De hecho, uno de los inconvenientes
de ser escritor es que en gran medida te estropea el placer de la lectura. Me
ocurre a mí y a muchos de mis colegas: te pones a leer una novela, llegas a un
punto en el que encuentras un recurso técnico interesante, te detienes, lo
analizas y te lo guardas en la memoria (para fusilarlo, claro). O lo contrario;
encuentras una torpeza y también te detienes en ella. O ni acierto ni torpeza,
sino simplemente que tú lo harías de otra forma. O a lo mejor captas la estructura
interna del relato y todo se vuelve previsible. En fin, que esa no es forma de
leer. Digamos que para disfrutar de la lectura hacen falta ciertas dosis de
voluntaria o involuntaria ingenuidad. Es como asistir a un espectáculo de
prestidigitación; el mago y tú sabéis que lo que sucede en el escenario son
trucos. El mago utilizará su talento para ocultar la técnica de los trucos, y
tú, si quieres disfrutar del espectáculo, será mejor que no sepas cómo los
hace.
Tuve un encuentro en un club de
lectura para hablar de mi antología Trece
Monos. En el transcurso de la charla, comenté que cierto relato (no
recuerdo cuál) me había supuesto algún problema técnico. Entonces, uno de los
participantes, un hombre de mediana edad, dijo: “¿Cómo que técnico?”. Respondí:
“Sí, en cuanto a la técnica narrativa”. Y él, más o menos, replicó: “¿Pero qué técnica narrativa? Se te ocurre
una historia, la escribes y ya está”.
Me quedé perplejo. Aquel hombre era
un lector empedernido, sin embargo jamás había advertido la existencia de
recursos técnicos en la narrativa, pese a que, sin duda, los había visto
utilizar durante sus lecturas. Es más, muchos escritores noveles –y algún que
otro ilustre veterano-, parecen ignorar los rudimentos de las técnicas
narrativas y escriben limitándose a contar una historia desde el principio
hasta el final. Justo al contrario de lo que recomendaba Stevenson: “No sé por
dónde debe comenzar un relato, pero desde luego no por el principio; ni sé por
dónde debe acabar, pero desde luego no por el final”.
¿Por qué no suelen percibirse esos
recursos técnicos? En primer lugar, porque son evidentes. No estamos hablando
de nada complicado; una vez que los conoces, te parecen sencillísimos y, eso,
evidentes. Lo que pasa es que con frecuencia lo más evidente es lo primero que
se pierde de vista.
En segundo lugar, porque no hay sólo
una técnica, sino muchas. Existe un buen número de recursos distintos para
conseguir el mismo efecto, y además pueden combinarse entre sí. Supongo que si
todo se escribiera siempre igual, hasta el más torpe acabaría pillándole el
truco.
En tercer lugar, porque muchas veces
son invisibles. En las escasas ocasiones en que he impartido algún taller de
escritura, suelo comenzar diciendo: “Cuando narras, tan importante es lo que
cuentas como lo que te callas”. Es la piedra angular de la narrativa: la
dosificación de la información. De hecho, lo que suele tirar de una trama es
precisamente lo que no cuentas. Y no hay nada tan invisible como lo que no
está.
Por último, porque muchos recursos
se ocultan a sí mismos, ya que su objetivo es desviar tu atención hacia donde
el autor desee. Es como el ampuloso gesto de un prestidigitador, cuyo objetivo
es hacer que mires a su mano derecha y no te fijes en lo que hace con la
izquierda. Pondré un ejemplo: la prolepsis. La
prolepsis es un recurso narrativo que consiste en interrumpir la línea temporal
de la narración para darle a conocer al lector un hecho del futuro.
Quizá el más conocido empleo de este
recurso sea el comienzo de Crónica de una
muerte anunciada, de García Márquez: “El día en que lo iban a matar,
Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que
llegaba el obispo”. Teniendo en cuenta que la novela acaba precisamente con la
muerte de Nasar, lo que está haciendo el autor es revelar desde el principio el
final del libro. En cierto modo, parece un contrasentido; si el lector ya sabe
lo que va a pasar, ¿por qué va a seguir leyendo? Pero no es así, sino todo lo
contrario. De entrada, el autor da un toque de atención: Se va a cometer un
asesinato. Eso capta el interés del lector. Luego, el autor extiende un dedo y
te dice: de entre todos los personajes, fíjate en este, porque va a morir. A
partir de ese momento, lo que tira del lector es averiguar cómo y por qué va a
morir. Es decir, el autor señala con el dedo (prolepsis) y tú, cuando alguien
hace eso, no miras el dedo, sino hacia donde señala. Por ese motivo, porque se
oculta a sí mismo, el recurso no se percibe. (A García Márquez debía de
gustarle la prolepsis, porque también la emplea al comienzo de Cien años de soledad)
Hay muchos más ejemplos, pero da
igual. Lo que yo me pregunto es si saber todo eso te convierte en mejor lector.
En teoría podría decirse que sí, ¿no es cierto? A fin de cuentas, se trata de
un conocimiento más profundo del texto literario, una mirada más adulta. Ya,
pero no me convence. Creo que los escritores, los teóricos de la literatura,
los críticos literarios, son (somos), por lo general, pésimos lectores.
Imaginaos un maravilloso deportivo, un Ferrari 812. Llega un tipo, se monta y
lo conduce, disfrutando de su potencia y velocidad. Luego llega otro tipo, que
es mecánico, levanta el capó y examina el motor, maravillándose de su mecánica.
Sin duda, el mecánico sabe más de coches, pero, demonios, un deportivo no está
para eso, sino para conducirlo. ¿Entendéis?
En mi opinión, la buena lectura
exige ingenuidad. El hecho literario es un pacto: yo juego a contarte mentiras
y tú juegas a creértelas. ¿Alguna vez habéis llorado leyendo un libro? Yo sí.
¿Y por qué lloramos, si sabemos que lo que estamos leyendo es mentira? Pues
porque hemos hecho un pacto de suspensión de la incredulidad, nos dejamos
manipular por el texto y, mientras leemos, lo que leemos es real.
Entonces, ¿los mejores lectores
serían los niños y adolescentes? En cuanto a disfrute lector, no me cabe la
menor duda de que sí. Luego, con el tiempo y las muchas lecturas, te vas
resabiando, le ves las tripas al texto y pillas los trucos. Te sientes más
maduro, sí, más listo; pero también más alejado del puro disfrute. O quizá no,
puede que hayas conservado la inocencia y aún te enfrentes a la lectura con los
ojos maravillados de un niño. Si es así, bendito seas.
Aunque, claro, también están esos
autores que dominan tanto su oficio –el oficio de narrar-, que te agarran por
las solapas al principio del libro y no te sueltan hasta llegar al final; o,
aún mejor, hasta mucho después de llegar al final. Narradores tan hábiles que
te cogen a ti, un lector con más conchas que un galápago, y te hipnotizan para
que no veas la técnica, los trucos, los recursos, hasta que sólo queda una historia
y unos personajes que te fascinan y arrastran. En el fondo, lo que demuestran
esos escritores es que son más listos que tú; ellos son los maestros, y tú el
alumno ingenuo. Me parece estupendo, me encanta esa clase de ingenuidad.