En enero del año que viene, se
inaugurará en La Casa del Lector, del Centro Cultural El Matadero, una
exposición sobre José Mallorquí, mi padre. Aparte de la exposición, habrá un
ciclo de conferencias, proyecciones cinematográficas y se editará un libro. Ya
os mantendré informados.
El caso es que, para el libro
dedicado a mi padre, se me ha ocurrido preparar un artículo que trate sobre su
particular teoría literaria. Que no está recogida en ninguna parte. Entonces,
¿de dónde voy a sacarla? Pues de su correspondencia particular, pensé. Quizá mi
padre mencionaba en las cartas algunas ideas sobre su técnica narrativa. Así
que busqué en su archivo y reuní toda la correspondencia que encontré.
Son cientos, probablemente miles de
cartas escritas a máquina (o, mejor dicho, copias a papel carbón de sus
cartas). Una barbaridad. Y no precisamente cartas cortitas, sino muy extensas.
Es increíble; mi padre debió de escribir... no sé, ¿cuatrocientas novelas?
¿Quinientas? Y un mogollón de guiones radiofónicos y cinematográficos. ¿De
dónde demonios sacaría tiempo para escribir tantas cartas? Contestaba a cuantos
le escribían, y, entre admiradores, amigos y colaboradores, le escribía un
huevo de gente. Lo suyo era pura grafomanía.
Hasta ahora he revisado más o menos
una cuarta parte de su correspondencia. No he encontrado mucho de lo que ando
buscando, pero sí lo suficiente como para ser optimista respecto al artículo.
Por ejemplo, he descubierto algo que me intrigaba desde hace tiempo. ¿De dónde
sacaba mi padre la cuantiosa documentación que tenía, sobre todo acerca de
Estados Unidos? Imaginaos que estáis en la aislada, pobre y gris España de los
años 40 y 50, y queréis conseguir datos sobre, qué se yo, la historia de
California, las tribus indias, armas de fuego del Oeste o datos del territorio
de Utah, por ejemplo. ¿Cómo demonios conseguía todo eso? (a los merodeadores
más jóvenes les recuerdo que por entonces no existía Internet).
Mi padre obtenía la documentación de
muchas maneras, pero había una que me ha sorprendido: la filatelia. Además de
escritor, mi padre era un gran coleccionista de sellos. Pues bien, por entonces
existían listas de correos que permitían ponerse en contacto a filatélicos de
todo el mundo para intercambiar sellos. Mi padre mantenía correspondencia con
varios coleccionistas extranjeros; entre ellos al menos dos que vivían en
Estados Unidos. Y he podido comprobar por su intercambio epistolar que les
pedía con frecuencia que le consiguieran y enviaran libros, folletos, revistas,
etc. Curioso, ¿verdad?
Hasta ahora, la mayor parte de las
cartas que he revisado son de los años 40 y 50, cuando yo todavía no había
nacido (o sólo era un encantador mamoncete). La mayor parte no tienen interés;
son cartas de trabajo o contestaciones a los fans. Pero otras, un treinta por
ciento o así, son más personales; correspondencia con amigos y familiares.
Tampoco es que tengan gran importancia objetiva, pero en ellas se trasluce la
personalidad de quien las ha escrito.
Ahora tengo dos años más que mi
padre cuando murió, así que puedo compararme con él de igual a igual. Y no
podemos ser más diferentes. No solo en aspectos personales, que sería lógico,
sino en nuestra actitud frente al mundo y la forma de relacionarlos con los
demás. En realidad, lo que nos separa son diferentes usos y costumbres
sociales.
Mi padre, en las décadas de los 40 y
50, tenía entre treinta y tantos y cuarenta y pocos años. Sin embargo, su
correspondencia personal era muy formulista, muy seria y contenida. Eran las
cartas de una persona formal, de un hombre consciente de su posición (escritor
de éxito), pero el mismo tiempo algo tímido e inseguro, como si no acabara de
creérselo. También son las cartas de un novelista, así que hay frecuentes
rasgos de ingenio y una prosa muy cuidada. El tono es cordial, pero algo
envarado.
Yo no me expresaba así cuando tenía
treinta y tantos o cuarenta y pocos años. Mis cartas eran mucho más
desenfadadas, más próximas y coloquiales. Claro que yo no escribía ni
remotamente tantas cartas, ni por entonces era un escritor de éxito. Pero da
igual; también he leído algunas de las cartas que recibía mi padre, y el tono
era el mismo: formulista y rígido. Creo que era cosa de la época, de cómo
interactuaba la gente antes.
Pero también he leído varias cartas
que mi padre escribió a finales de los
60 y comienzos de los 70 (algunas pocos meses antes de su muerte). El tono
cambia, es más coloquial y mucho menos rígido, sin apenas formulismos. Al
contrario que en las primeras cartas, mi padre escribía en su última etapa con
frases mucho más cortas, sin apenas retórica. Sin embargo, se expresaba como un
“señor mayor”. Y así le recuerdo yo: como un “señor mayor”.
Ahora tengo dos años más que él; soy
mayor, sin duda, un genuino cascajo. Pero ni hablo, ni visto, ni escribo, ni me
comporto como un “señor mayor”. Tampoco lo hacen mis amigos de mi edad. Quizá
seamos una panda de inmaduros peterpanes, pero creo que de nuevo se trata de un
cambio en los usos sociales. Antes, la edad madura implicaba adoptar un rol.
Ahora no. O a lo mejor es que los roles de las diferentes edades se han
unificado.
En la época de mi padre, la
edad avanzada se consideraba un valor
positivo. Se suponía que los muchos años implicaban un enriquecimiento de
experiencia y sabiduría, así que las personas mayores eran respetadas. Por eso,
los adultos adoptaban roles acordes a su dignidad; y por eso los jóvenes
intentaban parecer adultos lo antes posible. Pero ahora es al revés. Lo que se
valora es la juventud, así que los “señores mayores” han desaparecido y todo el
mundo adopta roles juveniles.
Mientras leo la correspondencia de
mi padre, siento a flor de piel el paso del tiempo. A través de las palabras
que escribió soy testigo de cómo evolucionaba su personalidad, de cómo
cambiaba. Y no sólo él, sino también la sociedad entera. Sorprendentemente, no experimento
nostalgia; ¿cómo iba a sentirla si la mayor parte de lo que he leído fue
escrito cuando yo aún no había nacido? Pero lo que sí siento es un puntito de
tristeza.
Muchas de las cartas están dirigidas
a (o hablan de) amigos de mi padre que no tengo ni la más remota idea de
quiénes son. A veces, las cartas incluyen fotos de personas que son completos
extraños para mí. En las cartas se comentan pequeños acontecimientos que
afectaron a mi familia, pero que yo ignoraba por completo. Y eso es lo triste:
el olvido. Las cartas también acumulan mucho polvo y, tras cada sesión de
lectura, acabo con las manos grises, tiznadas de recuerdos marchitos. Es como
si ese tiempo, el tiempo de mi padre, hubiese ardido, dejando atrás tan solo un
montón de cenizas. Estoy paseando entre ruinas al borde de la nada.
Desde hace seis meses, cuando murió
mi hermano José Carlos, me he convertido en casi lo único que queda de ese
tiempo. Soy el guardián desconcertado de una memoria incompleta. No llevo una
antorcha en las manos, sino un puñado de polvo.
Sí, es un poco triste...