Dicen que en chino “crisis”
significa “oportunidad”, pero no es cierto. En mandarín, crisis se escribe wei ji; wei significa peligro y ji,
que es polisémico, viene a significar “punto crítico”. Oportunidad se dice jihui. Pero da igual; esta crisis y su
consiguiente encierro es una ocasión perfecta para encontrarnos con nosotros
mismos, mirar lo que tenemos dentro y reflexionar.
Con frecuencia, las circunstancias
adversas nos ponen frente a un espejo. Cuando todo va bien, es fácil fingir y
simular que somos lo que no somos, poner cara de foto y meter la tripa para
salir guapos. Es frente a las desgracias cuando mostramos nuestro verdadero
rostro. La crisis del coronavirus es una oportunidad para descubrirnos.
Por ejemplo, el confinamiento.
Llevamos creo que seis días encerrados en casa. Muchas personas ya están que se
suben por las paredes. Sin embargo, yo he descubierto que no noto gran
diferencia entre estar confinado y no estarlo. Y no solo en cuanto a mis
sentimientos y emociones, sino también en lo que respecta a mis actividades:
hago básicamente lo mismo que hacía antes.
Bueno, es normal; soy escritor y,
pase lo que pase, me tiro al menos ocho horas al día encerrado en mi despacho,
sin ver a nadie, cero compañía. A veces he pensado que vivo demasiado dentro de
mí mismo, ensimismado en realidades irreales, y que eso no es bueno. Pero,
¿sabéis qué?: lo terrible es que me da igual. Porque cuando creas en tu mente
una realidad ficticia, esa realidad es segura, fiable, controlada. En ella hay
un dios que impone orden. Y además se da la circunstancia de que ese dios eres
tú, mira qué bien.
Con frecuencia me preguntan si no
siento demasiada soledad al pasar tantas horas al día sin compañía. Y yo
siempre respondo lo mismo: Es que no estoy solo; me acompañan mis personajes.
Ya, ya, suena a chorrada de escritor, a hacer literatura con la literatura, pero
al menos en mi caso es totalmente cierto. No puedo evitar tener la sensación de
que el profesor Zarco de La isla de Bowen,
o Alejo Zarza de La mansión Dax, o
Jaime Mercader de La Cruz de El Dorado
son viejos conocidos con los que he compartido muchas y gratas experiencias. En
cierto modo son tan amigos míos como mis auténticos amigos. Incluso más, porque
los conozco mejor.
Cuando era muy pequeño, como muchos
niños, tenía un amigo invisible. El mejor amigo de mi hermano Eduardo –diez
años mayor que yo- se llamaba Fernando Catalá, de modo que yo llamaba a mi
amigo invisible “mi Catalá”. Bueno, cosas de niños. Como digo, cuando era un
crío tenía un amigo invisible; pero ha pasado el tiempo, he madurado, mis dos
pies están bien plantados en el suelo y ya no tengo un amigo invisible. ¡Tengo
cientos!
Como decía al principio, esta crisis
es una buena oportunidad para mirarnos al espejo y ver lo que somos. Pues bien,
resulta que soy un solitario, que vivo en mundos irreales, que me relaciono con
personas imaginarias y que no noto mucha diferencia entre mi cotidianidad y
estar encerrado en casa por una epidemia mundial. O en la cárcel, si la celda
fuera suficientemente amplia. En base a esto, la cuestión es: ¿Pero qué clase
de mierda de vida tengo?
Mi segunda reflexión trata sobre los
sueños y las esperanzas. Como sabéis, soy un gran aficionado a la ciencia
ficción y, cuando era jovenzuelo, soñaba con las maravillas que nos depararía
el futuro. Imaginaba un mañana con viajes espaciales, con coches voladores, con
serviciales robots, con contactos con los extraterrestres, con inusitados
poderes psíquicos, con amistosas inteligencias artificiales, con viajes en el
tiempo, con esferas Dyson, con aceras rodantes, con antigravedad, con cyborgs...
Pues bien, de entre todos los múltiples temas y subgéneros de la ciencia
ficción, ¿nos tenía que tocar precisamente una distopía catastrofista? Sólo
puedo sacar una conclusión: Dios existe.
Y se llama Murphy.