gracias por todo lo que me diste. Descansa en paz.

            Richard Matheson. Allendale, Nueva Jersey. 20 de febrero de 1926 - 23 de junio de 2013.

           

martes, junio 18

Aristocracia literaria


 
            Hace tiempo que lo sé, pero no puedo evitarlo, qué le vamos a hacer; como escritor cometo uno de los pecados más terribles que cabe imaginar: ser ameno. Y es que tildar a un escritor de “ameno” es un insulto tan grave como decir que un pintor es “decorativo”. O, al menos, eso parece.

            Lo peor de todo es que se trata de un pecado voluntario que no pienso dejar de cometer. Porque, veréis, (casi) todo escritor acaba desarrollando una “teoría narrativa” propia que es la que emplea en sus textos, y mi teoría narrativa no se centra en mí, ni en el texto que estoy escribiendo, sino en el lector y su relación con dicho texto. Es decir, no escribo para colgarme medallas con cada frase, ni creyendo que ese texto que se cuece en el Word es una obra maestra ante la que los demás deben inclinarse (y adaptarse). No, ni mucho menos; escribo pensando en el lector, procurando presentarle mi historia de la forma más eficaz, interesante y adictiva posible.

            Supongo que más de uno pensará que eso significa hacer concesiones: simplificar la trama y la estructura, renunciar a la complejidad temática, restarle matices a los personajes, abaratar la prosa... Pero no es cierto; de lo que se trata, precisamente, es de hacer accesible y seductor lo complejo. La narrativa no consiste en sumar oscuridad a la oscuridad, sino en arrojar un rayo de luz sobre las tinieblas; porque la oscuridad es monótona, mientras que la luz, además de iluminar, crea interesantes sombras. La narrativa no consiste en construir pistas americanas llenas de obstáculos, sino en diseñar toboganes, montañas rusas, trenes. De hecho, sostengo que escribir de forma oscura y árida es sencillísimo, mientras que hacerlo con claridad y garra resulta muy difícil.

            Esto viene a cuento por algo que el escritor Agustín Fernández Mallo (AFM) escribió en El Cultural y que yo he encontrado en el blog Patrulla de Salvación. Dice AFM: “Los escritores de la novela culta, es decir, el género que en el siglo XX y lo que llevamos del XXI hemos llamado literatura a secas, se quejan de que sus libros ni son consumidos por el lector ni están bien atendidos por las promociones en el mercado. Y en parte tienen razón. Pero el problema no es que se lea menos novela culta –no nos engañemos, siempre ha sido minoritaria-, sino que otra clase de escritura, antes llamada folletinesca y ahora llamada “bestsellera” le ha robado el nombre a aquella. En efecto, una de las características de la mayoría de los bestsellers es que pueden ser leídos en voz alta sin detrimento de su contenido ni detrimento de la comprensión por parte del oyente. Por eso no pertenecen al género de la novela. Una novela es un tipo de escritura sujeta a unos mecanismos de complejidad y construcción tales que impiden la oralidad, o si no la impide desde luego la hacen penosa y difícil. De modo que lo que ocurre es que se confunde el relato oral puesto por escrito con la novela. El mercado mete todo en el mismo saco. Bienvenidos sean los relatos orales puestos por escrito, y bienvenido sea que vendan millones de ejemplares porque ello permite a las editoriales seguir financiando a escritores que escriben novelas, pero desde luego tales libros tienen poco que ver con la novela”.

            De entrada, confieso que las ¿novelas? de AFM no sólo no me interesan, sino además me parecen mala narrativa (si es que son narrativa) y un recurso fácil; no obstante, y aunque no la comparta, acepto que su “teoría narrativa” tiene todo el derecho del mundo a formar parte de la literatura (que es un arte grande precisamente porque en él caben muchas cosas distintas); algo que él, por cierto, no está dispuesto a hacer con escritores como yo.

            Respecto a su comentario, creo que huelga señalar hasta qué punto es una gilipollez eso que dice sobre la oralidad. Tolstoi, Stevenson, Twain, Flaubert, Capote, Lampedusa, Mendoza, Buzzati, Steinbeck, Bradbury... las obras de estos autores, y de otros muchos, permiten la lectura oral sin el menor problema de comprensión; entonces, ¿no escribieron auténticas novelas? El Quijote o El Buscón fueron durante mucho tiempo, y a causa del analfabetismo, lecturas orales, así que, según la empanada mental de AFM, ni Cervantes ni Quevedo escribieron novelas de verdad. En fin, lo dicho: una gilipollez.

            Pero una gilipollez que tiene mucho que ver con cierta visión aristocrática de la literatura que, por desgracia, aún cuenta con un inmerecido predicamento. AFM dice que la “novela culta” (entre cuyos cultivadores, por supuesto, él se incluye) es literatura a secas, así que todo lo demás no es auténtica literatura, sino escritura folletinesca o “bestsellera”. Pero hay algo que AFM no aclara: ¿qué entiende él por “novela culta” o “literatura”? No, no lo aclara, pero del contexto se deduce que la auténtica novela, la novela realmente literaria, es aquella que está escrita de forma compleja y resulta difícil de leer. Novelas áridas, sin nada que huela ni remotamente a un argumento; novelas narradas a contrapelo, con voluntaria o involuntaria torpeza, novelas concebidas para alimentar el ego del autor, y no para el placer del lector.

            ¿Placer? Esa palabra está proscrita en el lenguaje de los talibanes de la “novela culta”. Estamos hablando de aristocracia literaria y eso implica, desde el punto de vista del “lector culto”, consumir novelas aburridas, pesadas, pretenciosas y oscuras. Porque cualquier imbécil puede disfrutar de un texto divertido, pero leer un coñazo no está al alcance de todos. Sí, cualquiera puede disfrutar de una novela divertida; ahora bien, ¿cualquiera puede escribir una novela apasionante? Me parece que no. ¿Sabría escribir AFM una buena novela “bestsellera y folletinesca”? De hecho, ¿sabe narrar AFM? Teniendo en cuenta lo que ha escrito, lo dudo mucho.

            Siempre he desconfiado de lo que es voluntaria y arbitrariamente oscuro. Creo que quien se refugia en la falsa complejidad y en las tinieblas lo hace porque tiene algo que ocultar: por lo general, su incompetencia como narrador. Decía Vázquez Montalbán que le resultaba mucho más difícil escribir sus novelas policíacas que las “literarias”. Porque contar bien una historia, narrar con oficio, es muy, muy complejo. No se trata de algo que esté al alcance de cualquier idiota con ínfulas de artista.

            En el caso de AFM, su despiste le lleva a admirar a Borges. Tanto le admira, que escribió El hacedor (de Borges) Remake, donde reproducía textos del maestro argentino. Pero es tan listo que los reproducía sin consentimiento, así que el libro fue retirado. En fin, el caso es que, dada su admiración por Borges, supongo que AFM lo considera un escritor complejo.

            Y sin duda lo es; pero la complejidad de Borges reside en la complejidad de las ideas y conceptos que maneja, no en la forma en que los expone. Muy al contrario; su precisa y elegante prosa de relojería es de una claridad luminosa. Pero si a un escritor mediocre no se le ocurren ideas interesantes y complejas, siempre puede embrollar artificialmente la apariencia de sus textos para ver si da el pego. A veces, como vemos, ese truquito funciona.

            En cualquier caso, si AFM admira tanto a Borges, quizá debería tener en cuenta dos preceptos de su maestro: 1. El peor pecado de un escritor es aburrir.  Y 2. El objetivo de la literatura es el placer.

            En lo que a mí respecta, me conformo con ser ameno. Porque según el diccionario, amenidad es la capacidad para resultar divertido, entretenido, placentero. Todo lo cual se me antoja estupendo, sobre todo si tenemos en cuenta que “divertido” no es lo contrario de “serio”, sino lo contrario de “aburrido”. Tres hurras, pues, por la amenidad. Y condena eterna para quienes conciben la literatura como una farragosa y pesada carga.

martes, junio 4

Kong



De pequeño yo era un niño fantasioso, siempre con la cabeza en las nubes. Me gustaban el cine, los tebeos, las novelas, la televisión y los dinosaurios, entre otras cosas. Una de mis películas favoritas era King Kong. Me refiero, claro, a la primera versión, la de 1933, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. No sé si la vi primero en el cine -en alguna sesión doble de sala de barrio- o en la tele, pero entre una y otra pantalla la habré disfrutado más de una docena de veces; la última hace un par de meses (la tengo en DVD).


Cuando era un crío, me encantaba esa película. Solía acercarme a una librería de viejo que había cerca de mi casa para contemplar un libro en ingles que se exhibía en una de sus vitrinas. Era la versión novelada de King Kong, escrita por Edgar Wallace, y en la portada lucía un dibujo hiperrealista del gorila gigante. Me tiraba un buen rato contemplando aquella ilustración mientras soñaba con islas misteriosas llenas de bestias prehistóricas.

No estoy seguro de saber por qué me fascinaba, y fascina, tanto esa película. Sus efectos especiales fueron asombrosos en su momento, pero hoy en día (y también cuando yo era un crío) resultan entrañables y un poco naif. Kong parece lo que es, un muñequito articulado, y sus proporciones varían constantemente, siendo más o menos grande según el plano. Se construyó un rostro de gorila a tamaño real –el tamaño real de un supuesto simio gigante-, pero lo que realmente parecía era una falla valenciana. Por otro lado, si el muro de la isla está ahí para contener a Kong, ¿por qué tiene una puerta del tamaño de Kong? ¿Y por qué hay un solo gorila gigante en la isla? ¿Y cómo demonios llevaron a Kong a Nueva York? ¿Y cómo le metieron en el teatro? ¿Y cómo es posible que, al escaparse, a Kong le cueste tan poco encontrar a Fay Wray en una ciudad tan grande?

No, no hay mucha lógica detrás de King Kong (de hecho, un primate de ese tamaño no podría ni andar). Sin embargo, el film funciona como un reloj. Se trata de una aventura clásica narrada con pulso firme. El casting es acertado; Robert Armstrong está perfecto en el papel del visionario realizador Carl Denham, Bruce Cabot compone un convincente héroe de una pieza y Fay Wray, en el papel de Ann Darrow, grita de maravilla. La música de Max Steiner es soberbia, la dirección de arte y los decorados de Carroll Clark y Alfred Herman son fabulosos, y el stop-motion de Willis O’Brien es fantástico, sobre todo en las secuencias en que Kong lucha contra el tiranosaurio y la serpiente gigante.

Pero nada de eso explicaba la poderosa fascinación que esa película despertaba en mí. Hasta que un buen día (o, mejor dicho, una buena noche) de 1974 lo descubrí. La editorial Tusquets, en su colección Cuadernos Ínfimos, publicó ese año un libro, Homenaje a King Kong, editado por Román Gubern. Es un libro muy curioso (podéis verlo en la foto); cuando se gira la ruedecita que hay en la parte superior, Kong mueve los ojos y la lengua. El caso es que lo compré y me lo llevé a Marbella, donde unos amigos y yo íbamos a pasar la Semana Santa. Por entonces no había autovía; además, salimos tarde y había mucho atasco, así que se nos hizo de noche y tuvimos que pernoctar en una vieja pensión de Jaén.


Es curioso, recuerdo aquel momento con toda nitidez... Tumbado en la cama, leí el libro de un tirón (es cortito; apenas 90 páginas). Homenaje a King Kong contiene la ficha técnica del film, un par de críticas publicadas en el momento de su estreno y seis artículos. En uno de ellos, A propósito de King Kong, que Jean Ferry escribió para Le Minotaure en 1934, encontré por fin el motivo último de mi fascinación.
Descubrí que los surrealistas europeos, cuyo movimiento estaba muy vivo en ese momento, se sintieron tan fascinados como yo por la película. Porque los surrealistas estaban obsesionados con los sueños, con el mundo onírico, y King Kong parece un sueño; o, más bien, una pesadilla. Quizá ahí está la clave del film; cuando lo contemplamos nos introducimos en un sueño, y en los sueños las leyes de la lógica ya no rigen. En cualquier caso, King Kong nos regaló una de las imágenes mas famosas, evocadores y potentes de la historia del cine; la del gorila en la cima del Empire State luchando contra un enjambre de biplanos.

Como veis, estoy hablando de la película original, y no de sus dos remakes. El primero, de 1976, producido por Dino De Laurentis y dirigido por John Guillermin, es una absoluta bazofia, con un gordo disfrazado de gorila y unos efectos especiales que dan pena. Lo único que se salva es la presencia de una jovencísima y preciosa Jessica Lange en el papel de Ann Darrow, y nadie hubiera sospechado entonces que acabaría convirtiéndose en la excelente actriz que ahora es.

El segundo remake, la versión que la mayoría conoceréis, es el film de 2005 que dirigió Peter Jackson. Sin duda es muy superior técnicamente a las dos anteriores versiones, pero no consigue aproximarse, ni de lejos, a la fascinación y la ruda poesía del original. Como suele suceder con Jackson, todo es excesivo en la película. Si en la primera versión aparecía un diplodocus, ahora aparece toda una manada; si Kong luchaba contra un tiranosaurio, ahora lucha contra tres, y todo así. Parece como si Jackson, preocupado sólo por la espectacularidad, se olvidara de la atmósfera y la magia. Con todo, hay que reconocer que la secuencia final de Kong sobre el Empire State es excelente.

Pero hay algo en que las dos secuelas se equivocan. Vamos a ver, King Kong cuenta la historia de un gorila gigante que se encoña con la rubia Ann Darrow. Lo que pensaba hacer el bicho con la chica es algo que, dada la diferencia de tamaños, se me escapa totalmente. Ahora bien, en el original, Ann Darrow, lejos de compartir los sentimiento del gorila, siente terror hacia Kong. Como es natural, porque cualquier persona sensata que se encontrase con semejante bestia no se quedaría ahí parado diciendo “Pero qué monada...” con cara de gili, sino que saldría pitando como alma que lleva el diablo.

Sin embargo, en los dos remakes, Ann Darrow le coge cariño al gorilón, e intenta salvarle, y protegerle, todo muy ecologísta, muy políticamente correcto y muy guay. La secuencia, en la versión de Jackson, donde Kong y Darrow “patinan” de noche en un lago helado, rodeados de árboles de Navidad, como una pareja de enamorados, es sencillamente bochornosa. Y es que en ambos remakes Kong ha sido descafeinado, dulcificado y amansado, para centrar en él, de forma tramposa, las simpatías del espectador. Porque en la película original Kong es una fiera, un monstruo que se come a la gente, o la aplasta sin miramientos. Una bestia salvaje que trepa a un rascacielos, mete la mano por una ventana, saca a una mujer de su cama y, al comprobar que no es Darrow, la arroja al vacío sin más miramientos. Ese es el auténtico Kong, y no el peluche gigante de los remakes. Y si ese Kong nos simpatiza no es porque en el fondo sea un pedazo de pan, sino porque al final se enfrenta, sin ninguna posibilidad de victoria, a unos monstruos mucho más salvajes y temibles que él: los humanos.

En fin, todo esto viene a cuento porque King Kong se estrenó el 7 de marzo de 1933, así que este año se cumple su ochenta aniversario. Si no la habéis visto, hacedlo; aunque os eche para atrás el blanco y negro y cualquier película anterior a los 90 os parezca una antigualla de museo. Porque King Kong es una maravilla (la octava, según el propio film) y uno de los grandes mitos cinematográficos de todos los tiempos.

Y, para despedirme, un par de curiosidades. Resulta evidente que una de las principales influencias del film es El mundo perdido, de Conan Doyle, y su versión cinematográfica de 1925 (cuyos efectos especiales también eran de Willis O’Brien). Pero no muchos recuerdan que en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, en el 5º capítulo del episodio El viaje a Brobdinngnag, se describe cómo un simio gigante mete la mano por una ventana, coge a Gulliver y luego sube con él a la cima de un edificio. ¿Casualidad?



Por otro lado, ¿sabíais que algo de King Kong aparece en Lo que el viento se llevó? Las escenas del incendio de Atlanta, de esa última película, fueron las primeras que se rodaron, antes incluso de que estuviera completo el casting. Para simular el incendio, se prendió fuego a viejos decorados de otras películas. En una escena, se ve un plano general de un carro tirado por un caballo, donde van Rhett y Escarlata (en realidad, los dobles de Gable y Leigh), que pasa delante de un edificio en llamas justo en el momento en que éste se derrumba (ver foto). Pues bien, ese edificio en llamas era en realidad el gran muro y la gran puerta de la Isla de la Calavera de King Kong.

Y ya está, amigos míos; sólo queda que os unáis a mí para desearle un feliz cumpleaños a Kong, el malencarado, peludo y lascivo gorila gigante. Su final en la cima del Empire State Building está considerado, con razón, una de las diez mejores muertes de la historia del cine. Y, como dijo Petrarca, una bella muerte honra toda una vida.

Hasta siempre Kong, viejo amigo; nunca te olvidaré.