El
martes pasado, 29 de julio de 2014, en la clínica Ruber de Madrid, a la edad de
74 años, murió José Carlos Mallorquí del Corral, hijo primogénito del
escritor José Mallorquí Figuerola y de Leonor del Corral Abuin, arquitecto,
fotógrafo y arquero. Mi hermano mayor. Big Brother.
Según me han contado quienes
estuvieron presentes, su muerte, causada por una insuficiencia respiratoria,
fue dulce y serena. Estaba inconsciente; su respiración, cada vez más leve, se
interrumpió. Su pulso fue debilitándose hasta desvanecerse. Fin. Game over. No
sufrió.
Llevo unos minutos parado aquí, sin
saber cómo seguir. Me gustaría construir un monumento de palabras para
dedicárselo, pero no sé hacerlo, sólo soy un artesano. ¿Recordáis la serie de
entradas que escribí sobre mi hermano Eduardo? Pues no voy a hacer lo mismo con
José Carlos, porque no hay tema. La vida de Eduardo fue un drama, pero la de
José Carlos no, todo lo contrario. Su vida fue cómoda, ordenada y
razonablemente feliz. Y la felicidad no es buena materia prima para la
literatura.
Era trece años y medio mayor que yo.
Nos parecíamos físicamente. Él medía un metro noventa y tres centímetros de
altura, y yo uno noventa y dos; ambos teníamos los ojos azules y la piel clara.
Nuestras voces se parecían mucho –por teléfono eran indistinguibles-, aunque la
de Eduardo también. Pero Eduardo no era tan alto (sólo medía 1’88), y era
moreno, con la piel más oscura. Eduardo se parecía más a nuestro padre, y nosotros a
nuestra madre.
Cuando yo era pequeño, no me
relacioné mucho con José Carlos. Por la diferencia de edad, claro; pero también
porque mi hermano mayor no sabía tratar con niños, se sentía incómodo con
ellos.
José Carlos estudió arquitectura y,
al concluir la carrera, montó un pequeño estudio con dos compañeros de
universidad. Uno de ellos, Teresa, acabaría siendo su esposa, con la que
tuvo una hija a la que llamaron Leonor como homenaje a nuestra madre. Le habría
gustado tener más hijos, pero no fue posible.
A José Carlos le fue bien con la
arquitectura: había mucho trabajo y ganaron mucho dinero. Le gustaba viajar y
se daba todos los caprichos que le apetecían. Era un pirado de la tecnología y
le encantaban los gadgets. Su espléndido equipo de sonido, por ejemplo, era tan
sofisticado y estaba tan lleno de cachivaches que llegó un momento en que ni él
mismo sabía qué estaba conectado con qué, ni cómo, ni por qué.
Pero su auténtica pasión –heredada
de nuestro padre- era la fotografía. Tenía un equipo excelente, casi
profesional, y había montado un laboratorio fotográfico en el estudio (eran los
tiempos de la fotografía analógica). Y, lo más importante, era un fotógrafo excepcional,
de esos que saben ver lo que los demás no ven. Al principio, sus fotografías
eran impecables, de gran calidad técnica, pero quizá demasiado académicas.
Hasta que, de repente, rompió las normas y comenzó a hacer una fotografía mucho
más libre y creativa. Era muy bueno (no lo dice el hermano, sino el
publicitario que hay en mí). Siempre he pensado que si se hubiera dedicado
profesionalmente a la fotografía habría sido aún más feliz. Pero sólo es mi
opinión.
Su otra gran afición era el tiro con
arco. Lo practicó de jovencito y luego, ya adulto, de forma más seria. En 1981
fue campeón de España de tiro olímpico. Más tarde, sería presidente de la
Federación Española de Tiro con Arco y miembro del Comité Olímpico Español. Y
en ese contexto tuvo lugar uno de sus mayores éxitos. Para las Olimpiadas de
Barcelona 92, el Estado dotó de presupuesto extra a las distintas federaciones;
pero, claro, unas se llevaron más pasta y otras menos. El tiro con arco español
nunca había pintado nada internacionalmente, así que su federación recibió
mucho menos que las otras.
Hasta entonces, las ayudas se habían
repartido entre varios arqueros, con lo cual, al ser poco dinero, no servían
para nada. Así que José Carlos hizo algo distinto: Escogió a los dos mejores
arqueros del país y destinó todo el dinero a becarles para que se dedicaran
durante unos años exclusivamente a practicar el tiro. ¿El resultado? España
ganó la medalla de oro en Tiro por Equipos, un oro con el que nadie contaba. En
la primera reunión del Comité Olímpico que hubo tras los juegos, cuando mi
hermano entró en la sala todos los presidentes federativos se pusieron en pie y
le aplaudieron. Había hecho un milagro. José Carlos me confesó que esos fueron los
momentos más exultantes de su vida.
Aunque nos parecíamos físicamente,
José Carlos y yo éramos muy distintos. Él de derechas y yo de izquierdas; él un
hombre de vida ordenada y yo una cabra loca; él tradicional y yo rupturista.
Además, él era muy Mallorquí, y yo mucho menos (quienes nos conozcan sabrán lo
que significa ser “muy Mallorquí”). Y otra cosa: yo era por dentro más fuerte
que él. Es paradójico; pese a su gran tamaño y fortaleza física, José Carlos
era frágil en su interior, se quebraba con facilidad. Él mismo reconocía que
lloraba con La casa de la pradera. A
veces me da por pensar que mi familia se parece un poco a la de El padrino. De todos los hermanos, el
más duro, el que mejor encajaba los golpes, fui yo, el pequeño Y también he
sido yo el sucesor de mi padre (¿Soy Michael Corleone?).
Pero otras cosas nos unían. Ambos
amábamos la literatura y la cultura popular. A los dos nos gustaba viajar y la
gastronomía. Éramos muy aficionados a la ciencia ficción (él me inició en
ella). Nos apasionaba el cine, sobre todo el clásico norteamericano. Nos encantaban
los conocimientos chorras. Yo también era aficionado a la fotografía, aunque
con mayor modestia. La verdad es que compartíamos muchas aficiones e intereses.
José Carlos y yo apenas tuvimos
relación durante mis primeras dos décadas de vida, hasta unos años después de
la muerte de nuestro padre. Luego, poco a poco, fuimos aproximándonos. Las,
afortunadamente, no muchas veces que le necesité, él respondió. El desastre
vital de nuestro hermano Eduardo contribuyó a unirnos. Y al final sellamos un
tácito pacto de hermandad. Aprendimos a querernos.
Hicimos algunos viajes juntos, asistimos a conciertos y
exposiciones, íbamos al cine, nos veíamos con cierta frecuencia. Luego, me
casé, tuve hijos, y nuestros encuentros se hicieron más esporádicos, pero no nos
distanciamos, pues hablábamos mucho por teléfono. En los 90, José Carlos y
Teresa clausuraron el estudio y se prejubilaron. Al tener más tiempo libre, las
llamadas telefónicas de mi hermano se intensificaron, tanto en número como en
extensión.
Pasó el tiempo y, ya entrado el
siglo XXI, comenzaron los problemas de salud. Lesiones en la columna que
dificultaban su movilidad. Apneas del sueño. Y lo más terrible: la enfermedad
de Parkinson. Yo creía que el único efecto del Parkinson eran los temblores,
pero no; eso es una broma comparado con los verdaderos síntomas. Es una
enfermedad lenta, pero condenadamente hija de puta.
José Carlos cada vez tenía más
problemas para desplazarse. A veces, se quedaba paralizado. No podía estar
mucho rato en la misma posición. Dormía mal. Y todo eso, cada vez peor.
Dejó de salir de casa. Yo le
visitaba de vez en cuando, pero sobre todo hablábamos muchísimo por teléfono.
Siempre llamaba él; con frecuencia dos o tres veces el mismo día. En gran
medida, era una putada, porque me interrumpía cuando estaba trabajando; pero yo
siempre le daba toda la bola que él quisiera. Él decidía cuándo llamarme y
cuándo interrumpir la llamada. No soy una persona paciente, pero con él tuve
toda la paciencia del mundo, porque muchas veces me llamaba en momentos muy
inoportunos. Pero yo era uno de sus escasos contactos con el exterior, una de
sus pocas distracciones. Y, qué demonios, también me gustaba hablar con él. El
teléfono era casi nuestro único contacto.
Y a partir de un momento, ya fue
literalmente lo único que nos unía. Para entonces, casi sólo nos veíamos en
Nochebuena, pues mi familia y yo íbamos a su casa para cenar. Hasta que José
Carlos decidió dejar de hacerlo, porque se sentía demasiado incómodo
físicamente para pasar una velada entera. Y ya nunca más celebramos las fiestas
de Navidad juntos.
Pero seguíamos hablando muchísimo por teléfono. ¿De qué hablábamos?
De cine, de series de TV, de libros, de ciencia ficción, de nuestra familia, de
banalidades. Bromeábamos. José Carlos tenía un gran sentido del humor, pero una
inconfesable debilidad por los juegos de palabras. Yo me metía con él, le decía
que el juego de palabras es el pariente pobre del ingenio. Pero él, inasequible
al desaliento, incluso me telefoneaba exclusivamente para contarme el último
juego de palabras que se la había ocurrido. Su último comentario en el blog no
lo firmó “Big Brother”, como solía. Aparece en la entrada Procrastinando y es el comentario del anónimo de las 2:51. Y, cómo
no, es un juego de palabras.
Una de las consecuencias del
Parkinson es, en su fase avanzada, provocar crisis de insuficiencia
respiratoria. La primera que sufrió mi hermano fue, creo recordar, hace dos
años y medio. Le ingresaron urgentemente en el hospital, le intubaron, le
practicaron una traqueotomía, le indujeron un coma. Estuvo varios meses
ingresado. Más o menos un año más tarde, sufrió otra crisis que conllevó una
nueva y prolongada hospitalización.
Y este mes de julio sobrevino la
tercera y definitiva.
Mi sobrina Leonor me telefoneó al día siguiente del ingreso de mi hermano en el hospital, por
la noche. Odio cuando suena el teléfono después de las once; sólo pueden ser
malas noticias. Y esta vez lo fueron. José Carlos se moría. Fui a verle a la
mañana siguiente. Tuve suerte, muchísima suerte, porque pude reunirme con él
durante uno de sus últimos momentos de lucidez. Y hablamos de banalidades, como
siempre hacíamos, durante algo menos de una hora.
Pero sobre todo, pude despedirme de
él. En realidad, yo ignoraba que era un adiós definitivo; sabía que estaba muy
grave, que los médicos le habían desahuciado, pero mi hermano era fuerte como
un toro... Sin embargo, cuando él me pidió que me fuese porque quería
descansar, sentí la necesidad de besarle, algo que nunca hacía. Así que le cogí
de la mano y le besé en la frente. Puede que ése haya sido el beso más
importante de mi vida.
El pasado martes, Leonor me
llamó por la mañana y me dijo que José Carlos estaba agonizando, que su muerte
era inminente. Vale, sabía que eso iba a ocurrir, pero me desmoroné. Fue
entonces cuando escribí la anterior entrada.
Poco antes de las tres de la tarde
sonó el teléfono. Era Leonor; entre lágrimas, me dijo que su padre había muerto.
Yo no podía hablar; balbuceé una disculpa, colgué el teléfono y lloré como hacía
mucho tiempo que no lloraba. Afortunadamente, un minuto más tarde llegó a casa
Pepa, mi mujer, se abrazó a mí y me consoló. Luego llegaron mis hijos y me
abrazaron también. Qué buena gente es mi actual familia...
Nada puede prepararnos para la
muerte de un ser querido, y cada muerte es distinta, única. Si hubiese estado
en mi mano elegir si mi hermano vivía o moría, ¿qué habría hecho? De prevalecer
el egoísmo, habría optado por su supervivencia. Pero actuando con bondad,
habría elegido la muerte. Porque la vida de José Carlos era un infierno, y su
muerte una liberación.
Mi hermano solía comentarme lo bien
que había sabido morir nuestra madre. Él la acompañó en la ambulancia que la
condujo al hospital; por lo visto, ella miraba por la ventanilla, como
despidiéndose del mundo. Estaba tranquila, había aceptado su final. José Carlos
también estaba presente cuando nuestra madre sufrió el colapso definitivo. Lo
último que dijo justo antes de perder el conocimiento fue preguntar qué tal
estaba nuestro padre.
Al final, José Carlos aceptó la
muerte y también supo irse con elegancia.
Pero todo eso sólo es un leve
consuelo para mí. En mi interior bullen un montón de emociones, muchas de ellas
contrapuestas. Tristeza, sí, y vacío, un inmenso vacío. Es como si me quedara
huérfano otra vez. También siento un raro vértigo... Mi familia original, en la
que nací, estaba compuesta por mis padres, mis dos hermanos y mi abuela
materna. Eso era todo; no tengo tíos ni, por tanto, primos. Pues bien, de esa
familia original sólo quedo yo.
Es como ser una ruina; lo que resta de
lo que fue. Yo soy ahora el guardián de la memoria, el último de una saga,
aunque no el último de la estirpe. Ahí están Leonor, Óscar y Pablo. Pero me
siento un poquito solo, un poquito perdido, porque con la muerte de José Carlos
una parte de mi vida, de mi hogar, de mi verdadera patria, se ha esfumado. En
el fondo, muy en el fondo de mi interior, me siento como un niño abandonado.
Ahora, cuando suena el teléfono por
la mañana, el primer pensamiento que me viene a la cabeza es que es José Carlos
llamándome (casi siempre era él cuando sonaba el teléfono). Y un instante
después, el corazón me da un vuelco al comprender que no, que no puede ser, que
nunca jamás volveré a charlar por teléfono con mi hermano, que Big Brother no
volverá a merodear por Babel.
En fin... Adiós José Carlos, hermano
mayor; te voy a echar muchísimo de menos.
José Carlos Mallorquí del Corral
26 de diciembre de 1939 – 29 de
julio de 2014
José Carlos y yo en 1956
José Carlos y yo en 1954
Nuestro padre hacía sus propias felicitaciones de Navidad.
En la foto, la mano de la izquierda es de Eduardo y la de la derecha
de José Carlos.
Hola Carlos. Sólo quería darte el pésame y también darte ánimos aunque suene aún más vacío que hace un par de días. Espero que escribiendo esta entrada y leyendo los mensajes, encuentres un pequeño espacio de consuelo, además del que te proporcionarán tu seres más queridos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mi pésame más sincero,César.Me has emocionado mucho y estoy segura de que,como yo,tus merodeadores y lectores te agradecemos muchísimo que nos dejes entrar en tu intimidad,que quieras compartir con nosotros tu dolor y tu vacío.Piensa que mientras tú vivas,tu hermano también vivirá.
ResponderEliminarUn abrazo enorme de Aurora Boreal
Poco se puede decir en estos momentos para aliviar el dolor, pero déjame enviaros un fuerte abrazo virtual para ti y los tuyos.
ResponderEliminarLlegué a este blog por primera vez con la serie dedicada a Eduardo, que RM enlazó en su blog. Un relato desgarrador y emotivo, que me permitió conocerte y apreciarte. Ahora, a través de este otro no menos emotivo relato, conocemos un poco mejor a José Carlos y compartimos una pequeña parte de tu pérdida, que sentimos como nuestra.
Un brindis por Big Brother. Que descanse en paz.
Buenos días Cesar: Lo siento mucho, sinceramente.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Lo siento muchísimo. Siempre leo tu blog y los comentarios de Big Brother, sabiendo que era tu hermano, me parecían entrañables. Me he sentido identificado con el acceso imparable de lágrimas que describes. Cuando murieron mis tres primeros abuelos y una tía abuela asimilable no conseguía llorar y me parecía raro. Cuando murió mi última abuela, a la que me sentía más unido, lloré sin parar, de forma incontrolada, como si se hubiera abierto la espita de la que hablas. Lloraba por ella, por mis otros abuelos y creo que también por mi mismo. Muchas gracias por compartir cosas tan íntimas en este blog; con ellas nos ayudas, a mi al menos, a comprender mejor las nuestras. Recibe todo el ánimo que te pueda llegar a transmitir un lector anónimo de tu blog. El que de verdad te ayudará, claro, será el de tu mujer y tus hijos.
ResponderEliminarLo siento, César. No se me ocurre qué más decir, salvo que con Big Brother se va una parte pequeñita de Babel. Después de leer sus comentarios durante años se va a echar de menos verle por aquí. Y subrayo las palabras de Aurora Boreal: vivimos en el recuerdo de los demás.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola César. Soy el anónimo de la primera entrada, discúlpame el cambio de nombre. Teniendo en cuenta el porrón de años que llevo pasando por aquí la ida de olla me parece bastante gorda.
ResponderEliminarDisculpas de nuevo y un abrazo.
Ánimo, César. Un abrazo.
ResponderEliminarLo siento mucho, César. Es cierto que nunca estamos preparados para perder a quienes queremos. Echaremos de menos nosotros también los comentarios de Big Brother en el blog.
ResponderEliminarLo siento mucho, César.
ResponderEliminarEstaba acostumbrado a ver por aquí a Big Brother comentando entradas, a mí también se me hace raro pensar que ya no habrá comentarios suyos.
Ánimo. Un abrazo.
A veces hay dolores tan inconmensurables que si no pudiésemos echarlos fuera de nuestro cuerpo nos matarían, por eso eligen ser convertidos en palabra escrita. En ocasiones necesitamos tanto recordarnos que la vida es hermosa, que incluso mientras sentimos que nos deshacemos en pedazos, nos salen palabras líricas y eso es porque pese a todos los desastres e injusticias amamos este planeta nuestro que está lleno de una belleza que nos cohabita.
ResponderEliminarLlevo alejada de los blogs muchos días y ha supuesto un mazazo grande saber lo que ha ocurrido. Creo que todos en algún momento hemos sentido más o menos lo mismo que tú ante la pérdida de alguien importante, creo que por fortuna ser escritor hace que las personas importantes nunca se mueran. Hace años leí El principe oscuro, de Christine Feehan, hubo algo en ese libro que me impactó, después busqué en wikipedia y supe que se le había muerto un hijo y que la terapia de la escritura la ayudó a superar ese trance. Hay personas que saben construir frases inolvidables filtradas a través de su dolor, o hacer inmortales a personas que ya se han muerto, dotándoles de nuevas vidas aunque sean mitad inciertas mitad verdad. Creo que ese es un gran don del que no estás exento. Siento la extensión de mi comentario y me uno a ese dolor irreparable que ha de llevarse como un nuevo tatuaje que nadie pidió. Pueden todas las nubes del mundo tornarse oscuras, pero detrás de ellas siempre resplandece un rayo de sol. A veces habernos rodeado de personas tan valiosas pese a haberlas perdido es una auténtica bendición porque con su ayuda hemos aprendido a observar el mundo y a quedarnos siempre con lo mejor.
Un abrazo
Lo siento mucho, César. El vacío que dejan los que se van nunca se ocupa de nuevo. Un sincero abrazo.
ResponderEliminarAnte todo mi mas sincero pésame.
ResponderEliminarY digo sincero por que lo siento de verdad, no puede decirse que conociera a tu hermano, pero en 1987 antes de dejar Madrid por temas de trabajo, estaba yo en la galería de tiro con arco de la plaza elíptica, cuando me llamaron la atención los comentarios de un hombre corpulento y con pinta de afable y bonachón.
Aquel señor hablaba de ciencia ficción con entusiasmo, y sobre todo con conocimiento.
Enseguida me cayó bien.
Un poco más tarde estábamos tirando unas flechas
el uno al lado del otro, y cruzamos unas palabras sobre nuestro deporte favorito.
Lastima porque después de aquello abandoné Madrid y no volví por la galería.
No sé de que manera me enteré de que aquel señor era el hijo del "Coyote"
Curiosamente hasta ahora pensaba que aquel señor tan conocedor de la ciencia ficción tenía que ser Cesar Mallorquí, pero ahora compruebo que se trataba de tu hermano.
Hay personas con las que enseguida notas una afinidad, con las que desearías hablar, o quizás entablar una amistad.
Estoy seguro de que José Carlos era un gran tipo.
Un fuerte abrazo y consuélate pensando en el tiempo que disfrutaste de su compañía.
Descanse en paz.
Lo siento mucho, César. Un abrazo muy fuerte para tí y toda tu familia.
ResponderEliminarLo lamento mucho.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Mucho ánimo de alguien que pasó por lo mismo hace ya tiempo.
ResponderEliminarLo siento mucho César.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Mabel
Lo siento de corazón César. Mi más sentido pésame. Ante estas situaciones suelo quedarme mudo.
ResponderEliminarUn abrazo
Mazarbul
César:
ResponderEliminarLo siento mucho.
Espero que tu hermano descanse en paz.
Mucho ánimo.
Juan Constantin
Soy un fiel merodeador de Babel (aunque no suelo intervenir). Descanse en paz "Big Brother", del que también seguía sus esporádicos comentarios.
ResponderEliminarLo siento mucho, César.
Un abrazo,
Rubén
La vida que vivimos se valora por los recuerdos y hechos que dejamos. En ese sentido, la vida de tu hermano fue pródiga y bien aprovechada. Que los que le conocieron y disfrutaron de él, lo tengan siempre como ejemplo.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo para ti y su familia.
Hola César. Soy un merodeador habitual de tu Babel desde hace años y hasta ahora nunca había escrito un comentario. Lamento muchísimo la pérdida de tu hermano. Un abrazo virtual de un perfecto desconocido.
ResponderEliminarLo siento mucho. Ánimo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un abrazo, César. Mucha fuerza.
ResponderEliminarMe quedé de piedra cuando leí la primera frase. Mi pésame y una abrazo, César.
ResponderEliminarAlzaré mi vaso en honor a José Carlos. Descanse en paz.
-Sebastián.
Un abrazo muy fuerte César, mucho ánimo.
ResponderEliminarLo siento de veras, César. Me enteré anoche por Susana.
ResponderEliminarCada experiencia vital es única, eso está claro, pero me siento reflejado en muchas de las cosas que comentas: relaciones con hermanos mucho mayores que actúan como figuras paternas, ese vacío absurdo e irreparable a la hora en que te llamaba o llamabas al ser querido que se ha ido...
Un abrazo muy grande y sincero, César.
A todos: Muchísimas gracias, amigos míos. Vuestras palabras de ánimo han supuesto un gran alivio para mí. Ya sé que, en la mayor parte de los casos, no nos conocemos personalmente, pero eso no atenúa el cariño. Muchos de los nicks que aparecen por aquí son ya para mí como los nombres de viejos amigos. Gracias de nuevo.
ResponderEliminarFrancisco Javier x: Me alegro de que conocieras a mi hermano y te agradezco que te hayas molestado en decírmelo. Así que gracias.
Un beso, grandullón
ResponderEliminarvictorderqui
Un beso, grandullón
ResponderEliminarvictorderqui
Sé que llego con retraso pero acabo de llegar de un viaje y me acabo de enterar de tu pérdida. Recibe un fuerte abrazo de mi parte como muestra de afecto y apoyo y también mis felicitaciones por toda la alegría y felicidad que compartiste con tu hermano.
ResponderEliminarLos que merodeamos por aquí también echaremos de menos sus comentarios.
Rickard
Con retraso, pero me gustaría darte el pésame, César. La verdad es que no sabía muy bien que decir. Iba a dejar un comentario largo en la otra entrada, pero entonces atacó el mutismo. La muerte, como a casi todos, me aturulla, me deja sin palabras. Mas que la muerte, es el dolor. Esperamos calmarlo con esas mismas palabras, aunque sabemos que nunca podremos hacerlo, y que es estúpido intentarlo, pero ¿qué más podemos hacer? La muerte nos deja indefensos de la manera más absoluta posible. Así que las decimos. Una y otra vez. Y deseamos que ojalá, solo por una vez, decirlas sirviera para extirpar el dolor. Pero nunca sirven. No del todo.
ResponderEliminarNo nos conocemos en persona, César, pero desde aquí te mando mi cariño y mi apoyo. Que el proceso de cicatrización sea lo más breve y menos doloroso posible.
Mi más sentido pesame.
ResponderEliminarAntonio Jarreta: Las palabras no curan, es cierto; pero alivian. Las palabras, a veces, son analgésicas. Muchas gracias por las tuyas, amigo mío.
ResponderEliminarAnónimo de las 3:52: Gracias.
Estimado César: ¡Qué bien has descrito lo que yo siento desde que murieron mis padres! Siento mucho tu dolor y te agradezco que lo compartas.
ResponderEliminarMarga: Gracias a ti :)
ResponderEliminarHola César. Sigo el blog desde hace muchos muchos años,aunque he participado poco. Explico por qué te escribo:
ResponderEliminarEstaba curioseando por las novedades de la editorial Acantilado y he entrado en la presentación de las primeras páginas del nuevo libro de Juan Antonio Masoliver Ródenas, unas memorias tituladas "Desde mi celda". En ellas hace una breve referencia a tu hermano mayor con el que creo que debía compartir clase y he pensado que te agradaría leerlo. Te dejo el enlace:http://www.acantilado.es/wp-content/uploads/Extracto-Desde-mi-celda.pdf
La referencia está justo al final del extracto.
No tengo la menor idea de si hay más referencias en el resto del libro pero me ha llamado la atención y he pensado que quizás en alguna librería te gustaría hojearlo.
Nada más César, sólo decirte que me ha parecido más apropiado comentártelo aquí que en un post más reciente.
Un abrazo.
Jose: Muchísimas gracias, amigo mío. Es sorprendente que hayas encontrado eso; le pasaré el enlace a mi sobrina. A veces el pasado vuelve por caminos insospechados. Gracias de nuevo por la información y un abrazo.
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