Creo que sólo existe una cosa sagrada en este mundo: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todo lo demás es profano, y eso incluye a la literatura. Sin embargo, la mayor parte de la gente parece pensar lo contrario. Los lectores –sobre todo los lectores cultos- tienden a sacralizar el hecho literario; adoptan libros canónicos, conforman un panteón de dioses-autores, siguen con fidelidad un dogma, el que sea, acerca de lo que es literatura (la auténtica fe) y lo que no lo es (la herejía)... En definitiva, se aproximan con devota reverencia al Arte de la Escritura, así, con mayúsculas. Los no lectores, por su parte, se sienten avergonzados de su condición. Saben que, aunque a ellos les aburra, leer es bueno y contemplan con una mezcla de culpabilidad y respeto tanto a los libros como a quienes los escriben y leen. Es decir, se enfrentan con inseguridad e ignorancia a lo desconocido, lo cual es la actitud religiosa básica.
El artista se ha convertido en una de las figuras centrales de la mitología moderna; no tanto por su arte en sí mismo –algo que la mayor parte de la gente suele desconocer-, sino por el hecho de ser un elegido, un profeta, un tocado por la mano de dios. A fin de cuentas, se supone que un artista es un “creador”, palabra ésta de amplias resonancias bíblicas. Aunque, claro, no todos los artistas brillan con idéntica intensidad; yo diría que podemos situar en cabeza del hit parade a los músicos, los pintores y los escritores. Y cuando digo escritores, me refiero básicamente a los novelistas.
Hace poco me sucedió algo un tanto desconcertante. Estaba en el Liber, invitado por una de las editoriales donde suelo publicar, cuando la directora literaria me dijo que una admiradora mía quería conocerme. Era una chica joven, no más de 25 años, discretamente agraciada y de aspecto agradable. Se acercó a mí con una sonrisa embelesada, me dio dos besos, musitó algo acerca de lo mucho que le gustaban mis novelas y luego hizo una cosa extraña: tendió una mano, la posó sobre mi pecho y la dejó allí durante unos segundos. Luego, murmuró una despedida y se fue. Aquella chica me había tocado; pero no como, para ser sinceros, me gustaría que me tocase una veinteañera, sino como quien toca el brazo incorrupto de Santa Teresa. Por favor, ¿incluso un capullo como yo merece esa clase de adoración por el mero hecho de ser escritor?
Soy ateo y escéptico; intento serlo en todos los aspectos de mi vida, no sólo en el religioso. Me niego a adorar ídolos, aunque sean profanos. No creo que los escritores, ni siquiera los mejores entre los mejores, estén dotados de ningún don sobrenatural. Como dijo alguien, la creación artística es el resultado de un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de exudación . No se nace siendo escritor; se aprende, como cualquier otro trabajo, mediante la reflexión y la práctica. Los libros no son objetos sagrados, ni la lectura una forma de oración.
Llamero, un asiduo visitante de este blog, sugirió que la literatura era en realidad un juego. Estoy absolutamente de acuerdo. La literatura es un juego de verdades y mentiras, una galería de espejos, fuegos de artificio, luz y niebla; la literatura es jugar al escondite, y a las charadas, y a los acertijos; la literatura es fingimiento, sueños y fantasía, un calidoscopio, una linterna mágica, es el aleph de Borges. La literatura es muchísimas cosas..., pero no una religión.
Por eso, debemos desacralizar la literatura, perderle el respeto.
Y jugar con ella.
Me ha encantado el artículo.
ResponderEliminarLa literatura es juego y pasión. La creación, al menos la que a mí me interesa y no hablo ya sólo de literatura, es onanista (que no ombliguista, hay una enorme diferencia) es un acto de autosatisfacción y exploración.
Desde aquí reivindico la masturbación artística (y la otra también que es muy sana) ;P
¿Dónde hay que firmar?
ResponderEliminarNo hallo ni una maldita coma para discrepar. Tienes tanta razón, César, y lo explicas tan bien que me empiezas a parecer, coño, un Semidiós...
¡ja, ja, ja...!
Ave, César! No sé si estaré a la altura de los comentarios. Lo que me gustaría ahora mismo es masturbarme, como sugiere Felideus, pero... aquí estoy, fiel (término religioso) a este blog y a su autor.
ResponderEliminarQué divertido, César, casi nunca estoy de acuerdo contigo, y no es apostura, tú lo sabes.
A mí me parece que el escritor / creador (que lo es, puesto que crea) que se considera a sí mismo la leche es pura mierda. Pero pura mierda como persona, como individuo, porque puedes considerarte la leche, ser un engreído de cojones y ser un magnífico escritor. Mira Borges. Pero tampoco hay que despreciar a los lectores que te ven como algo especial (incluso aunque no lo seas). Necesitamos héroes. Todos los necesitamos, en mayor o menor medida. Seguro que admiras a alguien, César, aunque no vayas por ahí tocándolo.
Respecto a lo religioso... Yo también soy atea, quasi apóstata, y a menudo me siento, en esto de la escritura, como si hubiera hecho votos. Siete días a la semana, todas las horas de que dispongo dedicadas a esto y cuando me voy a la cama sigue rondándome el fantasma de la novela en curso. Todo el día con la literatura a cuestas. O es una religión o es una enfermedad.
Una última cosa. ¿Se nace escritor? Por supuesto que no. Se aprende a escribir. Pero se nace tonto de literatura, loco de atar. Llámale vocación o afán destructivo. Pero a mucha gente le gusta escribir y no se hace escritor. Ellos son los sensatos. Para mí, el mérito de alguien como tú, César, que tantas veces me has cautivado con lo que escribes, está no en aquello con lo que naciste, sino en tu trabajo. la tenacidad, la constancia y sí, cierto don. Hay quien tiene el don de contar historias -tú lo tienes, descreído de todo- y -muchos- que no lo tienen. Qué pesada, qué largo, esto. Perdón.
"Y jugar con ella".
ResponderEliminarQué gran verdad encerrada en cuatro palabras, joder.
Sin duda, Felideus, la literatura es pura masturbación; un vicio solitario tanto para el que escribe como para el que lee. De la otra masturbación, ¿qué os voy a contar que no sepáis, guarros?
ResponderEliminarImaginaba que ibas a estar de acuerdo, Braulio. Ahora bien, ¿semi-dios?... ¿Por qué "semi"?
Care, querida mía, pero si en el fondo estamos de acuerdo. No creas que desdeño a la chica que me tocó, ni mucho menos. Pero me desconcertó, eso sí; y me hizo pensar. Y sí, claro que admiro a ciertas personas -a ti, por ejemplo-, pero procuro no dejarme cegar por su fulgor. Por ejemplo, ya que lo mencionas, Borges. El viejo Jorgito es, a mi modo de ver, un escritor de frontera; descubre y explora nuevos territorios, espacios a donde nadie había llegado antes (y a donde nadie ha llegado después, por cierto). Su obra es, en cierto sentido, lo más lejos que ha ido hasta ahora la literatura. Vamos, que admiro a Borges todo lo que se puede admirar a alguien sin llegar a hacerle una felación. Ahora bien, ni siquiera Borges es sagrado. Por ejemplo, los relatos de "El libro de arena" son sensiblemente inferiores a los de "Ficciones" o "El aleph". Y tenemos la "Historia universal de la infamia", que siempre me ha parecido un poco de almanaque; con una prosa de lujo, sí, pero almanaque al fin y al cabo. Y sus colaboraciones con Bioy Casares, tan decepcionantes en muchos sentidos. No hay que perder la ecuanimidad; hasta el cieguito paradójico metía la pata de vez en cuando.
En fin, que aunque para mí sea esencial, la literatura no es lo más importante del mundo. No creo que ninguna ficción haya cambiado jamás las cosas, salvo a título individual. Pero si te atrapa, si pillas de pequeñito el virus de las palabras..., esa gripe ya no la sueltas, lo quieras o no. Pero no es una vocación, ni un don; es una infección que a veces -como en nuestro triste caso- acaba en septicemia.
Y gracias por los cumplidos, preciosa (¡dios mío, cuánto la amo!); pero yo no soy un artista, sino un artesano (y es lo que quiero ser, ojo). Me interesa mucho la tecnica narrativa, es cierto; pero eso también se aprende.
Por cierto, señora, usted dista tres pueblos de ser pesada.
Está bien, quito lo de "semi"; era solo por no molestar al ateo.
ResponderEliminarY añado: eso de que tu eres un artesano y no un artista, bueno; piensa lo que quieras: pero no eres tu quien puede decirlo/decidirlo. Esa distinción es privilegio solo del Lector (con mayúsculas, porque aquí se trata del cúmulo de muchos). Amén.
¿Y por qué no son compatibles ambas cosas? ¿Por qué no poder considerar la literatura, la lectura, un juego, y a la vez guardar en un templo propio a nuestro propio "canon"? Siempre he estado en contra de los cánones establecidos desde fuera, desde Leavitt hasta Bloom, a mí nadie va a decirme qué es bueno y qué no. Quizá sea mi formación anglosajona, con su afán por recuperar a los olvidados y por dignificar la cultura popular. Pero no veo por qué eso ha de estar reñido por mi adoración a Saramago, por ejemplo.
ResponderEliminarYo ni siquiera me atreviría a ponerle una mano en el pecho. ¡Ojalá! Si tuviera la oportunidad de estar cara a cara con él creo que simplemente se me caería la mandíbula al suelo y sería incapaz de decir ni "mu".
No, no creo que una cosa y otra estén reñidas. Al menos yo estoy en ambos lados...
No se juega con los dioses, sfer. Se les venera, se les teme, se les adora, te fulminan con un rayo o te conducen al paraíso, pero no te los tomas a broma. Si juegas con la religión, deja de ser religión; y si sacralizas el juego, deja de ser juego. La verdad, no encuentro el término medio ni creo que se puedan mantener los dos puntos de vista al mismo tiempo. Al menos, yo no puedo; pero ya se sabe que los hombres, a diferencia de las mujeres, sólo podemos hacer una cosa a la vez y casi siempre mal.
ResponderEliminarDe todas formas, yo no me refiero tanto a la beatificación del escritor como a la sacralización del hecho literario en su conjunto. ¿Te gusta Saramago? Pues la mejor obra de Saramago no deja de ser una simple novela, un juego. Lo cual, me apresuro a añadir, no dice nada en contra del Nobel portugués; todo lo contrario, al menos desde mi punto de vista.
Y está muy bien admirar a un escritor, claro que sí; siempre y cuando esa admiración no se convierta en dogma de fe.