miércoles, marzo 21

Apología del lector ingenuo

 
 
            ¿Qué percibe la gente cuando lee una novela? ¿Hasta dónde llega su mirada? ¿Cuánto escarba en el texto para encontrar los mecanismos que lo hacen funcionar? Por fortuna, la mayor parte de los lectores no hacen eso. Y digo por fortuna porque la magia de un libro consiste en hacerte olvidar que estás leyendo y meterte de lleno en la historia y los personajes.

            De hecho, uno de los inconvenientes de ser escritor es que en gran medida te estropea el placer de la lectura. Me ocurre a mí y a muchos de mis colegas: te pones a leer una novela, llegas a un punto en el que encuentras un recurso técnico interesante, te detienes, lo analizas y te lo guardas en la memoria (para fusilarlo, claro). O lo contrario; encuentras una torpeza y también te detienes en ella. O ni acierto ni torpeza, sino simplemente que tú lo harías de otra forma. O a lo mejor captas la estructura interna del relato y todo se vuelve previsible. En fin, que esa no es forma de leer. Digamos que para disfrutar de la lectura hacen falta ciertas dosis de voluntaria o involuntaria ingenuidad. Es como asistir a un espectáculo de prestidigitación; el mago y tú sabéis que lo que sucede en el escenario son trucos. El mago utilizará su talento para ocultar la técnica de los trucos, y tú, si quieres disfrutar del espectáculo, será mejor que no sepas cómo los hace.

            Tuve un encuentro en un club de lectura para hablar de mi antología Trece Monos. En el transcurso de la charla, comenté que cierto relato (no recuerdo cuál) me había supuesto algún problema técnico. Entonces, uno de los participantes, un hombre de mediana edad, dijo: “¿Cómo que técnico?”. Respondí: “Sí, en cuanto a la técnica narrativa”. Y él, más o menos, replicó: “¿Pero qué técnica narrativa? Se te ocurre una historia, la escribes y ya está”.

            Me quedé perplejo. Aquel hombre era un lector empedernido, sin embargo jamás había advertido la existencia de recursos técnicos en la narrativa, pese a que, sin duda, los había visto utilizar durante sus lecturas. Es más, muchos escritores noveles –y algún que otro ilustre veterano-, parecen ignorar los rudimentos de las técnicas narrativas y escriben limitándose a contar una historia desde el principio hasta el final. Justo al contrario de lo que recomendaba Stevenson: “No sé por dónde debe comenzar un relato, pero desde luego no por el principio; ni sé por dónde debe acabar, pero desde luego no por el final”.

            ¿Por qué no suelen percibirse esos recursos técnicos? En primer lugar, porque son evidentes. No estamos hablando de nada complicado; una vez que los conoces, te parecen sencillísimos y, eso, evidentes. Lo que pasa es que con frecuencia lo más evidente es lo primero que se pierde de vista.

            En segundo lugar, porque no hay sólo una técnica, sino muchas. Existe un buen número de recursos distintos para conseguir el mismo efecto, y además pueden combinarse entre sí. Supongo que si todo se escribiera siempre igual, hasta el más torpe acabaría pillándole el truco.

            En tercer lugar, porque muchas veces son invisibles. En las escasas ocasiones en que he impartido algún taller de escritura, suelo comenzar diciendo: “Cuando narras, tan importante es lo que cuentas como lo que te callas”. Es la piedra angular de la narrativa: la dosificación de la información. De hecho, lo que suele tirar de una trama es precisamente lo que no cuentas. Y no hay nada tan invisible como lo que no está.

            Por último, porque muchos recursos se ocultan a sí mismos, ya que su objetivo es desviar tu atención hacia donde el autor desee. Es como el ampuloso gesto de un prestidigitador, cuyo objetivo es hacer que mires a su mano derecha y no te fijes en lo que hace con la izquierda. Pondré un ejemplo: la prolepsis. La prolepsis es un recurso narrativo que consiste en interrumpir la línea temporal de la narración para darle a conocer al lector un hecho del futuro.

            Quizá el más conocido empleo de este recurso sea el comienzo de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Teniendo en cuenta que la novela acaba precisamente con la muerte de Nasar, lo que está haciendo el autor es revelar desde el principio el final del libro. En cierto modo, parece un contrasentido; si el lector ya sabe lo que va a pasar, ¿por qué va a seguir leyendo? Pero no es así, sino todo lo contrario. De entrada, el autor da un toque de atención: Se va a cometer un asesinato. Eso capta el interés del lector. Luego, el autor extiende un dedo y te dice: de entre todos los personajes, fíjate en este, porque va a morir. A partir de ese momento, lo que tira del lector es averiguar cómo y por qué va a morir. Es decir, el autor señala con el dedo (prolepsis) y tú, cuando alguien hace eso, no miras el dedo, sino hacia donde señala. Por ese motivo, porque se oculta a sí mismo, el recurso no se percibe. (A García Márquez debía de gustarle la prolepsis, porque también la emplea al comienzo de Cien años de soledad)

            Hay muchos más ejemplos, pero da igual. Lo que yo me pregunto es si saber todo eso te convierte en mejor lector. En teoría podría decirse que sí, ¿no es cierto? A fin de cuentas, se trata de un conocimiento más profundo del texto literario, una mirada más adulta. Ya, pero no me convence. Creo que los escritores, los teóricos de la literatura, los críticos literarios, son (somos), por lo general, pésimos lectores. Imaginaos un maravilloso deportivo, un Ferrari 812. Llega un tipo, se monta y lo conduce, disfrutando de su potencia y velocidad. Luego llega otro tipo, que es mecánico, levanta el capó y examina el motor, maravillándose de su mecánica. Sin duda, el mecánico sabe más de coches, pero, demonios, un deportivo no está para eso, sino para conducirlo. ¿Entendéis?

            En mi opinión, la buena lectura exige ingenuidad. El hecho literario es un pacto: yo juego a contarte mentiras y tú juegas a creértelas. ¿Alguna vez habéis llorado leyendo un libro? Yo sí. ¿Y por qué lloramos, si sabemos que lo que estamos leyendo es mentira? Pues porque hemos hecho un pacto de suspensión de la incredulidad, nos dejamos manipular por el texto y, mientras leemos, lo que leemos es real.

            Entonces, ¿los mejores lectores serían los niños y adolescentes? En cuanto a disfrute lector, no me cabe la menor duda de que sí. Luego, con el tiempo y las muchas lecturas, te vas resabiando, le ves las tripas al texto y pillas los trucos. Te sientes más maduro, sí, más listo; pero también más alejado del puro disfrute. O quizá no, puede que hayas conservado la inocencia y aún te enfrentes a la lectura con los ojos maravillados de un niño. Si es así, bendito seas.

            Aunque, claro, también están esos autores que dominan tanto su oficio –el oficio de narrar-, que te agarran por las solapas al principio del libro y no te sueltan hasta llegar al final; o, aún mejor, hasta mucho después de llegar al final. Narradores tan hábiles que te cogen a ti, un lector con más conchas que un galápago, y te hipnotizan para que no veas la técnica, los trucos, los recursos, hasta que sólo queda una historia y unos personajes que te fascinan y arrastran. En el fondo, lo que demuestran esos escritores es que son más listos que tú; ellos son los maestros, y tú el alumno ingenuo. Me parece estupendo, me encanta esa clase de ingenuidad.