Puedo afirmar sin ningún género de dudas que la aurora boreal es uno de los espectáculos más asombrosos de la naturaleza; y puedo afirmarlo con tanta rotundidad porque me lo han contado, no porque haya visto alguna. Qué le vamos a hacer, amigos míos, durante ni una sola de las cuatro noches que he pasado en el Ártico se ha dignado el firmamento a ofrecerme el espectáculo de la cola del zorro, como llaman en Laponia a las luces del norte. Y me jode, no os creáis que no, porque, aun a riesgo de resultar infantil, me hacía un huevo de ilusión la posibilidad de ver una aurora boreal. Pero ya sabía que no iba a poder ser, así que la desilusión ha sido más tolerable. Hará un mes o así, leí en el periódico que el Sol estaba atravesando por uno de sus periodos de mayor calma, y las auroras boreales se producen en momentos de gran actividad solar. De modo que nada de auroras boreales, cachis en la mar...
Pero, dejando aparte el esquivo asunto de las auroras, el viaje ha sido cojonudo, entre otras cosas por inesperado. La verdad es que jamás había pensado en visitar Finlandia y creo que, de no ser porque mi hijo Óscar está allí de Erasmus, ni de coña habría puesto un pie en esas gélidas tierras. A fin de cuentas, si os preguntaran qué hay en Finlandia, sin duda responderíais que renos, teléfonos móviles, la casa de Papá Noel y poco más. Escasos motivos todos ellos para movernos a atravesar los miles de kilómetros que nos separan de allí.
No obstante, Finlandia es un país fascinante por muchas razones. De entrada, es una de las sociedades más civilizadas de Europa, con un altísimo nivel de educación y una cultura democrática envidiable (fue el primer país europeo en concederle el voto a las mujeres, por ejemplo). La verdad es que todo funciona razonablemente bien en ese país; yo creo que se debe a que los finlandeses se han pasado los últimos cien años temiendo ser invadidos por los rusos, así que andan todo el día como de puntillas, procurando no llamar mucho la atención, no vaya a ser que al gigante eslavo le de por ampliar fronteras. De hecho, después de la Segunda Guerra Mundial Rusia le quitó a Finlandia el territorio de Carelia. Debe de haber sido muy duro ser finlandés durante la guerra fría.
Helsinki no es una ciudad especialmente bonita, ni tampoco especialmente fea; el centro histórico es agradable, con calles amplias recorridas por tranvías, pero lo cierto es que los edificios más reseñables con los que cuenta son la catedral ortodoxa y, quizá, la catedral luterana. En cualquier caso, la plaza Kauppatori, junto a los muelles, es un lugar de lo más recomendable. Y, por cierto, ahí vi algo que no había visto nunca: el mar helado. Pero tampoco puedo hablar mucho de Helsinki, porque sólo estuve allí un par de días en total; tras encontrarnos mi mujer y yo con Óscar y su chica, Bea, cogimos todos un avión que nos condujo a Ivalo, una localidad situada unos trecientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, en plena Laponia.
Laponia, al menos la que hemos conocido, es una amplísima extensión de terreno nevado cubierto por bosques de coníferas, cuya orografía consiste básicamente en una sucesión interminable de amplias y redondeadas colinas (llamadas tunturis), atravesadas ocasionalmente por ríos helados. En realidad, es un paisaje muy monótono, pero también sobrecogedor. La densidad de población es ínfima y apenas se ven animales (salvo los omnipresentes renos); sólo logré distinguir un pájaro durante todo el tiempo que estuvimos allí, y aunque hay bichos (como evidencian sus pisadas en la nieve), sencillamente no se dejan ver. Por otro lado, al decir que todo estaba nevado estoy siendo literal; salvo la carretera principal, que sólo mostraba ocasionales placas de hielo, el resto de las carreteras eran pistas heladas flanqueadas por nieve y más nieve. También llama la atención la luz; el Sol está muy bajo en el cielo, incluso a mediodía, así que la luz es mucho menos intensa, como la de un constante atardecer. Las pocas casas que se ven son siempre de madera, pintadas generalmente de rojo, aunque también de verde y amarillo; salvo por los coches modernos, uno podría estar en cualquier época. Todo ello, la soledad, la quietud, la infinita blancura, la luz extraña, la intemporalidad, produce una extraña sensación de irrealidad, como si hubiéramos desembarcado en otro planeta o en otro tiempo.
Nos alojamos en el hotel Kakslauttanen, cerca de Saariselka, un conjunto de cabañas de madera. La nuestra constaba de dos dormitorios, dos baños, un salón, una cocinita y una sauna, algo imprescindible en la sociedad finlandesa. La cabaña, rodeada y cubierta de nieve, era rústica, pero cálida y confortable; y lo de la calidez es muy importante, porque la temperatura diurna oscilaba entre los dos o tres grados sobre cero y los dos o tres bajo cero. Por la noche descendía hasta los diez o doce por debajo del punto de congelación. Mucho frío, sí, pero muy seco y sin viento, lo cual, si uno va bien pertrechado, hace que las bajas temperaturas sean muy tolerables.
En fin, hicimos todo lo que unos buenos turistas deben hacer: paseos en trineos tirados por renos o por huskys y periplos nocturnos y diurnos en motos de nieve. También probamos la gastronomía lapona, que se reduce a sopas, salmón y carne de reno. Las sopas están buenas, el salmón no me gusta y en cuanto al reno... ¿Habéis visto carne de reno en las carnicerías o en las tiendas de delicatessen? ¿A que no? Y con razón; es como masticar corcho. Lo probé una vez (es cierto, lo confieso, me he comido a Rudolph) y me juré a mí mismo mantenerme alejado en el futuro de esa carne de sabor tan escaso como poco agradable.
En cuanto a los lapones, o sami, dicen que hay casi siete mil censados en Finlandia, pero yo sólo vi a uno (nuestro guía de trineos tirados por renos). La mayor parte de ellos vive más al norte de donde estábamos, en las franjas árticas próximas a Noruega y Suecia. Es curioso esto de los sami; cuando pensamos en “indígenas”, evocamos las tópicas imágenes de África o Sudamérica, pero ni se nos pasa por la cabeza pensar en Europa. Pero hay indígenas en nuestro viejo continente; al menos están los sami, una raza de ganaderos neolíticos que vivían en tipis idénticos a los de los indios norteamericanos. Desde hace siglos, los sami se han visto expulsados de sus territorios tradicionales por el avance de las poblaciones de Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega. Ya no son nómadas, aunque siguen dedicándose a la ganadería de renos, y apenas conservan sus tradiciones. Tan sólo un millar de personas continua hablando ahora su viejo idioma. Si nos paramos a pensarlo, ese pueblo es quizá el último vestigio que queda de la vieja Europa anterior a los romanos y el cristianismo.
En fin, amigos míos, pese a no haber contemplado las luces del norte, mis merodeos por el Ártico han sido de lo más estimulantes, un viaje a un lugar mágico que, de no ser por el Erasmus de Óscar, jamás habría realizado. ¿Mi conclusión final? Creo que a Julio Verne le habría gustado visitar esas tierras.
Pero, dejando aparte el esquivo asunto de las auroras, el viaje ha sido cojonudo, entre otras cosas por inesperado. La verdad es que jamás había pensado en visitar Finlandia y creo que, de no ser porque mi hijo Óscar está allí de Erasmus, ni de coña habría puesto un pie en esas gélidas tierras. A fin de cuentas, si os preguntaran qué hay en Finlandia, sin duda responderíais que renos, teléfonos móviles, la casa de Papá Noel y poco más. Escasos motivos todos ellos para movernos a atravesar los miles de kilómetros que nos separan de allí.
No obstante, Finlandia es un país fascinante por muchas razones. De entrada, es una de las sociedades más civilizadas de Europa, con un altísimo nivel de educación y una cultura democrática envidiable (fue el primer país europeo en concederle el voto a las mujeres, por ejemplo). La verdad es que todo funciona razonablemente bien en ese país; yo creo que se debe a que los finlandeses se han pasado los últimos cien años temiendo ser invadidos por los rusos, así que andan todo el día como de puntillas, procurando no llamar mucho la atención, no vaya a ser que al gigante eslavo le de por ampliar fronteras. De hecho, después de la Segunda Guerra Mundial Rusia le quitó a Finlandia el territorio de Carelia. Debe de haber sido muy duro ser finlandés durante la guerra fría.
Helsinki no es una ciudad especialmente bonita, ni tampoco especialmente fea; el centro histórico es agradable, con calles amplias recorridas por tranvías, pero lo cierto es que los edificios más reseñables con los que cuenta son la catedral ortodoxa y, quizá, la catedral luterana. En cualquier caso, la plaza Kauppatori, junto a los muelles, es un lugar de lo más recomendable. Y, por cierto, ahí vi algo que no había visto nunca: el mar helado. Pero tampoco puedo hablar mucho de Helsinki, porque sólo estuve allí un par de días en total; tras encontrarnos mi mujer y yo con Óscar y su chica, Bea, cogimos todos un avión que nos condujo a Ivalo, una localidad situada unos trecientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, en plena Laponia.
Laponia, al menos la que hemos conocido, es una amplísima extensión de terreno nevado cubierto por bosques de coníferas, cuya orografía consiste básicamente en una sucesión interminable de amplias y redondeadas colinas (llamadas tunturis), atravesadas ocasionalmente por ríos helados. En realidad, es un paisaje muy monótono, pero también sobrecogedor. La densidad de población es ínfima y apenas se ven animales (salvo los omnipresentes renos); sólo logré distinguir un pájaro durante todo el tiempo que estuvimos allí, y aunque hay bichos (como evidencian sus pisadas en la nieve), sencillamente no se dejan ver. Por otro lado, al decir que todo estaba nevado estoy siendo literal; salvo la carretera principal, que sólo mostraba ocasionales placas de hielo, el resto de las carreteras eran pistas heladas flanqueadas por nieve y más nieve. También llama la atención la luz; el Sol está muy bajo en el cielo, incluso a mediodía, así que la luz es mucho menos intensa, como la de un constante atardecer. Las pocas casas que se ven son siempre de madera, pintadas generalmente de rojo, aunque también de verde y amarillo; salvo por los coches modernos, uno podría estar en cualquier época. Todo ello, la soledad, la quietud, la infinita blancura, la luz extraña, la intemporalidad, produce una extraña sensación de irrealidad, como si hubiéramos desembarcado en otro planeta o en otro tiempo.
Nos alojamos en el hotel Kakslauttanen, cerca de Saariselka, un conjunto de cabañas de madera. La nuestra constaba de dos dormitorios, dos baños, un salón, una cocinita y una sauna, algo imprescindible en la sociedad finlandesa. La cabaña, rodeada y cubierta de nieve, era rústica, pero cálida y confortable; y lo de la calidez es muy importante, porque la temperatura diurna oscilaba entre los dos o tres grados sobre cero y los dos o tres bajo cero. Por la noche descendía hasta los diez o doce por debajo del punto de congelación. Mucho frío, sí, pero muy seco y sin viento, lo cual, si uno va bien pertrechado, hace que las bajas temperaturas sean muy tolerables.
En fin, hicimos todo lo que unos buenos turistas deben hacer: paseos en trineos tirados por renos o por huskys y periplos nocturnos y diurnos en motos de nieve. También probamos la gastronomía lapona, que se reduce a sopas, salmón y carne de reno. Las sopas están buenas, el salmón no me gusta y en cuanto al reno... ¿Habéis visto carne de reno en las carnicerías o en las tiendas de delicatessen? ¿A que no? Y con razón; es como masticar corcho. Lo probé una vez (es cierto, lo confieso, me he comido a Rudolph) y me juré a mí mismo mantenerme alejado en el futuro de esa carne de sabor tan escaso como poco agradable.
En cuanto a los lapones, o sami, dicen que hay casi siete mil censados en Finlandia, pero yo sólo vi a uno (nuestro guía de trineos tirados por renos). La mayor parte de ellos vive más al norte de donde estábamos, en las franjas árticas próximas a Noruega y Suecia. Es curioso esto de los sami; cuando pensamos en “indígenas”, evocamos las tópicas imágenes de África o Sudamérica, pero ni se nos pasa por la cabeza pensar en Europa. Pero hay indígenas en nuestro viejo continente; al menos están los sami, una raza de ganaderos neolíticos que vivían en tipis idénticos a los de los indios norteamericanos. Desde hace siglos, los sami se han visto expulsados de sus territorios tradicionales por el avance de las poblaciones de Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega. Ya no son nómadas, aunque siguen dedicándose a la ganadería de renos, y apenas conservan sus tradiciones. Tan sólo un millar de personas continua hablando ahora su viejo idioma. Si nos paramos a pensarlo, ese pueblo es quizá el último vestigio que queda de la vieja Europa anterior a los romanos y el cristianismo.
En fin, amigos míos, pese a no haber contemplado las luces del norte, mis merodeos por el Ártico han sido de lo más estimulantes, un viaje a un lugar mágico que, de no ser por el Erasmus de Óscar, jamás habría realizado. ¿Mi conclusión final? Creo que a Julio Verne le habría gustado visitar esas tierras.
Índice de Fotos: 1.- Rudolph antes de comérmelo. 2.- La plaza Kauppatori. 3.- Los muelles de Helsinki. 4.- El Báltico frappé. 5 y 6.- El lago Inari, el más grande de Laponia, congelado. 7.- Nuestra cabaña. 8. Pepa en el camino que conducía a la cabaña. 9.- Óscar y Bea. 10.- Nuestro guía sami. 11.- Unas cabañas en los alrededores de Saariselka. 12.- Simpática gaviota finlandesa.
Cuando Rudolph supo que llegaba Cesar se quedó paralizado mirándose en el espejo a mitad de la afeitada mañanera. No podía comprender la razón de tener que asumir ese final, masticado por un chamberileño que no tenía ninguna gana de masticarle. ¿Es que no había un final más digno para un reno como él?
ResponderEliminarCesar llegó a Finlandia con el escepticismo que una persona "normal" llevaría a una cita en un prado de El Escorial para asistir a supuestas apariciones Marianas.
Rudolph vió llegar el avión y no pudo evitar derramar una lagrimilla mientras resignado se dirigía al matadero.
La vida tiene cosas fascinantes Cesar.
Estimado César: no diga "la verdad es que" ni bajo tortura; es la muletilla de moda entre futbolistas, guionistas de series españolas y presentadores de medio pelo.
ResponderEliminarUna persona bien educada no cometería jamás la descortesía de decir la verdad, y menos aún, avisando.
Viví en la Laponia sueca un año, y es una de las experiencias humanas más enriquecedoras que he vivido.
Cuando volví con los indígenas españoles, durante meses, hasta que volví a acostumbrarme, tuve la sensación de que todo el mundo hablaba muy fuerte y sin inflexiones ni matices en la voz ni en las emociones.
Las auroras boreales o el sol de medianoche no fueron nada comparados con la experiencia de una noche que dura varios meses.
Un paraíso para noctámbulos.
me alegro muchísimo de que hayas disfrutado de la nieve, de los trineos, de la cabaña, de los puntos de congelación, del sabrosón filet mignon de reno, sí, lo celebro por todo lo alto, pero sobre todo, ¿sabes de qué más me alegro?... ¡de que me hayas traido una botella de vodka!
ResponderEliminar(Dios mío, qué embustero soy, todo el mundo sabe que lo que más me alegra es que no hayas visto una aurora boreal)
Yo vi eso mismo, pero sin nieve (era agosto).
ResponderEliminarY al echar un vistazo a tus fotos he vuelto a recordar que todo era gris, muy gris.
No me extraña que pinten las casitas de colores imposibles: por un lado hay que animarse, y por otro ¡hay que encontrarlas entre la nieve!
;)
¡Qué preciosidad de fotos! Debe ser impresionante estar allí y montar en trineo debe ser una pasada. ^_______^
ResponderEliminarNo se porque pero este post me ha gustado muchísimo. Y eso que es de un viaje bastante simple (no se moleste que en la simple se encuentra la felicidad)
ResponderEliminarSerá que tiene mano para las descripciciones.
Unas fotos muy chulas ^^ Eso sí, ya te vale, que te has comido a Rudoplh... Ahora quién nos traerá los regalos??? Un momento, yo soy de Reyes :P. Sí, zámpatelos a todos. En fin, me alegro de que te lo pasaras bien :). Aunque no es un país que encuentre demasiado interesante, seguro que es una preciosidad.
ResponderEliminarPor cierto, por lo visto no has leído mi comentario en la anterior entrada. ¿Cómo se llamaba el librero de Madrid al que le gustaba buscar libros extraños y dónde se le podía encontrar? No me acuerdo del post. Mi hermana y yo queremos encontrar unos libros de nuestra infancia y bueno, no hay manera de hacerse con ellos. Muchísimas gracias por responder ^^. Un beso,
Cristina
Me gusta mucho leerte, es refrescante, divetido y creo que aprendo!
ResponderEliminar:)
En el invierno de 1991 estuve en Finlandia. Más concretamente en Oulu, una ciudad bastante grandecita situada en la parte Norte del país. Fui a presenciar una competición deportiva (tiro con arco, campeonato mundial en sala) y lo que más me llamó la atención del país era que estaba totalmente prohibido fumar en TODAS partes. Solo se permitía al aire libre, aire libre que suponía temperaturas de entre 20 y 25 grados bajo cero. Entonces, veías a grupitos de gente, fumadores, apiñados junto a las puertas de algunos edificios dando ansiosas y temblorosas caladas a sus cigarrillos. Eso me convenció del peligro de fumar en Finlandia: o te mataba la nicotina o lo hacía la neumonía.
ResponderEliminarYo, entonces, era fumador. ¿Se nota?
!Qué buen viaje!. Enhorabuena. Seguro que tu neurona literaria empezó a segregar jugos de letras, o ¿no?.
ResponderEliminarEl tiempo lo dirá.
Mazarbul
Estoy con Bigbrother. Espero que te haya inspirado algún buen argumento.
ResponderEliminarMerak: sí que leí tu comentario de la anterior entrada, pero me olvidé de contestarte, perdona.
ResponderEliminarEl librero por el que preguntas se llama Alfredo Lara y es el propietario de la Librería Opar (puedes encontrarla en la Red). Su dirección de e-mail es: oparlibreria@yahoo.es
Claudia Botero: muchas gracias por tu comentario, pero quien aprende soy yo, de vosotros.
Mazarbul & Alicia Liddell: pues sí, la verdad es que durante los viajes suelen ocurrírseme posibles ideas para posibles libros. En este caso... bueno, es pronto para decirlo. Algo hay, pero todavía muy nebuloso.