Yaaa lleeega Haaalloween... Esto
tenéis que leerlo en voz alta, con tono cantarín y siniestro, como el que
emplea Jack Nicholson mientras se lía a hachazos con una puerta para cargarse a
su mujer y a su hijo en el Hotel Overlook.
Halloween, esa fiesta que adoran todos
los niños y odian todos los aburridos adultos que olvidaron lo que es ser
niños. Ya he hablado muchas veces de esa celebración –de hecho, cada año-, así
que no voy a repetirme; el que quiera conocer mis sabias palabras sobre el tema
que busque en los Archivos de Babel. Ahora voy a hablar de algo muy relacionado:
el miedo.
¿Habéis sentido miedo alguna vez?
Seguro que sí; incluso mucho miedo. Miedo a la enfermedad, miedo a que nuestros
seres queridos sufran algún daño, miedo a perder el trabajo... Pero estos son
miedos, por decirlo así, de combustión lenta, miedos que se rumian poco a poco
con el tiempo. Me refiero a miedos más súbitos y explosivos. Por ejemplo, hace
años, durante el puto franquismo, en la Complutense, me hice caquita en los
calzones cuando un policía a caballo cargó en mi dirección. Me hice caquita y
corrí como una liebre. Simultáneamente. Aunque tampoco se trata exactamente de
esa clase de miedo, sino del que te paraliza.
Otro ejemplo. Hace un montón de años,
un grupo de amigos estábamos en Hoyos del Espino, un pueblo de la sierra de
Gredos. Por la noche, salimos del hotel y dimos un breve paseo. Y digo breve
porque estaba nublado y sin luna y no se veía un mierda. Bueno, pues estábamos
ahí, en la carretera, sumidos en una absoluta oscuridad, cuando de repente
escuché y sentí que algo muy grande, una bestia enorme, pasaba junto a mí. ¡Y
súbitamente esa bestia enorme arrojó un gran surtidor de chispas! ¡Chispas,
como el aliento de un dragón!
Me quedé paralizado, acojonado,
preguntándome anonadado qué clase de animal echa chipas... Y entonces oí un
relincho. Era un caballo que, cuando sus herraduras resbalaron sobre el
asfalto, desprendieron un torrente de chispas. Pero en realidad tampoco eso fue
el miedo que yo digo, sino más bien un susto de muerte.
El miedo del que estoy hablando es
aquel que te paraliza, sí, pero también te seca la boca, te retuerce las
tripas, te roba el aliento, te forma un nudo en la garganta y te sume en el más
absoluto terror. ¿Habéis experimentado eso alguna vez? Yo sí, en dos ocasiones;
una sobrenatural y otra jodidamente natural.
La primera vez ocurrió en 1973 o 1974,
no lo recuerdo. Un grupo de amigos nos fuimos a pasar unos días en los Arenales
del Sol, una larguísima playa de Alicante, por entonces desierta (y hoy,
imagino, totalmente urbanizada). Plantamos unas tiendas de campaña y nos
instalamos. La mayoría nos conocíamos, pero habían venido algunas personas
nuevas; entre ellas una chica a la que llamaré Sonia, aunque no es su auténtico
nombre.
Pues bien, Sonia y yo intimamos. Una
noche, nos metimos en una tienda y procedimos a “conocernos” mejor. Cuando
acabamos de “conocernos”, nos metimos en sendos sacos de dormir y nos dispusimos
a eso, a dormir. Entonces, cuando estaba conciliando el sueño, oí la voz de
Sonia diciéndome: “Bésame ahora si puedes”, o “si quieres”, no estoy seguro. “Vaya”,
pensé: “quiere más marcha”. Me giré hacia ella y la miré. Había luna llena y su
luz se filtraba a través de la tienda, de modo que podía distinguir las cosas
con cierta nitidez. El caso es que la miré... y el corazón me dio un doble
salto mortal en el pecho.
Porque ahí, a mi lado, en el saco de
dormir de Sonia, ya no estaba Sonia, sino una negra. Una negra con rasgos muy
negros, sin pizca de mestizaje. Nariz chata, labios muy gruesos, la negra más
negra que he visto en mi vida. Tenía los ojos cerrados (si los llega a abrir me
muero) y llevaba un pañuelo en la cabeza. Eso, ver una negra donde no debería
haber una negra, ya de por sí acojona; pero es que, además, las manos le
sobresalían del saco, pero no eran manos, ¡sino garras de pantera!
Me quedé helado, paralizado. Mi mente
racional intentó buscar una explicación lógica. “Me están gastando una broma...”,
pensé. Pero qué leches broma; no era una máscara, sino una negra de verdad, y
las garras eran putas garras, joder... Intenté hablar, pero no pude, tenía un
nudo en la garganta. El corazón me latía como un reloj al que se le salta la
cuerda. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca. Respiré hondo varias
veces y logré murmurar: “So-sonia...” Entonces, de repente, la imagen cambió y
donde estaba la negra apareció la imagen de Sonia abriendo los ojos y
preguntándome qué quería.
Aquella noche había bebido he inhalado
yerbas prohibidas. Dentro de la tienda había poca luz. Estaba, al menos al
principio, medio dormido. Y algo importante: Sonia llevaba un pañuelo en la
cabeza y estaba tumbada sobre su lado izquierdo. Sin embargo, la negra, que
también llevaba pañuelo, estaba tumbada sobre su lado derecho. Es decir, el rostro
de la negra se superponía al pañuelo de Sonia. De hecho, eran los pliegues del
pañuelo que mi mente convirtió en un rostro africano. Y la auténtica cara de
Sonia la convertí en un pañuelo. ¿Y las garras? Un añadido de mi mente
calenturienta. ¿Y la voz que escuché al principio? Ni idea. Toda la experiencia
fue una alucinación.
Vale, una alucinación, pero el pánico
que experimenté no me lo quita nadie. No sé cuánto duró aquello; quince o
veinte segundos, como mucho, pero fueron los quince o veinte segundos más largos
de mi vida. Pavor en estado puro, terror primario e irracional. O, quién sabe,
a lo mejor fue real; Sonia era muy rarita...
La segunda historia ocurrió en 1975,
en las postrimerías de la dictadura. En verano, el FRAP (Frente Revolucionario
Antifascista y Patriota) se había cargado a dos policías y las fuerzas de
seguridad andaban en pie de guerra. Una noche de finales de verano o comienzos
de otoño, cuatro amigos y yo decidimos salir a tomar unas copas. Íbamos en mi
coche. Ya entrada la madrugada, después de visitar unos cuantos bares, mientras
íbamos de regreso, uno de mis amigos sacó la fotocopia de un chiste gráfico y
se lo enseñó al resto. Todos se rieron mucho, así que paré en doble fila para
poder verlo. Acto seguido arranqué y al poco detuve el vehículo frente a la
casa de un amigo (Samael, asiduo visitante del blog).
Entonces, súbitamente, un coche se
cruzó por delante y de él bajaron a toda prisa dos hombres armados con pistolas.
Intenté bajar del coche, pero uno de los desconocidos le dio una patada a la
portezuela para impedirlo. El tipo, tan chulo y amenazador como solían ser los
policías franquistas, nos enseñó una placa (o no, no me acuerdo) y nos pidió la
documentación. En fin, nada inusual en la dictadura; pero entonces, mientras el
poli escrutaba nuestros DNIs y su compañero nos encañonaba, recordé algo y de
nuevo mi corazón hizo el triple mortal.
Pero para entender la situación hay
que retroceder en el tiempo. Un amigo, Guillermo, era aficionado a rodar cortos
en Súper 8 (así de antigua es la historia). Pocas semanas antes, para uno de
sus rodajes necesitaba un arma de fuego y, como yo tenía una carabina tipo
Winchester (herencia paterna), me la pidió prestada. Me refiero a una carabina
de verdad, de las que -si hubiera tenido munición, que no la tenía- hacen ¡pum!
y matan. Mi amigo Samael y yo fuimos con mi carabina al rodaje, que tenía lugar
en algún sitio de la sierra. Incluso hicimos de actores. Y luego, cuando acabó,
sencillamente olvidé que tenía la carabina en el maletero.
¿Entendéis? Mientras estábamos ahí,
dentro del coche, encañonados por la poli fascista, recordé que en el maletero
había una carabina. Si lo abrían y encontraban el arma... Bueno, empezarían a
darme de hostias allí mismo; luego, seguirían dándome de hostias en el furgón
policial, para continuar dándome de hostias en la DGS durante días o semanas.
Y, por supuesto, me tiraría una larga temporada en la cárcel. Todo eso me pasó
por la cabeza en aquel instante. Vale, las hostias se las darían también a todos
los que iban en el coche, pero en aquel egoísta momento sólo pensaba en mí.
Noté, literalmente, cómo la sangre
huía de mi rostro. Se me secó la boca. Se me disparó el corazón. Se me formó un
nudo en la garganta. Un sudor helado perló mi frente. Un terror absoluto, ciego
y anonadador se apoderó de mí.
Tras una tensísima espera, el poli
dejó de escrutar nuestra documentación y nos preguntó: “¿Dónde vivís?”. “En
Madrid”, respondimos. “Entonces”, replicó él, “¿por qué coño os habéis parado a
consultar un plano?”. ¿Un plano?, pensé. ¿Qué plano?... Entonces, uno de mis
amigos cayó en la cuenta y exclamó “¡Ah, el chiste!”; sacó lo fotocopia del
bolsillo y se la entregó al policía. Éste contempló el chiste, nos miró como si
a duras penas pudiera resistir el impulso de pegarnos un tiro, masculló “Qué
graciosillos”, tiró el papel al interior del coche y nos dijo: “Largo de aquí,
gilipollas”. Los polis montaron en su coche y se fueron sin abrir el maletero
del mío.
Así fue la segunda vez que el terror
absoluto, un terror que haría palidecer a los dioses de Lovecraft, se coló en
mi vida para acojonarme un rato. Espero que nunca hayáis pasado, ni paséis, por
algo semejante. Las historias de terror están muy bien para leerlas o verlas,
pero no para protagonizarlas.
Pero es Halloween, amigos, el Samhain
celta. Miedo de mentira, terror divertido. Volveos niños, por favor, jugad a
asustar y a asustaros. Sed paganos por una noche. Pero eso sí: nunca, nunca,
nunca salgáis con una mujer con garras de pantera, y jamás llevéis armas de
fuego en el maletero del coche.
¡Feliz Halloween!