Mirad las fotos de la entrada anterior; ambas están tomadas el día de la boda de Eduardo y María Pilar. Fijaos en el rostro de mi hermano; su expresión, su sonrisa, refleja alegría pura, optimismo y un punto de inocencia. Claro, diréis; era el día de su boda. Es cierto, pero un año más tarde esa expresión desaparecería para siempre de su rostro.
Ya he explicado cómo era Eduardo en su mejor momento. Brillante, mordaz, con un gran sentido del humor, culto, inteligente. Y seductor. Era un encantador de serpientes nato; fascinaba a la gente con su arrolladora personalidad. Lo hacía desplegando un castillo de fuegos artificiales, convirtiéndose en el centro de cualquier conversación, aupándose a un metafórico púlpito desde el que irradiaba talento e ingenio. La gente se quedaba admiraba y mi hermano disfrutaba con esa admiración, la necesitaba. Porque en el fondo, tras la brillantez, tras la mordacidad y el ingenio, Eduardo era sumamente frágil. Por ejemplo, nada más escribir algo, aunque fuese un texto incompleto, se lo daba a leer a alguien de la familia, a quien estuviese más a mano, porque necesitaba alabanzas, reafirmarse instantáneamente, necesitaba que los demás reconocieran su talento. Y que no se te ocurriera criticarle; encajaba fatal las críticas, le sacaban de quicio, le descomponían. Alguien realmente seguro de sí mismo no reacciona así. Esa faceta suya, esa debilidad interior que le obligaba a reafirmarse constantemente y le impedía la autocrítica, creció con el tiempo hasta abarcar todas las facetas de su personalidad.
Pero ahora estamos a finales de 1972. Nuestro padre ha muerto y Eduardo va a venirse a vivir conmigo. En mi memoria hay dos recuerdos nítidos de esa época. El primero, la mudanza del apartamento de Doctor Fleming al piso de la calle Españoleto donde yo vivía. Eduardo estaba muy deprimido y me pidió que me ocupara yo de empaquetar sus pertenencias. Pasé toda una tarde en aquel apartamento que me traía recuerdos de tiempos más felices, solo, metiendo en cajas las cosas de mi hermano. No os podéis imaginar la depresión que me entró, lo mal que me sentí. Disculpad que me ponga literario, pero era como si estuviese empaquetando mi vida. Fue tristísimo.
En la diminuta cocina del apartamento, sobre un estante, había un pequeño puzzle en una cajita. Era la foto de un león y había llegado como regalo en un bote de Nesquik. Llevaba meses allí; de hecho, muchas veces, cuando mi hermano aún estaba casado y yo iba a su apartamento, cogía ese sencillo puzzle y lo hacía en un par de minutos. Esa tarde, mientras preparaba la mudanza, lo encontré. Y me lo quedé. Y aún lo conservo. Cuando de tarde en tarde lo veo, evoco una época en la que yo aún era inocente, y no puedo evitar que los ojos se me humedezcan un poco. Es curioso; cuando yo la palme, alguien encontrará entre mis cosas ese puzzle y se preguntará qué coño hace eso ahí, y lo tirará a la basura, que, supongo, es adonde debería haber ido a parar hace mucho tiempo.
El segundo recuerdo fueron las navidades del 72. Creo que pasamos la Nochebuena y, quizá, la Navidad en casa de José Carlos, pero la verdad es que no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que Eduardo, después de esas fiestas y antes de fin de año, decidió que hiciéramos un viaje. A San Sebastián. No conocíamos a nadie allí. Hacía muy mal tiempo, no paraba de llover. Y Eduardo no hacía más que beber.
Eduardo era muy aficionado a la bebida desde mucho tiempo atrás; entre mis recuerdos más remotos figuran algunas tremendas (y entonces divertidas) tajadas de mi hermano. Pero bebía, se emborrachaba, de forma recreativa, por decirlo así. Salía de noche a tomar unas copas y se agarraba un buen pedo. Como tantos otros jóvenes hicieron antes y hacen ahora. Sin embargo, desde la crisis de su matrimonio y, sobre todo, desde la muerte de nuestro padre, Eduardo comenzó a beber más, y más a deshora, y ya no lo hacía por diversión, sino por anestesia.
Aquel viaje a San Sebastián estuvo borracho todo el tiempo. Recuerdo una noche, en la habitación de hotel que compartíamos; Eduardo estaba tumbado en la cama, borracho, llorando desconsoladamente. Tenía 29 años, pero creía que su vida había terminado. Entonces sucedió algo curioso: le cogí de una mano para intentar transmitirle un poco de proximidad y afecto... y él la retiró bruscamente, como si le hubiera tocado un crótalo venenoso. ¿Por qué hizo eso? Porque Eduardo no podía permitirse mostrar debilidad. Y si esa debilidad asomaba, lo que hacía era encerrarse en sí mismo, negarse a la ayuda de los demás. En cualquier caso, esa noche sentí algo extraño. Ya he dicho que por entonces Eduardo era mi referente, mi maestro. Pero esa noche, pese a que mi hermano era diez años mayor, me sentí como si yo fuera el adulto y él un niño perdido.
Aquellas fueron las peores navidades de mi vida; creo que entonces empecé a odiarlas. Y con ese preámbulo comenzó nuestra vida en común en el piso de Españoleto. ¿Cómo podría definir brevemente ese periodo? Creo que las palabras más adecuadas son: caos, desorden, locura y alcohol, mucho alcohol. No quiero engañar a nadie: yo también bebía, y mucho. Pero no como mi hermano, ni por los mismos motivos. Tampoco pretendo dar la impresión de que aquello fue como un funeral; no, ni mucho menos, porque también hubo muchos momentos buenos, muchas risas y diversión.
Nuestra casa se convirtió en una especie de centro de reunión nocturno para la bohemia madrileña. Por ella pasaban actores y aspirantes a actores, periodistas, gente del espectáculo, noctámbulos, vividores y toda suerte de personajes más o menos estrafalarios. Al menos un par de veces por semana había reuniones en casa, fiestas improvisadas en las que el alcohol no dejaba de fluir. El resto de las noches, Eduardo iba al bar de Simón, en la cercana calle de Rafael Calvo, y allí pasaba el rato, bebiendo hasta altas horas de la madrugada. Yo le acompañaba muchas veces. Él se emborrachaba, en mayor o menor grado, a diario. Y ya no solo bebía por la noche, sino también durante el día.
No recuerdo exactamente cuándo apareció María en su vida; puede que fuese a mediados del 73, o quizá en el 74. María tenía más o menos la edad de Eduardo y trabajaba, si mal no recuerdo, en el Ministerio del Aire. No era guapa, pero tenía buen tipo y resultaba atractiva a su manera. Era inteligente y, por así decirlo, una perfecta hija de su época. Los 70, la liberación sexual, las ansias de libertad. María era una mujer independiente, con fuerte personalidad y mucho sentido del humor, y también, todo hay que decirlo, una de las personas más bordes que he conocido. No sé por qué, pero era así, tenía un carácter endiablado. No obstante, era sobre todo una buena persona. Aunque más de una vez la hubiera matada, me caía bien, la recuerdo con cariño.
Eduardo y María comenzaron a salir. Unos meses después, María dejó el piso que compartía con su amiga Michelle y se vino a vivir a casa. Ah, se me olvidaba: por aquel entonces, María también era una juerguista, así que las “fiestas” continuaron.
¿Qué vio Eduardo en ella? Porque María era exactamente el polo opuesto a la clase de mujeres que a mi hermano le gustaban (sumisas y complacientes). Creo, estoy seguro, de que mi hermano valoraba en ella su inteligencia y su sentido del humor; pero, sobre todo, estaba encoñado. El 17 de mayo de 1991 dice en su Diario:
*¿Y María?
-Un insigne culo. En posición vertical, insoportable; en posición horizontal, pasé con ella los mejores momentos de mi vida. Así que vaya lo comido por lo servido.
No prestéis mucha atención al modo en que se expresa mi hermano; son las palabras de un hombre deprimido y amargado, pero allá por los 70 todavía no era así. En cualquier caso, la relación entre María y Eduardo fue tormentosa desde el principio y un infierno al final. ¿Las razones? Básicamente, que Eduardo quería controlar a María y María no se dejaba. Si a eso le sumamos mucho alcohol y mucho descontrol, el cóctel resulta inevitablemente explosivo. Las broncas eran constantes, gritos, lloros y... sí, también bofetadas. Broncas de borrachos, broncas apenas inteligibles. Yo me encerraba en mi cuarto e intentaba leer, o escuchar música, pero el escándalo me impedía concentrarme. Otras veces me iba de casa para no oírles y recorría las calles sin rumbo fijo. No ocurría todos los días, por supuesto, pero sí con excesiva frecuencia.
Y el alcohol... Eduardo ya bebía a todas horas; vodka, la bebida favorita de quienes no buscan el sabor, sino la estupefacción. Bebía desde que se levantaba hasta que se acostaba, así que muchas veces, al llegar la noche, su estado era más que lamentable. Hay en mi memoria un recuerdo extraordinariamente nítido. Una “fiesta” en casa, de noche; mucha gente en el salón, amigos de Eduardo y de María. Mucho alcohol. Eduardo está tan borracho que apenas puede hablar, pero, con la ridícula dignidad del borracho, intenta fingir sobriedad y pronuncia las palabras muy despacio, trabándose con frecuencia. Y la gente se ríe; pero no con Eduardo, sino de Eduardo. María también ríe. Todos lo hacen.
Me levanté sin decir nada, abandoné el salón y me encerré en mi cuarto. Estaba furioso, y desolado, y jodidamente triste. ¿Os imagináis algo hermoso, una estatua perfecta, que de pronto se hace añicos? Eso es lo que yo sentía en aquellos momentos. Mi hermano, a quien adoraba, mi modelo, mi guía, sólo era un borracho farfullante, alguien incapaz de tomar el control de su propia vida, una figura patética. Os juro que esa ha sido la mayor desilusión de mi vida, el mayor desencanto.
La puntilla llegó poco después. Una tarde, Eduardo y María discutían a grito pelado en su dormitorio. Yo estaba encerrado en el mío, intentando ignorarles. Al cabo de un ruidoso rato, María vino a verme llorando a moco tendido. “Eduardo tiene un revólver y dice que va a matarse”, musitó entre sollozos.
El revolver en cuestión era un Colt calibre 22 que había formado parte de la colección de armas de nuestro padre. Me levanté como un rayo y fui en busca de mi hermano; estaba en su dormitorio, borracho a media tarde, llorando, histérico. Yo jamás había estado tan cabreado con él; creo que, por primera y última vez en mi vida, le odié. Después de lo que había ocurrido con nuestro padre, ¿cómo tenía los santos cojones de hacerme eso? Le miré con toda la dureza del mundo y pregunté: “¿Dónde está el revólver?”. Él balbució algo sobre lo mal que se sentía, sobre que se quería morir. No le hice ni caso; en vez de eso, grité: “¡¿Dónde está el puto revólver?!”. Se asustó; me vio tan sumamente cabreado, que se acojonó. Y eso, en cierto modo, me decepcionó aún más. El caso es que Eduardo señaló hacia un armario, lo abrí y allí estaba el revólver, convenientemente cargado. Lo cogí, me volví hacia él hirviendo de furia y le dije: “Con esta mierda de calibre, lo más probable es que, en vez de matarte, te hubieras desgraciado para siempre, gilipollas. No me vuelvas a hacer esto nunca más. ¿Entiendes, cabrón?: nunca más”. Salí dando un portazo, escondí el revólver y me fui de casa para refrescarme un poco.
Estaba harto. Llevaba algo más de dos años viviendo con Eduardo y todo había ido demasiado lejos. Aquella clase de vida nos estaba jodiendo; si seguían las cosas así, acabaría odiando a Eduardo y de ningún modo quería llegar a eso. Unos días después, aprovechando uno de sus escasos momentos de sobriedad, hablé con Eduardo y le dije lo que pensaba, le dije que me estaba volviendo loco, que no aguantaba más, que las cosas tenían que cambiar. Él, a su manera, lo entendió. No cambió de vida, ni mucho menos, pero creo que de algún modo comprendió que estaba siendo una mala compañía para mí, así que decidió alejarse. Poco después, me comunicó que María y él se mudarían a un apartamento de la calle General Perón.
Eso ocurrió en algún momento de la primera mitad de 1975. Me sentí aliviado, relajado, tranquilo por primera vez en mucho tiempo. Mi vida sin Eduardo se remansó; incluso dejé de beber durante una larga temporada. Por supuesto, continué viéndome con mi hermano; pero menos, y menos intensamente. Supongo (en realidad sé) que su relación con María siguió siendo tan tormentosa como siempre, porque unos tres años después, Eduardo quedó conmigo y me dijo que había roto con ella. Me contó los motivos; no sé si eran ciertos o no, y desde luego no los voy a reproducir aquí. Puede que él tuviera razón, quién sabe, pero en cualquier caso María también tenía poderosos motivos para dejarle. Aquello no era amor: era lucha libre.
“No rechazo mi enorme parte de culpa: nadie me obligó a beber como lo hice y, en mi vida, el alcohol tiene tanta importancia como la chifladura familiar. Tampoco estoy muy seguro de que si yo me hubiese metido por caminos más normales, hubiera llegado a beber como lo hice; pero no quiero escudarme en eso. Fui un estúpido borracho”.
Diario, Eduardo Mallorquí. 24 de septiembre de 1992.
Continuará
Sólo quiero darte las gracias por compartir con nosotros esta turbulenta etapa de tu vida familiar, que tan íntima y personal es.
ResponderEliminarNo me veo capaz de juzgarla (ni juzgarte) ni mucho menos, pero estoy completamente enganchada a ella. Leo estas entradas con el ansia que me produce una gran novela.
Gracias :)
He observado las fotos, las que expusiste de tu hermano con Pilar, y ésta de ahora con María. Observo que sí, que en la cara de tu hermnao se observa una felicidad inmensa, que sin duda puede ser consecuencia directa de su unión con Pilar. Pero en la foto donde María y él están juntos hay algo que no aparece en las otras dos. No es otra cosa, que el amor, el amor inmenso que refleja la cara de María cuando mira a tu hermano. Eso, por muy feliz que estuviera tu hermano con Pilar, no aparece en las fotos en un día tan señalado, ni de Pilar hacia Eduardo, ni de Eduardo hacia Pilar. Es una felicidad de satisfacción la que se observa, no del que surge del amor cuando la persona amada está a tu lado, tal cual se refleja en la cara de María.
ResponderEliminarLo digo sin ánimo de herir, vaya ésto por delante. Porque esa cara de María es la que he observado siempre en las fotos de mis padres, en todas y cada una de ellas mi padre siempre sale mirando a mi madre con amor, con esa satisfacción que no surge del orgullo de conseguir nada, sino del que te da la suerte de que esa persona que amas está a tu lado.
Por otro lado, gracias por compartir tu historia con todos y decirte que sería fantastico que escribieras sobre él en una novela.
Es increíble. Yo también conservo ese puzzle de Nesquik, con el cachorro de león. Y no puedo desprenderme de él.
ResponderEliminarNyna y Amaranta: Gracias a vosotras. Siempre he pensado que la historia de mi hermano es interesante, pero claro, no soy objetivo; mi vinculación a ella me impide ser imparcial. Por eso me reconforta oíros decir que también a vosotras os interesa. Es un alivio. Gracias.
ResponderEliminarAmaranta: Tienes razón en lo que señalas. Sin duda, María estaba muy enamorada de Eduardo. La verdad es que había que quererle mucho para poder vivir con él...
¿Estaba Eduardo enamorado de ella? Encoñado sí, desde luego, pero ¿enamorado?... la verdad es que no lo sé. De todas formas, para Eduardo la palabra "amor" tenía un significado muy extraño.
Juan M.: Qué curioso eso que me dices. Supongo que la pregunta es: ¿por qué lo conservas tú?
Es muy interesante sin duda, César. Sobre todo porque está contado por un bueno escritor que consigue el "efecto telepatía" del que hablaba Sthephen King. Un buen escritor es capaz de crear una imagen de lo que siente en la mente del lector. Mientras leo tu texto, comparto un poco tus sentimientos hacia tu hermano.
ResponderEliminarDuro lo que cuentads. Puede recordarme situaciones personales. Gracias.
ResponderEliminarCesar, si me permites, la labor de un escritor nunca es objetiva, la literatura no sería tal sin la subjetividad especial que tienen los escritores. Es más, sin tu guía por estos episodios que protagonizó tu hermano, sería demasiado agria, eres tú y tus sentimientos por Eduardo lo que nos hace sentirnos agradecidos al contárnosla.
ResponderEliminarAh, lo que me resultaba curioso a mi de las fotos, es que bien podría Eduardo haber destilado amor hacia Pilar, y sin embargo la distancia entre ambos es tanta o más que la que le separaba de María. Esa felicidad picarona que tiene en las fotos con Pilar, es esa que se nos pone cuando enseñamos al mundo una posesión de alto standing, que en cierto modo creemos que al poseerla nos hace importantes, quizás porque ni en nuestros mejores sueños hubieramos pensado que lo tendríamos. Pero amor lo que se dice amor no hay en su rostro (hacia Pilar).
ResponderEliminarlo curioso es cómo sabiendo que vas en picado y cuesta abajo, sin frenos y con un muro delante, persistimos sin quitar el pie del pedal, como las polillas a la luz. Porque aparte de la relación con su esposa, mala o peor, la realidad es que era consciente de su bajada personal a los infiernos, y no hacía nada por evitarlo...
ResponderEliminarMazarbul
No tiene nada que ver con la entrada, y lamento tener que ponerlo aquí. Me gustaría saber si tienes intención de dejarte caer por Barcelona el próximo Sant Jordi :)
ResponderEliminarGracias :)
Nyna: No, amiga mía, no voy a ir a Barcelona por San Jordi, lo siento :(
ResponderEliminarPerdona por la tardanza en contesra, César. No he conocido a nadie de tu familia en persona.
ResponderEliminarMuy duro lo de tu hermano en esta entrada. A qué se dedicaba profesionalmente en su última época? No había algo que le llenara aunque fuera mínimamemnte? :(
JMiguel.
a veces tengo la sensación de que estoy leyendo una novela cuando no lo es, simplemente tu escritura atrapa...
ResponderEliminarun saludo.
Akaki: Gracias :)
ResponderEliminarSigo leyendo esta inesperada biografía de Eduardo. Pertenezco al "grupo de Napa", el bar al que se refiere César y que se encontraba en Rafael Calvo.
ResponderEliminarNos reuníamos allí un grupo de borrachos melancólicos y divertidos. En efecto, Eduardo parecía detestar el alcohol. Mientras los demás disfrutábamos de nuestras copas, él se bebía de un solo trago, sin respirar, un vodka con tónica detrás de otro.
Las tertulias de Españoleto eran un verdadero teatro con los personajes más insólitos. Tabaco y alcohol. Docenas de borracheras: unas buenas, otras mejores, y algunas atroces.
Paradójicamente, la más espectacular borrachera que recuerdo fue una de César. Una borrachera simpática, aunque inaudita, cuyas circunstancias bien merecen la amabilidad del secreto. Aún me parece ver a César por el largo pasillo de Españoleto, en calzoncillos, con una botella de "MG" en la mano, diciéndome: "Oye, ¿tú no podrías ayudarme?". No. Nadie hubiera podido ayudarle en aquel trance.
Siempre tuve afecto y admiración por María Cervera. Era mujer de talento y de carácter. Pronto aprendí que interponerse entre ella y Eduardo era misión imposible y peligrosa cuando se desataban las tormentas.
Sin embargo, muchas veces les vi tratarse muy bien. Por ejemplo, una preciosa mañana en Murcia. Estábamos sentados en la terraza del Hotel Hispano. Eduardo tomaba ginebra con vermú, y acariciaba con dulzura a María. Debió ser en otoño o en primavera porque corría un vientecillo suave y por todas partes llegaban los olores de la huerta.
¡Bendito el Eduardo de días como aquel!
Yo, que también soy mal bicho y de muy difícil trato, creí ver en la honda amargura de Eduardo lo que por aquel tiempo escribió Martín Gaite en "Ritmo Lento". Eduardo llevaba un ritmo distinto a todos. Y en aquella época, con Franco vivo, había demasiado cobarde y demasiado triunfador en ciernes.