miércoles, abril 29

Güevos fritos con chorizo

Si, como hemos hecho otras veces, comparamos la literatura con la gastronomía, debo reconocer no estoy muy seguro de contar con un paladar particularmente refinado. En cierto modo, soy un tragón que come de todo; puedo zamparme con agrado unos ñoquis esféricos con raviolis de mantequilla al jugo de piel de patatas asadas de El Bulli, pero no le hago ascos a unos buenos huevos fritos con chorizo. Es más, en muchas ocasiones prefiero la gozosa contundencia de una fabada a las sofisticadas exquisiteces de la alta cocina. Depende del capricho o del estado de ánimo. En fin que, tanto en lo culinario como en lo literario, soy un patán, qué le vamos a hacer. Ahora, eso sí, soy un patán exigente. Si lo que me voy a meter para el cuerpo es un sofisticado plato que me va a costar treinta euros de vellón, exigiré que su sabor, su aroma y su textura me hagan levitar; y si lo que me como son un par de huevos con longaniza, exigiré que el embutido sea de primera calidad y que los huevos estén bien preparados, con la yema líquida y la clara cuajada rodeada por un crujiente encaje tostado. Patán, pero sibarita.

Siempre he sido un gran lector, aunque no un lector muy selecto que digamos, al menos en mi primera juventud. Hasta los once o doce años, lo que leía fundamentalmente eran tebeos. Toneladas de tebeos, desde el Tío Vivo o el Pulgarcito hasta Superman, Flash Gordon o El Hombre Enmascarado. También leía lo que había para niños en aquella época, que no era mucho: algo de Enid Blyton y, sobre todo, Las aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton. Y no me duelen prendas en confesar que eso último, las excelentes historias de Guillermo Brown, quizá sea la lectura que más me ha marcado en mi vida. El caso es que, cuando contaba unas doce tiernas primaveras, descubrí la ciencia ficción y me lancé a consumirla con pantagruélico apetito; de hecho, creo que durante tres o cuatro años era casi lo único que leía. Luego, convertido ya en un pizpireto pos-adolescente, comencé a ampliar mi espectro de lecturas, pero nunca abandoné del todo la ciencia ficción. Hasta que, allá por los 80-90, el género tomó un rumbo que no me convencía y dejé prácticamente de leer cf.

Pero todavía hoy, de vez en cuando, mi naturaleza omnívora me demanda leer un libro de cf, y no os creáis que es fácil encontrar uno decente en estos tiempos. De hecho, desde hacía unos meses andaba yo querencioso de una novela de cf clásica, de las de toda la vida; no hacía falta que fuese especialmente buena, me bastaba con una lectura intranscendente, pero que respetase mi inteligencia y mi buen gusto de patán. Y de repente, zas, me encuentro con Visión ciega, de Peter Watts (Bibliópolis, 2009). El argumento va de lo siguiente: “El 13 de febrero de 2082, más de 65.000 sondas de origen desconocido aparecieron alrededor de la Tierra, dispuestas en una red esférica para cubrir toda la superficie del planeta. Con un destello simultáneo, se desintegraron en la atmósfera... y enviaron una señal al espacio. Alguien acababa de hacernos una foto”. Vamos, que se trata de una novela de primer contacto.

Adoro esa clase de historias. De hecho, creo que el encuentro entre la humanidad y una inteligencia extraterrestre es, en todas sus variedades (primer contacto, mensaje espacial, invasión...), uno de los temas centrales del género. Y esa es una de las cosas buenas de los géneros: leer cómo diferente autores proponen distintas alternativas para el mismo tema. Además, estamos hablando de un asunto que ha generado títulos tan estimulantes como Cita con Rama, de Clarke, Estación de tránsito, de Simak, Marciano vete a casa, de Brown, o Solaris, de Lem, eso por no mencionar las múltiples invasiones extraterrestres que han asolado la Tierra desde los tiempos del viejo Wells. El caso es que Visión ciega había sido finalista al premio Hugo y venía precedida de buenas críticas, de modo que me la agencié y me dispuse a disfrutar de un tonificante relato de primer contacto.

Lo primero que descubrí nada más empezar es que me costaba un huevo (y no precisamente frito) entender lo que leía. Sea porque el autor escribe de forma confusa, o porque el traductor no ha hecho bien su trabajo, el caso es que me resultaba difícil comprender el texto, en particular las descripciones. Algunos párrafos los releía dos o tres veces y seguía sin tener ni puñetera idea de qué narices pretendía decirme el señor Watts. Pero a lo mejor es que yo me había vuelto tonto, pensé, así que seguí adelante ajeno al desaliento.

Bien, según la novela, un artefacto extraterrestre, llamado Rorschach, aparece en algún lugar del espacio (de cuya localización no acabé de enterarme) y los terrestres mandan una nave espacial para investigarlo. Hasta ahí, normal. Pero la tripulación de la nave está formada por un grupo de humanos transformados por biotecnología para ejecutar mejor ciertas tareas: al narrador le falta medio cerebro y es incapaz de empatizar, una tripulante tiene personalidad múltiple, otro está conectado a la maquinaria de no sé que manera y... ah, sí, el jefe del cotarro es un vampiro. Sí, no me miréis así, un vampiro, aunque todavía me pregunto qué coño pinta un nosferatu en ese turbio asunto. El caso es que todo eso ya no me parece tan normal. Paraos a pensarlo: va a producirse el primer contacto con extraterrestres ¿y la humanidad envía como emisarios a un grupo de frikis que no desentonarían lo más mínimo en un barracón de feria? Sería algo así como nombrar embajador de España en la ONU a Rappel.

Pero olvidémonos de la lógica. La cuestión es que resulta imposible simpatizar (ni empatizar) con ninguno de los extraños personajes de la novela, comenzando por el narrador, un tipo medio autista que, supuestamente, está entrenado para captar la verdad de la gente, pero que se pasa media novela sin enterarse de nada. El autor intenta infructuosamente prestarle cierta humanidad mediante una serie de flash backs que narran un amor frustrado, pero lo cierto es que esa historia carece por completo de interés. Así que tenemos un texto confuso poblado de personajes vacíos; vale, pero al menos sucederán cosas asombrosas, ¿no?

Pues no mucho. Algunos tripulantes aterrizan en la superficie de Rorschach, un lugar, como es lógico, muy raro que, como el autor es confuso en las descripciones, acaba resultando más raro aún. Y a los personajes les suceden cosas raras. Y aparecen unos ET’s muy raritos. Y de vez en cuando alguno de los tripulantes se enrolla marcándose un soliloquio lleno de “ideas sorprendentes” y excitantes disquisiciones científicas. Y al final la novela acaba... en fin, no estoy muy seguro de saber cómo acaba la puñetera novela. En resumen: fui al restaurante de la ciencia ficción y me sirvieron unos huevos requemados, con la clara sin cuajar, la yema dura y un chorizo de tercera.

Ahora bien, ¿vale la pena dedicar un post a una mala novela? A fin de cuentas, malas novelas las hay a paletadas... Sí, es cierto, y por lo usual no perdería el tiempo hablando de esta clase de chorradas; pero es que se supone que Visión ciega es de lo mejorcito que ha producido el género en los últimos tiempos, lo cual me lleva a preguntarme: si esto es lo mejor, ¿cómo será lo peor?

jueves, abril 23

El día de las puertas


Hoy es el Día del Libro. Es curiosa esa costumbre de asignarles días a determinados temas; día de los enamorados, Día de la madre, Día del trabajo, Día del orgullo gay, Día de la lucha contra el cáncer, Día del orgullo friki, Día de la paz, Día de la mujer trabajadora, Día contra la violencia de género, Día mundial de las enfermedades raras (sic), Día europeo de la salud sexual, Día mundial de la rabia (debe de caer en lunes; los lunes dan mucha rabia), Día mundial de la población (¿qué narices se celebrará ese día?; sea lo que sea, lo celebramos todos), Día europeo de la depresión (un lunes de nuevo), Día mundial del Lupus o, en fin, un tropel de días mundiales dedicados a todas las enfermedades que puedas imaginarte y muchas otras que ni siquiera sospechabas.

Lo que me escama del asunto es que sólo haya 365 temas conmemorables y uno más cada cuatro años (¿el día del tartamudeo?). No, seguro que hay muchos otros. Pero entonces, se solaparán, ¿no? Por ejemplo, el Día de la lucha contra el etilismo podría coincidir el Día mundial del vino, lo cual resultaría un tanto esquizofrénico. Aunque podría partirse el día por la mitad: de doce de la noche al mediodía dándole al morapio con entusiasmo y las otras doce horas sin probar una gota, durmiendo la mona (bien pensado, recuerdo haber celebrado ese día más de una vez).

En fin, tanto día internacional ha acabado por convertir el calendario en una especie de índice temático, lo cual, qué queréis que os diga, se me antoja un tanto inútil. ¿Quién se va a acordar de tantas conmemoraciones? Pero, claro, hay días y días. Por ejemplo, ¿a que no habíais oído hablar jamás del Día mundial del ahorro (31 de octubre)? Aunque, bien mirado, en eso hay cierta lógica: que nadie se entere del día dedicado al ahorro no deja de ser una forma de ahorrar. En general, los días conmemorativos que son fiesta se recuerdan de puta madre, huelga explicar por qué. Ahora bien, los laborables ya son otro cantar. Algunas conmemoraciones te las recuerdan las múltiples personas que te asaltan por la calle para sueltes la pasta en favor de alguna buena causa. En esos casos sucede algo curioso: cuando aflojas la mosca, te ponen una pegatina, y esa pegatina te permite eludir los sucesivos pagos que diferentes personas te van a exigir más adelante, pues ya has apoquinado. De modo que cuando das, por ejemplo, un par de euros contra el cáncer no estás realizando una buena acción, sino comprando inmunidad. Sencillamente, te habían hecho una oferta que no podías rechazar.

En cualquier caso, de la mayor parte de los días internacionales ni nos enteramos, lo cual no deja de ser un alivio. Y de los que nos enteramos, algunos son discutibles. Por ejemplo, el Día de los enamorados, San Valentín. Cuando tu chica o chico se lamente porque no le has comprado nada, puedes decir: “Pero si eso es un invento de El Corte Inglés para sacarnos la pasta”. Y tu pareja se calla, porque tienes más razón que un santo. Ahora bien, igualmente hay días internacionales indiscutibles, como el Día de la madre. También es un invento de El Corte Inglés, pero coño, como no le regales algo a mamá quedas como un cerdo. Ergo: a la parienta que le den, pero una madre es una madre.

También hay días internacionales simpáticos, por supuesto, como el que celebramos hoy, dedicado al libro. Porque está bien eso de regalar libros y rosas, ¿verdad? Quiero decir que si, por ejemplo, fuera el día internacional del embutido, la cosa sería distinta. Regalas un libro y una rosa y quedas como un señor, pero regalas unas morcillas y sólo te falta el botijo y la ristra de ajos para parecer un gañán. Creo que por eso (y por El Corte Inglés) está teniendo tanto éxito el día del libro, aunque sea laborable: hace que por un día todos nos sintamos bien con nosotros mismo y con los demás. Porque cuando le regalas a alguien un libro y una rosa, lo que en realidad estás diciendo es: “mira, yo soy una persona culta y sensible, y como también sé que tú eres una persona culta y sensible, te hago este regalo tan culto y sensible”. Y quien recibe el obsequio se quedará encantado, pensando: “que persona más culta y sensible, y qué perspicaz al haber sabido percibir al sensible intelectual que late en lo más profundo de mi interior”. Vale, en la mayor parte de los casos, ambos personajes serán un par de tarugos con la sensibilidad, en efecto, en lo más profundo de su interior (el culo) que utilizarán el libro para calzar una cómoda y que se olvidarán de la rosa a los tres segundos de dejarla en un tarro de Nocilla con agua. Sí, es cierto, pero al menos por un día se habrán sentido como una de esas personas cultas y sensibles que de vez en cuando aparecen en televisión (v.g.: Antonio Gala).

Por otro lado, en este éxito del día del libro también interviene el factor económico. Quieras que no, los libros y las rosas son relativamente baratos; por menos de treinta euros quedas como un marqués (incluso puede salirte gratis si regalas el impoluto libro que algún panoli te regaló el año pasado y cortas la rosa de un jardín). Seguro que el Día del Diamante tendría menos concurrencia. Sea como fuere, es innegable que tiene su punto poético dedicar un día a que la gente se regale libros y rosas; aunque, en mi opinión, un auténtico poeta metería en agua el libro y leería la rosa.

Para terminar: si pensabais que por ser hoy el Día del Libro os iba a regalar un ídem, o cuando menos la recomendación de un ídem, estáis muy equivocados. Muy lejos de todo rastro de generosidad, me limitaré a formular una breve reflexión: ¿os habéis fijando en lo mucho que se parecen un libro y una puerta? Centrémonos en la cubierta: al igual que una puerta, ambos objetos son planchas rectangulares de un material rígido que giran sobre un eje vertical. ¿Y las páginas? Una sucesión de puertas blandas numeradas que cruzas en un sentido y en el contrario, llegando siempre a la siguiente puerta. Y cada página, como cada puerta, te conduce a un lugar distinto. Es curioso, ¿verdad? Seguro que alguien inteligente sabría alcanzar sabias conclusiones al respecto. Desgraciadamente, no es el caso.

Feliz Día del Libro, amigos míos, y no olvidéis que mañana es el Día nacional de la Fibrosis Quística, pasado el Día africano del paludismo, el 26 de abril el Día mundial de la propiedad intelectual, el 28 Día mundial de la seguridad y la salud en el trabajo y el 29 el Día Europeo de la Solidaridad y Cooperación entre Generaciones, que mira que hacía falta.

Nota: esta mañana he oído un chiste en la radio. Trata sobre libros, así que tengo un pretexto perfecto para contároslo.

Hay dos cabras comiendo en un vertedero. Una de ellas encuentra entre las basuras unas latas con rollos de película cinematográfica y empieza a comerse el celuloide. Su compañera le pregunta:
-¿Qué tal está?
Y la cabra responde:
-Me gustó más el libro.

martes, abril 21

La Muerte surfeando sobre la nueva ola

A la ciencia ficción le sucedió algo muy inusual, algo que, que yo sepa, no le ha sucedido a ningún otro género. Veréis, digamos que la cf moderna comenzó -por elegir una fecha estándar- en 1926 con la aparición de la revista Amazing Stories, editada por Hugo Gernsback. O quizá fue en 1929, con la publicación de Science Wonder Stories (otra revista de Gernsback), en cuyo primer número aparecía por primera vez ese término odiado, pero triunfador, que es “ciencia ficción”. Da igual, el caso es que el género se consolidó como tal durante la segunda mitad de los años 20. En ese periodo, y durante los años 30, la ciencia ficción consistía básicamente en historias sobre superciencia y space operas (aventuras espaciales); vamos, pura literatura pulp y, en general, muy mala. Al periodo que va desde 1938, fecha en que John W. Campbell asumió la dirección de la revista Astounding, hasta... digamos 1949, se le denomina la Edad de Oro. Los relatos que se publicaron en esa época eran más profesionales, más adultos, pero todavía adolecían de muchas deficiencias desde el punto de vista literario y, en el fondo, la mayor parte de ellos seguían siendo puro pulp. En cualquier caso, en ese periodo aparecieron los autores que conformaron la ciencia ficción “clásica”, gente como Asimov, Heinlein o Clarke.

Entre 1950 y 1965 tiene lugar la llamada Edad de Plata del género, aunque en mi opinión se trata de la auténtica Edad de Oro en muchos sentidos. Durante estos tres lustros, la ciencia ficción abandonó definitivamente el pulp y se volvió adulta. Muchos de sus autores comenzaron a emplear las herramientas del género para explorar territorios anteriormente vedados, como la política, el sexo, la sociología, la religión o la psicología. Durante estos años se consolidan autores como Frederik Pohl, Clifford D. Simak, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Robert Sheckley o Alfred Bester. En efecto, la ciencia ficción creció hasta convertirse casi en una literatura respetable. Casi. Aún le faltaba un paso que dar, y lo dio en los años siguientes con la llamada New Wave.

La New Wave, o New Thing, se extendió, más o menos, durante la década que va desde 1965 a 1975. Este movimiento suponía un cambio de sentido en la temática del género; si la cf clásica se orientaba hacia las “ciencias duras” y el espacio exterior, la New Wave volvía la mirada hacia las “ciencias blandas” y el espacio interior. Es decir, el nuevo foco del género era el ser humano. Por otro lado, el movimiento exigía a sus autores un especial cuidado en el tratamiento literario de sus relatos y una búsqueda de nuevas vías a través de la experimentación. Durante este periodo, la cf alcanzó la madurez definitiva, forjándose en sus filas la mejor generación de escritores jamás vista en la historia del género: Roger Zelazny, Thomas M. Disch, Brian Aldiss, Robert Silverberg, Ursula K. Le Guin, M. John Harrison, Samuel R. Delany o Norman Spinrad.

Sin embargo, el movimiento fracasó. Por un lado, el fandom –el núcleo duro de los aficionados a la cf- no quería literatura, sino una constante repetición de los temas y tratamientos establecidos durante el periodo clásico. Los fans incombustibles, como niños pequeños, querían oír una y otra vez el mismo cuento. Por otro lado, la crítica mainstream, llena de prejuicios hacia el género, ni siquiera prestó atención a las nuevas y notables obras que surgían de su seno. Conclusión: los escritores New Wave se quedaron sin lectores y se vieron obligados a reciclarse o morir de asco.

¿Y qué fue de la ciencia ficción? No podía seguir el camino de madurez abierto por la New Wave, pues el núcleo básico los lectores no lo quería, y tampoco podía dar marcha atrás para regresar a una edad de oro que ya olía a rancio. Lo que nadie comprendió entonces es que la New Wave no fue un capricho, sino que surgió necesariamente a causa de la progresiva maduración de la cf (un antecesor y referente del movimiento fue el Alfred Bester de la generación anterior). Los géneros o evolucionan o mueren, y la cf optó por involucionar y comenzar a morir lentamente. Tras encandilarse durante un tiempo con el cyberpunk, y tras una infinita sucesión de fotocopias del Neuromante de Gibson, la cf ha ido dando palos de ciego sin saber qué camino tomar, perdiéndose en algún lugar a medio camino entre la repetitiva banalidad de los talleres de escritura y la constante autorreferencia. Y eso, en fin, es lo que me parece inusual de la cf: que tras alcanzar la definitiva madurez optara por regresar a una infancia autista, embarcándose en un desnortado viaje a ninguna parte.

Pero regresemos a la New Wave. El movimiento surgió en Inglaterra, en torno a cuatro escritores. El primero de ellos fue Michael Moorcock, una autor en mi opinión mediocre que, al asumir en 1964 la dirección de la revista New Worlds, comenzó a introducir en la cf nuevos contenidos relacionados con las inquietudes de otros tres escritores: William Burroughs, J. G. Ballard y Brian Aldiss. Quizá uno de los problemas de la New Wave fue la influencia de Burroughs; con la excepción de Harrison, el resto de los autores que siguieron su senda acabaron embarrándose en un cenagal de experimentalismo barato y autocomplaciente. En cuanto a Aldiss, un excelente escritor con altibajos, siguió su carrera tranquilamente, a la inglesa, abandonando el movimiento cuando llegó el momento, pero sin traicionarlo.

Y llegamos a James Graham Ballard, la clave de todo; porque, en realidad, la New Wave fue Ballard, y viceversa. Ballard consideraba que el planeta más extraño de todos es la Tierra y que los extraterrestres más complejos e incomprensibles somos nosotros, los seres humanos. Quizá en eso pueda resumirse el “toque Ballard”: mostraba a la humanidad como si fuera una sociedad alienígena y describía los entornos cotidianos como si fuesen paisajes extraterrestres, un mundo sujeto a poderosas fuerzas, tanto físicas como subconscientes (a menudo ambas cosas a la vez), capaces de trastocar el espejismo de orden y seguridad al que tan desesperadamente intentamos aferrarnos.

Pero Ballard hizo algo más. Él fue quien renegó del espacio exterior y propuso un viaje al espacio interior; para realizar ese periplo hacia las capas más profundas de nuestro inconsciente, el escritor tomó los mitos y los símbolos contemporáneos y los retorció, mostrando sus facetas más exóticas y primitivas, no tanto dirigiéndose a nuestro yo consciente, como incidiendo en nuestro sistema límbico, donde mora ese lagarto irracional y salvaje que tantas veces aflora en los relatos del inglés. Los paisajes que describe Ballard, desde los más alucinados hasta los más cotidianos, son en realidad paisajes mentales que apelan directamente a los arquetipos de nuestro inconsciente colectivo. Por eso los relatos pertenecientes al ciclo de Vermilion Sands, pese a su aparente trivialidad, resultan tan perturbadores, y por eso adentrarse en la selva enjoyada de Mundo de Cristal es muy similar a penetrar en un estado alterado de conciencia.

Pues bien, el pasado 19 de abril murió J. G. Ballard, uno de los mejores y más originales escritores del siglo XX. Si recordamos el no muy lejano y trágico fallecimiento de Thomas M. Disch, parece que la muerte ha decidido asestar un definitivo hachazo a la New Wave llevándose casi a la vez a dos de sus mejores autores, a dos de las más brillantes voces de la historia del género. Como dije tras la muerte de Disch, la única forma de rezar a un autor es leyéndole, así que rezaré a San Ballard releyendo alguna de sus mejores novelas o leyendo alguno de los textos que todavía no conozco. ¿Cuáles son las mejores obras de Ballard? Nunca he sabido responder a esa pregunta; creo que, en general, sus relatos ofrecen un nivel tan alto como homogéneo. No tiene una “mejor novela”, aunque sí las tiene peores, por supuesto. Personalmente, me quedaría con los antes citados Mundo de cristal y Vermilion Sands, aunque también podrían ser Rascacielos o Crash. Espero que algún que otro sabio merodeador nos dé su opinión al respecto.

Por lo demás, tiñamos de luto las pantallas de nuestros ordenadores porque hemos perdido a un gran escritor.

James Graham Ballard, 15 de noviembre de 1930 – 19 de abril de 2009. Descanse en paz.

lunes, abril 13

Me he comido a Rudolph

Puedo afirmar sin ningún género de dudas que la aurora boreal es uno de los espectáculos más asombrosos de la naturaleza; y puedo afirmarlo con tanta rotundidad porque me lo han contado, no porque haya visto alguna. Qué le vamos a hacer, amigos míos, durante ni una sola de las cuatro noches que he pasado en el Ártico se ha dignado el firmamento a ofrecerme el espectáculo de la cola del zorro, como llaman en Laponia a las luces del norte. Y me jode, no os creáis que no, porque, aun a riesgo de resultar infantil, me hacía un huevo de ilusión la posibilidad de ver una aurora boreal. Pero ya sabía que no iba a poder ser, así que la desilusión ha sido más tolerable. Hará un mes o así, leí en el periódico que el Sol estaba atravesando por uno de sus periodos de mayor calma, y las auroras boreales se producen en momentos de gran actividad solar. De modo que nada de auroras boreales, cachis en la mar...

Pero, dejando aparte el esquivo asunto de las auroras, el viaje ha sido cojonudo, entre otras cosas por inesperado. La verdad es que jamás había pensado en visitar Finlandia y creo que, de no ser porque mi hijo Óscar está allí de Erasmus, ni de coña habría puesto un pie en esas gélidas tierras. A fin de cuentas, si os preguntaran qué hay en Finlandia, sin duda responderíais que renos, teléfonos móviles, la casa de Papá Noel y poco más. Escasos motivos todos ellos para movernos a atravesar los miles de kilómetros que nos separan de allí.



No obstante, Finlandia es un país fascinante por muchas razones. De entrada, es una de las sociedades más civilizadas de Europa, con un altísimo nivel de educación y una cultura democrática envidiable (fue el primer país europeo en concederle el voto a las mujeres, por ejemplo). La verdad es que todo funciona razonablemente bien en ese país; yo creo que se debe a que los finlandeses se han pasado los últimos cien años temiendo ser invadidos por los rusos, así que andan todo el día como de puntillas, procurando no llamar mucho la atención, no vaya a ser que al gigante eslavo le de por ampliar fronteras. De hecho, después de la Segunda Guerra Mundial Rusia le quitó a Finlandia el territorio de Carelia. Debe de haber sido muy duro ser finlandés durante la guerra fría.



Helsinki no es una ciudad especialmente bonita, ni tampoco especialmente fea; el centro histórico es agradable, con calles amplias recorridas por tranvías, pero lo cierto es que los edificios más reseñables con los que cuenta son la catedral ortodoxa y, quizá, la catedral luterana. En cualquier caso, la plaza Kauppatori, junto a los muelles, es un lugar de lo más recomendable. Y, por cierto, ahí vi algo que no había visto nunca: el mar helado. Pero tampoco puedo hablar mucho de Helsinki, porque sólo estuve allí un par de días en total; tras encontrarnos mi mujer y yo con Óscar y su chica, Bea, cogimos todos un avión que nos condujo a Ivalo, una localidad situada unos trecientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, en plena Laponia.



Laponia, al menos la que hemos conocido, es una amplísima extensión de terreno nevado cubierto por bosques de coníferas, cuya orografía consiste básicamente en una sucesión interminable de amplias y redondeadas colinas (llamadas tunturis), atravesadas ocasionalmente por ríos helados. En realidad, es un paisaje muy monótono, pero también sobrecogedor. La densidad de población es ínfima y apenas se ven animales (salvo los omnipresentes renos); sólo logré distinguir un pájaro durante todo el tiempo que estuvimos allí, y aunque hay bichos (como evidencian sus pisadas en la nieve), sencillamente no se dejan ver. Por otro lado, al decir que todo estaba nevado estoy siendo literal; salvo la carretera principal, que sólo mostraba ocasionales placas de hielo, el resto de las carreteras eran pistas heladas flanqueadas por nieve y más nieve. También llama la atención la luz; el Sol está muy bajo en el cielo, incluso a mediodía, así que la luz es mucho menos intensa, como la de un constante atardecer. Las pocas casas que se ven son siempre de madera, pintadas generalmente de rojo, aunque también de verde y amarillo; salvo por los coches modernos, uno podría estar en cualquier época. Todo ello, la soledad, la quietud, la infinita blancura, la luz extraña, la intemporalidad, produce una extraña sensación de irrealidad, como si hubiéramos desembarcado en otro planeta o en otro tiempo.




Nos alojamos en el hotel Kakslauttanen, cerca de Saariselka, un conjunto de cabañas de madera. La nuestra constaba de dos dormitorios, dos baños, un salón, una cocinita y una sauna, algo imprescindible en la sociedad finlandesa. La cabaña, rodeada y cubierta de nieve, era rústica, pero cálida y confortable; y lo de la calidez es muy importante, porque la temperatura diurna oscilaba entre los dos o tres grados sobre cero y los dos o tres bajo cero. Por la noche descendía hasta los diez o doce por debajo del punto de congelación. Mucho frío, sí, pero muy seco y sin viento, lo cual, si uno va bien pertrechado, hace que las bajas temperaturas sean muy tolerables.



En fin, hicimos todo lo que unos buenos turistas deben hacer: paseos en trineos tirados por renos o por huskys y periplos nocturnos y diurnos en motos de nieve. También probamos la gastronomía lapona, que se reduce a sopas, salmón y carne de reno. Las sopas están buenas, el salmón no me gusta y en cuanto al reno... ¿Habéis visto carne de reno en las carnicerías o en las tiendas de delicatessen? ¿A que no? Y con razón; es como masticar corcho. Lo probé una vez (es cierto, lo confieso, me he comido a Rudolph) y me juré a mí mismo mantenerme alejado en el futuro de esa carne de sabor tan escaso como poco agradable.


En cuanto a los lapones, o sami, dicen que hay casi siete mil censados en Finlandia, pero yo sólo vi a uno (nuestro guía de trineos tirados por renos). La mayor parte de ellos vive más al norte de donde estábamos, en las franjas árticas próximas a Noruega y Suecia. Es curioso esto de los sami; cuando pensamos en “indígenas”, evocamos las tópicas imágenes de África o Sudamérica, pero ni se nos pasa por la cabeza pensar en Europa. Pero hay indígenas en nuestro viejo continente; al menos están los sami, una raza de ganaderos neolíticos que vivían en tipis idénticos a los de los indios norteamericanos. Desde hace siglos, los sami se han visto expulsados de sus territorios tradicionales por el avance de las poblaciones de Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega. Ya no son nómadas, aunque siguen dedicándose a la ganadería de renos, y apenas conservan sus tradiciones. Tan sólo un millar de personas continua hablando ahora su viejo idioma. Si nos paramos a pensarlo, ese pueblo es quizá el último vestigio que queda de la vieja Europa anterior a los romanos y el cristianismo.



En fin, amigos míos, pese a no haber contemplado las luces del norte, mis merodeos por el Ártico han sido de lo más estimulantes, un viaje a un lugar mágico que, de no ser por el Erasmus de Óscar, jamás habría realizado. ¿Mi conclusión final? Creo que a Julio Verne le habría gustado visitar esas tierras.
Índice de Fotos: 1.- Rudolph antes de comérmelo. 2.- La plaza Kauppatori. 3.- Los muelles de Helsinki. 4.- El Báltico frappé. 5 y 6.- El lago Inari, el más grande de Laponia, congelado. 7.- Nuestra cabaña. 8. Pepa en el camino que conducía a la cabaña. 9.- Óscar y Bea. 10.- Nuestro guía sami. 11.- Unas cabañas en los alrededores de Saariselka. 12.- Simpática gaviota finlandesa.

viernes, abril 3

Northern Lights

Como saben la mayor parte de los merodeadores de Babel, soy hijo de José Mallorquí, el creador de El Coyote; de hecho, me llamo César en honor a César de Echagüe, el alter ego del charro enmascarado. El Coyote se convirtió en el mayor éxito de la novela popular española del siglo XX y fue traducido a casi todas las lenguas europeas. Por ejemplo, al finlandés. Esa edición, en concreto, fue curiosa: veréis, actualmente viven en Finlandia 5’7 millones de personas, de modo que en los años cincuenta del siglo pasado la población debía de ser considerablemente menor. Pues bien, El Coyote fue un éxito inmenso en Finlandia, alcanzando tiradas que superaban los cincuenta mil ejemplares. No sé, supongo que en un país que, con solo pronunciar su nombre, te salen sabañones de frío, un país que se tira a oscuras la mitad del año, la lectura debía de ser la mejor alternativa posible al suicidio. La cuestión es que fue un éxito tan grande que el editor, una vez concluida la publicación de la serie, cerró el chiringuito y se retiró a vivir de las rentas. En el caso de que alguien se pregunte si la economía de mi padre siguió similar curso, le contestaré que José Mallorquí era un excelente escritor, pero el hombre más torpe del mundo a la hora de firmar contratos.

El editor finlandés, cuyo nombre no recuerdo (probablemente era impronunciable), estaba, como es lógico, notablemente agradecido a mi padre, así que le hizo un regalo; mejor dicho, se lo hizo a su hijo pequeño, a mí. Un traje de lapón (o sami). Tengo fotos vestido de lapón y os las enseñaría encantado, si no fuese porque ignoro dónde están y no me apetece buscarlas. El traje desapareció hace mucho, pero aún conservo el pequeño cuchillo de hueso que le acompañaba.

Todo este rollo os lo cuento para ilustrar el poderoso influjo del destino. Mi hijo mayor, Óscar, un chicarrón de 22 tacos, se marchó el año pasado a Finlandia con una beca Erasmus. Está estudiando cuarto de ADE en la universidad de Jyväskylä, una ciudad de la mitad sur del país; aunque quizá la palabra “estudiando” resulte un poco exagerada, porque lo que en realidad está haciendo es pasárselo de puta madre. Bueno, pues Pepa -mi mujer- y yo vamos a ir a hacerle una visita esta Semana Santa. Como Jyväskylä no tiene nada interesante, hemos quedado con Óscar y con su encantadora novia Bea en Helsinki y de allí volaremos a Laponia, en concreto a Saariselka, doscientos y pico kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. Veremos renos, nieve por un tubo, samis y, con un poco de suerte, una aurora boreal, las luces del norte.

Así que ya veis, quién me iba a decir a mí cuando era un chavalín de cuatro o cinco años y me disfrazaba de lapón que algún día, en un lejano futuro, viajaría a la gélida tierra de los lapones, en ese país donde tanto éxito tuvo mi tocayo El Coyote.

Vale, lo confesaré, este tostonazo no tenía más objetivo que comunicaros que mañana me voy de viaje a Finlandia y que pasaré allí una semana, montando en motos de nieve, viajando en trineos tirados por renos o por huskys y pelándome de frío. Cuando vuelva, reanudaré el ritmo normal de Babel, porque ya he terminado el curro que tenía entre manos y tendré más tiempo libre.

Así pues, os deseo que paséis una feliz, vibrante y sensual Semana Santa.