Aquí estoy, merodeadores, haciendo
lo mismo que el año pasado, y el otro, y el otro... Eso es todo un rito, ¿no?
Nuestra cita anual, tan ineludible como grata. Estoy en mi despacho, tomando un
café con leche y un zumo de naranja. Desde mi ventana se divisa la vista que
podéis ver en la foto de arriba. La casa está en relativo silencio; Pepa se ha
ido a hacer las últimas compras y oigo a mi hijo Pablo deambular. Óscar ya se
ha independizado, pero vendrá a comer y se quedará hoy y mañana. ¿Sabéis lo que
más echo de menos? Las risas de mis hijos cuando eran pequeños. Vale, Óscar y
Pablo siguen aquí y los adoro, pero los muy cabrones se han convertido en algo
distinto.
Permitidme
que os transcriba un párrafo de mi próxima novela: “¿Sabes?, los hijos sois como mariposas al revés. Al principio, las
mariposas son orugas llenas de pelos que luego se transforman en lindos
bichitos voladores. Pero con los hijos ocurre lo contrario: nacéis siendo
mariposas, preciosos y encantadores, y luego, poco a poco, os convertís en
orugas”. Pues eso, que ahora tengo dos orugas. Dos orugas que, cuando eran
mariposas, me devolvieron el cariño hacia la Navidad.
Ya he contado aquí, hace tiempo, mi
relación con la Navidad. Me quedé huérfano del todo a los 19 años, cuando mi
padre decidió quitarse de en medio por el expeditivo método de pegarse un tiro.
Eso ocurrió en noviembre del 72. Aquellas navidades fueron horribles. A partir
de entonces, y durante varios años, pasé la Nochebuena en casa de mi hermano
José Carlos y su familia; pero de algún modo me sentía desvinculado de aquello.
De niño adoraba la Navidad, era mi celebración favorita; pero cuando murieron
mis padres y mi hermano Eduardo (con quien vivía) se precipitó al alcoholismo,
esa fiesta familiar perdió todo significado para mí. Peor que eso: la Navidad
se convirtió en un sarcasmo, en un recordatorio de lo que había tenido cuando
era un niño, para serme arrebatado nada más cruzar el umbral de mi primera
juventud. Empecé a odiar la Navidad.
Mucho después, y durante más de ocho
años, trabajé en dos agencias de publicidad situadas al ladito mismo de El
Corte Inglés del paseo de la Castellana. Y eso, al llegar la Navidad, era un
horror. La zona se llenaba de gente, a la hora de comer todo estaba abarrotado,
al salir de currar me encontraba con abrumadores atascos... Terminé de odiar la
Navidad.
Además, lo confieso, era cool despreciar estas fiestas. Yo era
publicitario, tenía un trabajo sofisticado e infrecuente, era culto, moderno,
de izquierdas. Casi resultaba obligado contemplar con desdén unas fiestas tan
tradicionales. Así que miraba con suficiencia a los que manifestaban espíritu
navideño. Pobres idiotas, pensaba, cuando el único idiota era yo.
Luego me casé con Pepa, que es muy
navideña. Nuestro hogar volvió a adornarse al llegar estas fechas y pasábamos
las fiestas en la casa de mis suegros, en San Sebastián. Una familia muy
navideña, pero tumultuosa (mi mujer tiene siete hermanos). Yo nunca había
pasado las navidades con tanta gente, me sentía cohibido. Además, mi familia
siempre fue rara, de modos que las navidades de mi infancia fueron
maravillosas, pero algo raritas. Y mi familia política era muy tradicional, así
que yo sentía que no encajaba, que aquello no iba conmigo. Seguía siendo muy
escéptico respecto a la Navidad.
Pero, amigos míos, llegó el momento
en que Pepa y yo tuvimos hijos, y entonces todo cambió. Mis navidades de niño
habían sido maravillosas, de modo que haría lo humanamente posible para que lo
fueran también para Óscar y Pablo, nuestros retoños. Les montaba un Belén en el
salón, con sus montañas de corcho, sus praderas de musgo y su río de papel
Albal; todo muy tradicional (salvo por un detalle: en el portal ponía a
Superman en vez de al niño Jesús). Los llevábamos a la Plaza Mayor, y a ver las
luces de la ciudad, y al Cortilandia. La víspera de Reyes Pepa iba con ellos a
la cabalgata, mientras yo me quedaba en casa envolviendo regalos. Y el día de
Reyes (mi fiesta favorita), el salón amanecía lleno de globos y con un mogollón
de regalos. Y cuando los habían desenvuelto todos, aún quedaban más regalos,
pero escondidos; para encontrarlos debían resolver una serie de pruebas, como
una especie de gincana.
Estoy seguro de que mis hijos han
tenido unas navidades felices; y, gracias a ellos, recuperé el espíritu
navideño, como un moderno señor Scrooge. Me volvieron a encantar estas fiestas,
y así sigo. Aunque, claro, no siendo creyente lo que para mí significa la
Navidad es algo distinto a lo usual. Estas fiestas, con diferentes nombres y
diferentes ritos, se vienen celebrando desde la noche de los tiempos,
probablemente a partir del neolítico, cuando la humanidad comenzó a mirar las
estrellas buscando sentido a la existencia. Son las fiestas del Solsticio de
Invierno, del Sol Invictis, de la Deuorius Riuri, del Hogmanay escocés, del Karachun eslavo, de la
Brumalia helenística, de la Makara Sankranti hindú, de la Modresnach germánica,
del Meán Geimhridh céltico, de la Rozhnitsa rusa, de la Saturnalia romana, del
Yule vikingo... Me estoy poniendo pesado; lo que quiero decir es que desde hace
milenios, en todo el mundo se han celebrado en estas fechas fiestas cuyo
objetivo era celebrar la muerte y resurrección del Sol. Por tanto, al celebrar
la Navidad me siento vinculado a toda la gente que hizo lo mismo desde tiempos
remotos y a la que lo seguirá haciendo en el mañana. Para eso sirven los ritos:
para enlazarte con el pasado y el futuro.
En Babel sólo hay un rito: el cuento
de Navidad. Y, como bien sabéis, esos cuentos pueden ser de dos clases: A)
Tradicionales (buen rollo) B) Gamberros (mal rollo + humor). En el post
anterior ya os conté que el cuento de este año se llama Las sonrisas de los niños, y os planteaba si era del tipo A o del
B. En realidad era una pregunta estúpida. ¿De verdad creéis que podría escribir
un cuento blanco como la leche sobre la inocente felicidad de los niños en tan
señaladas fechas? ¿Yo? ¿En serio? Además, si lo hiciera jamás lo titularía así.
Queridos merodeadores, os deseo que
estas fiestas disfrutéis como cerdos en un lodazal, si me permitís la fina
metáfora. Comed, bebed y reíd; sobre todo eso, reíd mucho, porque la risa es el
conjuro que os hace invulnerables, sabios y poderosos. Feliz Navidad, feliz
Solsticio, feliz año nuevo, y un festival de besos y abrazos.
Ahora el cuento; espero que os
guste. Comienza así:
Las
sonrisas de los niños
By César Mallorquí
Si quisiéramos precisar cuándo y dónde
comenzaron los insólitos sucesos de la Navidad de 2019, deberíamos retroceder
seis meses en el tiempo, al diez de junio de ese mismo año, y trasladarnos a la
sala de juntas de la compañía Wonderful Toys Ltd, con sede en Nueva York.
La reunión extraordinaria del consejo de administración
de la empresa había sido fijada para las siete y media de la tarde, cuando
todos los empleados se habían marchado ya y las oficinas estaban desiertas. En
la sala de juntas había una larga mesa rectangular; la cabecera estaba ocupada
por John Roberts Jr, presidente de la compañía, y a ambos lados, tres a tres,
se sentaban los seis consejeros. En el otro extremo de la mesa había un sillón
vacío. Tras un carraspeo, Roberts tomó la palabra:
--Señoras, señores, acabamos de recibir el informe de
resultados del último semestre. -Hizo una pausa y añadió-: Para resumirles la
situación: estamos al borde de la ruina. (...)
Si quieres seguir leyendo, pincha
AQUÍ.