Ignoro quién fue el primer idiota
que dijo eso de “una imagen vale más que mil palabras”, pero siempre me ha
parecido una soberana estupidez. Pocas cosas hay más potentes que las palabras,
pocas cosas han cambiado tanto el mundo como las palabras. Más de una vez he
hablado aquí de lo que yo denomino “palabras grandes” (grandes en el sentido de
mayores que el ser humano), términos como DIOS, PATRIA, RAZA, PUEBLO…Ninguna
imagen ha movilizado jamás a tanta gente, ni causado tantos muertos, como estas
palabras. Objetaréis que muchas imágenes han hecho lo mismo, como la cruz, la
media luna, la esvástica o la hoz y el martillo, y es cierto. Pero esas
imágenes –símbolos en realidad- son poderosas porque van asociadas a palabras
poderosas.
Lo cual no quita para que las
imágenes tengan un gran poder, como primero la pintura y después la fotografía,
el cómic y el cine han demostrado sobradamente. Es difícil no fascinarte al ver los Fusilamientos
de Goya, o los Relojes Blandos de
Dalí, o Nighthawks de Hopper, o las
instantáneas de Robert Capa y Cartier-Bresson, o las viñetas de Moebius o Winsor
McCay, o Metrópolis de Lang, 2001 de Kubrick o El árbol de la vida, de Malick. Imágenes poderosas, sin duda.
Pero hay otras imágenes, más
íntimas, que son igual de intensas, aunque sólo para uno mismo. No sé si a
vosotros también os pasa, pero a lo largo de mi vida me he ido encontrando con
imágenes que se me han metido en la cabeza y se han quedado ahí para siempre.
Pueden proceder de cualquier parte, algo que he vivido, una foto, una película,
con frecuencia un sueño o ni idea de dónde han salido. Antes era un tanto
desconcertante, porque esas imágenes estaban en mi cerebro, pero no podía hacer
nada con ellas. Luego me convertí en escritor y decidí incluirlas en mis novelas.
Era una forma de darles alguna utilidad y quitármelas de encima. Si hubiera
sido pintor, las habría plasmado en un lienzo.
Por ejemplo, cuando era adolescente
soñé que caminaba por una cordillera descomunal (los Andes) y de pronto veía en
la cima de una montaña una ciudadela precolombina en ruinas. Sólo eso, así de
sencillo; pero lo tenía grabado a fuego en la memoria. Incluí esa imagen en mi
novela La piedra inca. En otro sueño
de la infancia vi una pared rocosa y en ella un enorme portalón de acero con un
gran 5 pintado; en el suelo había rastros de nieve. Y en otro sueño más vi un
altísimo rascacielos de metal y vidrio situado en el campo, bajo la lluvia.
Utilicé ambas imágenes en mi novela corta Naturaleza
humana.
Pero no todo son sueños. Cuando tenía
veintitantos años quedé con mi hermano frente a su casa de la calle General
Perón. Allí hay un pequeño jardín, donde yo aguardaba bajo la sombra de un
árbol (era verano). Los rayos de sol incidían tangencialmente, formando una
especie de cortina de luz. De pronto vi algo: una silueta humana y una silueta
perruna estaban a punto de atravesar el telón de luz. No se distinguían sus
rasgos porque estaban en sombra y la luminosidad que tenían delante los ocultaba.
Entonces, en un instante, atravesaron el telón y quedaron expuestos a la luz. Era una chica muy joven, vestida con
un traje adlib blanco, que paseaba a un perro bobtail sujeto por una correa.
Fue mágico; aquella chica tan bonita y frágil con un animal tan grande
surgiendo de las sombras y resplandeciendo bajo el sol. Usé esa imagen como eje
central de mi novela El viajero perdido.
En fin, sólo son algunos ejemplos.
Lo malo son las imágenes que no
sabes lo que significan ni de dónde proceden. Hay una que me intriga especialmente,
una mujer en una terraza contemplando un lago rodeado de montañas. La imagen
está encuadrada de la siguiente forma: En primer término (en plano general) una
mujer de espaldas con ambas manos apoyadas en una balaustrada, justo detrás un
lago y al fondo unas elevadas montañas. Debe de ser al atardecer y está
nublado. No sé la edad de la mujer, porque no le veo la cara, pero creo que es
más o menos joven. Tiene el pelo castaño y lo lleva recogido en la nuca. Lo que
sí sé es que viste un traje de estilo Imperio, ceñido bajo el busto y suelto
hasta los pies. Por tanto, se trata de comienzos del siglo XIX.
Lo intrigante es que ignoro de dónde
procede esa imagen. No sé si la he soñado, me la he inventado o la he visto en
alguna parte. Probablemente eso último. Hace años, estando con Pepa en el bar
del hotel Blackstone de Chicago, vi un tapiz que reproducía fielmente la
imagen que acabo de describir. Pero lo que yo veía en mi cabeza no eran un
tapiz; sin embargo, es probable que ese tapiz del Blackstone reproduzca algún
cuadro, y que sea ese cuadro el que yo he visto en algún distraído momento. He buscado
infructuosamente esa pintura. Me recuerda a Caspar David Friedrich, pero no, él
no es el autor.
Lo que me intriga es la identidad de
la mujer. ¿Quién es, qué hace ahí? A veces he pensado que se trata de Mary
Shelley en la terraza de Villa Diodati, frente al lago de Ginebra. Sin embargo,
la terraza de la auténtica Villa Diodati tiene una barandilla de hierro
forjado, y la de mi imagen es de piedra. Vale, puede ser una licencia del
pintor, pero me da que no es Mary Shelley. Además, qué demonios, puede que ni
siquiera sea un cuadro y me lo haya inventado. Aunque no deja de ser curiosa
la similitud con el tapiz del Blackstone… Un fastidio, vamos. Estoy deseando
escribir una novela donde incluir esa imagen y quitármela de la cabeza, pero todavía no he encontrado
nada en lo que encaje.
Son curiosas esas imágenes que
tienes metidas dentro y de vez en cuando vuelven a ti, como si te plantearan
una pregunta que ni siquiera sabes en qué consiste. Son imágenes-moscardón,
insistentes, tenaces. Lo que más me extraña es que, en sí mismas, no tienen
nada de extraordinario. ¿Qué hay de especial en unas ruinas, un portón, un
rascacielos, una chica paseando a un perro o una tía mirando a un lago? Nada.
Sin embargo, para mí tienen una fuerza irresistible.
Quizá, cuando tu mente está
orientada hacia alguna forma de creación, se vuelve hipersensible a ciertos
aspectos de la realidad en los que el resto de la gente ni se fija. De repente,
algo sin aparente importancia despierta tu interés y te provoca una emoción. No
es que eso que has captado sea emocionante en sí mismo; la emoción está en ti,
y no sabes ni por qué, ni para qué, ni qué hacer con ella. Entonces le das
vueltas, la amasas, la ensobinas y, finalmente, si hay suerte, logras encajarla
en algo más grande. Y escribes un relato, o pintas un cuadro, o haces una
fotografía o compones una canción. Puede que, al menos en parte, en eso consista
el acto de crear: en quitarte obsesiones de encima.
A mí me tiene pasado con recuerdos del pasado, que vienen como una instantanea , y siempre es la misma para esos recuerdos, es como si estuviese grabando en su momento y le diera al "pause" del mando de mi cerebro( ya te puedes imaginar como tengo la masa gris, je,.je), nunca me ha pasado lo que dices, salvo en sueños,seguro que tiene un nombre científico y todo, pero en sí, la sucesión de imágenes muy distintas entre sí que se va exorcizando con las plasmación en una obra artística(novela, cuadro, canción o escultura)sería un argumento más que borgiano para una novela, incluso podrías incluirlas todas, el problema sería hilvanar un argumento, tal vez , viajes en el tiempo, no sé y creo que tienes mucha razón que al ser escritor tienes ese "sexto sentido" más desarrolado
ResponderEliminarUn abrazo, César!
Juan H.
Completamente de acuerdo, señor Mallorquí. Hace años miraba y rememoraba las piedras que las playas de Cabo de Gata dejan bañadas, relucientes, en la orilla; sabía que significarían algo. Cuando en septiembre conocí a mis alumnos de 3 de ESO vi que ellos eran esas piedras: cada uno con su color, con su forma, con su particularidad; todos juntos serían ese caleidoscopio tan bello y brillante que guardaba en mi retina, y le dimos la forma de “Elefante Viajero”: un proyecto de innovación educativa donde escribieron una novela durante dos cursos con intención literaria en la que condujeron 19 elefantes desde la India hasta Murcia, donde vivimos.
ResponderEliminarLas imágenes puede que sean, parafraseando a Castilla del Pino y Rodari juntamente, “tiradores de la fantasía”; en cualquier caso, qué buen maridaje el de vista y oído, pintura y palabra.
Juan H: Yo también tengo unas cuantas imágenes del remoto pasado, algunas con contexto (sé lo que estaba pasando) y otras absolutamente descontextualizadas (conservo la imagen, pero no sé qué es ni qué sucedía). Eso de meterlas todas juntas en una novela... uff, creo que sería un batiburrillo sin mucho sentido.
ResponderEliminarIsabel Martínez: "Tiradores de la fantasía"... me gusta.
Mientras te leia me acordaba de una situación que me ocurrió cuando estaba en el colegio y que me hace pensar muy parecido a lo que nos cuentas.
ResponderEliminarDebo haber tenido unos 10 u 11 años y estaba en clase de artes. Mi profesor nos mostraba una serie de imágenes usando un proyector de diapositivas, un artefacto del pasado XD, de repente se detuvo en una, era la pintura llamada La Escuela de Atenas de Rafael Sanzio, nos contó que en ella habían muchos personajes clásicos como Aristóteles o Platón y siguió adelante. Esa imagen se quedó grabada en mi cabeza, y un buen tiempo después la volví a ver en una enciclopedia, otro objeto del pasado, y ahí vi que las palabras valían mucho más que la imagen. Esa imagen sin explicación es indudablemente muy hermosa, pero con una desarrollada explicación la obra toma otro caracter e importancia.
Gracias por tu columna
Emilio: Cierto. La gente piensa que basta con ver una pintura, pero lo importante es comprenderla.
ResponderEliminar