Nuestras actuales ideas acerca del “viaje” son relativamente nuevas. En el pasado hacía falta un buen motivo para desplazarse, porque los viajes eran lentos, incómodos y peligrosos. Se viajaba en busca de caza, o para comerciar, o para huir de una desgracia (topofobia), o en busca de riquezas (filotopía), o para hacer la guerra... Siempre ha habido, por supuesto, viajeros curiosos que recorrían el mundo sólo para ver cosas y gentes nuevas, pero esa modalidad de viaje no cristalizó hasta mediados del siglo XVII, cuando en Inglaterra se adoptó la costumbre de que los jóvenes de clase alta realizaran un itinerario cultural por diferentes ciudades de Francia e Italia. A eso se le llamó el Grand Tour (de ahí la palabra “turismo”) y su popularidad se incrementó con el romanticismo, añadiéndose a la ruta otros países como Grecia, España o Alemania. Así nació el concepto de “viajar sólo para ver”.
El incremento del nivel de vida en occidente, así como la mejora y abaratamiento de los medios de transporte, convirtieron el “viaje” en un negocio masivo y viajar se popularizó. Hoy en día es imposible ir a ciertos lugares sin encontrarte con hordas de turistas. ¿Por qué viaja tanta gente? Hay múltiples respuestas, por supuesto, pero a veces no encuentro ninguna. Pepa y yo fuimos al norte de Italia durante nuestra luna de miel. En Florencia coincidimos cenando en una pizzería con otra pareja de recién casados españoles; charlamos y, al poco, uno de ellos propuso que quedáramos al día siguiente, porque estaban “hartos de ver piedras”. Improvisamos una excusa y nos despedimos. Y yo no pude evitar preguntarme: si no les gustaban las piedras, ¿por qué cojones viajaron a Florencia?
Hace unos años estuvimos en Mont Saint-Michel, en el noroeste de Francia. Como sabéis, es un islote, un peñasco que se eleva unos doscientos metros sobre el mar, con una abadía en su cima. En la parte baja hay un falso poblado medieval llenos de tiendas y restaurantes para turistas; conforme se remontan las empinadas cuestas hacia la iglesia, uno se adentra en el auténtico y maravilloso conjunto medieval. Cada año, unos cuatro millones de personas llegan a ese lugar, pero sólo un millón sube hasta la abadía. Tres de cada cuatro visitantes se quedan en el falso poblado medieval, comiendo perritos calientes y comprando horteradas. Y yo me pregunto: ¿para qué cojones fueron allí, teniendo Disneylandia tan a mano?
Creo que mucha gente, quizá la mayoría, viaja porque se supone que hay que hacerlo. Viajan porque viajan sus vecinos, viajan porque queda bien y, según donde vayas, confiere estatus, viajan porque la publicidad les dice que es bueno viajar, viajan porque sí, por acumular estancias y lugares en una lista sin sentido. Pero eso no es viajar: es moverse.
Conozco a personas, gente inteligente y cultivada cuyo intelecto admiro, que no solo odian viajar, sino que, como Unamuno, desprecian el concepto de “viaje de placer”. Según ellos, se trata de un mero impulso gregario (seguir al rebaño), pues la excusa de que los viajes sirven para aumentar el conocimiento es absurda, ya que ese conocimiento puede adquirirse de maneras mucho mejores y más cómodas. Y tienen razón. Cuando el mundo era en su mayor parte desconocido, tenía sentido embarcarse en un viaje para adquirir conocimientos, pero hoy en día podemos encontrar todo el conocimiento (e imágenes) del mundo en libros, documentales, Internet... Los periplófobos tienen razón en eso, pero se equivocan en algo: no se viaja para conocer, sino para sentir.
Adoro viajar, me encanta; si pudiese, pasaría la mitad de mi vida viajando. Me confieso filotópico. ¿Por qué? ¿Soy otra ovejita del rebaño? Espero que no. Como decía antes, viajo para sentir; pero ¿qué significa eso? Vamos a hacer un experimento. Salid de casa y recorred despacio vuestra calle, prestando mucha atención a todo lo que hay en ella, abajo y arriba. Os garantizo que encontraréis montones de detalles en los que no os habíais fijado jamás. ¿Cómo es posible, tratándose de un entorno tan familiar? Pues precisamente porque es tan familiar que ya no lo miráis. Lo veis, pero sin fijaros. Lo ya conocido no estimula nuestros sentidos y acaba convirtiéndose en un paisaje de fondo desenfocado. Así es nuestro mundo cotidiano, un mundo por el que nos movemos con la mente ocupada en otras cosas, un mundo al que no le prestamos gran atención porque lo conocemos demasiado bien, un mundo borroso y ya carente de estímulos. Un mundo en el que sentimos muy poco.
Pero cuando viajamos, cuando nos movemos por entornos muy distintos a los usuales, nuestros sentidos se despiertan; es como acceder a un estado alterado de conciencia. Pero hay que viajar bien, con la actitud adecuada y la sensibilidad a flor de piel. Debes prestar mucha atención, debes tener los conocimientos adecuados, debes avivar tu imaginación. Detesto las visitas guiadas; por muy interesante que sea lo que cuente el guía, lo puedo leer en un libro antes o después, porque lo que quiero “durante” es aprovechar la oportunidad, quizá única, de disfrutar del lugar sin que me moleste nadie con su cháchara.
Recuerdo que la primera vez que entré en la catedral de Jaca, la más antigua de España, el templo estaba lleno de turistas, así que volví al día siguiente a las ocho de la mañana, cuando la catedral estaba totalmente vacía, y me quedé más de una hora allí, “sintiendo” el lugar. He hecho cosas similares en muchos sitios, en la Alhambra, en Chartres, en Stonehenge, en Saint-Michel, en Uxmal, en el Cementerio de los Ingleses del monte Urgull, en Knossos, en el Gran Cañón, en Compostela, en Omaha Beach, en Glastonbury... Probablemente he adquirido más conocimientos de todos esos lugares, y de otros muchos, antes de ir que durante mi estancia en ellos. Pero, por Júpiter, qué cantidad de sensaciones me han hecho experimentar.
Porque he leído decenas de libros sobre la selva, he visto horas y horas de documentales, pero no es comparable a lo que experimenté en las selvas de Venezuela, Colombia y Costa Rica. El calor húmedo, los indescriptibles olores, los sonidos, la abrumadora vegetación, nada de eso puede transmitirse sólo con palabras y/o imágenes. O cruzar las puertas de la muralla de Essaouira, la antigua Mogador, y retroceder al Medioevo rodeados por un intenso olor a especias. O el sobrenatural silencio de los bosques árticos. O el impacto sonoro de los tambores de Calanda. O la magia de las ciudades mayas tragadas por la selva. O los colosales bosques de secuoyas. O un volcán vomitando lava. O las cumbres de los Andes. O un amanecer en el Caribe. O un atardecer junto a un faro de Bretaña. O estar enamorado en la Alhambra. Esas cosas no pueden “conocerse”; han de sentirse. Y viajar es el precio que pagas para poder sentirlas.
Y luego, la sorpresas. Como cuando una noche, paseando por los jardines situados bajo la Acrópolis, Pepa y yo nos encontramos, en un teatro romano, con el ensayo general de una obra clásica (en griego, claro), solo los actores, nosotros y tres o cuatro pirados más. O como cuando tropezamos en una iglesia de Pals con los ensayos de un concierto barroco para piano y violín. O ese anochecer, en Colombia, cuando un bosque de árboles barbudos se llenó de luciérnagas. O aquella alucinante fiesta popular en Anomera, lo más alto de Mikonos. O una surrealista procesión de Semana Santa en Baeza. O los ritos paganos de San Juan Chamula, en Chiapas. Nada de eso te ocurre si te quedas en casa.
Porque nuestro verdadero hogar no es el piso o el chalet donde vivimos, ni el barrio, ni la ciudad, ni el país. Creer eso es padecer miopía. Nuestra auténtica casa es la Tierra, el planeta que nos sustenta. Un mundo lleno de maravillas asombrosas que yo daría cualquier cosa por experimentar. ¿Viajar es una manía sin sentido? Si de repente heredaras un palacio inmenso, y por muy confortables que fueran el salón, el comedor y el dormitorio, ¿no te gustaría visitar todas sus habitaciones? Pues eso.