De esa primera época recuerdo, además, un par de cuentos suyos. Curiosamente, ambos eran muy emotivos. Y digo curiosamente, porque poco después la emotividad desaparecería por completo de sus escritos. Huyendo de la sensiblería, Eduardo perdió la sensibilidad. Lo que escribía, por brillante que fuera, siempre era gélido.
Básicamente, Eduardo se ganaba la vida traduciendo (puede encontrarse un listado de sus traducciones casi completo en Internet). Además, colaboraba en La Codorniz como articulista y crítico teatral. Y creo que lo mejor que escribió jamás está en su trabajo para esa revista; algún día colgaré aquí algunos de sus artículos. Por desgracia, las ventas de La Codorniz estaban bajando alarmantemente. En parte porque le había surgido competencia, como El Papus o Hermano Lobo; pero también porque no había sabido adaptarse a los nuevos tiempos. En 1977, su director, Álvaro de La Iglesia, fue destituido, sustituyéndole, de facto, Manuel Summers. No funcionó y la revista cerró sus puertas definitivamente un año más tarde.
Pero antes sucedió algo. En vista de la decadencia de la publicación, su redactor jefe, Víctor Vadorrey (gran amigo de Eduardo) y mi hermano prepararon un proyecto de programa de humor para presentarlo a TVE. Supongo (sólo supongo) que utilizarían los contactos de Vadorrey, pues éste había colaborado años antes en el programa de TV La tortuga perezosa. El caso es que el proyecto fue rechazado, pero Eduardo utilizó esos contactos para venderle a la cadena unos guiones suyos. Vadorrey lo consideró una traición y, desde entonces, dejó de dirigirle la palabra.
¿Tenía razón Vadorrey? ¿Eduardo se aprovechó de él, le traicionó, para colarse en la tele? Estoy seguro de que no era esa su intención, pero, llegado el momento, Eduardo podía ser muy egoísta, así que... no lo sé. El caso es que Eduardo vendió sus tres primeros guiones. Eran para “Original”, un programa de TV-movies independientes de una hora. En 1975 se emitió “Betty & Carlos”, y un año después “Alguna vez tienen que ganar los indios” y “Las buenas intenciones”.
No recuerdo cuándo dejó de colaborar Eduardo con La Codorniz. Fue antes del cierre definitivo, eso seguro, pero ignoro cuánto antes. Tampoco sé si su conflicto con Vadorrey le afectó a su trabajo en la revista. Sea como fuere, Eduardo abandonó La Codorniz y se convirtió en el crítico teatral de la revista Cambio 16. ¿Cuándo? En 1975 o 1976, no estoy seguro.
La cuestión es que Eduardo había conseguido meter un pie en TVE y otro en la revista más influyente y prestigiosa de aquel momento. Pero no le sirvió de nada; no hubo continuidad en la tele y su colaboración con Cambio 16 nunca pasó de las críticas teatrales. ¿Por qué? ¿Por el alcohol, por la mala suerte, por falta de constancia, por su carácter? No lo sé. Por otro lado, a la hora de escribir literatura Eduardo nunca completaba nada. Comenzaba decenas de novelas y a las pocas páginas las abandonaba. Era absurdo; creo que, acostumbrado a los textos cortos, no se sentía seguro con la novela. ¿Y el teatro? Dada su condición de crítico teatral, me extrañaría que no hubiera intentado escribir alguna obra. No recuerdo si lo hizo, pero desde luego no completó ninguna. No obstante, me parece que ya por aquel entonces Eduardo había decidido que quería dedicarse más al guión que a la literatura. El problema es que no se dedicaba a nada.
El anterior post acababa con Eduardo recién separado de María, pero ahora tenemos que retroceder un poquito. Más o menos un año antes, nuestro hermano José Carlos se enteró de que en el edificio donde vivía se alquilaba un piso a buen precio y se lo dijo a Eduardo. Así que Eduardo y María se trasladaron al paseo de la Castellana, a un piso mucho mejor y más grande que el apartamento de General Perón. Para celebrarlo, dieron una fiesta de las de siempre, con mucho alcohol y mucho desquicie. Creo que fue la última; o, al menos, la última a la que yo asistí.
Finalmente, Eduardo se separó de María y se quedó solo en el piso. Yo me veía mucho menos con él y no sé a ciencia cierta cómo era su vida por entonces. Me lo imagino, pero no lo sé. Una vez me contó que se había hecho amiguete del director de su sucursal bancaria, y que le había concedido una cuenta de crédito de hasta medio millón de pesetas (bastante pasta por aquel entonces). Y realmente necesitaba ese crédito, porque había dejado de traducir, no trabajaba, no escribía; ni siquiera estoy seguro de que siguiera colaborando con Cambio 16. Eduardo bebía, bebía y bebía, como si quisiera matarse. El 8 de octubre de 1992 dice en su Diario:
-Hay gente que duerme en cajas de cartón, come de lo que encuentra en la basura y considera que debe seguir viviendo. Pero también podría considerarse que esa gente ya se ha suicidado. Ciertos expertos en suicidio no estudian la influencia que sobre él tiene el alcoholismo, porque consideran que el alcoholismo es un forma de suicidio. Estoy de acuerdo con ellos.
Eduardo se había zambullido de lleno en una espiral depresivo-alcohólica que conducía al desastre. ¿Cómo no me di cuenta? Supongo que, en cierto modo, no quise hacerlo. La vida con mi hermano me había desequilibrado demasiado y lo único que quería era olvidar, dejar atrás aquel periodo. Además, la imagen de Eduardo se había hecho añicos en mi mente; seguía queriéndole, por supuesto, pero al mismo tiempo le culpaba de no ser la persona que yo creía que era, de no ser la persona que él fingía ser. No, ya no admiraba a Eduardo; de hecho, me cabreaba en muchos aspectos. Como es lógico, aquí no voy a contarlo todo, no tendría sentido ni sería justo; a fin de cuentas, todos hacemos cosas mezquinas en algún momento de nuestras vidas, y eso no significa que seamos unos hijos de puta, sino sólo que somos débiles. Eduardo hizo cosas malas por aquel entonces; abusó de sus amigos, dio sablazos, manipuló a personas que le apreciaban, llegó a ser muy miserable en algunos momentos. Tampoco se portó bien conmigo; la última que me hizo fue pulirse un dinero que era mío, obligándome a pasar un época de franca pobreza. ¿Me cabreó? Sí. ¿Le odié? No. Pero estaba harto de él; a su lado todo eran problemas y más problemas. Era un toxicómano, de acuerdo; un borracho. Ya no tenía control sobre sí mismo. Pero es muy difícil vivir con alguien así.
Estuvimos un tiempo distanciados. Hasta que una tarde me telefoneó José Carlos (que, por entonces, era vecino de Eduardo, ¿recordáis?) y me dijo que acababa de telefonear a Eduardo, y que nuestro hermano estaba tan borracho que no podía ni hablar y le había colgado. Así que José Carlos bajó a su piso y llamó al timbre, pero nadie le abrió. José Carlos estaba preocupado; tenía llaves del piso, pero no quería entrar solo y me pidió que le acompañase. Cogí el coche y fui inmediatamente al piso de Castellana. José Carlos y yo llamamos repetidamente al timbre, en vano, de modo que abrimos la puerta y entramos.
Eduardo estaba de pie en medio del salón, tambaleante, con la mirada perdida y expresión de pasmo. Literalmente: era incapaz de hablar. Nunca he visto a nadie tan borracho teniéndose en pie. Hay que reconocérselo: Eduardo podía beber hasta el límite, pero no se desmayaba ni vomitaba. Supongo que eso dice algo acerca de su personalidad, pero no sé exactamente qué. El caso es que Eduardo estaba semi-inconsciente, hasta arriba de alcohol, pero no intentamos darle café, obligarle a vomitar o cualquiera de las tonterías que suelen hacerse con los borrachos. Sencillamente, le acostamos y le dejamos dormir la mona.
Y, entre tanto, José Carlos y yo registramos la casa en busca de alcohol. Encontramos decenas (sic) de botellas de vodka vacías. Y algunas llenas o medio llenas. Y, sorprendentemente, varias escondidas. ¿Por qué escondía el alcohol si vivía solo? ¿Eran restos de la época en que María aún estaba con él? ¿O es que ya no sabía lo que hacía? No lo sé; lo cierto es que encontramos varias botellas de Smirnoff ocultas aquí y allá.
Unas horas más tarde, Eduardo se levantó. Aún seguía borracho, pero ya podía hablar y comprender lo que se le decía. Le obligamos a comer algo y le contamos que habíamos tirado todo el alcohol. Le dijimos que se estaba matando, que estaba echando a perder su vida, que o dejaba de beber o iba a acabar fatal. Eduardo aún seguía demasiado turbio para razonar, así que le dejamos de nuevo en la cama y quedamos en volver a hablar con él al día siguiente, cuando estuviese despejado.
Aquella noche, al regresar a casa, me sentía fatal. Si la imagen que yo tenía de mi hermano ya estaba muy deteriorada, verle convertido en un zombi babeante la había destrozado definitivamente. Me preocupaba Eduardo, sentía pena por él... pero también me cabreaba. A partir de entonces, mi hermano provocaba (y sigue provocando) en mí un sentimiento ambivalente: pena y cabreo al mismo tiempo.
Al día siguiente José Carlos y yo hablamos con Eduardo para intentar convencerle de que dejara de beber y cambiara de vida. Y Eduardo, creo que por primera vez en su existencia, hizo caso. Supongo que él mismo estaba asustado. Además, entonces nos enteramos de que Eduardo no tenía ni un duro, no tenía trabajo ni perspectivas de trabajo y le debía más de medio millón de pesetas al banco. Nuestro hermano estaba con el agua al cuello. En cualquier caso, Eduardo decidió dejar de beber. Y lo cumplió. Es sorprendente: llevaba no sé cuántos años emborrachándose, pero nunca llegó a ser alcohólico. Es decir, su organismo no desarrolló dependencia física al alcohol, pues de lo contrario le habría sido imposible cortar con la bebida sin sufrir el mono.
Fue un triunfo que Eduardo dejara de beber, pero su situación seguía siendo angustiosa. Recuerdo que en aquel momento pensé que su única salida sería irse de España, comenzar una nueva vida en otra parte. Pero no podía decírselo, no podía aconsejarle que hiciera algo tan en el fondo arriesgado. No hizo falta. Un día me telefoneó y me contó que había pensado en irse del país. Le dije que me parecía lo mejor que podía hacer y le sugerí como destino Venezuela, pues allí vivía el padre de un gran amigo nuestro y quizá pudiera ayudarle.
Era 1979 y él tenía 36 años de edad. Tiempo de sobra para rehacer una vida, pensé. Eduardo dejó el piso de Castellana y vivió en mi casa durante un par de semanas. No hubo ningún problema; mi hermano estaba casi relajado, como si se hubiese quitado un peso de encima, y al mismo tiempo estaba acojonado por el paso que iba a dar. En cierto modo parecía desconcertado por la sobriedad. Nunca le he visto tan humilde y pacífico como en esa época.
Finalmente, llegó el día de la partida y algunos de sus amigos y yo le acompañamos a Barajas. Recuerdo que cuando despegó el avión con Eduardo dentro experimenté tristeza, y preocupación, y, todo hay que decirlo, también un profundo alivio.
“No estoy preparado para la vejez. No la entiendo. No sé lo que debo hacer, cómo asimilarla. Estoy más hecho un lío que de costumbre. Es algo de lo que, por una vez, no tengo la culpa y sobre lo que, como siempre, carezco de control. O quizá tenga el control que siempre he tenido: el de largarme”.
Diario, Eduardo Mallorquí. 2 de noviembre de 1993
Continuará
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ResponderEliminar:S Una entrada eliminada? He visto que no me has contestado en la anterior. Ha sucedido algO? Espero no haber ofendido con mi trato familiar.
ResponderEliminarJMiguel.
Aquí ha ocurrido algo raro, Juan Miguel. Yo no he borrado tu comentario; de hecho, creía que lo habías borrado tú. De todas formas, he recibido un e-mail con tu comentario, que dice así:
ResponderEliminar"¿No era "La tortuga presurosa"? Yo esa la recuerdo de niño.
Gracias, César, por compartir estos recuerdos y un abrazo!".
La respuesta es sencilla: ambos programas existieron: primero fue "La tortuga perezosa" y luego, realizado por los mismos, "La tortuga presurosa". De ahí surgió, por ejemplo, José Luis Coll.
Un abrazo y disculpa el fallo informático.
Nada, :D
ResponderEliminarBuf, esta hstoria de tu hermano es muy triste. He hablado con mi cuñada y dice que posiblemente ya desde niño su físico y situación aislada le entrenaron para mermarse cada día.
Era una época sin internet, menos apta para la gente necesiatada de feedbacks inmediatos. La red ha hecho mucho bien a la gente depresiva, sobre todo para que tomen contacto más fluido con otras personas y no se machaquen tanto pensando en sí mismos.
Yo creo que cuando eres depresivo no hay internet que te salve, más que nada porque antes primaba el contacto directo con la gente, vivir fuera de casa y eso no salvó a Eduardo, cosa que es mucho más sana para un depresivo que un espacio como éste.
ResponderEliminarMe ha resultado curioso el tema del alcohol y el hecho de que no causara dependencia en tu hermano. Por casualidad has preguntado si hay alguna explicación científica sobre este asunto.
Amaranta: Un amigo mío fumaba y dejaba de fumar cuando quería, sin experimentar la menor adicción a la nicotina. Hay gente que se inyecta heroína durante años y luego lo deja de golpe sin pasar por el síndrome de abstinencia. Y hay grandes bebedores, como mi hermano, que no desarrollan alcoholismo. No hay estadísticas muy fiables, pero eso le ocurre a algo menos del 3% de la población. Ignoro los motivos; ni siquiera sé si hay teorías que lo expliquen, lo siento.
ResponderEliminarLa verdad, estoy "enganchado" en la triste historia de tu hermano, todos los días entro en La Fraternidad de Babel para leer un nuevo capítulo, aunque, claro está, no siempre lo encuentro.
ResponderEliminarEn una pareja siempre, siempre, hay uno que ama y otro que se deja amar, eso es así, aunque no quiere decir que el que se deja amar no ame, aunque de otra forma mucho más pálida, es como un reflejo del amor que recibe. Esto viene a cuento por que es la idea que "veo" en las fotografías de tu hermano con sus mujeres. Con la primera se aprecia claramente que él está muy enamorado y ella se deja querer, mientras que con la segunda es al revés. Las decepciones en el primer caso son muy fuertes y dejan profunda huella, por ello considero que Eduardo nunca superó la separación y abandono de su gran amor. Los siguientes fueron sucedáneos que le daban solamente placer y que no aguantan una mínima comparación.
Te repito que tienes, en muchos casos, la maestria de tu padre, y dicho por un "coyotista" viejo y empedernido es el mayor elogio que se puede recibir.
Igualmente. :D De casta le viene al coyote.
ResponderEliminarJMiguel.
Siempre que leo las entradas sobre tu hermano pienso muchas cosas. Primero, que me encanta. Me encanta leerte siempre, pero las entradas sobre tu vida son mi preferidas. Segundo, que siempre quiero comentar. Y tercero, que no puedo. Me faltan las palabras y hasta el contenido. Leo los comentarios de los demás y estoy de acuerdo con casi todos, especialmente con los que dicen sentirse atrapados y que entran a diario a por más entradas sobre tu hermano. Así que hay poco que yo pueda aportar, salvo agradecerte que compartas esta historia con nosotros.
ResponderEliminarTu hermano no lo tuvo fácil, le pasaron muchas cosas. Claro que debió reponerse y enfrentar las cosas de otra manera, pero bueno, cada uno es como es. Me da mucha pena lo que le ocurrió, igual que lo que te ocurrió a ti -gran parte de su historia es la tuya al fin y al cabo. Y también identifico mucho de él en mí y eso me asusta... Pero bueno, personas distintas, vidas distintas. Toda comparación es vana.
De nuevo muchas gracias, César. Esperamos impacientes la continuación. Un abrazo!
César, hace unos días que llegué hasta estas entradas sobre Eduardo y créeme que puedo comprender hasta qué punto la bebida puede hacer horrible la vida de las personas que conviven con gente que bebe.
ResponderEliminarMi pregunta después de haber asistido a grupos de Alanon sin terminar de entender gran cosa sobre la gente que se autodestruye bebiendo y armando broncas con los demás, es si tú podrías explicar ahora, después de tu experiencia, cómo se puede ayudar -si es que se puede- a la gente como Eduardo.
Por lo demás mi alegría de haber llegado algún día a tu blog, lleno de tantas cosas inútiles según tú. Que por supuesto jamás lo son.
Begoña
Begoña: Me alegro de que disfrutes merodeando por Babel, y de que las entradas sobre mi hermano te hayan interesado.
ResponderEliminarRespondiendo a tu pregunta... Verás, yo creo que cada alcohólico es un caso distinto. Todos tienen en común la pulsión autodestructiva, pero las causas varían. Porque el alcoholismo no es la enfermedad, sino un síntoma; así que no es posible eliminar el síntoma si no se cura previamente la enfermedad que lo causa.
En el caso de Eduardo, el problema se encontraba justo en la raíz de su personalidad: en su inseguridad, en su fragilidad, en su complejo de Caín, en su visión retorcida del mundo y de sí mismo. ¿Se le podría haber ayudado? Quizá sí, habiéndole guiado desde muy, muy, muy joven. Pero después, ya adulto... creo que no, que era imposible ayudarle.
Un beso