En cierta ocasión, hace mucho
tiempo, me perdí en un bosque. Un grupo de amigos habíamos acampado en el pinar
de Valsaín. A media tarde, me fui con uno de ellos (Samael, asiduo de Babel) a
dar un paseo. Y nos perdimos. Estuvimos dando vueltas intentando orientarnos,
pero, como enseñan los cuentos infantiles, los bosques son laberintos. Cuando
el sol se puso, la angustia amaneció. Estábamos acojonados pensando que íbamos
a pasar la noche al raso. Y entonces, cuando la oscuridad ya nos engullía,
vimos a lo lejos el resplandor de un lumigas brillando a través de la tela azul
de una tienda de campaña, la nuestra. ¿Os hacéis una idea del inmenso alivio
que sentí al ver aquella luz en la oscuridad?
Ahora imagina que estamos en la
España de 1965, una España donde nunca pasa nada, gris, cerrada, paleta, una
España con censura, meapilas, provinciana, tediosa, una España que era todo lo
contrario al futuro, todo lo contrario a la modernidad. En las películas
americanas ves imágenes de otra realidad, de un mundo dinámico y luminoso que
nada tiene que ver con tu oscuro país. Eres un preadolescente de doce años con
la cabeza llena de sueños, pero vives en una nación donde los sueños resultan
sospechosos, cuando no directamente delictivos.
Hace poco has descubierto la ciencia
ficción y tu mente ha explotado como una nova. Lo que lees en esos libros es
mil veces más dinámico y luminoso que nada de lo que hayas visto hasta
entonces, más aún que las películas. Cuando vuelves del colegio te pones a
leer, y sigues leyendo después de hacer los deberes, y lees antes de dormir, y
lees después de que tu madre te haya obligado a apagar la luz, oculto bajo las
sábanas con una linterna. Y es que, cuando dejas de leer y vuelves a la
realidad, el mundo se te antoja tan tedioso, tan falto de imaginación… El
destino te ha condenado a nacer en un país mediocre lleno de gente mediocre que
acata sumisa las órdenes de un poder tiránico y mediocre. Además, te sientes un
poquito solo, ya que sólo tú, aparte de un par de miembros de tu familia,
conoces los secretos de la galaxia, sólo tú has viajado por el tiempo y el
espacio.
Y entonces, un buen día ves en la
tele de tu país, esa rancia tele en blanco y negro, la TVE de toda la vida,
ves, repito, una programa llamado Mañana
puede ser verdad, dirigido por un desconocido Narciso Ibáñez Serrador,
alias Chicho. Y te quedas boquiabierto, porque ese programa ¡es de ciencia
ficción! Incluso resulta que uno de sus
capítulos está basado en un cuento de Ray Bradbury –El cohete- que tú has leído. Y ahí no acaba la cosa, porque al año
siguiente Chicho Ibáñez Serrador estrenó otro programa, Historias para no dormir, dedicado al terror (y un poquito a la
ciencia ficción).
Ahora es difícil de entender, pero
aquello era inaudito en la España de los 60, una España ultracatólica, con
censura, pueblerina y con un gran recelo hacia la imaginación. Fue como si de
repente se abriera una ventana en una habitación asfixiante. También fue una
especie de señal, la premonición de que en este país las cosas podían cambiar.
En lo que a mí respecta, supuso además la constatación de que yo no era un
bicho raro, de que había otra gente, como Chicho, a la que le interesaban las
mismas cosas que a mí.
Luego vinieron dos películas: La residencia, terror clásico
excelentemente realizado; y ¿Quién puede
matar a un niño?, terror más moderno inspirado en Hitchcock (en Los pájaros). Ambas totalmente inusuales
en aquella España sombría y aburrida. También vino, por supuesto, el Un, dos, tres, pero eso es otra
historia.
Hace veinte días, el pasado 7 de
junio, Chicho murió. De él se han dicho muchas cosas, todas buenas; que fue un
renovador de la TV, que hizo popular el terror, que fue un genio. Y es verdad; pero
para mí fue algo distinto y aún más importante: fue una luz en la oscuridad. Y
por eso, sólo tengo algo que decirle: gracias, muchísimas gracias.