miércoles, junio 26

Una luz en la oscuridad



            En cierta ocasión, hace mucho tiempo, me perdí en un bosque. Un grupo de amigos habíamos acampado en el pinar de Valsaín. A media tarde, me fui con uno de ellos (Samael, asiduo de Babel) a dar un paseo. Y nos perdimos. Estuvimos dando vueltas intentando orientarnos, pero, como enseñan los cuentos infantiles, los bosques son laberintos. Cuando el sol se puso, la angustia amaneció. Estábamos acojonados pensando que íbamos a pasar la noche al raso. Y entonces, cuando la oscuridad ya nos engullía, vimos a lo lejos el resplandor de un lumigas brillando a través de la tela azul de una tienda de campaña, la nuestra. ¿Os hacéis una idea del inmenso alivio que sentí al ver aquella luz en la oscuridad?

            Ahora imagina que estamos en la España de 1965, una España donde nunca pasa nada, gris, cerrada, paleta, una España con censura, meapilas, provinciana, tediosa, una España que era todo lo contrario al futuro, todo lo contrario a la modernidad. En las películas americanas ves imágenes de otra realidad, de un mundo dinámico y luminoso que nada tiene que ver con tu oscuro país. Eres un preadolescente de doce años con la cabeza llena de sueños, pero vives en una nación donde los sueños resultan sospechosos, cuando no directamente delictivos.

            Hace poco has descubierto la ciencia ficción y tu mente ha explotado como una nova. Lo que lees en esos libros es mil veces más dinámico y luminoso que nada de lo que hayas visto hasta entonces, más aún que las películas. Cuando vuelves del colegio te pones a leer, y sigues leyendo después de hacer los deberes, y lees antes de dormir, y lees después de que tu madre te haya obligado a apagar la luz, oculto bajo las sábanas con una linterna. Y es que, cuando dejas de leer y vuelves a la realidad, el mundo se te antoja tan tedioso, tan falto de imaginación… El destino te ha condenado a nacer en un país mediocre lleno de gente mediocre que acata sumisa las órdenes de un poder tiránico y mediocre. Además, te sientes un poquito solo, ya que sólo tú, aparte de un par de miembros de tu familia, conoces los secretos de la galaxia, sólo tú has viajado por el tiempo y el espacio.

            Y entonces, un buen día ves en la tele de tu país, esa rancia tele en blanco y negro, la TVE de toda la vida, ves, repito, una programa llamado Mañana puede ser verdad, dirigido por un desconocido Narciso Ibáñez Serrador, alias Chicho. Y te quedas boquiabierto, porque ese programa ¡es de ciencia ficción!  Incluso resulta que uno de sus capítulos está basado en un cuento de Ray Bradbury –El cohete- que tú has leído. Y ahí no acaba la cosa, porque al año siguiente Chicho Ibáñez Serrador estrenó otro programa, Historias para no dormir, dedicado al terror (y un poquito a la ciencia ficción).

            Ahora es difícil de entender, pero aquello era inaudito en la España de los 60, una España ultracatólica, con censura, pueblerina y con un gran recelo hacia la imaginación. Fue como si de repente se abriera una ventana en una habitación asfixiante. También fue una especie de señal, la premonición de que en este país las cosas podían cambiar. En lo que a mí respecta, supuso además la constatación de que yo no era un bicho raro, de que había otra gente, como Chicho, a la que le interesaban las mismas cosas que a mí.

            Luego vinieron dos películas: La residencia, terror clásico excelentemente realizado; y ¿Quién puede matar a un niño?, terror más moderno inspirado en Hitchcock (en Los pájaros). Ambas totalmente inusuales en aquella España sombría y aburrida. También vino, por supuesto, el Un, dos, tres, pero eso es otra historia.

            Hace veinte días, el pasado 7 de junio, Chicho murió. De él se han dicho muchas cosas, todas buenas; que fue un renovador de la TV, que hizo popular el terror, que fue un genio. Y es verdad; pero para mí fue algo distinto y aún más importante: fue una luz en la oscuridad. Y por eso, sólo tengo algo que decirle: gracias, muchísimas gracias.

miércoles, junio 5

¿Vale la pena ser escritor?


 
            Con frecuencia, cuando voy a una librería y contemplo la inmensa cantidad de libros que se publican, me pregunto qué sentido tiene ser escritor. ¿De qué vale añadir un título más a los millones de títulos que ya se han impreso? Es como arrojar un vaso de agua al mar: no sirve para nada. Resulta descorazonador, os lo juro.

            Aunque claro, te sabes escritor, eres un “artista”, la gente te lee, te alaba, ganas premios, te invitan a participar en eventos, te llaman maestro, te suben a un altar. Y te sientes importante. Pero luego, cuando te quedas a solas y dejas de darle lustre al ego, comprendes que en realidad no has conseguido nada. No has hecho avanzar la literatura, no has creado nada realmente nuevo, lo que escribes no cambiará nada. Y te sientes un farsante, un impostor (incluso hay un síndrome al respecto).

            Pero a veces…

            Hace años, un padre se puso en contacto conmigo a través del blog. Me contó que su hijo Jordi, de 14 años, era autista y sólo le interesaba leer manuales de instrucciones y folletos. El buen hombre intentaba aficionarle a la literatura, así que compraba novelas juveniles y se las leía, pero Jordi no le prestaba atención. Un día, por pura casualidad, comenzó a leerle una novela mía, Las Lágrimas de Shiva. Al cabo de un rato paró y se fue al salón; y, al poco, apareció Jordí y, por primera vez en su vida, le dijo: “¿Puedes dejarme ese libro para acabar de leerlo?”.

            Huelga decir que me sentí orgulloso como un pavo. No, mejor que orgulloso: me sentí útil. Me sentí un mago. Había formulado un conjuro (mi novela) y había obrado un milagro.

            Hoy, años después, he vuelto a experimentar lo mismo. Tengo una “alerta Google” que me avisa cada vez que aparece mi nombre en Internet (en general para informarme de que alguien está pirateando mis libros), y esta mañana me ha llegado una. Es un reportaje de la revista electrónica Ideal, y trata sobre un joven andaluz, Ismail Fernández, que acaba de publicar un libro, “Mi amigo Inseparable” (editorial Alhulia). En realidad, el tema del reportaje es la superación personal, porque, a causa de complicaciones en el parto, Ismail padece parálisis cerebral y sólo puede utilizar la mano izquierda. Pues bien, un párrafo del texto dice lo siguiente:

            (Escribir ‘Mi amigo inseparable’) “ha sido un ejercicio de introspección”, afirma. También de revivir etapas con una fortísima carga emocional. Como la infancia. Cuando los niños, ignorantes –bendita ignorancia– e inocentes –bendita inocencia–, lo trataban como a uno más. Sus años más felices. Una percepción que fue cambiando cuando entraba en la adolescencia. «Me di cuenta de que, sin serlo, me veían como alguien diferente». Una 'diferencia', prejuicios para algunos, que acarrearon pérdida de amistades y de que hubiera incluso quien le acusara de que le aprobaran asignaturas en el instituto por compasión. Aquello le dolió. Pero lo superó. Salía menos que sus amigos, pero se divertía tanto como ellos gracias a lecturas que le marcaron, como 'Las lágrimas de Shiva', de César Mallorquí. (Si quieres leer el reportaje completo pincha aquí).

            ¿Qué puedo decir? Pues que por cosas como esta vale la pena ser escritor.
            Gracias, Ismail; hoy me has alegrado el día.